17. Especial: Inicios (parte 1)

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En un mundo donde todos nacen con un alma destinada a acompañarlos por el resto de la vida, todos esperan conocer algún día a su alma gemela.

Almas gemelas hay de muchos tipos, y hay más de una forma de identificarlas, pero existe un par de almas que fueron las primeras en enlazarse al inicio de los tiempos. Aquellas que son dos partes de una misma alma, como las fuerzas del yin y el yang. Las almas del sol y la luna.

Cuenta la leyenda que ambas almas se amaban tanto que renunciaron a su inmortalidad para reencarnar eternamente como humanos con la esperanza de, en cada nueva vida, poder estar juntas.

Pero, ¿es esta historia en verdad tal y como la conocen actualmente? ¿O hay algo más allá de lo que cuentan las leyendas?

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Especial: Inicios (parte 1)

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Si alguien le preguntara alguna vez cuándo se originó el universo, no sabría qué responder. El cosmos era más antiguo que el tiempo mismo y nadie, ni siquiera las diferentes almas y espíritus que habitaban en él, conocían con seguridad sus comienzos. ¿Cuál era el origen de dichas almas? Ni ellas lo sabían. Solo había algo que todos tenían claro y que nadie cuestionaba: todos existían por una razón, una tarea que se les encomendaba desde que eran conscientes de su existencia hasta posiblemente el fin de los tiempos.

Cada vez que un cuerpo celeste se formaba, este poseía una alma. Todas convivían en armonía sin interactuar las unas con las otras, cumpliendo su deber, cualquiera que fuera. Dicho deber dependía de las circunstancias y, a pesar de nacer con una obligación por la eternidad, todos estaban felices de cumplir con sus tareas.

El Sol no era diferente.

Había observado el nacimiento de su planeta custodiado desde el inicio, cuando era apenas una gran bola de fragmentos de roca que colisionaron entre sí, formando una especie de esfera, hasta que comenzó a brotar la vida.

El planeta parecía tan frágil y poderoso al mismo tiempo. Era fascinante, a decir verdad. Lo hacía llenarse de preguntas. Tenía la seguridad de que le esperaba un futuro prometedor y no podía esperar para verlo. Así que lo observó desde la distancia, cumpliendo su deber de cuidar el bello planeta y otorgarle luz y calor.

Cada vez que salía, podía observar a las criaturas de la Tierra salir también. Era maravillosa, la vida. Tantas criaturas de tantos colores y formas, todas conviviendo juntas y haciéndose compañía. Mantenían un equilibrio entre sí, como un ciclo. Nacían, crecían, se reproducían y morían. Cualquiera creería que una vida así era irrelevante, tan corta e insignificante, pero el Sol no lo veía así. Cada individuo podría ser insignificante, pero toda una especie demostraba fortaleza porque, a pesar del tiempo y las adversidades, sobrevivían y se adaptaban a los cambios. Eso era lo que más le gustaba de esos pequeños seres mortales.

Bueno, no realmente.

Lo que más le impresionaba de ellos era que, a pesar de tener una vida tan corta, la aprovechaban al máximo. Se cuidaban entre sí, formaban familias, crecían con cada generación... ¿Qué valor tenía una vida inmortal si siempre estaba solo?

Sabía que había muchos como él, pero en realidad no había visto a ninguno. Los demás tampoco lo conocían, probablemente ni siquiera supieran de su existencia en específico. Así que sí, estaba solo, pero era feliz con su labor, y adoraba contemplar la Tierra más que a nada en el universo.

A pesar de sentirse solo, sabía que había otra alma velando de su planeta. Podía sentir su presencia, aunque jamás la hubiera visto. Tenían una especie de conexión, al haber sido creados al mismo tiempo y encargados con el mismo trabajo. Eran como dos caras opuestas de una misma alma.

Almas ancestrales: Sol y LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora