Capitulo cuatro

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El sonido de la gloria 

Galidel removía sin gota de pasión la tableta de chocolate del cacillo con una cucharada de agua. Ésta iba fundiéndose a marchas forzadas por el calor del fogón y la joven sintió que su corazón también iba fundiéndose lentamente; segundo a segundo. No podía concebir que su hermano - ¡su gemelo! - la traicionase de aquel mofo tan rastrero y ruin.  ¿Cómo podía ser capaz de romper la promesa que hiciesen hacía ya tantos años? De cualquiera se lo habría esperado menos de Giadel.

Gali apartó el chocolate negro completamente en estado líquido y  depositó el cacillo sobre la superficie ennegrecida de un pedazo de madera para que se enfriase un poco. Buscó el saco de harina con la mirada mientras agarraba la cubeta de mediciones y se dirigía hasta dicho saco. Abocó en la cubeta dos grandes cucharadas de harina y regresó a la mesa de trabajo para trasladar la harina de la cubeta hasta el cuenco de cerámica donde pensaba preparar la masa de la tarta. Regresó al  saco y esta vez tomó una cucharada de azúcar. 

Cómo podía estar haciendo una tarta precisamente en aquel momento, se preguntó dejando la cubeta con el azúcar al lado del cuenco de la harina. Añadió una pequeña pizca de bicarbonato antes de añadir el chocolate a la harina. ¿Y qué otra cosa puedo hacer? - se dijo. Nada; solo podía hacer aquello. La otra alternativa era ir corriendo como un animal rabioso - con sendas lágrimas de rabia en los ojos - a su iglú y gritarle a su hermano. ¿Y qué ganaría con eso? ¿Qué lograría con una nueva rabieta de las suyas?

Una lágrima cayó de su ojo izquierdo cuando mezcló el azúcar sin dejar de remover aquella pasta. Era inútil discutir, una completa pérdida de tiempo y un grabe error. Con aquel comportamiento solo conseguiría que su abuela reafirmase más su reticencia a permitirle participar en algún tipo de misión y, como pertenecía al consejo de ancianos, su palabra y voto valía muchísimo. Más que el de ningún otro.

Con desgana, la joven removía la mezcla a la cual agregó tres huevos, un baso de leche y un chorro de aceite de oliva. Mientras ella seguía removiendo, entraron en la cocina algunas mujeres que charlaban entre ellas - ignorándola por completo - de temas cotidianos y amorosos. Era tan distintas a aquellas mujeres se dijo, porque en su mente no había cavidad para aquellas sandeces; solo había un tema en su cerebro y en su corazón. Las mujeres se fueron y Galidel proseguía removiendo con gestos rápidos de su muñeca la base de la tarta favorita de su hermano.

“¿Por qué continúo haciendo esta dichosa tarta, maldita sea? ¿Para qué remuevo como una estúpida si él pretende romper impunemente nuestra promesa?”

Pero no podía detenerse.

Aquella tarta se había transformado en una necesidad vital. ¡debía estar ocupada en algo o explotaría en miles de cascotes afilados!

Cuando la masa de la tarta de chocolate estuvo lista, Gali engrasó un molde redondo con mantequilla y evocó la apetecible mezcla marrón oscuro rebanando con una espátula los bordes del cuenco de cerámica. Con cuidado de no quemarse las manos, metió el molde en el horno de piedra y buscó un taburete bajo de cuatro patas donde sentarse veinte minutos.

Esperar… No quería esperar porque aquella tormentosa espera la hacía pensar. Pero debía pensar - se dijo. Sí, debía hacerlo. No debía resignarse y quedarse con los brazos cruzados sin hacer ni un gesto, anclada en aquella guarida un día tras otro y otro más sin poder sacar partido a su gran potencial: sus dotes guerrilleras. 

No. No se iba a quedar allí mientras su gemelo menor y otros tres guerreros más partían para asesinar al rey sin ella. Galidel no podía digerir aquella cruda realidad. Ella  se había entrenado durante años cada día de su vida para ese único fin, uno que consideraba tan necesario y noble para  liberar Nasak de aquella tiranía. Para la joven era un asunto personal y todos se habían puesto de acuerdo para excluírla, apartarla como si fuese una babosa molesta.

Los Señores del Dragón (Historias de Nasak vol.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora