Ensoñaciones

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Con tanto aburrimiento la cabeza no para de dar vueltas a las cosas y a esa caja llena de fotografías que son los recuerdos. Yo hacía memoria de mi infancia, otros de su familia y los más de su amada, de la real o de la imaginaria como en mi caso. Hablábamos de nuestras cosas en alto, sin pudor, y así entreteníamos a los demás. Te parecerá una sandez Estrella, pero todas aquellas charlas urdieron una sólida camaradería con mucho respeto al escuchar, con opiniones mesuradas y, ante todo, ánimos para seguir adelante. Aunque no te lo creas Estrella, hasta el más pinturero tenía sus menguas; una madre esperando en casa, unos hijos que abrazar, un amor... Tipos capaces de matar, asesinos legales, formando corro y charlando como unas costureras.

Yo, con mis veinte primaveras, tampoco tenía demasiado que añorar así que seguí inventándome una historia de mucho melindre y mucho romanticismo. Bueno, lo cierto es que no fue del todo inventada, pero la exageré y avivé hasta la caricatura. Antes de embarcarme para acudir a este desbarajuste, pensando como buen pánfilo que cumpliría servicio en la península, coincidí con esa muchacha que iba a romper mi confortable apatía. Ya te he hablado de ella, Carmen la llamaba.

Mi musa, al real, trabajaba en el cerro de la calle de los Tintes pero me inventé que la había conocido una tarde, yendo a misa de siete en la Catedral. Ella estaba de pie en la calle, bajo un umbral y acompañada por varias matronas. Era lozana, no más de 16 o 17 años. Morena hermosísima, temblona de pechos, lúbrica, de pelo largo, liso, brillante. Aquella Venus habría de tener dos ojos negros e infinitos; dos albores siempre esquivos y subrayados por un oscurísimo cerco de pestañas. También le pinté labios encendidos y una sonrisa asaz discreta, la más deliciosa que he visto jamás. La diosa que llenaba mis noches se movía suavemente, como mecida por la música, con unos ademanes delicadísimos, de auténtica princesa. Tan impresionado estaba ante aquella quimera que les conté a todos que había pasado un par de veces para verla bien y acabarlo de creer. Cruzamos miradas y al verme correspondido me conjuré para intentar vencer la timidez y conseguir que entablásemos cierta amistad. Hasta aquí la historia oficial, la real. Pero ante un público tan exigente tuve que aderezarla con mil y una fantasías. Pero fíjate Estrella si no la tendría idealizada que nunca fui capaz de deshonrarla fantaseando más de la cuenta, tú ya me entiendes.

Para mi desgracia en el mundo real aquella hermosura y yo nunca llegamos a cruzar palabra. Sin duda el triunfo es de los audaces y yo no me cuento entre ellos. Desgraciadamente se me echó el tiempo encima y esta maldita guerra, sin acabarme de decidir. Llegó la llamada a filas y la inevitable partida a estas latitudes. Uno se arrepiente de las cosas que no hace, bien lo sabes tú Estrella. El caso es que jamás hablé con esa Carmen fantaseada, esa Carmen embrujadora como la gitana cordobesa de Bizet.

Tan bien relaté la historia, tanto énfasis le puse a su teatralización, que mis palabras engendraron suspiros, alguna lágrima mal disimulada y también muchas preguntas que tuve que responder los meses siguientes y a la luz de esa misma lumbre. Durante esas horas descubrí que soy un buen contador de historias o bien que el público, mi público, no era nada exigente. Al final yo mismo me creí la mentira y me costó volver a la realidad.

Entre los muchos cacharros que se habían amontonado en aquella iglesia a lo largo de los años había varios cañones de poco fuste. Algún pedrero y hasta lantacas, una especie de culebrinas con muy poca entidad. Cañones, sin cureñas ni pezones, que quizá podían haber servido a la flota de las indias para defenderse de los piratas en tiempos de galeones y tesoros. Armas antiguas, sin aparejos de ningún tipo, de avancarga y desembarcadas de una antigua carabela. El acero parecía en buen estado así que Martín Cerezo quiso sacarle provecho y nos puso manos a la obra para sacarles algún partido. Ya ayudé a abrir cartuchos para sacar la pólvora, la echamos cuidadosamente por el ánima y la acomodamos en el fondo bien prieta. Después echamos metralla, asomamos su boca por una tronera y al no tener cureña con la que fijarlo atamos una cuerda pasándola por una de las vigas del techo. Finalmente asomamos el orificio por una aspillera y con una caña larga se arrimó el fuego al oído del arma. Serían las cuatro de la tarde.

