Capitulo treinta y uno

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El maestro

Estaba agitado, asqueado, sudoroso y más cansado que antes de meterse en la cama y descansar. El hombre abrió los ojos con un estremecimiento y apartó de un manotazo la sabana que delimitaba su practica desnudez. Se incorporó en el lecho y se pasó una de sus grandes y callosas manos por el rostro hasta llegar hasta su cabellera castaña que caía sobre sus hombros con algún que otro mechón rebelde en su despejada frente.

Suspiró apretando dos dedos sobre sus sienes y cerró los ojos para intentar alejar las imágenes de su memoria. Le desagradaba sobremanera tener que recordar el pasado y más cuando estaba dormido y todos aquellos recuerdos se fusionaba y se entremezclaban para terminar en una horripilante pesadilla que siempre lograba desquiciarlo y dejarlo completamente exhausto, mucho peor que si hubiese estado luchando con alguna banda rival de contrabandistas.

Araghii apartó la mano de su rostro y observó la palma perlada de cicatrices. Algunas eran recientes y otras tenían más de treinta años. ¿Tantos años habían pasado ya desde que quedara solo y abandonado? Recordaba aún con tanta nitidez aquel momento en el cual su madre lo abandonara en uno de los tantos cruces de camino del reino. ¿Qué cruce había sido exactamente? No lo recordaba. ¿Y su madre? ¿Cómo se llamaba? Tampoco lo recordaba, pero si recordaba su esplendoroso rostro demacrado y delgado por el hambre y como  había subido a aquel carruaje para irse con otro hombre que no era su padre. Porque su padre había muerto al ser atacado por bandidos y ella, desesperada por sobrevivir, se marchaba con un señor rico y le dejaba a él porque este señor no quería saber nada de aquel aguerrido niño mocoso y desaliñado de seis años.  

Ella no le miró en todo el viaje que hicieron a pie hasta el cruce; solo le aferraba con extremada fuerza de la mano y lo arrastraba prácticamente en la oscuridad de la noche tormentosa. La lluvia le calaba la ropa desgastada que portaba y sentía frío en sus miembros. Pero su madre, implacable y enfundada en una buena capa, caminaba sin descanso hasta que se detuvo ante una señal de madera con dos indicaciones escritas y que él no sabía entender.

Allí esperaron durante un tiempo que a Araghii se le hizo eterno. La lluvia y los relámpagos del cielo aumentaban a cada instante y el niño tenía miedo. Llamó a su madre con voz trémula, pero ella no le prestó ni un ápice de su atención. La mirada de ella estaba fija en uno de los dos caminos, en el de la derecha y nada más tenía cavidad en su alma. Su hijo no importaba. Ese niño le molestaba.

Al cabo de un tiempo interminable, se escuchó entre los truenos el sonido de cascos de caballos y el traqueteo de un carruaje. El niño se apartó el molesto cabello de la frente para poder ver algo y sonrió con alivio al ver un espléndido carruaje techado tirado por cinco espléndidos corceles. Ahora, se dijo, entraría en aquel carruaje y dejaría de caerle agua encima y podría al fin dejar de sentir frío. Pero cuando el magnífico carruaje lacrado se detuvo y abrió sus puertas, solo fue su madre la que entró. Cuando él quiso seguirla, sintió la dura inclemencia de un bastón en el mentón. 

Araghii cayó al suelo de lado y cuando alzó el rostro dolorido - con sangre recorriendo su mentón y cuello ante la profunda herida- vio el vil rostro de un hombre bien vestido y enjoyado que le miraba con tanta repugnancia que parecía estar a punto de vomitar de puro asco. La puerta del carruaje se cerró y dio media vuelta sin importarle que él estuviese allí tendido. Como pudo, el niño se apartó de la trayectoria de los caballos y del carruaje y contempló incrédulo como éste retomaba el camino por el cual había venido. 

Y allí se quedó; completamente solo ante la tormenta con lágrimas que le quemaban, derramándose por sus mejillas para mezclarse y confundirse con la lluvia.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora