CAPITULO 3

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Brenda Vilento apenas consiguió pegar un ojo en toda la noche, las ojeras marcadas debajo de sus ojos evidenciaban la falta de sueño.

Los gritos de sus padres se escucharon hasta altas horas de la madrugada, seguidos de un sollozo lastimoso y nuevamente gritos y más llanto. No consiguió distinguir exactamente el motivo de la discusión, supuso que era su culpa por eso no se atrevió a pegar la oreja en la puerta de su habitación en busca de más información. Tenía miedo de escuchar cosas que le harían sentir aún más culpable de lo que ya se sentía. A pesar de que su madre era insoportablemente controladora, su comportamiento le afectaba. No le gustaba hacerla sentir mal, como tampoco le gustaba que se metiera tanto en su vida.

Con un poco de maquillaje ocultó esas medialunas negras y salió de la habitación con el tiempo justo para evitar cruzarse con Lucía. Lo que menos quería era un enfrentamiento tan temprano, le arruinaría el resto del día y merecía un descanso.

Escuchó el coche de Tobías aparcando frente a su casa y bajó las escaleras corriendo, casi huyendo. Se llevó un susto de muerte al chocarse con su madre frente a la puerta que prometía libertad. Estaba parada de brazos cruzados como si fuera una estatua vigilante. Evitó sostenerle la mirada y tomó una chaqueta del perchero por si el clima se animaba a sorprenderla.

-¿No piensas desayunar? –la voz de Lucía rasgó el aire tenso y sofocante.

-No tengo tiempo, me desperté demasiado tarde –se excusó al tiempo que giraba el pomo de la puerta. El movimiento se vio interrumpido por una mano esquelética contra la madera. Brenda cerró los ojos y respiró profundamente, no quería discutir–. Llegaré tarde a la universidad, Tobías ya está afuera y los perjudicaré también a ellos. No me hagas pasar vergüenza, por favor.

-Mírame cuando me hablas –reclamó su madre apretando la mandíbula.

La joven obedeció sin rechistar y posó los ojos en los suyos que aún se veían irritados.

Seguramente estuvo llorando de nuevo y todo por mi culpa... Un remolino de remordimiento se asentó en su estómago.

-Eres una malagradecida –sentenció con dureza.

¿Malagradecida?

Brenda la observó extrañada. Era la primera vez que le decía algo así. ¿Realmente lo decía en serio? ¿Realmente pensaba eso? ¿Qué pretendía de ella? Quería controlar cada segundo de su vida, quería que la obedeciera, que le rindiera cuentas de todo lo que hacía, se sentía con derecho de reinar sobre su persona por el sólo hecho de que estuvo a punto de morir.

No le parecía justo.

¿La cuidó todo ese tiempo para luego echárselo en cara? ¿Qué clase de madre hacía eso?

Antes tenían una buena relación, hacían las compras de la semana juntas, iban de shopping, se reían... Antes se sentía querida, sentimiento del que ahora empezaba a dudar. ¿Podía llamarse amor a esos cuidados excesivos que la hacían sentir una prisionera?

A veces pensaba que su madre quería castigarla. Castigarla por sobrevivir. Castigarla porque tuvo que dejar de trabajar y dedicarse al hogar. Era la única explicación que encontraba para justificar su tristeza, las risas perdidas, el desvanecimiento de esa chispa que le daba vida. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su madre le tenía rencor, tal vez hasta podía estar odiándola en secreto.

¿Es posible que una madre odie a su hija?

Brenda consideraba que no merecía ese trato. Ella no era una muñeca a la que podían manipular a su antojo. ¡No! Era una persona, libre y capaz de tomar sus propias decisiones.

DIECIOCHO PUNTOSWhere stories live. Discover now