Todo aquello ocurrió demasiado rápido. Después de un gran fogonazo pareció que la tierra se abría a nuestros pies. Los jinetes del apocalipsis acudían a nuestro rescate, el Vesubio escupía su fuego para terror de nuestros enemigos. Lástima que tales cataclismos no durasen ni un parpadeo. El cañón retrocedió tras la salva haciendo temblar los muros como si los fuese a derribar. A varios de sus servidores los tiró al suelo envueltos en humo espeso. El cacharro retrocedió tanto que chocó contra el techo abriendo un boquete y poniendo en peligro todo el resguardo... amén de nuestros cráneos.

Al final la detonación amenazó más a los de dentro que a los de fuera, aunque imagino que a algún tagalo se le debió indigestar la morisqueta de arroz. El caso es que Santa Bárbara no estaba de nuestro lado y debíamos fiarlo todo a otros beatos. No pudimos percibir ni un solo daño más allá de la aspillera.

Los indígenas, tras el susto, reaccionaron y empezaron a gritar muy gozosos "tirar, tirar, que ya vendrán nuestros cañones a sacaros de allí". Unos canallas Estrella, unos malditos canallas. Con lo fácil que les hubiera resultado entregar las armas y rendirse.

La traca, aunque inofensiva, les animó a seguir el ejemplo y pocos días después el inefable Villacorta paseaba por delante de nuestros bigotes nuevas piezas artilleras que había conseguido vete a saber dónde y cómo. "Los muros de esa iglesia van a ser ahora vuestra tumba" dijo a gritos el muy fantoche. Uno de los compañeros, habituado al trabajo en el campo y con vista de águila nos tranquilizó a todos.

-Me parece que esos cañones pertenecen al mismo y magnífico arsenal que el que nos ha roto el techo. Así que tranquilos compañeros, solo nos van a castigar los oídos-

-Pues eso ya es mucho. Si agarro a los artilleros los despeino de una hostia. – Terció Gregorio Catalán y nadie lo puso en duda porque era muy capaz de arrancarle la quijada a una mula de un manotazo.

- No te pongas farruco Gregorio, ya sabes que para estos tunantes somos una pandilla de afeminados. Ellos se imaginan que vamos a arañarles la cara y a chillarles- contestó Vicente que estaba tratando de tapar los primeros agujeros en sus botas.

-Ya, ya... afeminados. Como me eche a la cara a un enano cabrón de estos le voy a abofetear a vergazos, fíjate lo que te digo. Le van a quedar pocas ganas de llamar afeminado a alguien y ninguna de acercarse a un cañón.- Todos reímos. Gregorio era muy de pueblo, muy de Osa de la Vega, tenía un humor sencillo, socarrón y muy de agradecer en aquellos trances. Naturalmente las referencias fálicas eran obligadas y constantes. Espero que estas balandronadas no te incomoden Estrella.

Lo cierto es que en nuestra situación no temíamos las agallas del enemigo, ni tampoco sus cañones o su capacidad de sacrificio. Recelábamos de su ingenio y, sobre todo, del arma más peligrosa de todas. La imaginación. De haber tenido la que a nosotros nos sobraba mis huesos se pudrirían en los cimientos de aquella iglesia.

A las 12 de la noche los indios rompieron fuego y ya no hubo forma de dormir. Los proyectiles impactaron en los laterales de la iglesia pero los muros aguantaron. Solo algunas puertas y ventanas llegaron a astillarse. Entre nosotros hubo mucho sueño pendiente, muchísimo dolor de cabeza y alguna esquirla clavada, pero poco más. Algunos dieron gracias a Dios en sus oraciones y todos pedimos al altísimo que no pusiese en manos de nuestros enemigos armas más temibles.

Recuerdo muy vivamente a uno que llamábamos el Gato, un chaval que era todo labia y chulería, y que ese día levantó la cabeza de la trinchera tras un largo tiroteo y, como en una de nuestras interminables partidas de cartas, echó un farol.

-Hijos de perra, traed a vuestras madres y dadles los fusiles. Seguro que un grupo de resueltas nos daría más trabajo.- Acto seguido escondió gozosa la calabaza y esperó regocijado a que se reanudase el tiroteo con nuevas furias y muchos más insultos. El teniente, que observaba metros más allá, le reprendió como lo hace un padre a su hijo.

-Hágame el favor y no dé ideas a los indios. Mal rayo les parta a todos-

El Caballero de BalerWhere stories live. Discover now