Día quince.

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Cuando Hilary despertó aquella madrugada logró sentir la levedad de la briza acariciar sus mejillas y extremidades al descubierto. Se encontraba sobre una emblanquecida silla de ruedas y, en la superficie de su piel, se delineaban finos caminos rojizos que terminaban en una explosión de morado, azul y verde. Cortadas y moretones, marcas de guerra.

Al observar con mayor detenimiento, la muchacha de cabellos marrones pudo distinguir salpicaduras luminosas entre una inmensa oscuridad, y supo que se trataba de un cielo estrellado.

Justo antes de siquiera poder formularse una pregunta que abarcase los detalles de la situación, escuchó un carraspeo a sus espaldas. Giró el rostro con tanta brusquedad que, por más que quisiese evitarlo, generó la propagación de dolorosas y múltiples punzadas sobre su cuello.

Cuando sus miradas se juntaron, él sonrió. Cuando sus ojos se cerraron, ella lo hizo.

"¿Acaso me has secuestrado?", su voz resonó un tanto más enronquecida de lo que ambos jóvenes recordaban.

"No se puede llamar secuestro si antes he pedido permiso a las enfermeras", guiñó uno de sus celestes ojos, perdiendo la vista en ella, "Además, me debías una cita".

La chica frunció el entrecejo, vio al muchacho colocarse de pie y sintió cómo le daban la vuelta a su asiento. Entonces, con la noche como testigo, divisó una pequeña mesa bajo un mantel rosado, dos sillas encarándose la una a la otra y, por último, coloridos pétalos bañando el suelo bajo sus pies. Sus ojos se abrieron significativamente y, momentos antes de que las palabras se borrasen de su boca y pensamientos, percibió un susurro contra su oído izquierdo.

"Te prometo que no enfrentarás esto sola".

Y no hubo nada demasiado perfecto como para ser comparado con su rostro después de presenciar aquellas palabras.

Mariposas de PapelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora