MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

By Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
¡Sigue leyendo!...
¡NOTICIA IMPORTANTE!
¡Audiolibro de Magnate!

Capítulo 42

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By Itssamleon



El silencio que le sigue a las palabras de David es tan abrumador, como doloroso. No quiero creerle. No quiero meterme en la cabeza la idea de que Gael me ha ocultado algo tan importante como eso; pero, al mismo tiempo, no puedo apartar de mi sistema la sensación de deslealtad que me embarga. No puedo apartar de mí la traición que empieza a colarse en mis huesos.

—¿Qué pasa, Tamara? —la voz de David suena cruel y socarrona ahora—. ¿Le han comido la lengua los ratones?

Aprieto la mandíbula.

—¿Ha terminado ya? —digo, con toda la serenidad que puedo imprimir en la voz y le agradezco a mi voz por no fallarme. Por no delatar que el corazón me duele de la forma en la que lo hace—. Tengo muchas cosas que hacer y, francamente, esta plática solo está quitándome el tiempo.

Una carcajada me recibe del otro lado del teléfono una vez que termino de hablar.

—No he terminado —dice, pero no suena como si quisiera seguir con nuestra conversación—, pero voy a dejarlo así por ahora. Si desea saber más respecto a mi nieto y esa vida que mi hijo le ha ocultado, ya sabe dónde encontrarme. Aunque creo que lo mejor es que vaya a buscar a mi hijo para que sea él quien se lo cuente todo. Esta mañana llegó del viaje que hizo a España, así que le recomiendo que le pida explicaciones directamente.

—¿Viajó a España? —mi voz suena herida, pero en estos momentos, ni siquiera sé qué es lo que está lastimándome más: si lo que me dijo David respecto al pasado de su hijo o enterarme que se marchó a España y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviarme un mensaje o llamarme para contármelo.

—Fue un viaje de improvisto —David suena encantado con nuestra interacción—. Al parecer, Luciana, la madre de mi nieto, estaba exigiéndole una reunión en persona. Gael no pudo negarse a sus chantajes y fue a verla. Creí que lo sabía, señorita Herrán. Supongo que mi hijo habrá tenido motivos suficientes para no contárselo.

—Señor Avallone, debo irme —digo, al tiempo que trato de ignorar por completo el tinte venenoso con el que habla—. Por favor, no vuelva a molestarme.

—No se le olvide, Tamara, que usted y yo tenemos un contrato que necesito que cumpla.

—Por mí, puede meterse su maldito contrato por el culo si así lo desea —refuto, molesta por la forma en la que trata de chantajearme y otra risotada resuena en el auricular de mi teléfono.

—¿Esa es tu última palabra al respecto?

—Que tenga una buena tarde, señor Avallone —replico y, sin darle tiempo de decir nada más, finalizo la llamada.

Almaraz no se ha ido para ese momento. Sigue aquí, de pie frente a mí, con la angustia grabada en el gesto, y la inseguridad y el miedo tallados en la curvatura de sus hombros.

—Señorita Herrán... —comienza, pero hago un gesto con la mano para que se detenga.

—No creo que vayas a tener problemas con el señor Avallone —digo, con toda la firmeza que puedo imprimir en mi estado emocional—. Ya me ha dicho eso que quería decirme, así que vete tranquilo.

La mirada incómoda e incierta que me dedica hace que me dé cuenta de que no me cree; pero, a estas alturas, no me interesa en lo absoluto que no lo haga. A estas alturas, que Almaraz no confíe en mis palabras es la menor de mis preocupaciones. Es la menor de mis angustias...

El hombre asiente.

—De acuerdo —dice, pero no suena muy seguro de sí mismo cuando lo hace—. Me retiro, entonces.

Yo no respondo. Solo lo miro fijamente, mientras me regala un gesto a manera de despedida y se encamina de vuelta al coche del hombre para el que trabaja.

—¿Qué demonios fue eso? —Fernanda pregunta, en un susurro aterrorizado, pero yo no puedo responderle.

No puedo hacer nada más que clavar la vista en el auto que arranca y se enfila en el tráfico de la avenida. No puedo hacer nada más que sentir como el suelo bajo mis pies se cimbra con la inseguridad y el terror que me invaden. Esos que no dejan de susurrarme que Gael me ha mentido y que lo ha hecho en grande.



~*~



El guardia de seguridad del residencial donde vive el magnate, me ha dejado pasar sin siquiera pedir mi identificación o tomar mis datos.

Mis visitas a este lugar son tan frecuentes, que el hombre ya ni siquiera se he molesta en hacerlo; es por eso que, hacer mi camino hasta el lugar donde vive, es pan comido para mí. Una vez afuera de su casa —y después de haber timbrado tres veces sin recibir respuesta alguna del interior—, me instalo sobre la escalinata que da a la puerta principal para esperarle.


Son alrededor de las seis de la tarde cuando llego, pero no es hasta que son cerca de las nueve y media cuando, por fin, el vehículo del magnate aparece en mi campo de visión.

Esta vez, no me escabullo debajo del garaje para abordarlo. Por el contrario, espero a que un tiempo considerable pase —el suficiente como para que aparque el coche, entre a su casa y se ponga cómodo— antes de timbrar una vez más.

Mi estado emocional en estos momentos, es bastante tranquilo en comparación a lo angustiada que me dejó mi encuentro temprano con David Avallone; sin embargo, sigo sintiéndome con la zozobra que me provocaron sus palabras. Sigo sintiéndome abrumada por la cantidad inexplicable de sentimientos encontrados que han ido y venido a lo largo de toda la tarde.

No sé qué espero de esta conversación. Tampoco estoy segura de querer confrontarlo luego de tanto silencio de su parte. Luego de tantas mentiras de la mía. De tantas verdades a medias de ambos... Pero, a pesar de eso, aquí estoy, tragándome el temor. Echándome al hombro las ganas de huir, para confrontarlo. Para dejarme de caretas y ser sincera de una vez por todas. Así eso implique que esto sea el final de todo lo que somos. Así eso implique que todo se vaya al carajo...

La puerta se abre frente a mí.

Mi cuerpo entero se tensa de anticipación, pero me obligo a tomar una inspiración profunda cuando la figura imponente de Gael Avallone aparece delante de mis ojos.

Lleva un pantalón de vestir gris claro y la camisa negra desabotonada de la parte superior. Entre los dedos, sujeta un vaso que contiene lo que, parece ser, una bebida embriagante y su cabello —usualmente estilizado a la perfección— luce desordenado y rebelde. Como si hubiese pasado ambas manos por él en repetidas ocasiones.

Su mirada aturdida acompaña a la complexión lívida que ha tomado su piel y, durante unos instantes, lo único que hace es mirarme fijamente.

—Tamara —su voz suena ronca y profunda cuando habla, y no me pasa desapercibido el dejo aterrado que hay en ella—, ¿qué haces aquí?

Una sonrisa trémula se dibuja en mis labios y me encojo de hombros.

—Vine a verte —digo, con toda la simpleza que puedo imprimir en la voz y su gesto se endurece un poco más—. ¿Podemos hablar?

Traga duro.

—Claro... —dice, pero no se mueve de su lugar de inmediato. Se queda ahí, quieto, sin saber qué hacer.

Yo espero ahí, paciente, a que él espabile y se aparte de la puerta. Cuando lo hace, murmura un débil: «Pasa».


Nos encaminamos hasta la sala de estar y no puedo evitar sentirme incómoda. Incierta... Hacía mucho tiempo que no me sentía de este modo a su alrededor. De hecho, no recuerdo un momento, desde que lo conozco, que me haya sentido así a su lado. Gael, pese a ser un hombre imponente en todos los aspectos, nunca me había inspirado tanto repelús como lo hace ahora. Tanta molestia...

—Tuve un viaje de emergencia a España —dice a mis espaldas, una vez que estamos a punto de llegar a la espaciosa estancia—, es por eso que...

—Lo sé —lo corto de tajo, al tiempo que me detengo en seco y me giro para encararlo—. Tu padre me lo dijo.

—¿Hablaste con mi padre?

Aprieto los puños, pero me obligo a mantener mi gesto inexpresivo.

La sensación de ahogamiento es casi tan poderosa, como las ganas que tengo de gritar. Casi tan dolorosa, como las ganas que tengo de rogarle que desmienta todo eso que David Avallone dijo sobre él.

Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.

—¿Cuándo?

—Hoy —mi voz, de pronto, suena débil. Tímida...

La expresión de Gael sigue siendo serena, pero hay un deje oscuro y pesado en su mirada. Algo que, ciertamente, no estaba ahí hace unos instantes.

—Por eso has venido... —adivina.

Niego.

—Vine porque hace casi una semana que no sé de ti —digo, porque es cierto—. Porque, hace casi una semana, me dejaste con la palabra en la boca afuera de mi departamento y no he sabido de ti desde entonces.

—Tuve una emergencia que atender en España. Salí esa misma noche. Lamento mucho no haberme comunicado contigo en todo ese tiempo, pero... —deja la oración en el aire, incapaz de concluirla.

—Pero, ¿qué? —insto—. «¿Pero no pude tomarme dos minutos de mi tiempo para escribirte y hacerte saber que no iba a estar?» «¿Pero ni siquiera me pasó por la cabeza el tener la decencia de avisarte que me marchaba?» «¿Pero olvidé por completo contarte que mi ex novia me buscó y que, si no nos reuníamos, iba a causarme problemas?»...

Silencio.

—Mi padre te dijo lo de Luciana —no es una pregunta. Es una afirmación; y, lo único que puedo hacer, es quedarme callada. Es quedarme callada, porque es la mejor respuesta que puedo darle.

En ese momento, sus ojos me escudriñan a detalle. Me observan con ese brillo intenso y doloroso con el que suele mirarme cuando no sabe qué esperar de mí.

—¿Qué más te dijo?

Una sonrisa triste y amarga se dibuja en mis labios.

Todo...

Su mirada se oscurece.

—Tamara, no estoy jugando. ¿Qué fue lo que te dijo?

Una risotada ansiosa y dolorosa se me escapa luego de eso y sacudo la cabeza para evitar mirarle. Para evitar que las lágrimas que han comenzado a agolparse en mis ojos salgan a la superficie.

—Tú sabes bien qué fue lo que me dijo, Gael —digo, porque la sola idea de pronunciar en voz alta el nombre de su hijo se siente errónea. Se siente equivocada.

Un destello de coraje se dibuja en las facciones del hombre frente a mí y mi pecho se estruja solo porque jamás me había mirado de esa manera. Porque tenía mucho tiempo sin ver tanto recelo hacia mí en su mirada.

«Él siempre te ha visto con recelo». Susurra la vocecilla insidiosa de mi cabeza, pero la empujo lejos. Ahora, lo que menos necesito, es que esté aquí, haciéndome estragos la razón. Envenenándome los pensamientos del modo en el que suele hacerlo.

—Déjate de juegos y dime de una puñetera vez qué carajos te dijo mi padre —escupe y sus palabras me hieren. Me lastiman y ni siquiera sé por qué lo hacen.

—Me habló sobre Luciana... —digo y le agradezco a mi voz por no temblar ni un poco mientras lo hago; sin embargo, no tengo el valor de continuar. No tengo el valor de arrancarme las palabras de la boca, porque me aterra ver su reacción a ellas. Porque me horroriza la posibilidad de averiguar que lo que dijo David, es verdad.

—Y me habló sobre Santiago —digo, al cabo de unos segundos y el gesto de Gael se contorsiona en una mueca desencajada que no logro descifrar del todo. Una que está a medio camino entre la ira, el pánico y la frustración.

A pesar de eso, no dice nada. No hace absolutamente nada más que mirarme en silencio. Eso, de alguna manera, es más abrumador que cualquier palabra que pudiese decir al respecto. Que cualquier clase de explicación que pudiese tratar de pronunciar.

—¿Es cierto? —mi voz suena rota. Tímida. Aterrorizada...

Silencio.

—Gael, ¿tu hijo está vivo?

«Por favor, dime que no. Por favor, dime que no. Por favor...».

—Sí.

El corazón se me va a deshacer. El dolor que siento ahora mismo en el pecho es tan grande, que no puedo hacer nada más que intentar contenerlo. Más que intentar cerrarle las puertas a mi sistema, porque he tenido suficiente. Porque ya he tenido suficiente de Gael, de su padre, de todas estas verdades a medias que solo nos separan. Que solo acrecientan el abismo que se ha ido formando poco a poco entre nosotros.

—¿Por qué?... —sueno tan inestable ahora, que sé que puede darse cuenta de que estoy a punto de echarme a llorar—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Genuina tristeza se desliza en sus facciones, pero eso solo me hace sentir un poco más miserable.

—Tamara, Santiago no es un niño ordinario —dice y su voz suena rota y dolida—. Santiago necesita de atenciones especiales y yo no quería exponerlo de esa manera. Yo no quería que supieras...

Sus palabras detonan una especie de ira en mi sistema. Una clase de resentimiento que no sé de dónde viene.

—¿Por qué? —siseo, furiosa ante el sinfín de posibilidades que se arremolinan en mis pensamientos—. ¿Por qué te daba vergüenza?

—Porque estaba protegiéndolo —suelta, en un susurro derrotado.

Niego con la cabeza.

—¿Protegiéndolo de qué?

—De ti.

Sus palabras son como una bofetada en la cara. Son como un golpe violento en el estómago.

¿Qué?...

Gael no dice nada. Solo me mira con expresión descompuesta y eso es suficiente para que la realización de lo que está ocurriendo se asiente en mi interior.

Él no me dijo nada porque realmente estaba protegiendo a su hijo de mí. Porque no confía en mis buenas intenciones. Porque, en el fondo, cree que voy a traicionarlo. Entregarlo en bandeja de plata a sus enemigos y destruirlo en el proceso.

Gael Avallone, a pesar de todo, no puede confiar en mí...

—No confías en mí —pronuncio. No es una pregunta. Es una afirmación.

—Tamara, no es así.

—Ah, ¿no? ¿Cómo es, entonces? —sueno herida. Furiosa...—. ¿Cómo es que querías protegerlo de mí si confías en mí? ¿Qué puedo hacerle yo a tu hijo para que quieras mantenerlo fuera de mi conocimiento? ¿Tan pocos escrúpulos crees que tengo? ¿De verdad crees que voy a utilizarlo en tu contra?

—Tam, las cosas no son como tú crees.

—¡¿Entonces cómo son?! —estallo—. ¡¿Cómo mierda son, Gael?! Explícame que no lo entiendo.

El silencio que se extiende entre nosotros es largo y tirante; pero, finalmente, luego de unos segundos de tenso escrutinio mutuo, Gael dice:

—Siéntate, por favor —pide, pero no lo hago.

Él me mira con aprehensión durante unos instantes luego de eso y deja escapar un suspiro largo y cansado.

Acto seguido, empieza a hablar.

—Cuando Luciana dio a luz —comienza, con un hilo de voz, y verdadero terror se apodera de mis entrañas porque no estoy segura de estar lista para escuchar lo que tiene que decir. Porque sé que estoy va a doler y va a doler como la mierda—, los médicos dijeron que era probable que Santiago no viviera mucho tiempo. Que no era probable que sobreviviese debido a la gestación que tuvo y que no debíamos guardar muchas esperanzas al respecto.

Hace una pequeña pausa.

—A pesar de eso, Santiago fue fuerte y, contra todo pronóstico, y luego de unas semanas en la incubadora, fue capaz de dejarla. Fue capaz de dejar de utilizar el respirador y hacerlo por su cuenta —dice, al cabo de unos instantes—. Yo estaba feliz. Ilusionado con la idea de que Santiago pudiese recuperarse. Sentía que la vida me estaba dando una oportunidad y quería aprovecharla... Pero Luciana no quería hacerlo. Decía que no quería tener un hijo como Santiago y se negó rotundamente a buscar la manera de hacer que las cosas funcionaran. Lo único que ella quería, era deshacerse de él, volver a casa y retomar la rutina de mierda que se había impuesto. Esa en la que yo trabajaba como un imbécil mientras ella se drogaba y se gastaba todo nuestro dinero en sustancias —sacude la cabeza en una negativa—. Y yo estaba tan enojado; tan molesto, que tomé a Santiago y me lo llevé lejos de ella. Lejos de esa vida que ya estaba harto de llevar —se moja los labios con la punta de la lengua—. Fue entonces, cuando su madre, la madre de Luciana, solicitó asesoría legal. Argumentó que, ni Luciana ni yo, éramos capaces de cuidar a Santiago y nos fuimos a juicio por la custodia de mi hijo.

Traga saliva, al tiempo que su gesto descompuesto se tuerce un poco más. Luce como si pudiese echarse a llorar en cualquier momento. Como si ese hombre fuerte e imponente que siempre le muestra al mundo, no existiera más.

—Yo no podía entender cómo es que un maldito jurado estuviera dispuesto a llevarme a corte para quitarme la custodia de mi hijo. Mi hijo... —la incredulidad en su voz es palpable—; pero, de alguna manera, lo consiguió. Consiguió que un jurado analizara el caso y que me hundieran en mierda —me mira a los ojos y, cuando lo hace, el dolor en sus facciones es tanto, que mi propio pecho se estremece con la intensidad de sus emociones—. No pude hacer nada para impedir que me lo quitaran. En ese entonces no estaba... limpio —luce avergonzado mientras lo admite—. Seguía consumiendo cosas ocasionalmente y la manera en la que vivíamos no era óptima. Yo no tenía una buena relación con mi madre en ese entonces; es por eso que, presa del orgullo y del poco presupuesto que tenía para vivir, opté por llevármelo al taller donde trabajaba para poder estar al pendiente de él.

El horror de imaginarle solo, con una criatura recién nacida bajo su cuidado, en el estado físico y emocional en el que se encontraba en ese momento, solo me provoca un hueco en el estómago. Solo me provoca un desasosiego imposible de ignorar.

—Era un desastre —admite—. Mi vida entera, era un soberano desastre; y, de todos modos, no quería bajar los brazos. No quería dejar de luchar por él. Por mí. Por ese remedo de hogar que estaba creando para nosotros... Pero no fue suficiente. Frente a un juzgado, no fue suficiente —sus ojos, cargados de angustia y dolor, me miran—. Y fue así como la madre de Luciana me quitó lo único que me quedaba. Me quitó lo único bueno que había hecho en mi vida y se lo llevó para a su casa; esa donde su hija, quien no quería tener a Santiago en primer lugar, vivía. Donde iba a estar rodeado de la mierda que su madre hacía...

Se hace el silencio.

—Después de eso, busqué a mi madre. La desesperación y mis ganas de recuperar a mi hijo fueron más fuertes que el orgullo y rogué por su ayuda. Ella, inmediatamente, buscó a mi padre; quien ya era un hombre importante. Un hombre adinerado y poderoso... Así fue como David Avallone me atrapó en sus redes: Me dijo que me iba a ayudar a recuperar la custodia de mi hijo; pero que, para hacerlo, debía que poner en orden mi vida. Debía tener todo bajo control y en orden, para que un juzgado jamás se negara a devolverme la custodia que, por derecho, me pertenecía. Y me puso una serie de condiciones para recibir su ayuda. Me puso una serie de reglas que debía seguir al pie de la letra si quería que él usara de su poder para que yo pudiera recuperar a Santiago.

La primera, y la más importante, era que no iba a cuestionar sus métodos. Nunca —susurra, luego de unos segundos—. La segunda, era que no iba a volver a consumir ninguna clase de estupefaciente. La tercera, era que iba a estudiar una carrera universitaria; y, la cuarta, era que iba a sentar cabeza —hace una pequeña pausa—. Hasta que él no considerara que había cumplido con todas sus peticiones, no iba a ayudarme... —su voz suena derrotada y avergonzada—. Y yo me obsesioné con cumplir todos y cada uno de sus mandatos. Me metí en un centro de rehabilitación para dejar las drogas de una maldita vez y para siempre, me alejé de esas amistades que no eran la mejor de las compañías en mis circunstancias y accedí a viajar aquí, a México, a estudiar economía, justo como mi padre quería que hiciera —me mira a los ojos—. Hice absolutamente todo lo que me pidió durante años. Años, Tamara... Y habría seguido haciéndolo, de no haber sido por ti. De no haber aparecido en mi vida de la forma en la que lo hiciste.

Me siento miserable. Me siento tan mal por él y por mí, que no sé qué otra cosa hacer, más que mirarle fijamente.

—Como podrás imaginar —Gael continúa, luego de unos instantes de silencio—, mi padre no ha cumplido con su parte del trato. No ha hecho absolutamente nada para ayudarme a recuperar la custodia de Santiago, y tampoco es como si yo pudiese hacer algo por mi cuenta, porque me ha amenazado. Me ha amenazado con hacerlo todo público para arruinarme y que, así, un juez se lo piense dos veces antes de devolverme a mi hijo —su cabeza está gacha ahora. Ni siquiera se molesta en encararme—. Y, por si todo esto no fuera suficiente, Luciana se ha enterado de quién es mi padre. Se ha enterado del dinero de mi familia y, ahora, ella también está amenazándome con arruinarme si no accedo a sus demandas. Estoy entre la espada y la pared, Tamara. Estoy acorralado y, a estas alturas del partido, no sé qué diablos hacer. No sé cómo demonios arreglar toda esta mierda en la que me he metido.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —el reproche en mi voz es inevitable, a pesar de que sé que no puedo reprocharle nada—. ¿Por qué no me lo contaste?

—Porque no quería que supieras sobre Santiago —Gael me encara y la disculpa que veo en sus ojos solo me lastima un poco más—. No sabía cuáles eran tus verdaderas intenciones y, , quise protegerlo de ti. Quise protegerlo de tus oídos curiosos y de todo el peligro que representaba el exponerlo a ti de esa manera. Creí, durante mucho tiempo, que solo me utilizarías. Que solo pretenderías estar enamorada de mí, para luego apuñalarme por la espalda.

La honestidad con la que habla me quema de adentro hacia afuera. Me escuece el pecho con tanta violencia, que me falta el aliento. Escucharle hablar de mí de esa manera duele tanto... Hiere tanto...

No puedo creer que crea que soy esa clase de persona. No puedo creer que piense que sería capaz de hacerle algo así.

—Y-Yo nunca... —empiezo, pero no puedo continuar. No puedo seguir hablando porque el nudo que tengo en la garganta me lo impide. Porque el coraje y la tristeza apenas me permiten pensar con claridad.

—Lo sé —Gael me interrumpe y me mira con una aprehensión y un dolor que hace que todo dentro de mí duela— Ahora lo sé... Lamentablemente, eso ya no importa.

La confusión que traen sus palabras a mi sistema, se mezcla con la angustia que me embarga y, de pronto, me encuentro sacudiendo la cabeza; incapaz de entender qué es lo que trata de decir.

«¿Cómo que ya no importa?». Quiero preguntar, pero no puedo hacerlo. No puedo hacer nada más que mirarle, aturdida.

Él parece ver la confusión en mi rostro, ya que, luego de mirarme durante un largo momento, dice:

—Tamara, voy a casarme con Eugenia.

¿Qué?...

Infinita tristeza invade los ojos del magnate, pero la determinación en su rostro es fuerte y clara.

—Es la única manera —dice—. Si me caso con ella, mi padre me ayudará a recuperar a Santiago y toda la mierda de Luciana terminará. Todo esto acabará de una vez por todas... Voy a casarme con Eugenia, porque mi hijo es lo más importante para mí. Porque no hay día que no piense en él. Que no me obsesione con el tipo de vida que está llevando, el tipo de tratamiento que, seguramente, su abuela y Luciana no pueden pagar; y el tipo de trato que debe recibir viviendo con una mujer que, en primer lugar, nunca lo quiso —hace una pausa y noto cómo sus ojos vidriosos, se llenan de una emoción tan destrozada como la que está invadiéndome ahora mismo—. Lo siento, Tamara. Lo siento mucho..., pero eso es lo que tengo que hacer. Es por eso que esto... Lo nuestro, no puede seguir más. Tiene que detenerse ahora.

Lágrimas calientes y pesadas me abandonan en ese momento, y un maremoto de emociones me ahoga la razón. Una oleada de sensaciones encontradas —todas caóticas—, me golpea de lleno y me hace sentir agobiada; abrumada por la cantidad de cosas que están ocurriendo en mi interior.

Un monstruo creado de frustración, decepción y tristeza me atenaza el cuerpo entero, y no puedo hacer nada más que mirarle fijamente. Más que intentar absorber lo que está diciéndome, mientras me deshago en lágrimas delante de sus ojos.

La realización de todo lo que acaba de decirme solo me corroe por dentro, como si de ácido se tratase, y solo puedo caer en la cuenta de que nada —absolutamente nada— puede hacerse ahora por nosotros.

No sé por qué me sorprende. Ni siquiera sé por qué me duele tanto. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que esto no iba a funcionar. Que esto no iba a traer nada bueno y, de todos modos, me aferré a él. Me aferré a lo que sentía.

«¿Por qué lo hice?...».

que no puedo obligar a Gael a elegirme y, aunque lo intentase, que él no lo haría. Él no me escogería. Yo tampoco se lo permitiría si tratara de hacerlo.

No soy madre. Tampoco sé si algún día llegaré a serlo; pero eso no impide que pueda imaginarme la clase de amor que es capaz de sentir una persona por un hijo. No impide que trate de hacerme una idea de lo mucho que Santiago significa para Gael. Él está dispuesto a sacrificarlo todo por su hijo y, francamente, no esperaba menos de él. Me habría decepcionado mucho si no estuviese dispuesto a dar hasta el alma por esa persona que se encargó de traer al mundo.

«¿Entonces por qué duele tanto?».

—Tamara, por favor, no llores... —Gael suplica, con la voz entrecortada y yo cierro los ojos con fuerza, en un intento desesperado por aminorar el torrente de lágrimas que no deja de deslizarse por mis mejillas.

—Tengo que irme —susurro, en medio de un sollozo y abro los ojos justo a tiempo para ver cómo la expresión de Gael se rompe un poco más—. Lamento mucho no haber podido ganarme tu confianza. Lamento todavía más el haberte provocado tantos problemas con tu padre. Te prometo que no volveré a hacerlo.

—Tam, lo lamento tanto. No tienes idea de...

—Buenas noches, Gael —lo interrumpo porque no soy capaz de seguir escuchándole. Porque, con cada palabra que pronuncia, la brecha en mi pecho se abre un poco más, y ya no quiero que lo haga. Ya no quiero que duela como lo hace.

—Tamara...

Alzo las manos, en un gesto que indica silencio, al tiempo que niego con la cabeza.

—Ya déjalo así —susurro, al tiempo que trato de limpiarme las lágrimas—. Por favor, ya no digas nada más. Estaré bien. Lo prometo.

No le doy tiempo de decir nada más. Ni siquiera le doy tiempo de reaccionar, ya que me echo a andar a toda marcha en dirección a la salida. Ya que, casi a paso de trote, me abro camino hasta la puerta principal.

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