El Mundo en Silencio [La Saga...

Par Monjev

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Nacemos, vivimos y morimos. Los mundos cumplen su ciclo y se convierten en polvo. La ceniza de los soles exti... Plus

Antes de empezar a leer
Inicio
Capítulo 1 -Carne de roca-
Capítulo 2 -El despertar-
Capítulo 3 -La llama interior-
Capítulo 4 -Descubriendo un mundo nuevo-
Capítulo 5 -Un guardián del Abismo-
Capítulo 6 -La voz de un dios-
Capítulo 7 -El pasado no siempre fue mejor-
Capítulo 8 -Somos lo que hacemos-
Capítulo 9 -Hermanos de guerra-
Capítulo 10 -Venganza-
Capítulo 11 -Niebla roja-
Capítulo 13 -El llanto de un bebé-
Capítulo 14 -Engaño-
Capítulo 15 -El poder de la arena-
Capítulo 16 -El dolor y el silencio-
Capítulo 17 -El primer encuentro-
Capítulo 18 -Muerte-
Capítulo 19 -Recuerdos olvidados-
Capítulo 20 -El poder del silencio-
Capítulo 21 -El principio del fin-
Capítulo 22 -El mundo primigenio-
Capítulo 23 -Alma rota-
Capítulo 24 -El peso del pasado-
Capítulo 25 -Viejos conocidos-
Capítulo 26 -Camino a La Gladia-
Capítulo 27 -El ruido de las almas-
Capítulo 28 -El camino del control-
Capítulo 29 -Jaushlet y la manada-
Capítulo 30 -Mundo oscuro-
Capítulo 31-El primer Ghuraki-
Capítulo 32 -Sufrimiento-
Capítulo 33 -Ghoemew-
Capítulo 34 -El destino de Adalt-
Capítulo 35 -El precio a pagar-
Nota del autor
Capítulo 36 -Mundo Ghuraki-
Capítulo 37 -El frío metal-
Capítulo 38 -Enemigo-
Capítulo 39 -Extraña alianza-
Capítulo 40 -Camino al núcleo-
Capítulo 41 -Pasado oscuro-
Capítulo 42 -La oscuridad que nos rodea-
Capítulo 43 -El largo camino de la penitencia-
Capítulo 44 -El nombre de un amigo-
Capítulo 45 -El sueño roto-
Capítulo 46 -Nuevos enemigos, nuevos aliados-
Capítulo 47 -Caminos que se separan-
Capítulo 48 -Empieza la venganza-
Capítulo 49 -Abismo se acerca-
Capítulo 50 -Conderium-
Capítulo 51 -El verdadero poder del silencio-
Capítulo 52 -La oscuridad que nos alimenta-
Capítulo 53 -Máscara negra-
Capítulo 54 -El único camino-
Capítulo 55 -Luz y Oscuridad-
Capítulo 56 -Aquello que no me perdono-
Capítulo 57 -El tormento de la salvación-
Capítulo 58 -Un mes antes-
Capítulo 59 -Las cosas no son lo que parecen-
Capítulo 60 -La victoria de la derrota-
Capítulo 61 -El día después-
Capítulo 62 -Alianza inquebrantable-
Capítulo 63 -El camino subterráneo-
Capítulo 64 -Una gran promesa-
Capítulo 65 -Desesperación-
Capítulo 66 -Vagalat Oscuro-
Capítulo 67 -Cara a cara-
Capítulo 68 -La luz es eterna-
Capítulo 69 -Dios Ghuraki I-
Capítulo 70 -Dios Ghuraki II-
Capítulo 71 -El fin del principio-
Epílogo
Nota del autor

Capítulo 12 -Un dios del Erghukran-

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Par Monjev

Aunque su cuerpo parece pesado y lento, Mukrah es muy rápido. El hombre de piedra se abre paso entre las filas enemigas con los brazos extendidos. Es imparable. El muro de soldados infernales que forma la primera línea se desploma y los seres vendados caen los unos encima de los otros. Mi hermano de guerra ha conseguido abrir una brecha con suma facilidad.

