MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

By Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
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¡NOTICIA IMPORTANTE!
¡Audiolibro de Magnate!

Capítulo 41

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By Itssamleon



Hace aproximadamente media hora que los agentes de la policía llegaron a mi domicilio. Hace dos que los esperábamos con impaciencia Victoria, Alejandro y yo. Hace una hora que Gael le llamó a Almaraz —porque yo me he quedado sin batería en el teléfono— para preguntarle el motivo de nuestra demora, y hace casi media que el chofer de la familia Avallone se marchó para recoger al patriarca de esta en su residencia.

Me dijo que tenía que llevarlo a unas reuniones de trabajo y que, si no llegaba a tiempo, iba a despedirlo. Yo, incapaz de replicar nada, me limité a decirle que se fuera si necesitaba hacerlo.

Luego de eso, mi tortura empezó.

Durante todo el tiempo que he pasado aquí, de pie afuera de mi departamento, no he podido hacer otra cosa más que moverme de manera mecánica. Más que responder como puedo a las preguntas de todo el mundo, mientras mi mente viaja a lugares oscuros y siniestros.

A estas alturas, estoy convencida de que el padre de Gael está detrás de todo esto. Quizás fue lo suficientemente inteligente como para tratar de hacerlo parecer todo como un robo común y corriente, pero a mí nadie me quita de la cabeza que ha sido él quien lo ha orquestado con mucha premeditación.


—¿Tamara? —la voz de Alejandro me saca de mis cavilaciones, y parpadeo un par de veces para salir de mi estupor.

—¿Sí? —digo, con la voz enronquecida por la falta de uso, mientras poso mi atención en él.

—El oficial pregunta si solo se llevaron tu computadora —mi compañero de cuarto me mira con aire inquisitivo, pero luce confundido y preocupado. Eso es lo único que necesito para saber que han estado hablándome desde hace un rato.

—Sí —respondo, lacónica; pese a que ni siquiera me he molestado en revisar si me falta otra cosa. Ahora mismo, que se hayan llevado las pocas pertenencias de valor que tenía es la menor de mis preocupaciones. Ahora mismo, en lo único que puedo pensar, es en lo estúpida que fui al asumir que David Avallone iba a tratar de dañarme por medio de mi familia.

Alejandro me regala un asentimiento, pero no deja de mirarme como si deseara preguntarme si me encuentro bien. Yo, sin embargo, ni siquiera me molesto en tratar de poner buena cara. Me limito a cruzarme de brazos, mientras clavo la vista en el suelo frente a mí.

Hace rato que Victoria desapareció en el interior del apartamento —específicamente: en el interior de su habitación—. Hace rato que se gritó cosas horribles con Alejandro e, incluso, amenazó con buscar otro lugar para vivir. Mi consciencia está hecha mierda y el terror no ha dejado de aprisionarme el pecho desde entonces.

Nada de esto estaría pasando de no ser por mí. Ninguno de ellos estaría sufriendo las consecuencias de la ira de David, si yo no me hubiese empecinado en mantener a flote lo que tengo con Gael.

—El acta ha quedado levantada —el oficial informa, al tiempo que nos muestra una hoja tamaño oficio que ha llenado a mano con la redacción de los hechos—. Solo hay que firmarla para que todo quede asentado.

Mi compañero de cuarto no dice nada. Se limita a tomar la ofrenda del agente policíaco para leerla a detalle y firmarla. Acto seguido, me extiende el documento para que lo lea y lo firme.

Unos minutos después de eso, el oficial se despide de nosotros y asegura que tratará de darle seguimiento al asunto. Alejandro y yo sabemos que no será así. Que no habrá seguimiento alguno, porque no hay sospechoso tangible a quien incriminar...

El suspiro largo que brota de los labios de Alejandro hace que mi atención se pose en él. Su cabello —usualmente desordenado— luce como un nido enredado y sin sentido; su perfil anguloso no hace más que acentuar la delgadez de su cuerpo, y la postura derrotada de su cuerpo, solo consigue hacer que luzca como un niño indefenso. Como un chiquillo que ha perdido a su madre en el supermercado.

—No tengo idea de cómo demonios voy a hacer para pasar el semestre sin toda la información que tenía en esa computadora —Alejandro dice, en un murmullo ronco y angustiado.

La culpabilidad incrementa en mi interior.

—Yo tampoco tengo idea de cómo diablos voy a salir del problema en el que acabo de meterme —digo, en voz baja y ronca, al tiempo que poso la vista en la calle.

No hablo solo del semestre o de la biografía de Editorial Edén, pero Alejandro no lo sabe. Dudo que algún día lo haga.

—¿Crees que Victoria hable en serio y vaya a marcharse? —Alejandro pregunta y su tono suena tan angustiado, que me obligo a mirarlo.

—No —digo, porque es cierto—. Solo está furiosa y asustada. Como todos nosotros. Dale tiempo y verás cómo le cambia la perspectiva.

La vista de Alejandro se clava en el suelo y noto como aprieta la mandíbula.

—Hace unas noches nos besamos.

¿Qué?...

—Estaba borracha. Y yo... —niega con la cabeza—. Yo solo...

—¿La besaste? —sueno acusatoria, a pesar de que trato de no hacerlo. Es solo que me molesta la idea de él, aprovechándose de una Victoria vulnerable.

—Ella me besó a mí.

Su declaración me saca tanto de balance, que me quedo muda durante un largo rato. En ese momento, la vista de mi compañero de cuarto se posa en mí. La sonrisa triste y amarga que se apodera de sus labios no hace más que estrujarme el pecho.

—Sí. A mí también me parece increíble —dice.

Yo, de inmediato, niego con la cabeza.

—Nunca he dicho que me parezca increíble —digo, pero mi tono aturdido me delata.

Él se encoge de hombros.

—Pero igual lo pensaste —dice—. Y está bien. Quiero decir, ¿quién en su sano juicio creería que una chica como ella se fijaría en alguien como yo?

Le regalo otra negativa.

—Alejandro, no digas esas cosas. Eres un chico...

Él hace un gesto desdeñoso con la mano, al tiempo que rueda los ojos al cielo.

—Ahórrate las palabras para subirme la autoestima —masculla—. Yo... Yo solo lo traje a colación porque me da miedo que lo que ocurrió hoy sea solo un pretexto para alejarse de mí. Que sea solo su manera de decirme que lo que ocurrió fue solo un desliz y que quiere poner cuanta distancia se posible entre nosotros.

Me mira con aprehensión y un destello de tristeza me atraviesa de lado a lado solo porque luce miserable. Porque luce realmente preocupado.

—¿Crees que eso sea realmente lo que ocurre? ¿Crees que quiera marcharse por lo que pasó? —la ansiedad que se filtra en su tono me estruja el pecho, pero niego una vez más.

—Victoria no parece ser del tipo de chica que huye de sus problemas. Estoy segura de que, si se sintiese incómoda cerca de ti por lo que pasó entre ustedes, te lo diría —digo, porque realmente lo creo de esa forma.

—Eso espero —musita, en medio de un suspiro largo y cansado—. De verdad, eso espero.

Estoy a punto de replicar. Estoy a punto de asegurarle que Victoria solo hablaba en el calor del momento y que realmente no planea buscar otro lugar donde vivir, cuando mi compañero de cuarto hace un gesto de cabeza hacia abajo —hacia la calle.

De inmediato, vuelco mi atención hacia donde él indica, solo para encontrarme con la visión de un bonito y familiar coche color negro, aparcándose justo en el espacio designado para nuestro departamento.

—¿Ese de ahí no es el coche de tu novio el rico? —Alejandro masculla y yo, de inmediato, tengo que tragarme las ganas que tengo de decirle que «rico» sería el último adjetivo que utilizaría para describir a Gael.

—No es mi novio —miento entre dientes y mi compañero suelta una risita ronca.

Mi vista sigue clavada en el automóvil, del cual, Gael está descendiendo. Viste unos vaqueros y una playera de mangas largas; cosa que me saca de balance por completo. Estoy tan acostumbrada a mirarlo siempre vestido como el empresario que es todos los días, que tener esta visión suya tan diferente, me confunde y me aturde de sobremanera.

—¿Es tu amante millonario entonces?

—Vete al demonio —mascullo y él suelta otra pequeña risotada.

—Será mejor que entre al departamento antes de que quiera molerme a golpes como la vez del antro —dice y, sin darme tiempo de decir nada, desaparece en el interior del lugar en el que vivimos.


A Gael apenas si le toma unos instantes subir los escalones que separan el estacionamiento de nuestro piso y, en el momento en el que sus ojos y los míos se encuentran, deja de avanzar.

Una sonrisa confundida y extrañada se desliza en sus labios.

—Luces como si hubieses visto a un fantasma —dice y la oleada de culpabilidad, pánico y terror que se había mantenido a raya durante apenas unos momentos, regresa con violencia.

Me aclaro la garganta y trato de esbozar una sonrisa.

«Hola» para ti también —digo, con la voz enronquecida por la cantidad abrumadora de emociones que me invaden.

—Lamento la demora —se disculpa—. Tuve que esperar a que Almaraz dejara a mi padre en su oficina para que me llevara el coche a casa y poder venir. Ya me ha contado lo que pasó. Lo siento muchísimo, Tam.

Niego con la cabeza, al tiempo que la aprehensión incrementa.

—Créeme que yo lo siento más —digo, mientras desvío la mirada, solo porque no soy capaz de verlo a los ojos. Solo porque no soy capaz de enfrentarlo como es debido.

¿Cómo demonios voy a decirle que en esa computadora hay un documento que puede destruirle la existencia? ¿Cómo voy a decirle que yo escribí ese maldito documento?...

—Te compraré una computadora nueva —Gael dice y yo niego con la cabeza.

—Puedo comprarme una computadora. Gracias —espeto.

De pronto, ni siquiera por qué me siento así de molesta. Así de irritada...

—Tam, no lo decía por eso y lo sabes.

Mis ojos se cierran con fuerza y tomo una inspiración profunda para tranquilizar mis nervios alterados.

—La computadora es lo de menos —digo, una vez que dejo escapar el aire con lentitud—. Lo que realmente me angustia es lo que tenía en ella —sacudo la cabeza con una negativa frenética—. Todos mis trabajos escolares, mis proyectos personales, la biografía de Editorial Edén....

«La novela que escribí sobre tu vida y el documento que empecé a redactar para David Avallone...».

—Estoy seguro de que, si hablas con tus profesores y les llevas una copia de la denuncia formal, van a darte oportunidad de entregar tus trabajos después —me alienta—. En cuanto a lo que la biografía atañe, no te preocupes. Yo hablaré con Román para que te den más tiempo para entregarla.

Mi mandíbula se aprieta otro poco.

—Es que no es tan sencillo como eso —refuto, con frustración y ansiedad en la voz.

—Tam, estás ahogándote en un vaso de agua. Solo...

—¡Es que no lo entiendes! —suelto, con más violencia de la que espero—. ¡No tienes idea de la mierda en la que me he metido!

—Tam, preciosa, escúchate... —Gael trata de llegar a mí, pero me aparto antes de que pueda ponerme las manos encima.

No... —digo, cuando trata de alcanzarme una vez más y él se detiene al instante.

Yo lo agradezco, porque, ahora mismo, no quiero que me toque. No, cuando necesito armarme de valor para decírselo todo. No, cuando me siento así de miserable. Así de culpable y angustiada.

—Tam, ¿qué ocurre? ¿Qué no me estás diciendo? ¿Qué pasa?

Mis palmas se presionan sobre mis ojos en ese momento y trato, desesperadamente, de no perder la compostura. De no perder los estribos debido a la ansiedad que me invade.

Lágrimas llenas de impotencia, dolor, vergüenza y desasosiego me inundan los ojos en ese momento, pero, a pesar de todo, me obligo a encararlo. Me obligo a apartarme las manos de la cara para mirarlo.

—Gael, lo siento tanto... —suelto, en un susurro tembloroso y débil.

La confusión y la preocupación tiñen la mirada del magnate.

—¿De qué hablas, Tam? ¿Qué pasa?

Mis dedos temblorosos se enredan entre las hebras de mi cabello y las echo hacia atrás para que no me caigan en la cara.

—No quiero que me odies —suelto y sueno patética y lastimosa.

—Tamara, me estás asustando... —Gael pronuncia, al tiempo que se acerca hacia mí y me acuna la cara entre las manos. Esta vez, no lo aparto. No hago nada por retirar su toque de mi cuerpo.

Necesito decírselo todo. Si no lo hago ahora, nunca voy a poder estar tranquila. Nunca voy a poder vivir en mi propia piel.

—Gael, yo...

El sonido de su teléfono llena mis oídos y una palabrota escapa de sus labios.

Acto seguido, me deja ir y rebusca en sus bolsillos por el aparato. En el instante en el que su vista se encuentra con la pantalla, su semblante cambia por completo. Incluso, algo en su expresión se vuelve sombrío y extraño.

En ese momento, y sin importarle el hecho de que estoy aquí, al borde de un colapso nervioso, hace un gesto para que lo excuse y baja un par de escalones antes de responder.

La conversación que mantiene con la otra persona en la línea se lleva a cabo con casi puros monosílabos. Incluso, las pocas oraciones que utiliza para hablar, son vagas y no dicen nada claro respecto a lo que sea que esté tratando por teléfono.

Poco a poco, la irritación se abre paso en mi cuerpo como la humedad y, sin que pueda evitarlo, me siento relegada. Dejada a un lado en un momento tan importante.

No puedo creer que estuve a punto de contárselo todo y él prefirió responder una llamada telefónica. No puedo creer que haya preferido atender que escuchar lo que tengo que decir...

—No hagas nada —Gael suena glacial mientras habla con su interlocutor—. Hoy mismo lo arreglo.

La otra persona responde algo que no soy capaz de escuchar y el gesto de Gael se endurece otro poco.

—Ya te dije que hoy mismo lo arreglo —Gael suelta, con brusquedad y, luego de eso, aguarda otro largo momento antes de responder—: Sí. Adiós.

Acto seguido, finaliza la llamada y alza la vista para encararme.

—Tengo que irme —anuncia, sin más y el pequeño coraje que empezaba a formarse en mi interior, se potencializa y se vuelve insoportable en cuestión de segundos.

—Gael, tengo que hablar contigo sobre...

—Tamara, ahora no —Gael me corta de tajo, y el tono que utiliza es tan duro, que doy un respingo en mi lugar—. Ahora tengo que ir a resolver algo. Te llamo luego, ¿vale?

Humillación, vergüenza, enojo... Todo se arremolina en mi interior y me escuece las entrañas; sin embargo, me las arreglo para mantener mi gesto inexpresivo cuando le sostengo la mirada por un largo momento.

Él, a pesar de eso y del coraje que estoy segura de que puede ver en mis facciones, me regala un asentimiento y un escueto: «nos vemos luego» antes de echarse a andar escaleras abajo.



~*~



Han pasado cinco días desde la última vez que vi a Gael —desde la última vez que hablé con él—. Hace tres que le llamé sin obtener respuesta alguna y dos que le mandé un mensaje de texto que, según la aplicación de los mensajes instantáneos, ni siquiera ha abierto.

Nuestras vacaciones improvisadas, por obviedad, han sido canceladas por completo y la felicidad momentánea que experimenté, se ha ido diluyendo poco a poco con el transcurso de los días.

No sé dónde esté Gael o qué esté haciendo ahora mismo; pero, a estas alturas del partido, he perdido todas las esperanzas de, algún día, estar en un punto neutral con él. En un punto neutral con la situación en la que nos metimos al poner los ojos el uno en el otro.

Ya ni siquiera espero salir bien librada de todo esto. Incluso, el mensaje que le envié solo fue para decirle que tengo qué hablar con él y que es muy importante que lo hagamos lo más pronto posible. No para intentar rescatar algo de lo que tenemos.

Así, pues, he decido que, si el día de hoy a las seis de la tarde no tengo respuesta suya, iré a su casa a montar guardia hasta que se digne a dar la cara y me permita confesarle todo lo que he hecho por proteger a los míos.


En cuanto a lo que mi computadora se refiere, he perdido ya total esperanza de recuperarla. Afortunadamente, en la escuela los profesores me han dado la oportunidad de entregar todos mis trabajos una semana después de la fecha que se ha fijado para el resto de mis compañeros.

En la editorial también se han portado de maravilla conmigo. El señor Bautista, incluso, me ha dado permiso de llevarme a casa una de las computadoras de escritorio de una de las oficinas, y me ha facilitado los archivos que le he estado enviando a manera de reportes bimestrales del proceso de la obra.

Me ha dicho que todo está listo para mandar a imprimir la biografía. Que, incluso, ya un corrector ha empezado a trabajar en los adelantos bimestrales y que, en cuanto tenga la última parte lista, la publicación del libro estará a la vuelta de la esquina.

A pesar de todo esto y de la suerte y comprensión que he tenido por parte de todos a mi alrededor, no puedo dejar de sentirme inquieta e intranquila. No puedo dejar de sentirme agobiada por los estúpidos archivos que no eliminé de mi computadora y que podrían suponer la destrucción total de Gael Avallone.

Sé que no voy a estar en paz hasta que se lo diga todo. Sé que no voy a poder vivir conmigo misma hasta que no le cuente toda la verdad. Es por eso que esta tarde iré a su casa.

A estas alturas, ya ni siquiera me importa si me odia. Tengo que decírselo todo. Así eso implique que tenga que cargar con su desprecio sobre los hombros el resto de mis días.


Una pequeña palmada en mi hombro me hace dar un salto en mi lugar. Mi atención de inmediato se posa en la figura que se encuentra de pie detrás de mí y un suspiro aliviado se me escapa cuando la imagen de mi mejor amiga me recibe.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —dice, en voz baja, con una sonrisa divertida pintada en los labios.

Le dedico una mirada irritada al tiempo que retiro el libro —ese del que estoy tomando información— de la fotocopiadora.

—Sí —digo, al tiempo que cierro el ejemplar grueso y pesado, antes de depositarlo sobre la máquina y retirar las hojas impresas de la bandeja de salida. Entonces, las ordeno un poco—. ¿Tú? ¿Conseguiste información sobre lo que buscabas?

Ella asiente con entusiasmo, al tiempo que me muestra los libros que abraza contra su cuerpo.

—Con esto podré hacer el análisis que nos pidieron para la clase de filosofía —sonríe, satisfecha—. ¿Nos vamos, entonces?

Es mi turno para asentir.

—Solo déjame llevar esto a su lugar —alzo el libro del que estaba tomando algunas cosas.

Mi amiga asiente y, sin decir nada más, me encamino entre las estanterías de la biblioteca de la universidad, solo para dejar el tomo justo en el lugar del que lo tomé.

Acto seguido, nos encaminamos juntas hacia la salida del edificio.

Son casi las tres de la tarde y la última clase que tuve fue hace tres horas; es por eso que, una vez fuera la construcción anexa al campus, mi amiga y yo nos dirigimos hacia la salida del lugar.

Fernanda parlotea acerca de lo mucho que espera que este semestre le vaya mejor que en el anterior y yo la escucho con una sonrisa suave pintada en los labios.

Siempre —cada fin de cursos— dice lo mismo. Es muy dada a dramatizar cuando sus calificaciones no son lo que espera, a pesar de que nunca son malas. Sin embargo, a estas alturas del partido, ya ni siquiera me molesto en intentar convencerla de que no hay absolutamente nada de malo con las notas que tiene ahora mismo.

La conversación que mantenemos es ligera y casual, y lo agradezco. Lo agradezco porque normalidad y ligereza es lo único que necesito ahora mismo. Es lo único que le pido al universo en este momento.

Al salir a la avenida principal, mi vista, por acto reflejo, recorre todo el lugar.

Es en ese preciso instante, cuando lo noto...

Mi corazón da un vuelco furioso en el momento en el que me percato de su presencia y un puñado de piedras cae dentro de mi estómago cuando él se percata de la mía.

He dejado de escuchar a Fernanda.

He dejado, incluso, de caminar.

Mi vista está fija en la figura que ha empezado a abrirse paso entre los estudiantes que charlan sobre la acera y yo, por instinto, quiero echarme a correr en dirección contraria a la que viene.

—¿Tamara? —mi amiga pronuncia, confundida, pero yo no puedo mirarla. No puedo hacer otra cosa que no sea mirar como Almaraz camina hacia mí con expresión contrariada.

—Almaraz... —su nombre brota de mis labios cuando está lo suficientemente cerca como para escucharme y noto como su gesto se descompone al instante.

—Señorita Herrán —dice, pero suena horrorizado—, ¿sería tan amable de acompañarme, por favor?

En ese instante, la alarma se enciende en mi sistema.

—¿Le ocurrió algo a Gael? —la pregunta suena melodramática incluso a mis oídos, pero es lo primero que me viene a la mente al ver la expresión que lleva en el rostro.

—No —Almaraz replica de inmediato—. El joven Avallone se encuentra perfectamente... Pero de todos modos necesito que me acompañe.

Mi ceño se frunce en confusión.

—No entiendo...

—Es el señor David quien me ha enviado —me corta de tajo y el pánico se detona en mi interior en cuestión de segundos.

Niego con la cabeza.

—Yo no tengo absolutamente nada qué hablar con ese hombre —digo, horrorizada y ansiosa.

Almaraz me mira con una aprehensión que me envía al borde de mis cabales. Con una súplica que hace que mi corazón se estruje con violencia.

—Señorita Herrán, se lo ruego —pide—. Acompáñeme, por favor.

—No —refuto, decidida—. Dígale a ese hombre que no tengo nada de qué hablarle.

Almaraz aprieta la mandíbula.

—Señorita, si no me acompaña, va a despedirme —dice, y la manera en la que pronuncia esas palabras, me hace saber que, para David Avallone, la palabra «despido» es equivalente a la destrucción total que puede ejercer en una persona.

Aprieto los dientes con fuerza.

—De ninguna manera voy a poner un pie en su casa —digo, pero no sueno tan certera como hace unos instantes.

Almaraz, en ese momento, echa un vistazo ansioso en dirección al bonito coche color plata aparcado en un espacio prohibido.

—El señor Avallone se encuentra arriba del coche —dice, cuando me encara.

Mis ojos se posan en el vehículo y un nudo de ansiedad se forma en la boca de mi estómago.

—No voy a subirme a ese auto —suelto, tajante.

—Señorita...

—No —lo corto—. No voy a hacerlo. Si quiere hablar, que baje y hablemos aquí.

Almaraz cierra los ojos con fuerza, con terror pintándole las facciones, pero asiente cuando me mira una vez más.

Entonces, se echa a andar en dirección al automóvil.

Acto seguido, abre la puerta trasera del vehículo y se agacha para —asumo— hablar con David.

—¿Qué le ocurre a ese sujeto? —mi amiga suelta, medio confundida y medio preocupada.

Estoy a punto de responderle, cuando mi teléfono empieza a sonar.


Durante unos instantes, considero la posibilidad de ni siquiera mirar el aparato porque que es David quien está llamándome; sin embargo, al cabo de unos segundos decido responderle. Decido escuchar lo que sea que tenga que decirme, solo para contárselo a Gael más tarde.

—¿Sí? —respondo inmediatamente después de presionar el botón de llamada.

—Buenas tardes, Señorita Herrán —David suena afable y burlón, y quiero colgarle en ese momento.

—¿Qué es lo que quiere? —sueno irritada y asustada al mismo tiempo.

—¿Es así como quiere que sea el trato entre nosotros, Tamara? ¿Tan carente de educación?

—¿Quiere, por favor, dejarse de estupideces y decirme qué carajos necesita?

Una risa resuena del otro lado del auricular.

—¿Por qué tanta agresividad, Tamara? —dice—. Yo solo he venido a hacerle un favor.

Es mi turno para reír. Mi carcajada, sin embargo, es amarga en comparación con la suya.

—¿Qué clase de favor puede hacerme usted a mí? —refuto.

—Vine a contarle aquello que mi hijo se ha rehusado a decirle —dice—. Apenas descubrí que no lo ha hecho. A él mismo se le ocurrió decírmelo esta mañana. Es por eso que he venido a desenmascararlo. Porque, usted, señorita Herrán, merece saber la verdad. Merece saber con qué clase de persona estás tratando.

—Ahórreselo todo —digo—. No me interesa en lo absoluto saber más de lo que sé.

—¿Está segura de ello?

—Completamente.

Otra carcajada se le escapa en ese momento.

—Es tan obstinada, que me dan ganas de dejarlo todo así, y que usted misma lo descubra; pero no puedo hacerle eso. Mi deber moral y mi consciencia me exigen que le hable claro, así que, así no quiera creerme o no quiera escucharme, igual lo diré. Usted sabe si se quedas aquí a averiguar lo que voy a decirle o se marcha —hace una pequeña pausa, a la espera de mi respuesta; pero, cuando no la tiene, continúa—: Tamara, considero que es justo que lo sepa. Considero que es más que necesario que se entere que mi hijo tuvo una criatura con una mujer hace unos años.

—Eso ya lo sabía —refuto, aliviada.

—Ya lo sabe... —suelta, con aire encantado y eso solo incrementa las ganas que tengo de colgarle al teléfono.

—Ya lo sé —reitero y él suelta otra risotada.

—Supongo, entonces, que sabe que la mujerzuela con la que lo tuvo lo está chantajeando con mostrar al bastardo al mundo si no le da un par de millones —dice y toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies.

«¿Mostrarlo? ¿A qué se refiere con mostrarlo?».

—¿Mostrarlo?...

—¿Es que acaso no he sido claro?

—¿Su hijo vive? —pronuncio, ignorando la condescendencia con la que me habla.

—¿Por qué no habría de...? —David Avallone se detiene justo a la mitad de la pregunta—. Oh... Ya entiendo —la satisfacción tiñe su tono—. Le dijo que su hijo estaba muerto, ¿no es así?

—¿N-No lo está?

—Oh, por supuesto que no, cariño —David se burla—. Santiago está vivo. Está vivo y vive en España, con su madre y su abuela materna.

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