Tuve una visión momentánea de Sam en la ducha y yo tirando deliberadamente de la cadena para que se quemara. No pude evitar sonreír con malicia y él me observó, suspicaz. Me dirigí a mi habitación sin muchos ánimos. El dormitorio era pequeño y sencillo, con suelo de madera viejo y gastado, paredes empapeladas en color crema y con diseños pasados de moda y un par de ventanas. Una cama de tamaño medio ocupaba la mayor parte del espacio. Estaba cubierta con ropa muy moderna, incluido un edredón gigante de esos baratos que se encuentran en Walmart. Contra la pared opuesta a la puerta había un pequeño tocador con espejo y, a la derecha, un armario abierto, también de reducido tamaño.

El lugar carecía de vida, lo que me alegró, por un lado, ya que así podría crear allí un ambiente algo más personal, aunque hubiera traído tan pocas cosas.

Me gustaba la idea de tener mi propio espacio, separado del de Sam. Allí me sentiría libre de la confusa mezcla de sentimientos de ira y de lujuria que me asaltaban cada vez que ponía los ojos en él.

Deshice mi equipaje rápidamente, porque yo también estaba hambriento y porque lo último que deseaba era que él viniera a buscarme a mi habitación. Aún no sabía qué planes tenía para la noche. Mejor en todo caso no darle más ideas.

Al bajar vi que la televisión estaba encendida y mostraba un canal deportivo, pero no vi ni rastro de Sam, así que me dirigí a la cocina. Efectivamente, como él había dicho, había un pequeño cuarto de baño a la izquierda, bajo la escalera. Enfrente se encontraba el comedor, al que se accedía por puertas corredizas. En lugar de mesa de comedor había una de billar, iluminada por una lámpara con logos de marcas de cerveza. Definitivamente, la guarida del macho.

Fue por eso por lo que la cocina me sorprendió tanto.

Era realmente la más coqueta que había visto en toda mi vida, como de revista de decoración. Por un momento aquello me pareció un sueño, pero la visión de Sam me hizo volver a la realidad. Estaba sacando cosas del refrigerador y las colocaba en una gran mesa auxiliar de madera que se encontraba en el centro de la estancia, rodeada por varios taburetes.

Colgando por encima de ella había estanterías de hierro con cacerolas y botes de diversos tamaños.

En una cocina normal, todo aquello habría ocupado casi todo el espacio disponible, pero la de Sam era tan grande que apenas se notaba. Era una vieja cocina de granja y, por consiguiente, también una sala de estar en toda regla. Al fondo, una puerta daba acceso al lavadero. Las paredes eran de tono amarillo brillante y estaban rematadas cerca del techo por cenefas de papel con dibujos de pollitos. Observé las cortinas de tela de algodón a cuadros, rematadas por volantes y recogidas con lazos.

—¿Quién te ayudó a decorar la cocina? —no pude evitar preguntar.

—Mi madre —respondió Sam sin mirarme—. Quería decorar toda la casa, pero cuando vi lo que había hecho aquí, la detuve.

—¿Por qué? —me atreví a decir, mientras hacía lo imposible por reprimir la risa—. Es una cocina preciosa, Sam.

Me resultaba agradable tomarle el pelo, ya que parecía que aquello podría reducir algo la tensión. Sin embargo, se dio la vuelta rápidamente y me mostró todo su aspecto de motero peligroso, botas, jeans , chaleco de cuero, barba de unos días y cabello peinado hacia atrás por el viento.

—La detuve porque no tengo un pelo de femenino—me espetó, con voz irritada.

Bueno, bueno, de acuerdo. Sin embargo, no pude borrar del todo la sonrisa burlona de mi cara.

—Prepara algo de comer —ordenó—. Voy a ducharme.

Mi boca se abrió automáticamente para replicar ante su tono, pero frené a tiempo y la cerré. Él tenía el poder en aquella relación, no yo. Era fácil olvidarlo, ya que por momentos me sentía demasiado cómodo a su lado.

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