—Me siento discriminada. ¿Por qué los naga sienten predilección por las mujeres jóvenes y los niños? —le preguntó, con fingida indignación.

—Verá, ellos tienen serios problemas para engendrar hijos.

Aquella aseveración consiguió dejar a Luna con la boca abierta. Las leyendas estaban tan bien desarrolladas y argumentadas, que bien podrían pasar por historias reales.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—A que muchos de sus bebés mueren —le aseguró el chico—. La tribu solo quiere mujeres fértiles y niños pequeños para convertirlos en más de ellos.

—¿Los secuestran para aumentar el censo? ¡Qué tontería! —razonó ella—. De ser cierto eso, ¡nunca serían verdaderos naga!

—Se equivoca: cualquiera puede contaminarse nadando con ellos o tocando su sudor.

Aquel último detalle hizo que la rubia sintiera unas enormes ganas de reír. Los naga, dentro de su originalidad, no solo temían a la sal, también contaminaban a sus víctimas con su sudor, nada de sustancias radiactivas o ritos ancestrales: agua, sales y algunos ácidos de desecho.

—¿Su sudor? ¿Nada de veneno, mordiscos o estornudos? —se burló.

Anjay, ante sus ocurrencias, por primera vez pareció ofendido.

—Los ancianos dicen que el que se sumerge en aguas naga o se transforma en uno de ellos o muere—le advirtió, misterioso—. Y es mejor la muerte que lo otro: la carne se separa de los músculos, de los huesos, el corazón late despacio, la respiración se hace lenta y pesada, los ojos se hacen tan grandes que la luz se vuelve insoportable, la piel se desgarra, y aunque prácticamente no puedes oír nada, en tu cabeza todo bulle: el bosque, los animales, las palabras de la mañana, de la noche, del ayer...Todo... —le aseguró entre susurros, con los grandes ojos oscuros muy abiertos —. Tu cabeza ya no te pertenece, pertenece a los otros, tus actos no te pertenecen, pertenecen a los otros. Solo el jefe Winiik Kaan tiene el poder de pensar por los naga.

Luna sintió como una serie de escalofríos le erizaban la piel. El chico había conseguido asustarla, a pesar de que sabía que todo aquello eran patrañas.

—¿Vamos? —la sacó de sus pensamientos —. Sus amigos ricos estarán deseosos de verla...

—No son ricos... —le aseguró ella, tajante. El último coche pasó, y entonces un grupo de hombres vestidos con trajes de chaqueta idénticos, que hablaban entre sí a través de discretos intercomunicadores, se acercaron a su taxi—. ¿Esos tipos son algo así como guardias de seguridad?

—Usted no tiene ni la menor idea de quiénes están ahí dentro, ¿no es cierto? —apostó él con sorna.

Luna negó rápidamente con la cabeza en respuesta.

—No se preocupe, estará bien—le prometió el muchacho—. Desde aquí puedo ver a Beth. Camine hacia ella con naturalidad, y, una vez dentro del edificio, asegúrese de bajar de modo relajado por una escalera cuando todos la miren. Es importante que él también la esté observando, porque si no tendrá que volver a subir, para poder bajar—le aconsejó por lo bajo, muy serio, antes de ayudarla a descender del vehículo —. Su vestido lo llevó la bella y encantadora Aiswarya Rai en una de sus primeras películas, tal vez aún conserve algo de su encanto natural.

Anjay se marchó. Con la cabeza embotada por sus crípticas instrucciones y deslumbrada por las luces del pabellón, Luna tuvo un presentimiento: algo iba a cambiar en su vida aquella noche, y no estaba muy convencida de iba a ser para bien o para mal. Mientras acortaba distancias con Beth, esperando a que ella reparara en su presencia, se detuvo un instante para contemplar el cielo nocturno; los farolillos y las antorchas creaban un fulgor neblinoso que impedía ver las estrellas con claridad, pero aun así la luna le pareció mucho más grande y hermosa de lo que la había visto jamás. Cuando su corazón comenzó a llevar un ritmo casi acompasado, la bella morena pronunció su nombre. Con una sonrisa casi tan rígida como sus piernas, ella siguió avanzando en su dirección a través del enorme jardín con caminillos de piedras blancas. Estaba temblando de nuevo. Ideaba su discurso explicativo, cuando su amiga, exultante y extraordinariamente hermosa, se le abalanzó para abrazarla.

—¡Has venido! —se congratuló, al soltarla—. ¡Y estás preciosa! —la felicitó, haciéndola girar sobre sí misma.

—Llevo demasiado maquillaje y no sé andar con tacones—se quejó ella, en un suspiro—. Se sentía una impostora bajo aquellos cinco metros de tela sin botones ni cremalleras.

Beth lanzó una mirada rápida tras su espalda y luego frunció el ceño.

—¿Vienes sola? —le preguntó, sin poder disimular su decepción.

—El temporal ha impedido que me reúna con mi padre—la informó la rubia, con un leve puchero—. Ni siquiera sé cuándo podré hacerlo. De momento, tu amigo Alexander me ayuda a intercambiar con él mensajes de texto. Por cierto, debías haberme dicho que Alex es...

Luna iba a recriminarle sus manipulaciones a su nueva amiga cuando esta la interrumpió.

—¿Alex no ha venido contigo? — le preguntó, sin poder disimular su angustia —. ¿Por qué?

—No lo sé; quedamos en que vendría a buscarme cuando empezaron a desalojar el muelle, pero no se presentó.

—¿Has intentado contactar con él?

—Me fue imposible, así que les pedí a la señora Phritika y a Tanvi que le dijeran que les haría llegar mi nueva dirección, en cuanto la tuviera.

—Alex no haría algo así; algo importante ha debido retenerle—le aseguró la bella profesora, intentando parecer relajada —. ¡Vamos! ¡Acompáñame adentro! Hace un poco de frío aquí fuera.

Luna desvió la mirada hacia la puerta doble del edificio y sintió un ligero escalofrío. No sabía si porque en aquel lugar las temperaturas eran algo más bajas que en la ciudad, porque casi no había comido después de vomitar hasta su primera papilla, o porque empezaba a sospechar que no volvería a ver a su guía: era incapaz de entrar en calor.

Mientras ella no podía dejar de mirar de un lado a otro y de murmurar pequeñas exclamaciones, Beth, mucho más comedida, la instó a seguirla por el pasillo alfombrado de pétalos y acordonado por finas cintas de raso que se perdía en el interior del pabellón, tras un oscuro cortinón. El eco de una multitud enfebrecida y de música exótica llegó hasta sus oídos a través de él. Luna tomó aire, alzó la barbilla, echó los hombros hacia atrás y centró toda su atención en cada uno de sus pasos; mantener el equilibrio encima de aquellas sandalias era una ardua tarea, si además debía hacerlo sobre un suelo resbaladizo, sería toda una hazaña.

Junto a la escalera que descendía hasta un salón de dimensiones colosales, un animado comité de bienvenida formado por hombres y mujeres muy jóvenes ponía tikas, bindis y collares de flores a los invitados. Luna se sintió abrumada por tanta alegría, belleza y opulencia; una fiesta para los sentidos en cada rincón, en cada traje, en cada adorno y alimento. La ornamentación era sencillamente exquisita: cuatro enormes arañas de cristal pendían del techo, la luz de sus cuentas de colores refulgía en los numerosos y enormes espejos con marcos dorados de las paredes. Había un centenar de mesas ovaladas, todas engalanadas con elaborados centros de mesa florales y frutales, y diminutas peceras burbujeantes con pececillos de colores. Alrededor de cada una de las mesas, había dispuestas una decena de sillas de madera dorada, con brazos labrados y asientos tapizados en seda negra.

—¿A que es impactante? —tanteó Beth, lanzándole una mirada chispeante.

—Casi tanto como tu "pequeño" grupo de amigos—le reprochó ella, irónica, señalando el incesante ir y venir de invitados—. Por cierto: ni siquiera te has molestado en negar que mi "objetivo besable" forma parte de ellos.

Su anfitriona disimuló su falta de arrepentimiento con una risilla.

Estoy buscando una buena chica para él —se justificó, con cara de cordero degollado—: deberías sentirte honrada de que te haya tomado en cuenta como candidata, porque es todo un partidazo.

—¿No crees que, si es tan portentoso como dices, podrá encontrar a alguien por su cuenta? —le regañó ella.

Beth se encogió de hombros y señaló con el dedo a un hombre moreno apoyado en la barra del bar, justo al lado de un escenario elevado, al fondo del local.

—Ahí está —suspiró, ebria de amor —. ¿No es mi Hrithik el hombre más guapo del mundo?

Luna miró con curiosidad hacia donde se encontraba el supuesto adonis, solo para confirmar que se trataba del mismo Hrithik que había visitado a Alexander en el house boat de la Sra. Phrithika.

RASSEN IWhere stories live. Discover now