Capitulo tres

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La Fortaleza   

Había un gran revuelo en la entrada del escondite de la montaña y Giadel supo al instante a qué se debía el gran despliegue de contingentes que esperaban bajo la luz del sol. La abuela estaba en la cabeza de todas aquellas robustas mujeres que hablaban con los brazos cruzados que, cuando vieron aparecer a los misioneros, cambiaron radicalmente el semblante para alegrarse sobremanera por su llegada. 

Pero el de su abuela mantenía la expresión exasperada a pesar de todo y solo se relajó cuando le vio a él acompañado de su hermana. El joven no había errado en sus pensamientos. Había estado en lo cierto al pensar que todas aquellas mujeres estaban buscando a la cabeza de chorlito de su hermana gemela al percatarse de su ausencia nada más levantarse.

- Nieto mío - lo saludó su abuela dándole un fuerte abrazo.

Giadel correspondió el afecto de su adorada abuela mientras su hermana permanecía a un lado retorciéndose las manos de un modo inocente y nervioso.

- Ya estoy de regreso abuela. - El joven besó la mejilla ligeramente arrugada de la anciana.

- Me has tenido tan preocupada estos días, pero por fin estas aquí sano y salvo.

- Desde luego abuela - respondió mirando de reojo a Galidel. 

- En cuanto a ti jovencita… - empezó la cabeza de familia que no era otra que su abuela.

- Buenos días abuela - dijo su hermana mayor.

La abuela la fulminó con su increíble mirada color miel tan brillante y llena de vida. De fuego.

- ¿Cómo te atreves a saludarme tan tranquilamente después de desaparecer sin decir nada a nadie? Te hemos estado buscando por todos lados para que te ocuparas de las tareas que tienes asignadas y ¿dónde estaba la jovencita? ¿Cómo se te ocurre salir a buscar a tu hermano? - la regañó echando chispas por los ojos.

Su gemela pareció encogerse por el arrepentimiento de sus actos atolondrados.

- Lo siento mucho abuela - comenzó a disculparse Gali -. De verdad que no quería alejarme de la entrada de la guarida. Solo pretendía esperar a Gia aquí.

- Pero no lo has hecho - la acusó su abuela con la voz terriblemente dura.

Galidel iba a protestar, a explicarse, pero su abuela la detuvo.

- Vayamos dentro, somos el hazmerreír de todos aquí en medio y a nadie le incumbe esta conversación. 

La mujer dio la espalda a sus nietos y entró en el escondite mientras las otras mujeres y los compañeros de Giadel los miraban con sumo interés. Suspirando por la fatiga, el joven tomó la mano de su gemela y caminó tras la estela de su abuela para adentrarse en la guarida activista.

El escondite de la montaña, se encontraba en una suntuosa cueva rocosa en una sierra situada al sudoeste del Señorío. La entrada de la cueva, era igual y tan normal como cualquier entrada natural en otro punto de una montaña cualquiera. Pero aquella cueva tenía diferencias que no habían sido provocadas por la naturaleza sino por la mano del ser humano. La mano de mestizos, Hijos del Dragón y Hombres.

Al fondo de la cueva, había un mecanismo oculto tras unas piedras falsas que permitía hacer funcionar una sofisticada red de engranajes conectada a una entrada secreta que portaba a lo más profundo de la red montañosa de aquella sierra. Dentro de la sierra, en el interior mismo de la roca, había una gran ciudad habitada por unas mil personas - entre hombres, mujeres, niños y ancianos -. Aquella ciudad estaba excavada en la roca y todas las habitaciones y salas eran de piedra revestidas con paneles de madera para aislar lo máximo posible el habitáculo del frío y del calor de las estaciones del año.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora