Capítulo 13

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Mis padres decidieron hacerse cargo de la cuota de la residencia de Samuel, y además de eso, ayudarlos con lo que hiciera falta

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Mis padres decidieron hacerse cargo de la cuota de la residencia de Samuel, y además de eso, ayudarlos con lo que hiciera falta. Mi paga semanal también fue destinada a la causa, papá la colocaba en un frasco enorme de vidrio al que le había puesto una etiqueta que decía "Fondos Colman". Yo sabía que no era mucho, pero al menos era un granito más de arena que aportaba desde mi lugar como estudiante acogido por sus padres. Incluso mastiqué la idea de conseguirme otro trabajo y colaborar con un ingreso externo, pero mis padres se negaron rotundamente. Su trabajo de toda la vida nos mantenía en una buena posición, ellos tenían ahorros y el negocio marchaba bien, pero aun así, yo sentía que debía hacer algo más al respecto.

El viernes por la tarde, los señores Colman fueron a buscar a Samuel. Tuvieron una larga y tendida charla conmigo para pedirme encarecidamente que no mencionara absolutamente nada de lo sucedido. Yo accedí. Aunque sabía que me iba a resultar difícil ocultárselo a Samuel, les hice una promesa, y yo no rompía mis promesas.

Cuando los vi llegar, a través de mi ventana, sentí una mezcla de angustia y alegría. Samuel bajó del auto junto a Tessa, con la mochila colgada a los hombros. Por primera vez no quería enfrentarlo.

Cuando llegué a su casa, toqué su hombro con suavidad, pero Tessa me delató con su jaleo antes de que él pronunciara mi nombre.

—Bienvenido —dije, besándole el centro de la cabeza.

Su abrazo cálido puso mi mente a descansar durante unos momentos. Y es que me resultaba inevitable no perderme en la dulzura de sus mimos. Samuel siempre fue mi refugio.

Sus papás y los míos quisieron hacer un almuerzo juntos para pasar tiempo en familia. Normalmente era divertido sentarnos todos a la mesa para conversar, pero esta vez, la preocupación estuvo presente en el rostro de los señores Colman en todo momento. Sonreían y charlaban como solían hacerlo, pero la chispa que tenían antes se había esfumado por completo. Quizás yo lo percibía porque sabía el secreto escondido detrás de esas sonrisas forzadas.

—Te voy a llevar a la tienda de mis papás —dije mientras lo ayudaba a colocarse el abrigo.

Nos escabullimos de la reunión familiar en cuanto levantaron la mesa. Tomamos un bus que nos dejó frente a la tienda en menos de quince minutos. Eché la llave en la cerradura y cuando abrí, el aroma a madera, a cuero, a incienzo y a barniz inundó nuestras narices. Samuel fue el primero en entrar. Aspiró con ganas mientras sus manos iban guiándolo por la tienda, y mostrándole los detalles de cada mueble hecho por mi padre. Se detenía en cada relieve y sus yemas recorrían toda la superficie. Él solo sonreía.

—Tu papá es increíble.

—Lo es —afirmé—. Todavía no sé cómo es que consigue hacer todas estas maravillas a partir de un trozo de madera.

—Huele a bosque —comentó—. A resina y a madera. Me encanta ese olor.

Lo alcancé para abrazarlo por la espalda y lo guié hasta el corazón de la tienda. Él emitió un sonido de sorpresa cuando sintió que lo cargué sobre mis brazos para sentarlo sobre uno de los muebles.

—Te voy a mostrar algo.

Asintió, apoyando sus manos sobre el borde del mueble. Balanceaba sus piernas como un niño sobre un columpio. Yo sabía que estaba emocionado; Samuel era como un duendecillo que era feliz cada vez que se rodeaba de bosque.

Tomé su mano y la coloqué sobre una escultura que mi padre talló.

—Esta no está a la venta. Mi papá la hizo cuando yo era pequeño. Mi mamá solía leerme un libro de cuentos, de esos que tienen todos los clásicos juntos. A mí me encantaba, y mi papá hizo esto para mí en honor a ese libro.

Samuel pasó las yemas de sus dedos por la escultura que se alzaba en un cilindro. Primero por la cabeza del lobo y el rostro de caperucita roja. Luego por las cabezas de los tres cerditos. Detalló el rostro de Hansel y Gretel, al gato con botas, y al final estaba el soldadito de plomo junto a su bailarina; él con su ballesta tan delgada como un mondadientes, su gorro largo y su única pierna, y ella, con una mano alzada y la otra sobre su cabeza, una pierna elevada y su característico tutú de ballet. Él tomó la escultura entre sus manos y continuó tocándola, repasando cada detalle, completamente fascinado.

—Es increíble —dijo finalmente —. Mi mamá también me leyó varios de esos cuentos cuando era niño. Pero teníamos dos versiones del soldadito de plomo: en la primera acababa feliz junto a la bailarina, ese me lo contaba de pequeño. El final real lo supe cuando fui más grande y lloré, fue horrible.

—Es que es muy trágico —agregué—. ¿A quién se le ocurre hacer un cuento infantil donde el soldadito y la bailarina acaban quemados? Es terrible. Eso puede generar un trauma severo en cualquier niño.

Nuestra carcajada hizo eco en la tienda.

Samuel dejó la escultura a un lado y rodeó mi cuello con los brazos. Yo deslicé mis manos hacia su cintura, y allí mismo nos besamos. Un beso cálido, profundo y apasionado. Un beso delicioso que nos invitó a perdernos en la boca y en el sabor del otro, en el que nos dijimos lo mucho que nos extrañamos.

—Regresemos a casa —dije sobre su boca, él asintió.

—¿Crees que nuestra historia sea como un cuento, Eli?

—Tal vez sí. Es tan bonita como uno. Pero es real.

—Y no acabaremos cayendo a una hoguera.

—No, no lo haremos —comenté entre risas.  

  

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La subjetividad de la bellezaWhere stories live. Discover now