Capítulo 8

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Maia se arrastró hasta la esquina más cercana de la celda. Allí se abrazó las piernas con la mirada perdida. Para ella el tiempo se había detenido. Parecía que solo existía su respiración, aquella que hacía que su pecho se inflara y se desinflara con rapidez, con brusquedad. Pero Maia no era consciente de ello. Le daba igual que la acelerada respiración pudiera dañarle de algún modo los pulmones o la nariz, o que los ojos se le secaran hasta el punto de quedarse rígidas y ásperas. No. No es que le diera igual. No podía darle igual, simplemente, porque en aquel instante era incapaz de sacar algo en claro.

Tenía a Jon González delante de sus narices.

A un Jon González que no le reconocía.

Primero se preguntó cómo podía ser posible. Después, pasó al por qué a mí y al qué he hecho para merecerme esto. Más tarde, cuando el impacto desapareció un poco, logró dirigir su mirada al chico que tenía delante. «¿Cómo voy a enfrentarme a esto?», fue lo que se preguntó finalmente. «Cómo voy a ser capaz de mirarle a los ojos. Cómo voy a aguantar el deseo de abrazarle, de besarle, de tocarle. Cómo narices iba a romper a llorar ante él».

La confusión dio paso a la furia, a la rabia y a la impotencia. Maia se mordió el labio inferior mientras negaba con la cabeza y aguantaba unas lágrimas que le nublaban la vista. Jugueteó con los dedos sobre unas rodillas llenas de rasponazos y cortes ya curados. Aún negando, se puso en pie y, apretando de forma inconsciente cada músculo del cuerpo, se dirigió al enmascarado.

—Tú no eres él.

Pero sí que era él. Era su cuerpo, sus piernas, su pecho, su rostro, su pelo. Su sonrisa y su mirada. Golpeó el cristal más de una vez, insistiendo en que el enmascarado no era él. Sus mejillas ya estaban húmedas y su nariz taponada. Incluso su postura era la misma.

Era él.

—¿Quién? ¿Quién no soy, Maia?

Su voz, su maldita voz. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Maia dejó de golpear el cristal. El chico se arrodilló al otro lado de la celda.

Maia no fue capaz de responderle en voz alta. No podía hacerlo, no porque le faltara el aire o fuerzas, sino valentía. Responder a su pregunta significaría aceptar la verdad. Y no estaba dispuesta a hacerlo.

—¿Quiénes eran esas personas? —volvió a preguntar, ahora con un tono algo curioso y relajado.

—Ya lo sabes —masculló de mala gana Maia—. Tu amiga me contó lo de la base de datos.

—Un pintor retirado, un graduado en la universidad incapaz de hacer algo por sí mismo y tu familia...

—No es mi familia. —Las palabras ardieron en su garganta.

—¿Por qué fuiste a verlos?

Maia suspiró. No tenía porqué contarle la verdad. No tenía porqué contarle quién era ni cuáles eran sus motivos para estar donde estaba o a donde iba. Solo tenía que salir de aquel sitio, volver a la ciudad, encontrar un lugar seguro donde reponer energías durante un par de días y retomar su búsqueda de Sin Rostro. Debía ser cautelosa, se recordó, tenía que estar centrada. No obstante, estaba tan cansada que no tenía fuerzas para seguir siéndolo.

Estaba en una ciudad desconocida y habían iniciado su misión sin previo aviso. La habían perseguido —estaba segura de que la policía la estaba buscando— y la habían disparado. Había despertado en la guarida de un tío disfrazado de superhéroe, capaz de correr a la velocidad de la luz y con el mismo aspecto físico que su novio.

Había perdido la cabeza o el mundo se había vuelto majareta.

Sea como fuere, quería que todo parara por unos instantes; dejar de pensar por un momento y que todo fluyera sin importar el futuro inmediato o el lejano.

El otro ladoNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