—¿Quieres un poco? —preguntó. Vaya, sí que me quería. Jeongin no compartía su material con cualquiera.

—Paso —respondí—. Mañana por la mañana empezaré a buscar trabajo. No quiero que salga positivo si me hacen un test antidroga.

Jeongin se encogió de hombros y se dirigió a la sala de estar —que era también comedor y recibidor— para sentarse en el sofá. Un segundo después, la gran pantalla de su enorme televisor cobraba vida. Mi hermano divagó un rato hasta que encontró un canal de lucha, no la deportiva, sino esa en la que los tipos salen vestidos con ropas ridículas y se comportan como payasos de circo. Seguramente Wooyoung estaría viendo lo mismo en nuestra casa. Jeongin dio un par de chupadas a su pipa y después la depositó junto con su mechero Zippo favorito —el de la calavera— sobre la mesita del café. Acto seguido, tomó su ordenador portátil y lo abrió.

Sonreí.

Jeongin siempre había sido un verdadero fenómeno con los ordenadores. No tenía ni la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida, aunque sospechaba que el mínimo de los mínimos para no morirse de hambre. La mayoría de la gente, Wooyoung incluido, le consideraba un perdedor. Tal vez lo fuera, pero a mí no me importaba, porque siempre estaba ahí cuando le necesitaba. Y yo siempre estaré ahí también para él, me prometí a mí mismo. Empezando por dejarlo todo limpio y por conseguir un poco de comida de verdad. Por lo que se veía, este hombre no se alimentaba más que de pizza , Cheetos y mantequilla de maní.

Algunas cosas no cambiaban nunca.

Me llevó bastante tiempo limpiar el remolque, pero disfruté con cada minuto de la tarea. Echaba de menos a mi madre, por supuesto, pero debía admitir — aunque solo fuera para mis adentros— que el lugar era mucho más cómodo cuando no estaba ella por allí. Era una cocinera malísima, siempre tenía las cortinas echadas y nunca tiraba de la cadena cuando salía del baño.

Ah, y todo lo que toca lo convierte en caos y en drama.

Jeongin tampoco tira de la cadena, pero por alguna razón no me molestaba tanto, en su caso. Seguramente porque no solo me había cedido la habitación más grande, sino porque a la mañana siguiente me metió un fajo sorprendentemente grueso de billetes en el bolsillo delantero de mis jeans y me besó en la frente para desearme suerte antes de salir a buscar trabajo. Necesitaba encontrar algo, a pesar del feo moretón que marcaba mi cara, consecuencia de la «palmadita cariñosa» de Wooyoung.

—Vas a causar impacto, hermanito —dijo Jeongin, frotándose los ojos—. ¿Me traerás unas cervezas cuando vuelvas? Ah, y también algunos de esos filtros para el café. Se me han acabado y también las servilletas de papel. No creo que el papel higiénico me sirva para eso y necesito mi dosis de cafeína

Parpadeé. Me había emocionado verle levantado tan temprano para despedirse de mí, pues no es que fuera muy madrugador, que se diga.

—Yo me encargo de las compras —dije rápidamente— y de preparar la comida.

Miré hacia la pila de la cocina, donde se acumulaban los platos sucios. Y las macetas. Y algo verde que podía tal vez contener la cura contra el cáncer...

—Estupendo —murmuró Jeongin antes de regresar tambaleante a su habitación.

Habían pasado ya dos semanas desde entonces y la situación parecía mejorar. Por un lado, había progresado tanto en la limpieza de la casa que ya no me daba miedo sentarme en el retrete o ducharme. Mi siguiente objetivo era el patio, donde nadie había segado la hierba desde hacía por lo menos un par de años. Había conseguido un empleo en una guardería, dirigida por Dayeon, la madre de mi vieja amiga Haseul. Haseul y yo habíamos perdido contacto cuando ella se fué a la Universidad, pero yo había visto a su madre de vez en cuando y siempre había preguntado por ella. Haseul había conseguido graduarse en derecho y trabajaba en Nueva York, en alguna empresa potente. Su madre me enseñaba fotos de ella y a mí me parecía igual a los abogados de las series de televisión, con sus vestidos y zapatos de diseño.

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