44 km/h

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La maleta pesa una tonelada. Al menos me pesaba eso cuando la he tenido que subir en la cinta para que la metiesen en la bodega del avión. Quizá es porque tenía sueño y me pesaba la vida en sí, pero el caso es que ahora me parece tan ligera como una pluma. No debería, porque he pasado veinte horas de viaje (entre vuelos y escalas) y he dormido relativamente poco, pero supongo que los nervios de estar al fin en suelo americano son más grandes que el cansancio y el peso de la maleta. Más bien, los nervios de volver a verle después de dos meses.

Por eso parece que voy chutada de cafeína (que en realidad... pues sí, puede que me haya pasado un poco con los cafés) cuando arrastro mi maleta hasta la salida del aeropuerto. Tengo los ojos abiertos y no paro de mover la cabeza buscándole. Cuando le dije que venía, ni siquiera me dio opción a replicarle, porque me dijo rápidamente que venía a buscarme al aeropuerto. Me hizo hasta pasarle el número de vuelo para seguir la ruta y saber cuándo tenía que venir, así que sé de sobra que habrá llegado con tiempo de sobra. Y no me equivoco cuando finalmente cruzo las puertas junto al resto de pasajeros (de mi vuelo y otros) y le veo entre todas las personas que se apostan al otro lado de las vallas esperando a sus seres queridos o, simplemente, al cliente al que tienen que llevar al hotel.

Los amigos y familiares no suelen llevar ningún cartel. Los veo saludar y abrazarse sin más, y esperaba que eso fuese lo que hiciese el kamikaze; más que nada porque le reconocería en cualquier parte. Sin embargo, sí que lleva un cartel. Uno más grande que un folio con un rinoceronte dibujado. Sé que es un rinoceronte porque la forma es esa, pero el cuerno tiene purpurina y se parece más al de los unicornios. Y aunque sé el por qué de su cartel y normalmente hubiese puesto los ojos en blanco, hoy me río a medida que me voy acercando a él. Y es ahí cuando sus ojos se posan en los míos y su sonrisa se hace gigantesca. Podría estar viéndola sin prisa los segundos que tardo en llegar a su lado, pero no me da ese lujo, porque me pilla de sorpresa cuando se agacha para saltarse la valla y venir corriendo a mi encuentro. Sus brazos me rodean, me alzan y, antes de que pueda gritarle que me suelte, sus labios están sobre los míos. Y siempre que le beso todo está bien. Incluso si es con esa desesperación. Incluso si no podemos hacerlo bien porque cada vez que nuestros labios se unen, nuestras sonrisas no tardan en aparecer.

—Eres... un... imbécil —le digo entre beso y beso. Tengo mis manos aferradas a su cuello porque mis pies no tocan el suelo, y noto sus manos en mi culo para alzarme, pero todo eso me importa una mierda cuando noto su sonrisa contra la mía.

—Joder, cuánto había echado de menos que me insultases, Rino —murmura, y vuelve a unir nuestros labios, al menos hasta que alguien parece golpearle, porque me da la sensación de que nos caemos. Por suerte, nos estabiliza—. Estamos en medio...

—Tu puta culpa —susurro, porque no puedo separarme de su cara—. Podrías haber esperado a que llegase a tu sitio.

—No, no podía —murmura—. Agárrate que nos movemos.

—¡Pero suéltame! ¡Kamikaze!

Le da igual. Le da igual absolutamente todo. Que pese como diez kilos más por la mochila que llevo a la espalda, que la maleta pese por lo menos veinte y que no pueda andar bien porque me sigue sujetando con su brazo para poder seguir pegada a él. Ni siquiera sé qué ha hecho con el cartel del rinocornio, porque arrastra mi maleta también hasta que nos alejamos de la zona de salida, detrás de las vallas. Pero cuando se para ahí tampoco me suelta; solo deja de agarrar la maleta para sujetarme a mí con los dos brazos. Yo me alejo un poco más de su cara para verle bien, pero cuando cierra los ojos y pone morritos, no puedo evitar bajar la cabeza para unir nuestros labios otra vez. Y ahora ya no hay sonrisas, solo el chasquido de nuestras bocas, que se saludan después de lo que me han parecido siglos.

Outlawed - jjk, knjOù les histoires vivent. Découvrez maintenant