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—¡Papá, Papá! —Una niña de cinco años corría emocionada con un dibujo en su mano y una sonrisa llena de felicidad—. Mira lo que he dibujado ¡Es un león escupe fuego! —Dando pequeños saltos tendió su dibujo al hombre quien se encontraba sentado en su oficina, el cual estaba hecho con pocos colores y mucho naranja. Aunque eran más garabatos de lo que se imaginaba, no estaba tan mal para una niña de su edad.

—Te quedo excelente Cloe. ¿Por qué no lo pegas en el refrigerador? —le ofreció. Como un rayo salió corriendo con gritos de alegría, sus mejores dibujos siempre iban en el refrigerador.

Él había terminado de limpiar su arma, la cual tuvo que esconder un momento de Cloe, no quería que ella viera una en casa. Vió su confiable beretta, un arma que ha guardado desde sus tiempos como oficial y detective de Nueva York. Su rostro nostálgico añoraba esos tiempos.

«¿Cuántas vidas habrá quitado este arma? ¿Todas esas vidas terminadas valieron la pena para salvar a otros?». Pensó el padre.

Sin darse tiempo de responder la pregunta, Cloe ya había vuelto de pegar su dibujo, saltando encima de su padre para que la cargara hacia la cocina.

—¿Qué quieres desayunar? Tu decides —preguntó, mientras la llevaba en brazos hasta colocarla en un banquillo al lado de la barra. Cloe sentada, dibujaba otra de sus obras locas y con deseo.

—¡Panqueques!

Con total calma, el alto hombre preparó la mezcla de la comida, con control y paciencia fue batiendo y poniendo el líquido en un sartén para empezar la preparación; hasta que quince minutos más tarde, tres golpes en la puerta llamaron su atención.

—Cloe, vigila que no se quemen, por favor —ordenó.

—¡Afirmativo capitán!

A paso rápido, se acercó a la manija y abrió, encontrándose con un hombre joven, al parecer un cartero quien llevaba su uniforme impecable, ninguna mancha o desorden en su vestimenta alertaban del posible nerviosismo que llevaba encima. Sus ojos verdes acompañados de su piel blanquecina observaban hacia diferentes partes, excepto los ojos del detective. Acompañando tal extrañeza, alguno de sus dedos manifestaban tics que golpeaban con suavidad lo que llevaba en manos.

«¿Le pasará algo?» Pensó.

—¿Us...usted es el señor Scott Campbell? -preguntó, se notaba cierto nerviosismo en su tono.

—El mismo. ¿Qué se le ofrece?

—Tome, para usted. —Al tomar lo que llevaba en manos, solo bastó una mirada hacia abajo del padre para admirar un poco lo que recién se le fué entregado para que el repartidor, casi como si huyera, se marchara dejando al hombre con una pregunta.

—¿Y no me va a pedir que firme?

—¡Papá, se está quemando! —gritó Cloe al fondo, distrayendolo por un momento. Al darse la vuelta para ver una última vez el pasillo, aquel cartero se había esfumado.

Luego de que padre e hija desayunaran como de costumbre, con conversaciones banales que aún siendo de esa índole, tenían él toque de una niña como Cloe, llenas de vida y energía. Cosa que solo ella podía lograr al conversar con su padre, y él encantado la podía oír por horas. Aún así, sabiendo las responsabilidades que tenía por detrás, no podía ser eterno tal conversación divertida con ella, por lo tanto, al terminar de desayunar, se dirigió a su oficina mientras su hija se quedó viendo una serie en la televisión. Él sabía lo que ocurría después, la ojiverde estaría en la televisión recuperando las energías que hace escasos minutos gastó en narrar cualquier cosa a su padre para así, hacer travesuras en su espacioso apartamento. Rutina Cloesista.

La Mansión de los PecadosWhere stories live. Discover now