Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 14

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By Kryoshka


Abismo era más grande de lo que podría haber imaginado. A través del ventanal que estaba en la pared lateral de la habitación, se podían observar los extensos kilómetros de terreno vacío que había en el exterior. No existían árboles, matorrales, flores ni casas más allá de la construcción que nos albergaba. Sólo ese oscuro vacío nocturno que podría haber sido infinito.

Cuando Zora fue a verme para entregarme comida, que parecía ser lo único que me devolvía la energía, estuve tentada a preguntarle dónde estaba el fin de ese abismo. No obstante, comprendí que habría sido demasiado sospechoso interesarme por la salida de inmediato.

No sabía cuántas horas llevaba allí dentro, encerrada en aquel dormitorio, pero estaba segura que habían pasado más de diez horas. No tenía sueño, no tenía dolor, no tenía cansancio; sólo tenía el desesperado deseo de volver con mis padres lo antes posible. Debía averiguar el paradero de mi madre, la forma de salir de allí y, también, una manera de destruir a los monstruos que me mantenían cautiva.

Nate no había vuelto a aparecer en la habitación. Zora, por el contrario, había estado allí más de cinco veces durante las últimas horas. Me llevaba comida, agua y ropa limpia. Me explicó que estábamos en otra dimensión, y que tenía que adaptarme al clima frío, así como también a la constante oscuridad. Me enseñó una pequeña lista con los lugares que podría visitar más adelante, y también una lista con los nombres de los murk más relevantes en Abismo. Cocineros, herreros, entrenadores, científicos, médicos..., no recordaba ninguno.

Lo único que quería era salir y averiguar qué había más allá de esas paredes, pero no se me estaba permitido.

Me alejé de la ventana, con la mano aferrada al collar que colgaba de mi cuello, y fruncí el ceño. La desesperación estaba consumiendo mi último pedazo de paciencia, como un lobo a un trozo de carne. No quería estar encerrada ni un sólo segundo más. No lo soportaba.

Había estado los últimos minutos repitiéndome a mí misma que salir sin permiso sólo avivaría las sospechas de mi engaño, que tenía que quedarme allí, esperando mi oportunidad para salir. Sin embargo, la angustia terminó convenciéndome de todo lo contrario.

Quizá era mi subconsciente, la soledad..., pero me dije que ser una sumisa obediente era el peor error que podía estar cometiendo, y me convencí.

Yo no era así, nunca fui así, serlo de forma repentina era la prueba que necesitaban para saber que todo era mentira. Si yo hubiera perdido la memoria, si de verdad hubiera perdido la memoria, habría salido a espiar mucho tiempo atrás. Esa era la realidad, porque mi testarudez era lo que más me caracterizaba.

Así que... eso haría.

Me acerqué a la puerta de la salida y comprobé lo que tanto temía. Estaba cerrada con llave. Apreté la mandíbula, con ímpetu, y pateé el grueso metal con la punta de mis botas. Un intenso dolor se extendió por mis nervios, pero lo ignoré con una mueca de disgusto y caminé hasta el enorme armario que había en el fondo de la habitación.

Éste era grande, de madera, y estaba lleno de planos incomprensibles que alguien había pegado a la ligera. Abrí las puertas y metí mis manos en el interior. Me sorprendí cuando me encontré con la ropa y pertenencias de alguien más. Ropa masculina, limpia y organizada, zapatos, armas y cajones que parecían de importancia.

Cogí una daga, me la guardé en el interior de la manga de la chaqueta, y comencé a hurgar entre las demás cosas. Me pregunté a quién pertenecían aquellas chaquetas, armaduras, vainas, camisetas y pantalones. La mayoría de la ropa era negra y de calidad. Se notaba el toque masculino en cada prenda, el aire grotesco, el olor a guerra.

Me agaché y abrí una de las cajas que estaban en la base del armario, entre las botas y zapatillas de cuero artificial. Dentro, de manera desordenada, había papeles, notas, trozos de madera, bolsitas de tul, una daga y, muy en el fondo, una muñeca de género.

Era como un botín de suvenires.

Primero cogí la daga dorada y la giré entre mis dedos. La empuñadura tenía la forma de una pluma, y en la hoja había una nota grabada. «Non omnis moriar». Entrecerré los ojos, escrutándola, y luego la dejé de lado. Enseguida, tomé la muñeca de trapo y la acerqué a mi nariz. Olía a sangre y a polvo. No tenía ropa, nariz, boca u ojos. Sólo era una forma humana con un escaso e irregular cabello de lana. Casi resultaba terrorífico.

Volví a meter la muñeca dentro de la caja y seguí buscando. Abrí otros baúles, carpetas y archivos, pero no encontré nada que me diera información de Abismo o sirviera para abrir la puerta de la habitación. Dejé todo en su lugar, resignada, y me acerqué a otros muebles de la habitación, sin embargo, tampoco hallé la llave que esperaba encontrar.

Volví a acercarme a la puerta y me mordí el interior de la mejilla.

Estaba impotente. Esperaba salir de buena manera, sin dejar destrozos exagerados, pero iba a ser imposible conseguirlo. Mi única opción era destruir la cerradura, aunque eso significara llamar la atención de Nate.

Agarré la manilla, sintiendo el frío metal enfriar mi piel, y la giré hasta que sus diminutas piezas se rompieron para abrirme el paso. Respiré hondo, fuerte y prolongado, y salí al exterior.

