La luz regresó, lo que le permitió al griego deshacerse del saco rápidamente y comprobar que no estaba solo allá abajo; Luna, inconsciente, estaba tumbada a su lado. Parecía más dormida que otra cosa, pues respiraba con normalidad y tenía una temperatura relativamente cálida, lo cual le tranquilizó. Las manos le temblaron mientras intentaba aflojarle el sari, quitándole los alfileres y el broche que lo mantenían tenso, con objeto de que el aire llegara sin dificultad a sus pulmones. Afuera, algunas exclamaciones y suspiros antecedieron a un primer disparo, que dio lugar a muchos otros. Impotente, el griego observó a través de las rendijas de los tablones de madera; creyó estar sufriendo una intrincada alucinación cuando sus ojos asistieron incrédulos a la lucha encarnizada entre los hombres de Electra, su hermano y su grupo de amigos y otro grupo de hombres fornidos y altos que parecía actuar por libre. Solo el impacto de una bala en el escenario, muy cerca de la cabeza de Luna, logró que comprendiera que su corta existencia aún había dado lugar para más mentiras de las que ya conocía; sus amigos no eran lo que decían ser. No hacía falta haber pertenecido a un cuerpo de élite militar, como en su caso, para percatarse de que todos estaban muy ligados a ese ámbito. Paul incluso tenía las maneras de un francotirador, y Sara, la dulce hermana de Irene, de repente se había convertido en una letal valquiria de ojos inyectados en sangre... Alexander no podía reconocer a sus amigos en aquellas bestias furibundas que daban patadas y golpes, a diestro y siniestro, y que se movían con la rapidez y la agilidad de expertos acróbatas.

Desbordado por el giro de los acontecimientos, decidió poner a Luna a salvo y regresar para unirse a los suyos. Sin detenerse a pensar demasiado, sacó el regalo de su caja adornada, rasgó el forro de su abrigo, lo introdujo dentro y después envolvió con él a su vieja amiga. Con ella en volandas, atravesó la trampilla y salió al estrecho pasillo lateral que comunicaba los baños para empleados con la cocina, el almacén y la puerta que conducía al enorme salón de festejos. El único que se dio cuenta de su presencia allí fue Gabriel, que había acertado a esconderse en el baño de caballeros, para huir de los golpes y las balas. Estaba empapado y parecía aterrado. El alivio que sintió al verlos fue casi tan grande como la rabia de Alexander, al que, sin quererlo, había puesto en una terrible tesitura.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó el griego.

—Me vomitó... Esa mujer o lo que sea... Sus párpados... Dos... Estaba aquí—tartamudeó el doctor, llevándose las manos a la cara y haciendo unos gestos muy extraños con ellas.

Alexander no estaba para acertijos y sabía de sobra lo impresionable que era el hijo de la doctora Vega, por lo que no tuvo sus palabras en cuenta.

—Sácala de aquí—le ordenó, con voz rota, depositando a Luna con sumo cuidado entre sus brazos. Acto seguido, le entregó las llaves de su coche y las de todos los accesos al pabellón—. Sal por el almacén; llegarás a un patio vallado que comunica con un camino de tierra. Si lo tomas hacia la derecha, llegarás hasta la carretera principal, si lo haces hacia la izquierda, a los bungalós. Es posible que haya más de esos tipos en cualquiera de las dos direcciones; usa el sentido común.

—¿Qué está pasando? ¿Qué son esas cosas? —le preguntó el doctor, con voz temblorosa.

—¿Cosas? No sé, no tengo ni la menor idea—admitió Alexander.

—¿Por qué no nos acompañas? Sabes pelear y manejar un arma, yo no puedo protegerla solo.

Alexander intentó no dejarse llevar por las emociones y actuar con sensatez, pero no estaba demasiado seguro de si podía lograrlo.

—Debo volver con mi hermano y con mis amigos; no puedo abandonarlos a su suerte—advirtió.

—¿Tus amigos? Ellos no te necesitan—cuestionó Gabriel con una mueca despectiva—. ¿Es que aún no te has dado cuenta de que tu abuela, la ilustre Sofía, jamás hubiera dejado campear a sus anchas al niño de sus ojos en una zona como esta sin una legión de guardaespaldas tras de él?

RASSEN IWhere stories live. Discover now