Capitulo 1, Parte 1

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CIARDIS VANE OBSERVABA LAS BURLAS de los vecinos mientras los Gardis de la ciudad ataban al salteador de caminos en la cepa. Ciardis frunció el ceño y se abrió paso hasta la parte delantera de la multitud, esforzándose por echar un vistazo al criminal. No sentía piedad por el condenado, que moriría esa noche independientemente de sus sentimientos hacia él. Los lobos de la noche merodeaban ya por allí, con sus formas ensombrecidas apenas visibles entre la densa línea de árboles, esperando que cayera la oscuridad.

Sin la protección de las casas, el salteador estaría indefenso atado en la cepa. "Me gustaría poder decir que será una muerte rápida", pensó Ciardis con indiferencia, "pero seguramente irán primero a por las entrañas". En cualquier caso, el hombre merecía la muerte. No había hecho otra cosa que robar, y a veces matar, a los que viajaban por los caminos imperiales de carruajes. "La bolsa o la vida", sí.

Ciardis se apartó de la frente los pesados rizos castaños con una mano bronceada por el sol. Se volvió un poco de lado y comentó en susurros el crimen del hombre con otras lavanderas que habían ido a ver el espectáculo. De pronto sintió un pinchazo agudo en la muñeca. Se giró para ver quién interrumpía su entretenimiento y miró con el ceño fruncido a la chica que se había colocado a su lado.

Margaret miró a Ciardis retorciéndose las manos con nerviosismo y señaló a un lado con la cabeza para indicar que debían hablar apartadas de la multitud.

—Tienes que oír esto de primera mano —dijo con urgencia.

—Está bien, está bien —murmuró Ciardis.

Echaron a andar hacia el lavadero, seguidas por otras chicas más. La chica de cabello rubio claro que se desplazaba a su lado era una gran fuente de cotilleos de la aldea y Ciardis sabía que lo que tuviera que decir seguramente valdría abandonar el espectáculo en mitad del castigo decretado por el juez. Para Ciardis un buen cotilleo valía tanto como el hilado de oro... normalmente.

Cuando se hubieron alejado bastante de la multitud, Margaret le contó la noticia que había oído de boca de la hija de la tejedora, quien la había escuchado el día anterior en la botica.

La joven prácticamente bailoteaba sobre sus pies por el anhelo de contar lo que sabía.

—Fervis y la chica de la caravana están juntos.

—¿Están juntos? —preguntó Ciardis con disgusto—. No, él está conmigo.

Margaret negó con la cabeza, con sus rizos saltando en todas direcciones.

—Los vieron tener una gran pelea y después...

—¿Y qué? —la interrumpió Ciardis con desdén—. Eso no significa nada.

Margaret ignoró la interrupción.

—Y el padre de la chica fue y amenazó con matar a Fervis. Una cosa llevó a la otra y ahora están atados.

Esa noticia cayó sobre Ciardis con todo el peso de un ladrillo de plomo.

—¿Atados? —preguntó vacilante. Atados era muy distinto a "juntos". Atados significaba casados, atados significaba para siempre. Sintió deseos de vomitar.

—Sí —musitó Margaret con suavidad—. Y bueno... he pensado que querrías ser la primera en saberlo.

Ciardis clavó la vista en la distancia y se puso una mano en el estómago, como si sujetándolo pudiera impedir que se formaran en él nudos de desesperación.

Minutos después, sonaba la campana de la ciudad para señalar que el salteador había sido condenado y dejado preso. Todos volverían pronto al trabajo.

Ciardis echó a andar detrás de Margaret con la mente confusa, intentando entender cómo acababa de dar un vuelco su vida.

Cuando volvió al lavadero, se inclinó sobre la pila de agua enjabonada con la mente bloqueada y las manos trabajando mecánicamente para restregar el jubón rojo. Margaret se arrodilló enfrente de ella, parloteando animosamente como una urraca. Según ella, el hijo del molinero había dejado preñada a una chica de paso. La noticia se había extendido como un incendio incontrolado cuando la tonta de ella había entrado en la botica a pedir pócima de miel. Todas las mujeres de la ciudad sabían que solo había un uso para la pócima de miel, y no era endulzar la lengua.

Si la chica hubiera sido huérfana como Ciardis, su vientre abultado no habría importado mucho. Habría soportado el embate de los cotilleos de la ciudad durante los meses de invierno y acabado en casa con una segunda boca que alimentar cuando se derritiera la nieve. Pero el padre de la chica era el conductor de caravanas del único mercader que estaba dispuesto a desafiar el feroz viento de Vaneis en el invierno. Había oído los comentarios y se había encarado con la chica antes de que la pócima de miel hubiera pasado por sus labios.

Después de escuchar la verdad de boca de su hija, había ido, frenético, a buscar a Fervis Miller. Las palabras que se cruzaron entre los dos hombres sobre el "estado" de la hija del conductor de caravanas habían conseguido transmitir el mensaje de este. Fervis, con moratones oscureciendo ya su piel, se había arrodillado tembloroso delante de cinco testigos y había pedido a la chica su mano en matrimonio.

La boda tendría lugar el día del Sabbat al amanecer... justo tres días después.

Ciardis frunció el ceño y consideró la posibilidad de ir a la boda. Tendría que hacerlo. Las bodas eran uno de los pocos entretenimientos del pueblo y, si no iba, su ausencia se notaría. Eso no le importaba. De verdad que no. Si aquel idiota no podía mantener su palo dentro de los pantalones, no merecía llevar su anillo. Sacó el último jubón del agua y lo escurrió como si retorciera el cuello de un pavo. O mejor aún, de Fervis Miller.

Se secó las manos en el trapo de secar, atenta a pedirle más chismorreos a Margaret en los intervalos apropiados. Cuando terminó de lavar los jubones y Margaret las faldas, tendieron todo a secar delante de los fuegos del horno y procedieron a doblar los enormes montones de túnicas y guardarlos en los baúles de la caravana con ramitos secos de menta fresca.

Juramento de Crianza (Libro 1 Luz de la Corte en Espanol)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora