O5 - Más como Rosemary

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—¿Por qué no eres más como Rosemary? —se lamentó la abuela, sorbiéndose la nariz,  pañuelo en la mano

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—¿Por qué no eres más como Rosemary? —se lamentó la abuela, sorbiéndose la nariz, pañuelo en la mano.

La muñeca las miraba con una sonrisa discreta desde la mesita de té que había en la recámara de Angela. Había sido un regalo de la abuela para la chica en su cumpleaños número siete. Rosemary Nielsen era parte de la línea de muñecas American Doll, juguetes de plástico de cuarenta y cinco centímetros con caras rechonchas, que representaban a niñas estadounidenses de distintas épocas.

El librito que venía en la caja junto a Rosemary la describía como una niña de once años, que vivía en Lincoln, Nebraska, durante la posguerra de los años 50. Era divertida, generosa y servicial. Una amante de la moda con predilección por el color rosa. Al salir de la escuela, ayudaba a su mamá con las labores del hogar y en el cuidado de sus cuatro hermanos menores; su padre se dedicaba a la venta de autos. Era un tanto mandona, lo que resultaba conveniente para su futuro pues planeaba ser maestra y ama de casa a la vez.

Angela permanecía callada. Que mamá Mary Lou la regañara era una cosa, pero que la decepcionara, era algo que no podía soportar.

—Ella aceptaría sus errores y no reaccionaría de esa forma tan rebelde, escapándose presa de su furia. Ni siquiera sería irrespetuosa con sus mayores, ¡vaya! —le reprochaba mamá Mary Lou, arrellanada en el asiento de la ventana.

Angela la escuchaba atenta, sentada a su derecha. Lo aceptaba, sí, no debió haber hecho nada de eso. Pero tenía excusa, a Rosemary seguramente nadie le había interrumpido una partida de damas chinas de vida o muerte.

—Sé que piensas que lo hago por mí, cielo, pero todo lo que te digo es por tu bien, para que crezcas siendo una mujer educada. No puedes ir por la vida contestando mal a las personas. Pero lo que más horror me causa es que hayas salido corriendo, así como así. —La voz se le quebró—. ¿Te imaginas si algo malo te hubiera pasado? Yo no podría soportarlo...

Moqueó en el pañuelo.

—Ya no llores, Abu. Estoy bien. —«De una sola pieza», pensó.

Mamá Mary Lou le tomó la mano y se la apretó.

—Y eso es mi único consuelo. —La miró con ternura, pasándose la mano por los ojos—. Angela, mi niña, prométeme que no volverás a escaparte por más molesta que estés. Que ya no serás irrespetuosa. Promételo por el pobre corazón de tu abuela, que ya no está para estos disgustos.

—Lo prometo, Abu. —Es más, iba a enmendar las cosas—. Y para que veas que he cambiado, qué tal si le preparamos unos cupcakes al señor Ford como disculpa... —Dudó un momento—... y también a la señora Davis para agradecerle por haberme ayudado.

—Aww, esa es una magnífica idea, mi ángel. —Le besó la cabeza y le pasó un brazo por los hombros, apretándola contra ella—. Mañana iremos al supermercado a comprar la harina y demás faltantes.

¡Genial! Quizás podrían traer un poco de ese confeti comestible.

—Con todo este revuelo, me olvidé de contártelo. Van a ampliarme las horas en la escuela para señoritas. Ya no solo los miércoles, sino de lunes a jueves. Empezaré este lunes, vendrá a cuidarte la señora Martin.

Angela no protestó ante eso. La señora Martin le caía bien. Le daba más libertades que su abuela para ciertas cosas, como comer golosinas a deshoras.

El fin de semana se pusieron a hornear unos esponjosos pastelillos de vainilla con espirales de betún espolvoreado con confeti de colores. Colocaron de a seis en cajas de cartulina con una nota colgando de ellas.

Llegó el lunes y la abuela tomó el bus muy temprano por la mañana. La viuda y simpática mujer, Octavia Martin, ya había llegado a la casa amarilla para entonces.

Angela le dijo a la señora Martin que estaría practicando su ópera en la sala de estudio y le pidió que no la molestara. Para asegurarse metió seguro a la puerta.

Puso la grabadora a un volumen considerable y O Sole Mio comenzó a salir por las bocinas. Luego abrió la ventana, descorrió la cortina y con una caja de pastelillos bajo el brazo salió por la ventana.

Se movió con sigilo por el jardín trasero hasta que le dio la vuelta y logró salir a la calle principal. Le tenía cierto pavor a cruzar pues los autos venían de los dos sentidos. Para su suerte a esta hora la carretera se encontraba desértica.

Corrió tanto como sus rodillas vendadas le permitían. Ya no le dolían, pero la molestia persistía, más que nada porque lo apretado del vendaje era imposible de ignorar.

Tocó la puerta. Casi al instante Carter Davis apareció bajo el umbral. La miró de arriba abajo con extrañeza, casi incredulidad.

—Hola —Angela lo saludó con timidez.

—Hola, amiguita. ¡Qué sorpresa!

—Quería agradecerte por ayudarme el otro día —vociferó con la vista puesta en el suelo—. Mi abuela y yo te preparamos esto.

Le dio la caja de pastelillos.

—Amm... Gracias. Se ven deliciosos —agregó él sin saber qué decir.

Sobrevino un silencio incómodo.

Angela tenía las manos unidas a la espalda y dibujaba círculos con la punta del pie.

—¿Puedo ayudarte en algo más? —preguntó él. A la niña no se le veían intenciones claras de irse y no planeaba, de momento, cerrarle la puerta en la cara.

—¿Me enseñarías a tocar tu piano? —exclamó ella precipitadamente.

—¿Tu abuela sabe que estás aquí? —Se precavió él.

—Sí, me ha dado una hora.

—Bueno, entra —le indicó, haciendo un gesto con la cabeza.

Angela así lo hizo y él cerró la puerta tras de sí. Sin que la chica lo advirtiera, devolvió unas pastillas que había sobre la mesita ratona a un frasco.

La chica tenía la esperanza ciega de poder encontrar en él a su primer amigo en toda su corta vida.

La chica tenía la esperanza ciega de poder encontrar en él a su primer amigo en toda su corta vida

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Y aquí les traigo un capítulo más de la vida de Angela. ¿Qué les ha parecido hasta ahora?

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