Prólogo

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Bajé los escalones lentamente, "paso a paso", como me solía decir papá cuando subía a la buhardilla de casa, donde estaban mis juguetes, esos que eran tantos que no entraban en mi habitación. Solo que esta vez, estaba bajando unas escaleras, y no estaba en mi casa.

Bajaba a tientas, porque había accionado un interruptor de luz que supuestamente iluminaba la escalera, pero ésta no había encendido.

De todos modos bajé, porque había algo, como una fuerza que me obligaba a hacerlo. No tenía miedo de lo que pudiera encontrar abajo, sino de lo que me podría hacer papá si me veía allí. Una vez, hace un tiempo, cuando le pregunté a dónde llevaba esa escalera, me respondió que eso no eran temas de niños y me hizo jurar que nunca iría allí, y que nunca le contaría a nadie de la existencia de ese lugar. ¿Qué tanto habría para esconder?

Mientras pensaba en eso, seguí bajando. Los peldaños parecían interminables, y comencé a preguntarme qué habría al final: ¿Papá guardaría dinero allí, y por eso no quería que nadie supiera? ¿O tendría guardados recuerdos de mamá? Si era así, yo quería verlos. Mamá había muerto hacía tres años, cuando yo tenía cuatro, y ya casi no me acordaba de ella. Papá había escondido todas las fotos de ella, a pesar de mis ruegos, y solo me había quedado una pequeña, que había logrado birlarle en un descuido. Ahora siempre guardaba esa foto entre mi colchón y la base del mismo, y cuando a la noche decía mis oraciones, siempre tomaba la foto y le daba un beso antes de dormir.

Finalmente, llegué al pie de la escalera, al suelo de aquel sótano oscuro. Era más grande de lo que parecía desde arriba, y estaba lleno de recovecos. Desde la esquina de uno de ellos se podía vislumbrar una suave luz.

Me acerqué, lenta y sigilosa. Sabía que no debía estar ahí, pero era una niña muy curiosa. Además, me aburría mucho, especialmente cuando mi papá me llevaba al restaurante. ¡Nunca había nada para hacer! Que si iba a la cocina, era muy peligroso; que si iba a su oficina, tenía que salir de ahí porque se hablaban cosas de grandes; que si estaba en el comedor, no podía molestar a los clientes. ¡Tenía seis años! No podía hacer otra cosa...

Estaba caminando hacia el lugar de donde provenía la luz, y me detuve en seco, me pareció escuchar un sollozo. ¿Era un sollozo? ¿O el llanto de un animal? Recordé cuánto le había pedido a mi papá un perrito, y pensé que tal vez lo tuviera allí escondido para darme una sorpresa en mi cumpleaños, dos días después. Ya iba a cumplir siete, y era una ocasión importante, tal vez me fuera a regalar el perrito.

Pero nada me había preparado para lo que vi.

Me asomé por un pequeño resquicio de la puerta de esa estancia, y vi, en el centro, a un hombre sentado sobre una silla en la mitad de la habitación. Estaba atado por las piernas a la silla y con los brazos hacia atrás. Tenía un pañuelo en su boca y lloraba. Ese era el ruido que sentí. Nada de perritos. Por encima de su ceja chorreaba un hilo de sangre seca, y su cara estaba muy hinchada y golpeada. De su cuello colgaba una cadena con una cruz muy grande, con un círculo alrededor, que descansaba en su pecho descubierto.

Había alguien más en la habitación. Alguien que no había visto en un primer momento. No lo reconocí, porque tenía una máscara negra, como un pasamontañas, esos que dejan los ojos y la nariz al descubierto. Era muy tenebroso, pero había algo que me resultaba familiar.... Mi mente me decía que tenía que salir corriendo para arriba y alertar a mi papá de lo que estaba pasando, pero mis piernas no se movían.

El hombre del pasamontañas se acercó al de la silla y le susurró algo, a lo que este respondió echándose a temblar. No pude escuchar qué le había dicho, pero lo puso muy nervioso claramente. Inmediatamente después, todo sucedió muy rápido: el hombre del pasamontañas sacó un cuchillo muy grande y afilado de arriba de una mesa, se lo mostró al hombre que estaba atado y este empezó a gritar bajo su mordaza. Un líquido comenzó a correr debajo de la silla. ¡El hombre atado se había hecho pis! Me tapé la boca y abrí los ojos como platos. Algo estaba muy mal. Acto seguido, el hombre malo tomó el cuchillo, y en un solo movimiento, le cortó la garganta al otro. Vi como sus ojos perdían la vida, y en un momento me pareció que me veía detrás de la puerta. Finalmente, las piernas me respondieron y salí corriendo de allí. Estaba aterrorizada, y el pecho me ardía mientras corría lo más rápido que podía.

Llegué a las escaleras y comencé a correr sin parar, pero la oscuridad no me ayudó. Tropecé en un escalón y caí rodando. Luego, me vi sumergida en la oscuridad...

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-¡Papá! ¡Papá! ¡Ayúdame! -grité, desconsolada.

-Shhh, tranquila Lolita. Estoy aquí. Estabas soñando de nuevo. -Me tranquilizó papá.

-Era tan real, papi. El hombre malo me perseguía, y había matado a un hombre atado con un cuchillo -sollocé mientras papá me limpiaba las lágrimas con sus grandes manos.

-¿Ves? Eso sucede cuando miras pelis de terror, que las niñas como tú no deben ver. Voy a tener que regañar a Ángela. -murmuró papá, enfadado.

-No, no regañes a Ángela, papi. Ella es buena. Yo miré la peli a escondidas. -Ángela era mi niñera, y me cuidaba desde que mamá había muerto. La quería como a mi segunda madre, y siempre me protegía, por eso yo también la protegía a ella.

-Tienes que prometerme que no mirarás más de esas películas. Sabes que te provocan pesadillas. Son muchas veces las que te has despertado después de soñar lo mismo cada vez. Ya creo que será mejor que vayamos a ver a un especialista.

-Pero papá...las pesadillas empezaron cuando me caí de las escaleras...

-Lola. Ya basta. Eso también fue un sueño. Nunca te caíste de las escaleras. Fue todo una pesadilla. ¿No lo recuerdas?

-Ya...lo recuerdo. Fue un sueño papi.

-Tranquila hija. Todo está bien. Papá está contigo. Siempre estaré aquí.

Sonreí, agradecida. Recosté mi cabeza en el pecho de papá y cerré los ojos. Su presencia me calmaba. A los pocos minutos, me dormí profundamente y disfruté de un sueño tranquilo. Estaba protegida.

Secretos en la AlhambraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora