Capítulo 9

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Aunque no debía haber dormido más de cuatro horas, al llegar al hotel desayunó, se dio una ducha y se fue a trabajar en la reforma de la casa. Los polacos no tardaron en llegar. Habían empezado a tapar con yeso las paredes del dormitorio, y aquello comenzaba a tomar forma. El cabreo con el que había iniciado el día tras su bronca con Vlad se fue disipando con el trabajo físico de la casa. Le gustaba ensuciarse las manos, el esfuerzo mecánico de verter, mezclar, remover, extender; deslizar la paleta por la superficie cubriendo los desperfectos para dejarla uniforme, pasando la espátula una y otra vez hasta dejarla perfectamente lisa y recta. No hacía falta pensar demasiado, y su mente se perdía en la repetición de movimientos. Poco a poco el mal humor se esfumó y comenzó a repasar en su cabeza lo ocurrido aquella mañana. Sí, Vlad lo había echado de su casa sin venir a cuento, pero quizás mandarlo a la mierda había sido demasiado. Pensó en llamarlo, tal vez cuando se hubiese calmado, y averiguar qué había pasado, a qué se debía ese cambio repentino. O tal vez era mejor olvidarse del chico ruso con los dientes de vampiro que le hacía perder la cabeza.

—Una persona espera por ti fuera. —Era Marius, con su enrevesada forma de construir frases, quien asomó a la habitación para informarlo.

Los hermanos lo habían dejado ocupándose del yeso del dormitorio mientras terminaban de acondicionar el baño. Su plan era mudarse en cuanto tuviese un sitio donde dormir y un baño, y seguir reformando el resto de la casa sin prisa. Estaba cansado del hotel y tal vez fuese buena idea alejarse de la taberna.

Se limpió un poco las manos en el pantalón de gamuza que había acabado por convertirse en su pantalón de trabajo y salió de la casa. Al ver al hombre canoso que lo esperaba en el patio frontal se quedó un rato petrificado verificando en su cabeza si lo que creía que veía era posible o si solo lo estaba imaginando.

—¿Papá? —Fue extraño escucharse a sí mismo decir esa palabra con voz de adulto, porque la última vez que había llamado a alguien así aún era un niño, y por lo mismo se sintió transportado a ese otro «yo» del pasado, ese que podría haber sido él en una vida alternativa, y que tenía a quién llamar con ese nombre.

—Hombre, Christian... —comenzó a hablar aquella sombra del pasado con ese acento gallego tan marcado que siempre tuvo—, pensaba que igual no me reconocías, ya estoy un poco viejo... A ti sí que no paro de verte, por la tele y eso... —Se le veía claramente nervioso, y Christian aún no tenía claro cómo reaccionar, esta era una visita para la que no se había preparado.

—¿Cómo es que has venido?...

—Pues me contaron que habías comprado la casa de tus abuelos... y, pues, pensé en pasar a verte...

—¿Vives por aquí?

—Aquí no, en Cabeiros. Pero, vamos, si se coge el coche no se tarda na... —Le pareció más pequeño de lo que lo recordaba, claro que solo tenía quince años cuando se fue, su hermano Lucas era aún un crío, debía tener ocho años—. Te veo bien, fillo... Y tu hermano ¿cómo anda?

—Bien. Se ha casado.

—Hombre —dijo con cierto orgullo—, eso está bien. ¿Y a qué se dedica?

—Es arquitecto. —Y esta vez fue Christian quien habló con orgullo, porque si su hermano había podido permitirse ir a la universidad había sido gracias a él, no a su padre.

—Vaya..., arquitecto... —Sí, el hijo al que había considerado una carga había llegado más lejos que el padre, y sintió una pincelada de victoria al comprobar su reacción—. ¿Estás traballando tú en la casa? —siguió entonces, observando la reforma inacabada.

Solo a un beso de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora