Capítulo 24

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Volvimos a la orilla del río donde Toarhi nos encontró y luego los indígenas iniciaron el rumbo a través del bosque para llegar a su hogar. Con Reece los seguimos en silencio, uno al lado del otro, y contemplamos la felicidad que se reflejaba en las risas y los movimientos de los niños que nos guiaban por el sendero.

Una vez más me vi caminando entre árboles, vegetación exuberante, hierba peligrosa y el rumor constante de los animales que nos vigilaban desde algún punto oculto en la selva. Los integrantes de la tribu, al frente, fueron adquiriendo confianza con cada segundo que pasaba y muy pronto estuvieron escalando árboles para recolectar frutos comestibles.

El amanecer llegó pronto. Era un día despejado y lleno de calor. El sol le otorgó un resplandor dorado al paisaje y los integrantes de la tribu bailaron bajo su brillo como si fuera sagrado. Reece, a mi lado, me dio un golpe cariñoso en las costillas y me dirigió una mirada llena de aliento. Sabía lo que estaba pensando. Sabía lo que estaba tratando de decirme: «Esto lo has hecho posible tú». Me consolaba, me reparaba y me armaba. Sin embargo, todavía tenía un sabor amargo en la boca.

El bosque se fue haciendo cada vez más espeso y umbrío. Cruzamos un arroyo, rodeamos una cascada y seguimos por un sendero estrecho que estaba custodiado a ambos lados por enormes rocas puntiagudas. La brisa se volvió más suave y las hojas sobre nuestras cabezas se convirtieron en anchos círculos verduscos.

Analicé el cielo, el suelo, las ramas que me rozaban las rodillas, y me mantuve alerta hasta que llegamos a un enorme campamento donde varias personas desnudas se voltearon a mirarnos. Al principio, algunos corrieron a buscar sus armas y exclamaron gritos de urgencia, sin embargo, cuando comprendieron lo que estaban viendo —a sus familias—, soltaron lo que habían agarrado y corrieron a encontrarse los unos con los otros.

Fueron gritos y murmullos que se perdieron bajo los altos árboles tupidos. Reece se acercó a mí, me rodeó la espalda con su brazo y suspiró junto a mi oído. Los niños, mientras tanto, dieron vueltas y comenzaron a comunicarse en un idioma incomprensible. Saltaban, se meneaban y corrían. Celebraban su vida recuperada.

Uno de ellos, el mismo niño de ojos negros que se había mordisqueado las amarras, se acercó a nosotros y alzó los brazos para comenzar a bailar frente a nuestros cuerpos. Me cogió una mano, esbozó una sonrisa y me tiró para incluirme en su juego. Era tanta la alegría que emitía, que parecía ilegal observarlo sin participar. Así que me dejé llevar, riendo, y me uní al círculo que habían formado.

Giramos, cogidos de las manos, y saltamos rodeados del silbido de las aves y los moradores de la selva que se escabullían a mirar el espectáculo. Me sentí en paz. Me sentí libre. Disfruté de esa normalidad y olvidé todos los problemas que torturaban mi cabeza. Esas personas estaban felices. Tenían su hogar y su familia, y lo demás no importaba. El poder era algo absurdo, y la ambición también. La humildad que demostraban me hizo comprender que la venganza era un camino secundario mientras todavía tuvieras algo que amar.

Celeste [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora