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Habían pasado tres semanas del gran suceso. Luego de que Gilbert y Cassiopeia habían peleado a muerte por el último trozo de pastel de moras, el cual había terminado en la boca del señor Blythe, las Cavanagh se habían dirigido de vuelta a su casa. Apenas puso un pie dentro, la castaña corrió a su habitación para poder acabar con el martirio que significaba el final del libro. Por supuesto que quedarse hasta altas horas de la madrugada le cobro bastante caro. A la mañana siguiente tuvo que correr, con el delantal desacomodado y el listón mal atado. Había olvidado su botella de leche y su bolsa de tela. Ni siquiera había llegado a desayunar algo. Cuando por fin llegó a la escuela, todavía rondaban algunos niños por el jardín, por lo que supo que el señor Phillips aún no había dado inicio a la lección del día. Gilbert la esperaba apoyado a un lado de la puerta. Cuando la vio llegar tuvo que reprimir una carcajada, jamás la había visto tan desarreglada.
—Déjame adivinar, el final fue muy impresionante —Había comentado, con esa ridícula sonrisa burlona en sus labios. Se había acercado a ella para arreglarle la cinta de su cabello, mientras Cassiopeia acomodaba correctamente el delantal.
—El protagonista muere —Logró comunicar entre jadeos ocasionados por la exigente actividad física que acababa de realizar y de la cual, claramente, no estaba acostumbrada. El joven había estado tan concentrado en dejar la cinta lo mejor posible que no notó la mirada de su amiga. Ella se había quedado paralizada cuando se dio cuenta de la cercanía del muchacho. ¿Siempre había tenido ese lindo lunar en la mejilla? Pero definitivamente, ella se había perdido en sus ojos, en su ceño tiernamente fruncido por la concentración. Y entonces, cayó en la realidad de lo que estaba haciendo, sus mejillas se fueron acalorando fuertemente, y no supo a donde debía huir para que el castaño no lo notara. Gracias a su despiste natural, fue incapaz de hacerlo.
