capítulo 7

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—¿Un trastero? ¿Eso existe aquí?

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—¿Un trastero? ¿Eso existe aquí?

Hablar con su madre no había desatado el apocalipsis sobre la tierra. Ayudaba bastante, por supuesto, que fuera por teléfono y no cara a cara. Era cierto que no habían empezado con buen pie precisamente. En su defensa, si tuviera que elaborar una, su madre tuvo la culpa al comenzar la conversación con un «¿te estás poniendo las pilas o sigues viendo fantasmas en el fondo de una botella?». A ella le habría encantado responderle con una burrada a su altura, tenía algunas en la punta de la lengua, pero había acabado, por el bien de su relación, mordiéndose los nudillos. Después de eso, la conversación fluyó medianamente bien.

O el interrogatorio, para ser más exactos.

Sí, hija, sí. No es solo cosa de los americanos.

Bela se encogió de hombros mientras recuperaba con la mano magullada la libreta y un boli cualquiera. Tenía un murciélago de capuchón. Probablemente era de Marga.

—¿Tienes la dirección...? Ajá... Yo lo que no entiendo es porque me entero de esto ahora, a estas alturas de noviembre, y no durante la lectura del testamento.

Daniel sacó la nariz de la revista que estaba ojeando para negar con la cabeza. ¿De dónde había sacado esa caja de Súper Pop y demás revistas del año de la pera? Ni idea. Pero ahí estaba, la mar de entretenido. Ella lo ignoró deliberadamente. Era su madre, sabía cómo lidiar con ella.

Entre que llegaste tarde y te largaste a los diez minutos... No sé, hija, no sé cómo no te enteraste.

Bela bufó molesta.

—Tengamos la fiesta en paz —pidió, después rodeó varias veces la dirección.

Me pasaré luego a darte la llave.

—¡No hace falta! Puedo pedirle una copia al abogado.

¿De verdad prefieres ver al abogado que a tu madre?

—¿Es una pregunta trampa?

Te invito a comer.

—¡Mamá! ¡No!

Demasiado tarde, había colgado. Bela se quedó mirando su fondo de pantalla al menos por un minuto entero. Cuando alzó la vista, Daniel estaba en frente con los brazos cruzados y una sonrisita burlona que le puso la piel de gallina. Era una pena que no pudiera arrearle un puñetazo.

—Te pasa por no verla más a menudo.

—Es insufrible.

—Es tu madre.

—¿Y qué? ¿Eso me obliga a que me quede de brazos cruzados mientras me desacredita, me trata como una cría que no sabe atarse los cordones sola...? Dime, porque yo no la elegí.

Ella no le debía nada. No quería deberle nada.

Daniel dejó caer los brazos a los costados y relajó su postura. Ni rastro de esa sonrisilla que le ponía de los nervios, ahora solo había una pizca de tristeza en sus ojos azules. No le gustaba que le mirara así, que quisiera atravesar sus barreras y alcanzar con la yema de los dedos su alma.

El fuego que consume nuestra almaWhere stories live. Discover now