«No tenemos que darle al enemigo tiempo de reaccionar. Debo acabar con los gigantes antes de que masacren a mis compañeros».

Sin detener la marcha, clavo a Dhagul en la cabeza de un soldado infernal que ha intentado levantarse.

—Vagalat, ¿cuál es tu plan? —pregunta Geberdeth.

—Acercarnos un poco más y que Mukrah me lance hacia la cabeza de uno de los gigantes. —Lo ojeo por un segundo y añado—: Lo cubrirás mientras me eleva.

Una sonrisa se le marca en la cara. Sin dejar de mirarme, arroja un hacha que impacta en el cuello de un soldado infernal. Antes de que el cuerpo sin vida de ese ser caiga al suelo, Doscientas Vidas dice:

—¡Estás loco! ¿Volar? —Ríe y saca el arma de la garganta del enemigo—. Tremendamente loco. —Vuelve a reír—. ¿Vas a ir volando hacia uno de esos monstruos? —Hace una pausa, acelera el paso y brama—: ¡El mundo es y siempre será de los locos!

Sonrío y lanzo a Dhagul contra los demonios vendados. Mientras decapito a unos cuantos monstruos dirigiendo el vuelo del arma con el movimiento de los ojos, digo:

—Mukrah, detente en cinco metros e impúlsame hacia el gigante de la derecha.

—Que así sea —contesta, a la vez que coge a una criatura por el cuello y aprieta hasta destrozárselo—. Que el aire sea el camino que te conduzca hacia la gloriosa caída del coloso.

Geberdeth adelanta al hombre de piedra, bloquea los ataques de los demonios, clava el metal de las hachas en los cuerpos de algunos y dice:

—Vagalat, cuando llegue a nuestra altura el resto del grupo, voy a imitarte. Quiero volar hacia el otro engendro para que las hachas puedan beber de su sangre.

Dudo, es demasiado arriesgado, aunque cuanto más rápido acabemos con esos gigantes más posibilidades tendremos de ganar. Hemos podido avanzar mucho entre las filas enemigas gracias a Mukrah, pero cuando los soldados infernales se reagrupen nuestras posibilidades de obtener la victoria se desvanecerán. Aparte, noto cómo se aproximan más de estas criaturas.

—De acuerdo, una vez hayan llegado Hatgra, Artrakrak y el resto, que Mukrah te lance hacia el otro gigante.

—Ansío que llegue ese momento, quiero enterrar las hachas en la carne de ese monstruo —contesta, cubriendo al hombre de piedra que se ha detenido para elevarme.

Dhagul vuelve a mí, aprieto la empuñadura y piso las manos entrelazadas de Mukrah que, con un movimiento fugaz, me lanzan hacia la cabeza del gigante.

«Hermano, eres más fuerte de lo que creía, asciendo mucho más rápido de lo que pensaba».

Aunque la maza del gigante se mueve lateralmente hacia mí, gracias a la velocidad con la que me elevo consigo dejar atrás la trayectoria del arma. Mi cuerpo continúa volando y se alza por encima del monstruo, que gruñe y levanta la cabeza.

Sin que haya comenzado todavía el descenso, dirijo a Dhagul contra el ojo sano de la criatura. Sin embargo, el engendro es rápido y consigue golpear la espada con la maza.

Empiezo a caer, me preparo para aterrizar en la coronilla del gigante, pero me da un manotazo y desvía la trayectoria.

Aunque me cubro la cabeza con los antebrazos y el cráneo no absorbe el golpe, el cuerpo sí lo hace y el dolor me obliga a apretar los dientes.

«Si sigo desplazándome en esta dirección dejaré atrás al gigante, tengo que frenarme».

Expando la energía del alma, muevo una gran cantidad de ella y la concentro en las manos. Pongo los brazos detrás de la espalda, el aire alrededor de las extremidades explota, me freno y desciendo sobre el bíceps de la criatura.

Dhagul vuelve a mí, clavo la punta en la carne del gigante y me dejo caer. La hoja de energía raja la piel y el músculo. De la herida brota un líquido muy espeso del color de la arcilla.

Cuando llego a la muñeca giro la hoja para frenar el descenso. De las entrañas del ser emergen chillidos de rabia y dolor. El gigante se acerca la mano a la cara, quiere ver bien qué clase de "insecto" le está produciendo tanto daño.

Al observarme, al darse cuenta de que mi apariencia no se distingue de la de un simple mortal, la furia se apodera de él y gruñe. Aparte de un gran estruendo, por la boca sale una fuerte corriente de aire que expulsa el aliento que apesta a carne en descomposición.

Hundo más a Dhagul y recorro el contorno de la muñeca. El gigante vuelve a chillar e intenta seguir aferrado a la maza. Sin embargo, una vez que los tendones han sido troceados, el arma se le escapa y cae sobre la arena machacando a una veintena de soldados infernales que acaban de emerger de la niebla.

La criatura, presa de la ira, me quiere aplastar con la palma de la otra mano. No obstante, antes de que esta impacte sobre la muñeca herida, arrojo a Dhagul contra el ojo y salto sobre la coraza. Mientras la espada le atraviesa el cráneo, triturándole parte del cerebro, escalo la protección metálica que le cubre el tronco.

Llego al hombro. Desde allí, durante un par de segundos, observo cómo Doscientas Vidas vuela hacia la cabeza del otro gigante. Aumento los sentidos y escucho lo que grita:

—¡Esto sí que es vida! ¡Bicho infernal, con estas preciosas armas, voy a arrancarte la carne de los huesos! —Ríe.

Sonrío, dejo de prestar atención a Geberdeth y corro hacia la nuca del gigante. El monstruo, aunque está cegado y tiene parte del cerebro troceado, aún vive. Cuando está a punto de girarse, para buscarme, para intentar matarme, cojo a Dhagul y le hundo la hoja en el cuello. En ese momento, noto cómo la espada vibra y pregunto sorprendido:

—¿Qué sucede?

Sin poder controlarla, la energía del alma se intensifica, me recorre el cuerpo y se concentra en Dhagul. El tamaño del arma aumenta hasta el punto de atravesar la garganta del demonio. Aunque estoy algo perplejo, no voy a desaprovechar esta oportunidad, dejo de hacer fuerza con los pies, retiro las suelas de la piel y la gravedad me atrae hacia la arena. A la vez que desciendo por la espalda del engendro, la inmensa hoja le parte el cuerpo por la mitad.

—Tanto poder... Nunca tuve tanto poder... —susurro.

En el descenso, gracias a los sentidos aumentados, escucho a varios de mis compañeros. Doscientas Vidas, sin dejar de herir al gigante, exclama:

—¡Demonios, Vagalat, quiero conocer al herrero que te ha forjado esa maravilla! ¡Necesito un hacha así! —Lo miro de reojo y veo cómo el metal de su arma raja la piel del monstruo y le secciona parte de una arteria.

Mukrah, entre golpe y golpe, grita:

—¡Que siga lloviendo del cielo la rabia y la ira de los que necesitan librarse de ellas! —Tras las palabras, escucho cómo revienta el cráneo de un soldado infernal.

Artrakrak le dice a Hatgra:

—Cuando puedas mira lo que está haciendo Vagalat.

El guerrero de Gháutra contesta:

—Los dioses están de nuestra parte, fíjate en los soldados infernales, dudan. Incluso parece que tienen miedo. ¡Aprovechémonos de esa cobardía!

Cuando termino de partir por la mitad al gigante, clavo a Dhagul en el suelo para frenar la caída. La espada recupera poco a poco el tamaño normal y me deja en medio de una decena de soldados infernales.

Noto una explosión de rabia dentro de mí, una que no controlo, una que me aumenta el poder, que rompe las cadenas que aprisionan la energía de mi alma y me da una fuerza que jamás tuve.

—¡Vamos! —bramo con la cara teñida con los colores de la furia.

Escucho cómo, unidas solo por parte del cráneo, las dos mitades del gigante impactan en la zona de La Gladia que está cubierta por la niebla y también oigo cómo varios soldados infernales sueltan alaridos de dolor. Miro hacia ellos y veo cómo muchos han quedado atrapados debajo del inmenso cuerpo.

Dirijo la mirada hacia el centro de la niebla y gracias a la energía que me recubre los ojos soy capaz de ver más allá de ella. Mientras observo el portal por donde la bruma se adentra en este mundo, dos cadenas se enroscan en los cuellos de un par de soldados infernales que me han intentado atacar.

—Vagalat, ¿qué ves? —pregunta Artrakrak.

—Sí, ¿qué estás viendo? —dice Hatgra, antes de aplastarles las cabezas con las manguales—. ¿Nos adentramos en la niebla?

«Yo no haría eso» escucho la voz del prisionero, lo observo y contesto a mis compañeros:

—No, de momento no. Ayudad a Geberdeth, cortadle los talones al gigante.

Hatgra corre y les dice a varios guerreros que lo acompañen. Artrakrak, antes de seguirle, me pregunta:

—¿Y tú qué vas a hacer?

—No te preocupes, ahora me uno a vosotros. —Lo miro a los ojos—. Matadlo y habremos ganado. Los soldados infernales apenas se mueven. —Señalo con el arma a los ocho demonios que aún están cerca de mí—. Parece que la energía que les da vida proviene de los gigantes. Al caer uno no saben qué hacer. No tienen mentes, no las escucho, solo son una prolongación de ese monstruo. —Apunto con Dhagul al ser de quince metros.

Artrakrak sonríe y corre detrás de Hatgra.

Dirijo la mirada hacia el ser encadenado y le pregunto mentalmente:

«¿Por qué me aconsejas que no vaya hacia el portal?».

Mientras lanzo a Dhagul y controlo su vuelo, partiendo por la mitad a los ocho demonios que están cerca de mí, me contesta:

«Ahí dentro no tendrías ninguna posibilidad. En sus dominios se originan sus poderes; en ellos son invencibles».

«¿Los demonios que te mantienen cautivo?».

Mueve la cabeza, clava las pupilas rojas en mí y responde:

«».

Me quedo pensando unos instantes: ¿Por qué me advierte? ¿Qué gana al avisarme?

«¿Por qué me ayudas?».

«No te ayudo, me ayudo a mí mismo. —Mueve la cabeza y fija la mirada sobre el cuerpo sin vida del gigante—. Observa».

Justo cuando centro la visión en la criatura que he derrotado, el cadáver se transforma en una ceniza que se eleva unos metros y es absorbida por la niebla.

—¿Qué demonios? —Escucho cómo una de las cadenas se agrieta, me giro, veo cómo explota la cabeza de metal donde nace y contemplo cómo se deshacen los eslabones—. ¿Qué está pasando?

—Por fin empieza... —escucho el susurro del ser acorazado.

La mente se me ofusca con la rabia y grito:

—¡¿Qué empieza?! ¡Habla! —Lo señalo con el arma—. ¡¿Por qué quieres que no entre ahí dentro?! ¡¿Qué ocultas?! —Aprieto con fuerza la empuñadura de Dhagul y bramo antes de lanzarlo contra el prisionero—: ¡Maldito, ningún ser oscuro merece vivir! ¡No dejaré que me manipule ninguno de vosotros!

La espada vuela a mucha velocidad hacia él; la cara refleja el odio que siento; el alma se estremece con la ira que en ella nace. Muevo los dedos y dirijo el filo de Dhagul hacia el pequeño hueco de la armadura que deja a la vista los ojos rojos.

Mientras media sonrisa se me plasma en la cara, pienso:

«Muere, púdrete en lo mas profundo de Abismo».

El acorazado, extrañado, pregunta:

—¿Abismo...? ¿Conoces Abismo? —Hace una pausa—. ¿Aún existe Abismo? —Los ojos intensifican el brillo.

Estoy tan extasiado con la idea de eliminar a otro ser oscuro que no presto demasiada atención al hecho de que conozca Abismo y de que me pregunte si aún existe. Me posee una siniestra alegría. El odio me gobierna y no atiendo a razones. Solo deseo eliminar a otro monstruo nacido en la oscuridad.

Al haberse roto una de las cadenas, poco antes de que Dhagul alcance la cabeza del acorazado, el prisionero consigue mover un brazo, golpear la espada y desviar el vuelo.

El sonido del metal impactando contra el arma hace que se me aclare la mente. Al momento, desaparece la sensación de haber estado durante unos segundos siendo solo un testigo de mis actos y no el dueño de ellos. Los sentimientos oscuros pierden el control sobre mí.

«Nunca me había cegado tanto la venganza —me reprocho, contemplando el aura carmesí que me recubre la mano—. Estaba tan abstraído que no me di cuenta de que Geberdeth, Artrakrak y Hatgra han conseguido tambalear al gigante».

Escucho el ruido del cuerpo impactando en la arena y siento en la piel la corriente de aire que produce. Todos los guerreros menos Mukrah corren a matar a la criatura antes de que intente levantarse. Doscientas Vidas ríe y le clava las hachas en la nuca. No tardan mucho en acabar con él. Tras la muerte, de nuevo cruje una cadena y de nuevo explota una cabeza flotante.

Mientras el hombre de piedra se aproxima hacia mí, ojea cómo el tobillo del ser acorazado queda libre y dice:

—Vagalat, aún no hemos ganado, cuenta el número de cabezas que tejen la red que lo aprisiona, habrá una treintena. —Me mira—. Todavía no apacigües tu corazón, mantenlo en guerra, porque aunque el dueño de esa porción del Erghukran nos ha menospreciado, no volverá a hacerlo. Ahora lanzará las fuerzas del vacío con tal ímpetu, que pensaremos que estamos hundiéndonos en un mar hambriento compuesto del dolor de las almas perdidas.

Guardo silencio unos segundos y murmuro:

—Treinta gigantes...

Mientras escucho cómo los guerreros gritan por lo que creen que es una gran victoria, cierro los ojos y me pregunto qué podemos hacer. No se me ocurre nada, treinta gigantes son demasiados, nos será imposible vencerlos. Me aprieto la cara con las palmas y pienso:

«¿Qué hago?».

Tras unos segundos en los que en mi mente reina el silencio, escucho los pensamientos del prisionero:

«Ayúdame a liberarme y estaré en deuda contigo. De hecho, ya te debo el que hayas destruido parte de la prisión».

«¿Liberarte?».

Abro los párpados, lo miro y exclamo:

—¡¿Liberarte?! ¡¿Para qué?! ¡¿Para que mates a inocentes?! —Avanzo unos pasos—. ¡¿Para que destruyas mundos?! ¡¿Para que te alíes con los monstruos que han emergido de Abismo?!

Noto la sorpresa del ser.

—¿Quiénes han emergido de Abismo? —El tono le cambia y ordena—: ¡Contesta! ¡¿Qué ha escapado de Abismo?!

—Maldito —murmuro—. ¡¿Qué te importará a ti eso?! ¡Solo eres otro monstruo más!

Mukrah, se pone delante de mí y dice:

—Vagalat, no sabemos de qué color son las intenciones de este ser, pero debes tranquilizarte. —Los ojos del hombre de piedra se mueven de un lado a otro, está observando cómo brilla el aura que me recubre el cuerpo—. Tu poder ha aumentado. Aunque lo ha hecho a costa de la negrura de tu ser. Todos portamos cargas oscuras y demonios internos que no son un reflejo de lo que somos, pero que sí lo son de momentos que vivimos. Tú estás alimentando las llamas de tu fuerza con la madera podrida formada por astillas de rabia, ira, odio, angustia y dolor. Y aunque eso te da mucho poder, también te ciega.

»Necesitamos que tu mente no esté ofuscada con el sufrimiento del pasado. Sé que no quieres ser un líder y no te lo voy a pedir, pero sí te voy a pedir que no dejes que, ni por un segundo, la venganza nuble tu juicio. —Me toca el brazo—. Tu poder, por lo que he visto, crece tanto con los sentimientos oscuros como con los claros. Deja que la rabia arda y te haga poderoso, pero no permitas que eso te ciegue. Compensa el deseo de venganza y de sangre con la paz que se encuentra aquí. —Se posa la palma sobre el pecho—. Y aquí. —Levanta el brazo y se toca la frente—. Eso puede darte la misma fuerza sin generar una nube de oscuridad en tu interior. —Sonríe y afirma—: Sé que conseguirás lograr un equilibrio y que desarrollarás tu poder.

Pestañeo, lleno los pulmones con calma y dejo que una sonrisa se me dibuje en la cara.

—Eres sabio, hermano. —Sonrío—. Gracias.

He estado a punto de permitir que me devorara la oscuridad que anida dentro de mí y lo peor es que casi no me he dado cuenta de ello. Menos mal que tengo un amigo que es una representación de la sabiduría. Mukrah, aunque nunca dejaré de intentarlo, nunca podré pagarte lo que acabas de hacer.

—Qué bonito —suena de nuevo esa extraña voz que proviene de todas partes—. Realmente precioso.

La niebla se condensa a espaldas de Mukrah y da forma a una lanza de metal negro de la que gotea una sustancia viscosa del mismo color. Antes de que pueda hacer nada, la punta atraviesa el hombro del hombre de piedra.

—¡Nooooo! —bramo, mientras me salpica la sangre blanca de mi hermano.

La cabeza de Mukrah baila de un lado a otro, los párpados parecen pesarle y los brazos se desploman. Aunque cojo el arma e intento sacársela del cuerpo, lo único que logro es quemarme las manos.

—Los mortales sois tan estúpidos. El contacto de esta lanza, forjada en La Lava Negra, quema el cuerpo y el alma —la voz se regocija con el dolor que siento.

—Vagalat... —susurra Mukrah casi sin fuerza—. Me apago...

Le pongo las manos en la cara y digo:

—No, no. Amigo, hermano, no, todavía no. —Las lágrimas brotan de los ojos—. Aún es pronto, todavía no es el momento de morir con honor.

—Los veo... —Sonríe y un hilillo de sangre blanca le sale de la boca y le recorre la barbilla—. Están ahí, mi familia está ahí. —La mano le tiembla, pero consigue levantarla y señalarme el lugar donde ve a sus seres queridos.

—Mukrah... por favor... ellos te esperarán toda la eternidad, no les importará que te quedes un tiempo conmigo, solo el necesario para que impartamos justicia.

—Vagalat, amigo, hermano... —Cierra lo ojos y susurra—: Vagalat.

Noto una fuerza que me aparta de mi hermano. Mientras la lanza se alza y con un movimiento fugaz arroja a Mukrah al otro extremo de La Gladia, unas cadenas nacen de la bruma y me aprisionan.

Escucho cómo el sonido de los cuernos sale del Erghukran y siento la presencia de miles de soldados infernales preparados para pisar la arena. También percibo a más de cincuenta gigantes listos para aplastar a mis amigos.

—¡Marchaos! ¡Llevaos a Mukrah de aquí y salvaros! ¡Se acerca un...! —No puedo terminar la frase, una cadena se enrosca alrededor de parte de la cara y me tapa la boca.

—Observa el poder de un dios —se oye de nuevo la voz.

«¿Un dios?» me pregunto mientras observo cómo se manifiestan cuatro gigantes y unos doscientos soldados infernales.

Las cadenas me elevan y me acercan despacio al portal. Antes de que este me trague, veo cómo entran en la arena Essh'karish, Etháro, los Hjamriams, El Campeón, Dharta y las guardias. Van a combatir junto a mis compañeros.

Afino el oído y escucho hablar a La Ghuraki:

—Traed las tropas de la ciudad. ¡Ahora! No voy a permitir que unos miserables demonios destrocen el regalo que me hizo Haskhas.

Después de eso, el silencio se adueña de mí. La voz del mundo se apaga y los colores de la vida dejan paso a un lugar donde la oscuridad es la reina absoluta.

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