Capítulo 1 - Ganas

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Levanté los ojos de la pantalla de mi ordenador portátil en el momento en que golpearon la puerta de la oficina de papá. No me gustaba que me molestaran cuando tenía mucho trabajo, y así lo había indicado, por lo que supuse que sería importante.

—Pase— indiqué en voz alta.

Quien abrió la puerta fue Pedro, mano derecha de mi padre desde que tenía memoria, y encargado de la seguridad del restaurante.

Pedro era mucho más que eso para mí. Nos conocíamos desde que yo tenía dieciocho años, y él treinta y tres. Así es, me llevaba quince años, diferencia de edad que en su momento había sido abismal. Hoy por hoy, diez años después, yo con veintiocho y él con cuarenta y tres, no se notaba tanto. Además estaba en excelente forma, aparentaba muchos años menos.

Pedro me gustaba desde que lo había conocido, y sabía que él también se sentía atraído por mí. Las mujeres percibimos este tipo de cosas, y las miradas no mienten. Lo lamentable es que hasta ahora solo eran eso: miradas. Lo había observado durante todos estos años, contemplando cómo me iba transformando desde una adolescente rebelde hasta una mujer, como era hoy, deseándonos, pero nada más. Me había acompañado muchas veces a la universidad a pedido de mi padre, me había ido a buscar a fiestas, de las que había vuelto borracha como una cuba, pero jamás habíamos pasado el umbral de las miradas. Siempre flirteábamos, nos mirábamos con frecuencia y de vez en cuando nos decíamos cosas agradables, pero hasta ahí llegábamos, aunque ambos queríamos más. Algo nos había frenado desde hacía mucho tiempo: mi padre.

Pedro era más leal a mi padre que a sí mismo. Moriría antes que hacerle daño, y papá era muy celoso de mí. No le gustaba que nadie tocara a su pequeña, a pesar de que la pequeña ya tenía veintiocho años.

Pedro me miró desde la puerta entreabierta y sonrió, con esa sonrisa ladeada que me derretía. Esa sonrisa que no muchas personas tenían la dicha de ver, ya que generalmente estaba muy serio. Yo era de las pocas afortunadas a las que le regalaba esa hermosa visión. Sus dientes perfectos y sus labios carnosos, perfectamente ubicados en su ancha boca, hacían que me derritiera. Era muy alto y corpulento, con el cuerpo perfectamente trabajado y marcado por el ejercicio que realizaba todos los días, según me contaba. Tenía el cabello negro y muy corto, una sombra de barba se veía en su rostro, y un par de enormes ojos verdes iluminaban su tez oscura. Era, lo que se puede decir, un Adonis.

Yo, en cambio, había pasado toda mi adolescencia acomplejada por mi aspecto físico. Era muy menuda y delgada. Media 1,57 m. y pesaba 55 kilos. Mi tez era blanca, y mi cabello algo ondulado tenía un color castaño oscuro con algunas mechas más claras. Mis ojos eran grandes y marrones, y mi boca pequeña, con los dientes frontales algo grandes para mi gusto.

Creo que fue alrededor de los veinte que comencé a reconciliarme con mi aspecto. Acepté mis grandes ojos y mi pequeña boca, y descubrí que siempre va a haber algo con lo que no estemos conformes, pero lo importante es poder aceptarse y quererse.

Pedro entró en la oficina y se quedó apoyado en la puerta. Lo miré, queriendo saber qué ocurría, y, finalmente, habló.

—Perdón. No quería molestarte, pero hay un proveedor de vinos que pidió verte. Quiere... —cerró sus ojos, los abrió y me sonrió - quiere hablar contigo por unas muestras que te vino a dejar. Perdona Lola, es que hoy estás... estás muy guapa.

Sonreí ante su piropo. Se le notaba que le costaba elegir las palabras. Por más fuerte y serio que pareciera, yo sabía que en el fondo era tímido, y no siempre sabía decir las palabras adecuadas.

—Gracias, Pedro. Tú también estás muy guapo —le dije, mientras me ponía de pie y me acercaba a él, observando su traje negro, ceñido al cuerpo, que le sentaba como un guante.

Secretos en la AlhambraWhere stories live. Discover now