O4 - Rodillas raspadas

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Era un chico

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Era un chico. Lo conocía. Era el muchacho que siempre vestía de negro y al que su abuela le prohibía acercarse.

Angela se sobresaltó al darse cuenta. De repente, fue como si el abecedario entero se le olvidara y su cuerpo se volviese de gelatina.

El chico la había dejado sentada en un sofá y se dedicaba a limpiarle las heridas de las rodillas, pasando sobre ellas un pedazo de algodón, impregnado en algún líquido de olor fuerte. Ardía. ¡Ardía mucho! Angela se tragaba el dolor. No quería quejarse, pero aun y con toda su voluntad de guerrera, le brotó una solitaria lágrima.

—Aguanta, amiguita. —El chico sonrió al ver que intentaba hacerse la fuerte—. Ya sé que arde, pero es para que no se te infecte. No te preocupes, solo han sido raspones pequeños. Si no te importa, puedo vendarlos.

Angela asintió, pero solo porque temía conocer su reacción si se negaba.

Él le levantó una de las piernas con una mano y con la otra fue envolviendo una venda alrededor de una de sus rodillas.

—Pero ¿qué hacías por acá?, ¿no vives del otro lado de la carretera principal? Como a dos cuadras de aquí. —Volteó a mirarla, pausando el vendaje que elaboraba en su otra rodilla.

Angela asintió varias veces, sin despegar la vista de su rostro. Aún no decidía si el negro que delineaba sus ojos y los aros que le atravesaban las orejas y la ceja izquierda, así como la bolita plateada justo debajo de su labio inferior, le causaban temor o una clase rara de fascinación.

—¿Por qué me miras así?, ¿nunca habías visto a nadie tan guapo? —Se echó a reír.

La chica negó solo por inercia.

—Soy Angela —le dijo tímida.

—Yo sé quién eres —afirmó serio—. Eres la niña que siempre viste extraño, la que vive con su abuela en la casa amarilla. No sé... ah... no sé si me conozcas. Soy Carter, Carter Davis.

«Yo sé quién eres», deseó poder decirle también. «Eres el chico que se pasea solo por las calles o con aquel amigo que tiene la misma pinta de maleante, en patineta o a pie, con los auriculares puestos y las manos metidas en los bolsillos». Lo pensó, pero no lo dijo. Solo continuó mirándolo con los ojos grandes de terror.

—Tranquila, niña. Yo no... No muerdo. —Reforzó la afirmación meneando la cabeza. Retomó su trabajo con el vendaje y dijo—: Estás lista.

Carter guardó el agua oxigenada en el botiquín que había puesto en el suelo. Se acercó al mueble de la televisión y tomó una toalla húmeda del empaque que había sobre este.

—Ten. —Angela la aceptó sin comprender. Él movió la mano como si estuviese frotando el aire—. Se te corrió el rímel.

Entonces Angela se pasó la toalla por el contorno de los ojos.

El chico metió las manos en los bolsillos de su pantalón roto y volteó hacia otro lado.

—Creo que será mejor que regreses a tu casa. Si te ven conmigo van a pensar que te rapte o algo así. ¿Puedes levantarte y caminar?

Angela se bajó del sofá. Dio unos pasos y al flexionar las rodillas le salió una mueca.

—Espera aquí —le dijo Carter y se perdió hacia el interior de una habitación.

Angela echó un vistazo al lugar. Le llamó la atención un teclado en el rincón del living, apoyado en un soporte de metal con forma de "X". ¿Acaso Carter Davis sabría tocar el piano? Si era así: ¡Guau! Ella desde siempre había deseado aprender a tocar algún instrumento musical.

Se escuchó un tintineo.

—Listo, vámonos.

Carter estaba de regreso con unas llaves colgando de su mano.

—Te llevaré a tu casa.

La chica lo siguió hasta el garaje, de donde sacó un modesto auto rojo. Angela subió al asiento del acompañante. Tardaron apenas un par de minutos en incorporarse a la Mount Angel Highway, retornar en "U" y frenar frente a la casa amarilla.

—Estás servida, Angela. Si tu abuela o alguien pregunta, fue mi madre quien te ayudó y te trajo hasta acá. ¿Oíste? —sentenció desde la ventanilla a medio bajar.

—¿Por qué? —se atrevió a cuestionar ella en un hilo de voz.

—Digamos que a los adultos les asusta todo lo que tenga que ver conmigo.

Angela asintió. Era entendible. Con esas piezas de metal en la cara y ese sombrío maquillaje de ojos, cualquiera que lo viera por la calle se pasaría rápidamente a la acera contraria. No obstante, contra todo pronóstico, se había portado amable con ella.

—Gracias —le dijo.

Carter asintió y se fue.

Dentro, la abuela Mary Lou tenía el teléfono apoyado contra la barbilla. Sus ojos estaban llorosos y la voz le titubeaba. Al escuchar la puerta abrirse, colgó de golpe y corrió a envolver a la chica en un abrazo.

 Al escuchar la puerta abrirse, colgó de golpe y corrió a envolver a la chica en un abrazo

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