Capítulo 5

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―No me mires a mí. Sigue mis manos ―le recordó Max. Y, aun así, sus palabras solo lograron despistar a Maia.

―Lo hago.

―No, no lo haces. ―El puño del agente golpeó el costado de la chica― ¿Ves?

Al final, Maia se rindió. Exhausta, se quitó los guantes de boxeo y se llevó las manos a la frente. Se secó el sudor con las palmas y se rehízo la cola de caballo. Necesitaba descansar.

Caminó por el gimnasio por unos instantes, tratando de recuperar el aliento y relajando el acelerado pulso. Después, se sentó junto a la pared. Hacía años que había dejado de practicar deporte tan a menudo; ya no estaba acostumbrada a estos trotes que Max la obligaba a cumplir. Además, aunque le costara admitir, Maia seguía estando nerviosa de pasar las últimas y siguientes noches lejos de su madre, y rodeada de agentes, misiones secretas e instrumental científico.

Si ya estaba agotada, no quería pensar en qué sería de ella cuando el doctor Moore por fin despertara sus habilidades.

O cuando tuviera que acompañar a Fisher al Otro Lado.

―¿Quieres? ―El agente le ofreció agua y Maia, que sospechaba que el joven llevaba horas con un buen puñado de palabras estancadas en la garganta, esperó. Así, Max contó―: No tuvo un pasado fácil.

Enseguida supo a quién se refería.

―Jess... Ella participó en la primera tanda de los experimentos, pocos años antes que tú. Su padrastro la obligó. ―Por el tono de voz de Max, Maia comprendió que se lo estaba contando en confianza, con una promesa de por medio―. Necesitaban el dinero para pagar unas deudas. Su madre no hizo nada y, aunque Jess quisiera ir al a su segundo año de instituto como el resto de sus amigos, nadie se lo permitió; ni siquiera mi hermano. Malcom siguió con las pruebas; eran joven y demasiado codisioso y egoísta. Pero un día Jess logró escapar. Nunca más volvió.

Hasta ahora.

Al igual que Maia, Jess se había reencontrado (o estampado) con el pasado.

Ambos permanecieron en silencio. Por cómo Max había narrado la historia, Maia supo que Jessica tenía suerte de contar con un compañero como él. De alguna forma, las palabras del agente destilaban rabia, enfado y culpa. Culpa por ser demasiado pequeño para entender en qué trabajaba su hermano. Culpa por no ser lo suficiente valiente para detenerlo. Culpa por permitir que Malcom siguiera jugando a inyecciones, misiones y a prueba y error.

Max no quería estar allí, pero, al mismo tiempo, sentí que debía hacer lo imposible para que la misión fuera un éxito; para que nadie saliera herido.

―Será mejor que sigamos con el entrenamiento.

Al final del día, Maia confirmó sus sospechas: los experimentos en la agente Fisher fueron en vano. Solo consiguieron hacer de una adolescente una mujer desconfiada de todo y de todos.

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