Capitulo 1, Parte 2

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Ciardis pensó en los ratos robados al poco ocio que tenía que había pasado con el hijo del molinero. En verano habían hecho picnic en los prados y, en pleno invierno, él la había tomado por la cintura mientras volaban por el hielo de estanques recónditos de la montaña. La mente de ella guardaba todavía impresos los recuerdos de las suaves caricias intercambiadas y del ardor de la voz de él cuando le había prometido que pediría sus votos. Le había prometido una y otra vez que convencería a toda costa a su madre de que Ciardis, una chica huérfana con la piel del color de nueces pecanas claras y rebeldes rizos castaños, era la joven que debía convertirse en su nuera.

¡Ja! La primavera anterior, Fervis y ella habían llegado a idear un plan para que Ciardis tropezara con la madre de él cuando esta salía de rezar sus oraciones mañaneras en la iglesia. Habían interpretado concienzudamente la escena mientras yacían sobre el heno fresco del pajar del zapatero. Cuando llegó el día de tropezarse con la madre, Ciardis intentó entablar conversación. Pero desde el momento en el que empezó a hablar, el rencor en la voz de la mujer y la mirada desdeñosa de sus ojos le dejaron claro que consideraba que su hijo podía aspirar a mucho más que a la chica huérfana del pueblo.

"Supongo que tenía razón", pensó Ciardis con ironía. "En vez de conmigo, se casará con la hija de un mercader de caravanas que se alza las faldas para el primer joven que ve".

Ciardis, frustrada y cansada, dejó la cesta de ropa en el suelo con tanta fuerza que Margaret se sobresaltó en medio de su monólogo.

—¿A ti qué te pasa? —preguntó con ojos muy abiertos.

—Nada, nada —murmuró Ciardis—. Había un bicho en el suelo y quería pillarlo antes de que escapara.

Por dentro echaba humo e insultaba a Fervis con todas las palabrotas que conocía. Había perdido dos años enteros con aquel idiota. Dos años de escuchar sus quejas constantes por el precio del grano y los aburridos cotilleos de la panadería de su tío.

Se había fijado en él a los quince años. Fervis era aburrido ya entonces y seguía siéndolo. Pero Ciardis no soportaba vivir con las punzadas del hambre después de una tarde sin comida, un mes sin carne o después del trabajo agotador que suponía ser moza de granja temporal. Con un hombre como él, que disponía de ingresos fijos por pertenecer a la familia de un molinero, podría llevar una vida regalada... más o menos. Y ahora, por culpa de aquel patán, estaba perdida. Tenía diecisiete años, no contaba con ahorros ni dote para comprar esposo y había desdeñado a todos los chicos en veinte millas a la redonda para probarle su cariño a Fervis. ¡Su cariño, por el amor de Dios! ¡Para lo que le iba a servir ya eso!

Cuando terminó la última carga de colada, salió de la habitación, caliente como una sauna, y entró en la zona donde Sarah, la adusta jefa de lavanderas y contable, llevaba las cuentas de las fichas. Las fichas eran pequeñas marcas de distintos colores. Rojas para las prendas difíciles de lavar, como los jubones de cuero rojo. Azules por doblar una cesta, o verdes por planchar. Contó las suyas y caminó por el pasillo hasta el despacho de Sarah. Ese día había lavado tres cargas a mano y planchado y empaquetado otras dos. Era apenas suficiente para conseguir una suma razonable después de dos semanas de trabajo. Tenía que pagarle al hijo del posadero.

Tendió las fichas a Sarah y esperó impaciente delante del escritorio de madera. Aquella mujer tardaba siglos en hacer cualquier cosa, sobre todo cuando esa cosa tenía que ver con dinero. Exprimía hasta el último chelín de toda la ropa de lavar y de cada trozo de jabón que compraba.

Al fin entregó el pago y Ciardis se fue a casa. Hasta le sobraban algunas monedas, suficientes para un bol de sopa pequeño con pan. ¡Hurra! Como podía pagar en metálico, no tenía que preocuparse por incluir la cena de esa noche en la cuenta. El posadero era un hombre agradable, pero siempre cargaba intereses en la cuenta del mes.

Cuando Ciardis entró en la cálida cocina de la posada, estaba congelada aunque llevaba tres capas de ropa y pantalones de lana debajo de las faldas. Se acercó al fuego y se calentó las manos irritadas sobre las llamas.

Por el rabillo del ojo vio entrar al único camarero hombre de la posada a través de las puertas giratorias que llevaban a la taberna. A juzgar por el ruido que entró con Kelly, el local estaba a rebosar de viajeros. "Debe de ser por la caravana que va a partir", pensó ella, mordisqueando una galleta salada que había birlado de una mesa de camino a la cocina.

Tan rápido como había entrado, Kelly empezó a marcharse con una bandeja llena de cordero caliente y una pava colgando de la mano. Ciardis se agachó para esquivar la pava y dijo con irritación:

—Mira por dónde vas, grandísimo patán. Casi me dejas sin cabeza.

—Perdona, chica —repuso Kelly, entrando ya a toda velocidad por las puertas de la taberna. El ruido volvió a colarse por la puerta abierta.

"Esta noche debe haber mucha gente", musitó para sí Ciardis.

—¡Eh, muchacha! —dijo el robusto cocinero—. Me alegro de verte —se inclinó hacia ella. Olía fuertemente a especias sabrosas—. Ten cuidado cuando vuelvas a tu habitación, ¿me oyes? Hay muchos caballeros por aquí y no todos ellos son Gardis, tú ya me entiendes.

Ella lo entendía muy bien.

—Gracias por la advertencia —repuso con gravedad.

Tomó dos trozos de pan recién hecho y un bol de sopa. La sopa se la sirvió la doncella de la taberna bajo la mirada atenta del cocinero. Ciardis pagó su comida, tomó una cuchara y salió de la cocina.

Juramento de Crianza (Libro 1 Luz de la Corte en Espanol)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora