Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 23

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By Kryoshka

«Me encontraba de pie frente a una mujer mediana, de cabello negro azabache y ojos turquesa, de pestañas gruesas y negras, de piel fría y mejillas tibias, de mirada destrozada y sueños rotos..., de mí. Entrecerré los ojos y traté de acercarme a mi cuerpo, no obstante, el mar rojo que había entre mis piernas me lo impidió.

—No debiste —habló la mujer, sin moverse—. No debiste hacer eso. Mi destino no está con él. Tú destino no está con él. Estás fallando. Te estás equivocando.

Extendí mi brazo y traté de silenciarla, sin embargo, mi cuerpo se hundió en la sangre y se me hizo imposible emerger. Aún en lo profundo, su voz seguía repitiéndose como un eco».




Abrí los ojos y me encontré con la oscuridad de la noche. Tenía el cuerpo dolorido y los músculos tensos a causa de la posición. Estaba recostada junto a la fogata verde, de frente al cielo y las ramas de los árboles, con el brazo de Reece alrededor de mi cintura y su cabeza sobre mi pecho. Ambos estábamos vestidos, sin embargo, Reece tenía el torso descubierto y a mí me faltaba la chaqueta.

Incliné la cabeza para mirarlo, aturdida, y contemplé los hematomas que había en su anatomía. El recuerdo de lo que hicimos vino a mí como un tsunami en una playa y dejó que la realidad me empapara como una ola salada.

Había tenido sexo con Reece, a pesar de la maldición, y lo había lastimado. Mi fuerza excesiva le había provocado lesiones en la piel. Tanto sus brazos como su espalda estaban llenos de lagunas púrpuras que mis dedos habían dibujado. Mi carne, por el contrario, se encontraba completamente sana.

Me llevé una mano a la boca y miré a mi alrededor. La selva se veía vacía y desprovista de intrusos, pero era absurdo pensar que nadie nos había observado. Estábamos en medio de un ambiente salvaje, donde indígenas se trasladaban de un lado a otro. La sola idea de que alguien pudiera habernos descubierto me hizo estremecer.

Volví a fijarme en Reece; miré su rostro tranquilo y pacífico, y luego sus hombros amoratados. Yo le había hecho daño. El significado de aquello me hizo fruncir el rostro y apartarlo de mi cuerpo para sentarme sobre la tierra. Porque mi interior estaba consciente de que no sólo acababa de causarle lesiones físicas, sino también lo había puesto en riesgo contra la Fuente de Heavenly.

Extendí mi mano y le acaricié el cabello, luego su rostro del color del cielo en invierno, sus labios, su mentón, su cuello y su pecho esculpido en cemento. Tuve unas incontrolables ganas de lanzarme a llorar, pero Reece se removió inquieto y abrió los ojos para posarlos sobre mí, y yo tuve que ser fuerte.

—¿Muñeca? —susurró.

Tragué saliva espesa y arranqué mis dedos de su cuerpo.

—Reece, ya es tarde —informé—. Tenemos que ir al asentamiento de OMAN. Nos quedamos dormidos. No sé cuánto tiempo nos queda hasta que regresen.

Él se incorporó sobre su codo y observó el alrededor. Parecía desorientado. Arrugó el entrecejo, pasando por la hilera de árboles que había a nuestro costado, y sonrió cuando sus ojos se posaron sobre los míos.

—Me siento salvaje ahora mismo —comentó—. Podría cubrirme con hojas y salir a correr entre los árboles, y no me importaría.

A pesar de todo, su comentario me hizo reír.

—Estás loco.

—Fue sublime —dijo—. Lo que hicimos. Nunca me sentí tan bien.

La seriedad con que dijo sus últimas palabras me hizo sonrojar. Miré su cuerpo, magullado y lleno de cardenales, y bajé la mirada hasta mis dedos inquietos.

—Debes ser un masoquista para pensar así.

Lo sentí mirarse a sí mismo y luego sonreír.

—Considérame un amante de tu salvajismo, muñeca.

Alcé la mirada, con las mejillas hirviendo, y me apresuré para ponerme de pie. Escuchar a Reece me estaba haciendo perder la cordura. Tenía el pulso acelerado bajo el cuello y mis manos estaban temblando por abrazarlo.

—Está bien, basta —susurré—. Tenemos trabajo que hacer. Toarhi confió en nosotros y no podemos decepcionarlo.

—No te preocupes. Te esperaré, muñeca. —Reece me puso una mano en el hombro, por detrás, y me pregunté en qué momento se había levantado—. Esperaré hasta que quieras hablar de esto.

Torcí el cuello, para mirarlo, y entrecerré los ojos conmovida por su ternura.

—Gracias.

Reece me puso una mano sobre el cuello y se inclinó para juntar nuestras frentes.

—Te esperaré, siempre.

[...]

—Esto es muy incómodo —comenté, echando mi cabello hacia atrás—. Algún día me aburriré y no me importará quedar calva.

Reece, arrodillado a mi lado entre unas hierbas pequeñas, retrocedió para ponerse detrás de mi cuerpo. Sus dedos se enredaron entre mi cabello y el contacto de su piel me sobresaltó.

—Con cabello o sin cabello, seguirías siendo hermosa.

Estábamos frente a la entrada de OMAN, escondidos detrás de una vegetación espesa, observando al único guardia que había en la entrada de la gran muralla. Llevábamos diez minutos allí, quietos, esperando que más personas llegaran, pero la única persona que se había hecho presente era aquel guardia de traje negro, chaleco antibalas y linterna.

El hombre estaba distraído, sumido en la consola de videojuegos que sostenía entre sus manos y que le arrancaba pequeñas carcajadas. De vez en cuando, alzaba la cabeza y le echaba una ojeada rápida a su alrededor, pero estaba claro que aunque se esforzara, el jamás podría vernos. Las personas que están rodeadas de luz no suelen ver lo que hay en la oscuridad.

Lo único que podría habernos delatado era el ruido. En ese sector el murmullo de los animales era escaso y miserable. Las hojas de los árboles se mantenían quietas y silenciosas. Podría haber apostado a que lo único que se movía eran nuestros cuerpos, pero, por suerte, el hombre era demasiado fanático de su juego como para prestar atención a lo que había más allá de la pantalla.

Estaba claro que no habían encontrado a nadie mejor para hacer el trabajo bien la única noche que lo necesitaban. Ese guardia era un desastre.

—No se ve nadie aparte de ese hombre, creo que Toarhi tenía razón —susurré—. Los demás guardias desaparecieron.

Reece siguió jugando con mi cabello, y sólo ahí comprendí que me lo estaba trenzando. Sentí unas angustiantes ganas de besarlo, pero le ordené a mi cabeza que mantuviera la compostura. Al cabo de unos segundos, Reece ató un trozo de vegetal al final de la trenza y volvió a ponerse a mi lado.

—Deberíamos entrar —propuso.

Lo miré de reojo y oculté una sonrisa.

—Sí.

En silencio y con sigilo, abandonamos los arbustos y nos deslizamos hasta la entrada de la reja. El guardia, de espaldas a nosotros, no se volteó a mirarnos. Reece evaluó la situación y avanzó hasta situarse detrás de él. Le rodeó el cuello con los brazos, impecable, y apretó hasta que el guardia perdió la consciencia y la consola de sus manos cayó al piso.

Me acerqué sin perder tiempo y analicé el portón cableado. El zumbido de la electricidad se alzaba como una colmena de abejas. No había ningún punto de acceso o debilidad. La entrada era una obra hecha a base de energía y corriente. En el pilar del costado izquierdo, una caja de luz parpadeaba constantemente, pero no tenía ni idea de cuál era su función. En pocas palabras, no teníamos manera de entrar.

O eso pensaba, hasta que Reece apareció a mi lado con un trozo de dedo sangrante.

—¡¿Qué demo...?! —comencé a gritar, pero Reece me puso una mano en la boca y neutralizó mis sonidos.

—Lo necesitamos —susurró—. Se lo devolveré.

Amplié mis ojos.

—Bueno, no, no se lo devolveré —admitió—. Pero ese no es el punto.

Reece me soltó, con sumo cuidado, y caminó hasta la caja parpadeante para poner la yema del dedo en su centro. Solté el aire que había estado reteniendo, llevándome una mano al pecho, y arqueé las cejas en dirección al pelinegro. Todavía podía sentir mi corazón acelerado y el sudor en mi espalda.

—Por un momento, creí que ibas a comértelo —expliqué horrorizada—. No vuelvas a sorprenderme de esa manera.

Reece me dirigió una sonrisa inocente, casi infantil.

—Lo siento —respondió con una pizca de diversión—. Olvidé que los dedos son un plato común de todos los días. De hecho, creo que reservaré esta pieza para asarla en la fogata.

—Estoy hablando en serio —repliqué.

Reece se volteó, justo cuando el portón comenzaba a deslizarse hacia un lado con un chirrido ensordecedor. Se acercó, con una gracia elegante, y guardó el dedo en su chaqueta para poner ambas manos sobre mis hombros.

—¿Me tienes miedo, muñeca? —La intensidad que le dio vida a sus ojos azules me dejó anonadada—. ¿Temes que me vuelva loco y te haga daño?

Abrí y cerré la boca.

—Reece, no.

Su rostro se aproximó todavía más al mío.

—¿Piensas que voy a enloquecer?

—No es eso.

—¿Entonces?

Puse una de mis manos sobre su pecho.

—Reece, no sé qué hizo Nate en tu cabeza —argumenté—. Hace unas horas atrás, vi como una chica se comía un insecto vivo y oí a otro hombre que quería incendiar la selva. Ambos bajo el cuidado de Nate. Yo no sé qué hicieron en ti. No estoy culpándote, y no te tengo miedo, pero necesito comprender.

Reece sonrió; una sonrisa sincera.

—No te preocupes —dijo—. No voy a comerme a nadie..., por ahora.

Le devolví la sonrisa.

—Está bien, pero, si te sientes de alguna manera que inquieta a tu corazón, házmelo saber. Estoy aquí para ayudarte.

—Lo sé —Arrugó la nariz, hizo una pausa, y luego soltó un gruñido—. Grrr.

Solté una carcajada.

—Monstruito.

—Muñeca. —Deslizó la palma de su mano izquierda por mí mejilla y ladeó la cabeza—. Me alegra saber que estás recordando. Hablas igual que antes de entrar al laboratorio.

Su afirmación me dejó noqueada. Era cierto, yo acababa de confirmarle a Reece que estaba recordando. De hecho, se lo estaba confirmando desde que nos habíamos besado junto a la fogata. Mi poca capacidad de actuación y disimulo acababan de dejarme vulnerable junto a mis mentiras.

Me burlé de mí misma. ¿Qué más daba que Reece supiera la verdad? Después de todo, no había nada tan grave y riesgoso como lo que ya habíamos hecho. No había ningún tipo de acercamiento que sobrepasara nuestra unión en el lago. Era momento de dejar de lado mis precauciones y concentrarme en lo importante: cambiar las reglas.

—Lo recuerdo —admití—. Lo recuerdo todo, pero no hablaremos de eso ahora.

Él asintió.

—Vamos.

Nos adentramos en el territorio del enemigo y corrimos hasta la entrada del enorme edificio. Reece se adelantó para examinar la puerta metálica, con sus ojos y sus manos, y volvió a poner el dedo ajeno en una caja de plástico. La puerta hizo un «clic» sonoro, y al segundo después ambos estuvimos en el interior.

La sala de recepción era amplia e iluminada. Parecía hecha de cristal y cerámica. Me adelanté, para ponerme frente a Reece, y observé lo que me rodeaba. Enormes focos de luz adornaban el tejado dividido en cuadrículas. Las paredes estaban adornadas con espejos y pinturas. En las esquinas, varias cámaras de seguridad nos señalaban. Al frente, había tres puertas y tres ascensores que se movían de un piso a otro. A nuestros costados había dos pasillos estrechos. Fruncí el ceño y me llevé una mano a mi cinturón de armas. El ambiente olía a incienso quemado.

—Es como entrar a otro mundo —mencioné.

Uno de los ascensores se detuvo y tres hombres armados se bajaron a apuntarnos con sus... ¿metralletas? Dos eran calvos y uno tenía el cabello peinado hacia arriba, como el agua que sale de una ballena.

—Sigo prefiriendo a los hombres desnudos —comentó Reece—. Sus increíbles atributos ya se robaron mi inocencia.

Un segundo ascensor se abrió y por él descendió un cuarto hombre. Era bajo y regordete. Tenía el cabello oscuro teñido de hebras plateadas. Sus ojos eran pequeños, y sus lentes todavía más. Llevaba puesta una bata blanca y en su mano portaba un objeto sospechoso que emitía pequeñas vibraciones. ¿Científico o doctor?

—¿Asplendor? —cuestionó el hombre, divertido—. Es la última persona que pensé ver entrar por esa puerta. Esto debe ser una broma. Todo el mundo te está buscando y tú estás... aquí. En mi departamento. ¿Puedo saber cómo pasó?

—No —respondió Reece con simpleza—. Yo quiero saber por qué soy tan atractivo, o por qué ese tipo de la izquierda le dijo a su peluquero que le dejara una palmera en la cabeza. Pero, ya sabes, no se puede saber todo en la vida.

El hombre de bata arrugó el rostro y movió sus ojos hacia Reece, entonces su sonrisa se amplió y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos.

—¡Reece Baker! —exclamó con fascinación—. ¡El hombre que regresó de la muerte! El gobierno se volvió loco con tu regreso. Nadie imaginó que volverías para llevarte al Asplendor contigo. Fue un acontecimiento algo... inquietante. Perturbador. Muchos te acusan de traición. Yo prefiero darte la oportunidad de la duda.

¿Lo sabían? ¿Cómo era posible? El Hombre de Gafas pareció captar mi asombro, porque soltó una risita y avanzó hacia nosotros con algo parecido al orgullo. Se veía como un niño pequeño que sabe el lugar exacto de la llave que sus padres están buscando.

—Fueron las cámaras de seguridad —dijo con voz afable, para enseguida agregar con un tono más oscuro—: Eso, y que Reece se encargó de golpear a los guardianes que estaban presentes en el lugar. Entre ellos su compañera de años, Amber, y tu padre. Todos dieron la misma versión: «Reece enloqueció».

Miré a Reece, pero éste sólo sonrió.

—Me siento halagado —comentó ampliando los ojos—. Sé que soy asombroso, pero su atención excesiva es fascinante.

—Soy el doctor C —informó el Hombre de Gafas—. Soy el encargado de OMAN. Este es mi departamento y los hombres de atrás son el equipo de guardias. ¿Puedo saber qué trajo a este lugar a las dos personas más buscadas?

—Yo me hago llamar «Atractivo R» —dijo Reece con suspenso exagerado.

Tragué saliva e hice un repaso mental de mis opciones. Una me decía que mintiera y que buscara la manera de despistarlo para llegar a los rehenes, pero otra me decía que no tenía tiempo para la primera opción, y que debía actuar rápido. Como mi cabeza no era muy paciente, y tampoco era buena llegando a buenas conclusiones, di un paso al frente y me armé de valor.

—Vinimos a buscar a los rehenes que tiene ocultos —declaré—. Libere a los miembros de las tribus o asuma las consecuencias de su oposición.

El doctor C arqueó las cejas, incrédulo.

—¿Qué?

—Directa —susurró Reece—. Me gusta.

—Ya me oyó —repliqué—. Deje en libertad a los rehenes o asuma las consecuencias.

El doctor C se llevó la mano a la camisa que llevaba debajo de la bata para aflojar la presión en su cuello. Sus mejillas se tornaron rojizas y una capa de sudor le empapó la frente. Cada gesto en él me delató que sabía de lo que le estaba hablando.

—No sé a qué se refieren —negó.

—Lo sabe —rebatí.

—No, no lo sé y ustedes tampoco —refutó—. La importancia de este departamento... ¡Ah!

Sus palabras se interrumpieron cuando los tres soldados que lo protegían fueron estrellados contra la pared por una fuerza invisible. Reece. Los hombres perdieron la consciencia y se derrumbaron sobre el piso brillante. El doctor C, aterrado, retrocedió y alzó el brazo para enseñar el artefacto que tenía en su mano como si se tratara de un trofeo.

—¡Basta! —ordenó sudoroso—. Sus poderes no podrán ser utilizados ahora.

—Está suprimiendo nuestras habilidades —informó Reece—. Es el objeto que tiene en su mano. Hay que quitárselo.

El doctor retrocedió horrorizado, con una expresión que decía: «Me voy a orinar en los pantalones». Esbocé una sonrisa y di un paso al frente, dispuesta a arrebatárselo de las manos, pero otro ascensor se abrió y se bajaron tres guardias más.

Ellos ni siquiera se detuvieron a mirarnos. Nos señalaron con sus armas y dispararon. Así de simple, sin esperar, como máquinas. Me puse frente a Reece, dispuesta a protegerlo con mi cuerpo, y alcé mi antebrazo para detener cada una de las balas que era emitida. La armadura que llevaba en los antebrazos, debajo de la chaqueta, hizo su trabajo, pero aun así me dolieron los impactos.

—Encárguense de ellos —ordenó el doctor C, y luego tiró el artefacto que tenía en la mano al piso para salir corriendo por uno de los pasillos.

Supuse que el objeto seguía cumpliendo con su objetivo, porque Reece no utilizó su poder. Dio un paso al frente, armado con sus espadas cortas, y se deslizó por el espacio como un bailarín de tango.

—Ve y busca a los prisioneros —dijo—. Yo me encargaré del pasillo izquierdo.

Asentí, entendiendo su indirecta, y corrí hacia el pasillo derecho. Sentí las piernas fuertes y firmes, y no me importó retirarme. Sabía que Reece podría encargarse de los guardias sin mi presencia. Él era inteligente, y poderoso. La confianza y la seguridad me ayudaron a seguir por mi propio camino.

Corrí por el pasillo, con los puños apretados y la mirada afilada, y fui observando cada una de las puertas que iban pasando por mi lado. Algunas eran translúcidas, y podía ver los escritorios que había en el interior sin la necesidad de entrar, pero en otras era necesario detenerme para luego continuar con el recorrido. Lamentablemente, no encontré nada, nada que me ayudara a averiguar el paradero de los rehenes, y me frustré de sobre manera cuando al final llegué a una escalera que subía y bajaba.

¿Qué rumbo se suponía que debía tomar?

Analicé la escalera con detenimiento, varios segundos, hasta que alguien me disparó por la espalda y una bala se clavó en mi hombro. El dolor me atravesó los huesos. Grité, gruñí y me volteé para enfrentar a la persona que me había atacado.

La culpable era una mujer baja, de cabello oscuro y ojos marrones. Sostenía un arma entre sus manos, y me señalaba a mí, con la cabeza ladeada.

Me llevé una mano a la zona herida, con la mandíbula apretada, y di un paso al frente. El dolor era punzante y molesto, pero había experimentado dolores peores que no tenían comparación. Todo el último tiempo me había preparado para enfrentar una minoría como esa.

—Asplendor —articuló la mujer, tenía una voz débil y rasposa—. Sube las manos a tu cabeza y arrodíllate si no quieres que la próxima bala esté en tu cabeza.

Di un paso al frente, con fuerza, sin contenerme, y el piso debajo de mi cuerpo crujió como una galleta crocante.

—¿Dónde están los integrantes de la tribu? —cuestioné—. Dímelo si no quieres que lo próximo en crujir sean tus huesos.

La mujer entrecerró los ojos.

—¿Por qué quieres saberlo? —replicó—. Ellos no tienen nada que ver contigo. Son parte de nuestro departamento y nuestro laboratorio.

—No me importa tu departamento, y tampoco tu laboratorio —contesté con brusquedad—. Sólo vine a buscar a esas personas.

—¿Personas? Ellos parecen más animales que personas.

—Y te aseguro que deben sentirse orgullosos —respondí.

La mujer alzó la barbilla con seguridad.

—¿A qué viniste, Asplendor? —interrogó—. No me mientas.

—Ya te lo dije, vine a buscar a esas personas.

Sin bajar el arma, abarcó todo lo que nos rodeaba con su mirada.

—Entre todo lo que hay aquí —susurró—, ¿viniste a buscarlos a ellos?

Su pregunta me hizo comprender una cosa. Ellos no estaban defendiendo a los indígenas que mantenían cautivos, ellos estaban protegiendo todo lo otro que tenían dentro de ese departamento. No sabía la magnitud de sus secretos y experimentos, pero debían ser lo suficiente importantes para arriesgar la vida por ellos. Tratándose del gobierno, no me extrañaba. Sus mentes eran tan retorcidas que habían ocultado a «la elegida» de la Fuente entre los humanos. Lo demás parecía menor.

—Sí —aseguré—, sólo vine por ellos. Puedes quedarte con todo lo demás. No me importa.

La mujer bajó el arma, pero no la guardó. Sus ojos castaños se entonaron y sus piernas se movieron para acercarse a donde me encontraba. Se movía con cuidado, como un gato, pero aun así pude ver puntos de debilidad donde pude haberla atacado.

—Nuestro departamento tiene uno de los mejores sistemas de seguridad en todo Heavenly —habló—. Si hubieses venido en otro momento, ya estarías muerta, pero tuviste suerte. Aun así, tu suerte es limitada. Si intentas salir ahora que el sistema de emergencias ha sido activado por el doctor C, el departamento entero se autodestruirá. —Se detuvo a un metro de distancia—. Morirás, tú y tu estúpida tribu. ¿Lo comprendes?

La amenaza de perder a Reece hizo que mi pecho se encogiera. De todos modos, sonreí como si su discurso no tuviera importancia.

—Al menos moriré feliz.

Ella también sonrió.

—Sí, pero yo no —replicó—. Nuestros años de estudios e investigaciones son mucho más importantes que esas personas. Por eso, si ellos son lo que quieres, te los entregaré.

Abrí y cerré la boca.

—¿Me los entregarás? —cuestioné—. El doctor C dejó claro que no lo haría. Si esto es una trampa...

—No es una trampa, y él no lo sabe —me interrumpió—. Esto es por mí y por todo lo que he trabajado. Esto es por mi vida. Si tú sales de aquí, todos moriremos, no sólo los integrantes de esa tribu. No te estoy salvando a ti, me estoy salvando a mí.

Tenía mil razones para no creerle, sin embargo, algo en sus ojos me dijo que no mentía. Y, como una niña rodeada de payasos con globos y paletas, le creí.

—Entonces llévame.

Ella asintió, conforme, y me cogió de la mano para arrastrarme a los pisos inferiores de la escalera.

No sé cuántos pisos bajamos, pero se sintieron como cientos. Ella era rápida y ágil. Paraba a descansar cuando se le cortaba la respiración, y luego continuaba con el trayecto como si su vida dependiera de ello. No hablamos ni nos miramos más de lo necesario. La mujer zigzagueó los escalones y, por último, abrió la puerta metálica que había al final de las escaleras. Usó sus ojos y sus dedos; el aparato escaneó su cuerpo y luego se abrió con un deslizamiento silencioso.

La puerta nos dio paso a un ambiente gélido y lleno de luz. Nos internamos en el y avanzamos hasta el centro de lo que parecía ser un laboratorio. Estábamos en una sala muy grande, pintada de blanco y metal. El piso era un mosaico igual de pulcro que las paredes. Todo, absolutamente todo, estaba lleno de máquinas, artefactos y químicos. Varios tubos transparentes subían del piso al tejado, y dentro de ellos se movían los más extraños animales.

Me detuve a mirar un tubo que portaba una serpiente marrón con destellos dorados e hice una mueca. Ver esa vitalidad cautiva me generó una marea de remordimiento. Sabía que no podría hacer nada para solucionarlo. Al menos, no por el momento, y eso me frustró.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Nuestros estudios —respondió ella.

—¿Por qué los prisioneros de la tribu están aquí? —interrogué.

Ella camino hasta una puerta de cristal y volvió a poner su mano en un escáner.

—Los usamos para experimentar —me explicó con simpleza—. Son objetos de estudio. Con el paso de los años, OMAN ha descubierto muchas «cosas». Esas «cosas» necesitan ser probadas en alguien antes de salir al exterior. —La puerta frente a ella se abrió y entonces se volteó a mirarme—. Los indígenas están aquí adentro. Los traeré enseguida. Si viene alguien, escóndete.

Me quedé en silencio. El asco que me produjo su declaración me dejó noqueada. La observé entrar en la sala con una mueca de disgusto, y luego me giré para inspeccionar el resto del laboratorio.

Avancé junto a una serie de cuerpos de estanterías, junto al material instrumental y junto a una mesa de metal. La sangre que había sobre ella era una muestra de lo cruel que podían llegar a ser algunas personas. Pasé mi mano por encima y la tanteé con mis dedos. La sangre estaba fría y viscosa, como la baba.

Cerré los ojos, atormentada por la maldad de esas personas, y entonces un ruido proveniente de mi espalda encendió las alarmas en mi sistema.

Me volteé y busqué lo que había detrás de mi espalda. Me encontré con un hombre alto, de bata, lentes rectangulares y libreta en mano. Su rostro, cuadrado y tosco, me miraba con la misma sorpresa que debía estar reflejando mi rostro. Estaba parado bajo una puerta doble de cristal transparente que acababa de ser abierta, y su boca formaba una gran O.

Antes de que pudiera hacer algo, extraje una daga de mi cinturón de armas y se la lancé. La hoja se clavó en su cuello y le atravesó la garganta. Vi sangre, miedo y dolor al mismo tiempo. El hombre se llevó las manos a la zona lastimada y se retorció hasta derrumbarse sobre el piso. La vida fluyó fuera de su cuerpo como el agua por una manguera. Rápido y efectivo.

Y no me importó.

Y no sentí culpa.

Pisé su cadáver y avancé para ver lo que había al otro lado de la puerta. La pequeña sala estaba igual de limpia, pero tenía un cuarto del espacio del laboratorio en general. No me sorprendió ver dos tubos instalados en esa zona, pero sí me sorprendió ver que en su interior había personas. Exacto, personas encapsuladas en un líquido turbio y amarillento que las envolvía. Una niña dormida que rondaba los diez años, y una chica despierta que rondaba los veinte. Ambas llenas de cables clavados en sus pieles pálidas.

Di un paso al frente y me llevé la mano al pecho.

Quedé en shock.

La mujer que se encontraba despierta se removía inquieta y no dejaba de golpear el cristal. Su cabello era castaño, casi negro, y sus ojos eran tan marrones como el tronco de un roble joven. En cuanto me vio, pegó las palmas a la superficie que la encerraba y abrió la boca para gritar, pero ningún sonido salió de su boca, sólo fueron burbujas y corriente de agua.

Desesperación.

Se me enfrió la sangre. Sentí que estaba viendo una película de terror. Caminé lento, con el corazón acelerado y un nudo doloroso en la base del estómago, y apoyé mis manos sobre el tubo de experimentación.

La chica, al otro lado, alineó sus dedos con los míos y juntó su frente con el cristal. Sus ojos me observaron con súplica y miedo. Era la mirada de un animal moribundo y acorralado. Era la mirada que había tenido yo desde mis ocho años. Era la mirada de alguien perdido. Entrecerré los ojos y recorrí las magulladuras que tenía su carne con tristeza. Cada parte de ella me rogaba que la salvara. Cada parte de ella rogaba por compasión.

—No pertenece a la tribu —dijo alguien detrás de mí.

Me volteé sobresaltada y me encontré con la mujer que me había ayudado.

—Me la llevaré —zanjé, pero luego recordé a la niña que se encontraba dormida y corregí—: Me las llevaré, a ambas.

La mujer entornó los ojos.

—No puedes, no era parte del trato.

—Pues acabo de incluirlas.

—No.

Apreté la mandíbula.

—No me iré sin ellas.

—Entonces todas esas personas que están esperándote afuera, con la ilusión de volver con sus familias, morirán porque no fuiste capaz de cumplir con tu palabra —replicó la mujer—. ¿Eso es lo que quieres? ¿Que esas mujeres, hombres, niñas y niños mueran por tu culpa?

—Pero ella...

—Debes elegir —gruñó—. La tribu o nadie.

Giré a mirar a la chica, su mirada suplicante y llena de terror, los cortes en sus brazos, su cabello maltratado, las ojeras bajo sus ojos, los moretones en sus piernas, y cerré los ojos en una mueca de dolor. Mi pecho se hundió en la tristeza e impotencia, porque sabía que no podía hacer nada para ayudarla. No tenía el poder. No tenía la fuerza. No tenía lo que ella necesitaba.

—Lo lamento —sollocé—. Lo siento.

Retrocedí, un paso, dos pasos, y entreabrí mis ojos para mirarla una última vez. Ella se quedó quieta, pegada al material del tubo, y luego arremetió en golpes contra la superficie. Abrió la boca, frunció el rostro, dejó salir lágrimas y usó sus puños y sus rodillas para tratar de liberarse.

El cristal, reluciente y brillante, se mantuvo intacto.

No se movió.

No la liberó.

Di un paso atrás, con un repudio frío en mis órganos, y me volteé para regresar al laboratorio.

[...]

Efectivamente, la mujer me entregó a los indígenas. Según una anciana que pertenecía a la tribu, y que conocía mi idioma, ahí estaban todos y sólo faltaban las personas que habían perdido la vida. Eran alrededor de treinta. Estaban desnudos, limpios y olían a desinfectante. La mujer de OMAN los formó en una hilera y luego les ató las manos. Así, salimos al exterior y comenzamos a subir las escaleras de vuelta al primer piso del edificio.

Era curiosa la manera en que todos ellos me dirigían miradas furtivas. Los niños se aferraban a las manos de los adultos y me miraban con curiosidad e incomprensión, ocultos detrás de sus hombros. Las mujeres apartaban la vista, pero sonreían y respiraban con tanta agitación que era palpable la emoción. Los ancianos eran más atrevidos; me miraban, me miraban, me miraban, y luego volvían a mirarme. Cada uno de ellos reflejaba la misma interrogante: ¿Por qué los estaba ayudando?

Respiré profundo y alcé la barbilla. Estaba haciendo algo bueno, me dije a mí misma. Estaba salvando a esas personas. Les estaba devolviendo sus vidas y sus familias. Los estaba ayudando, me repetí.

Llegamos al primer piso y la mujer de OMAN nos dirigió hasta la puerta por la que habíamos entrado. Antes de que pudiera preguntar por Reece, y hacer notar mi preocupación, un ascensor se abrió y por el bajó el hombre de mis pensamientos. Me dirigió una sonrisa, avanzó hasta donde me encontraba y me rodeó con sus brazos para alzarme en el aire. El aroma de su traje de cuero embriagó mi nariz y mi corazón.

—Lo hiciste bien —me tranquilizó Reece, susurrándome al oído—. Hiciste lo correcto.

Sus palabras me hicieron sentir un bulto en la tráquea.

—¿Cómo...?

—Encontré la sala de cámaras —explicó y, cuando me sintió sollozar, acarició mis omoplatos—. No puedes salvarlos a todos, muñeca. Nadie puede salvarlos a todos.

—Ellas me necesitaban.

Reece me soltó y miró la hilera de indígenas.

—Ellos también.

Me volteé a mirar a esas personas, a un niño que me contemplaba con sus ojos negros brillantes mientras mordisqueaba las amarras que lo ataban, e inspiré con fuerza. El sentimiento en mi pecho era difícil de describir. La satisfacción y la decepción me llenaban en igual medida. Una parte de mí estaba feliz de haber salvado a esas personas, pero otra parte de mí creía que podría haber hecho más.

Simplemente no podía estar satisfecha conmigo misma.

—Bueno, he cumplido con mi parte del trato —dijo la mujer de OMAN—. Ahora es momento de que tú cumplas con tu parte y te vayas de aquí. Ingresaré un código en la puerta y ésta se abrirá a pesar de la alarma de emergencia. Tendrán sólo unos segundos antes de que la puerta vuelva a cerrarse. Aprovechen el tiempo.

—Lo haremos —respondí.

La castaña asintió, mirándome con seguridad, y se acercó a la salida para escribir el código. Segundos después, la puerta doble se abrió y todos los indígenas comenzaron a correr hacia afuera con desesperación.

Reece me cogió de la mano, firme, y me sonrió.

—Lo lograste —me susurró—. Lo lograste, mi amor.

Yo sonreí, no muy segura, y luego salimos al exterior.



*****

¡Muchísimas gracias por seguir aquí!

¿Qué les pareció el departamento de OMAN? Sinceramente, a mí me dio un poco de tristeza la chica del tubo. Me recordó a Celeste. ¿Piensan que ella podría haber hecho más? ¿Piensan que Reece tiene razón?

Adelanto del próximo capítulo: Celeste descubre una manera de encontrar a su madre y ya no tiene ninguna razón para volver a Abismo. Eso la pone entre dos opciones: Regresar para tratar de matar a Nate o ir por su madre. En medio del caos, ella se pregunta: ¿Tiene elección? ¿Alguna vez la tuvo?

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