El aire me llegó de golpe en la cara. Era fresco y menos denso que el que había en el interior. Me sobé los brazos, de forma inconsciente, y miré el extenso pasillo que se extendía frente a mí. Estaba vacío, con una iluminación escasa e insegura. Avancé por el, sin dejar de pensar en la daga que había bajo mi chaqueta, y apoyé la mano izquierda en la pared.

En el trayecto no encontré habitaciones, puertas ni ventanas, todo era sólido y liso. Cuando llegué al final del pasillo, me topé con una pequeña escalera en espiral que nacía en el piso y se enroscaba hacia abajo. La observé en silencio, con temor y sospecha, como si se tratara de una babosa gigante.

Sabía que, lo más probable, cuando bajara, me encontraría con una multitud de murk armados y a la defensiva. Lo primero que harían al verme sería detenerme, amarrarme y llevarme con Nate. Mi orgullo me obligaría a golpearlos, y entonces todas las sospechas de que mentía se encenderían hasta convertirse en un incendio rojo y poderoso, imposible de apagar.

No obstante, quedarme allí tampoco estaba entre mis posibilidades. Ya había robado un arma, ya había roto la chapa, encontrarme dentro de la habitación, tranquila, sería tan sospechoso como gritar el nombre de mis padres. Era mejor para ellos encontrarme afuera, y saber a qué había salido.

Encogiéndome de hombros, bajé el primer escalón y comencé a descender con todo el sigilo que me era posible. Le di dos vueltas a la escalera, entre encorvada y derecha, y me incliné sobre la barandilla para mirar hacia abajo. Di un respingo cuando divisé al primer murk en la base de la escalera, vigilando su entorno con aspecto cansado. Me llevé la mano al pecho, para disminuir mi agitación, y me mordí el interior de la mejilla.

Tenía dos opciones: volver o seguir. Entre las dos, estaba claro cuál era la que me convenía.

Mirando hacia abajo una última vez, me encaramé sobre la barandilla de metal negro y salté hacia el otro lado. De frente a la espalda del murk, me afirmé de los bordes, apoyé mis pies en los puntos exactos, y descendí como una araña por su tela. Mis botas se resbalaron, en un punto u otro, pero cuando llegué a la superficie, el guardia aún no se había percatado de mi presencia. Al parecer, estaba demasiado cansado como para prestarle atención a un leve crujido.

Respiré aliviada y miré los dos caminos a los que podía acceder. Izquierda o derecha. Era una elección sin bases, sin excusas, así que giré a mi derecha y avancé agachada hasta que mi cuerpo se perdió en la oscuridad. Casi me pareció oír la voz del murk llamándome, alertando a sus compañeros, pero no. El murk no me había escuchado.

[...]

No sabía cuánto tiempo llevaba así, ocultándome entre los pasillos, abriendo habitaciones, bajando escaleras, inspeccionando el entorno, esquivando murk despistados y buscando a mi madre.

Más de una vez había mirado mi antebrazo y me había planteado la idea de cortarle el cuello a los hombres y mujeres que encontraba a mi paso; llegar hasta Nate y obligarlo a devolverme a mi madre. Sin embargo, la cordura que todavía no me abandonaba sabía que era un mal plan.

Las paredes del pasillo por el que caminaba eran grises y brillantes. La luz era clara, para mi mala suerte, y colgaba del techo en finas gotas de cristales que portaban energía lumínica. Estaba segura que no correspondía a la electricidad que utilizábamos en Heavenly, pero tampoco imaginé de dónde más podrían haber sacado esa luz.

Pasé la mirada por las puertas, los vectores que había en ellas, las chapas de bronce, y entorné los ojos. Un estremecedor escalofrío me recorrió la piel cuando mis ojos se toparon con una puerta entreabierta, descuidada, a la deriva, al fondo del pasillo.

Me llevé una mano al collar de mi madre y apegué mi cuerpo a la pared que estaba en mi costado.

Con lentitud, di un paso al frente y avancé con sigilo. Pretendía espiar aquello que había en el interior de la habitación, ver si se trataba de mi madre, ver si se trataba de Reece, sin embargo, me quedé detenida cuando divisé un murk desconocido deslizándose hacia la salida.

Se movía con rapidez, con dos armas en sus manos, sin mirar nada más que aquel punto en la salida.

Mis sentidos funcionaron a toda velocidad, atando nudos dentro de mi cuerpo. Sin saber qué más hacer, agarré la cerradura de la puerta que había junto a mi hombro y me metí en el interior del cuarto. Fue una reacción estúpida y desesperada, pero me negaba a ser descubierta todavía. Con la espalda pegada al metal, cerré los ojos, respirando agitada.

Entonces lo oí.

—... después de la muerte.

Nate.

—No me importa, eso no es lo que quiero para mí.

Reece.

Me llevé las manos a la boca, temblorosa, y abrí los ojos para ver lo que había frente a mí.

Estaba en una reducida sala iluminada y limpia. El aire olía a oleos, pintura, alcohol, pegamento y sangre mezclada. Por las paredes, múltiples obras de arte se extendían sin ningún orden o control. No tenían protección ni cristales; eran simples hojas que colgaban de un hilo fino y claro que cruzaba el techo. Dibujos de Reece. Sentimientos de Reece. Recuerdos de Reece. Oscuridad, soledad, sangre, áticos, armas y guerra.

Una sensación dolorosa se estrelló contra mi complexión, como una ola de mar salado. Quise agarrar las pinturas que me rodeaban y romperlas, destrozarlas, como si de esa manera el dolor que emitían pudiera desaparecer. No obstante, me quedé de pie en la entrada, inmóvil, con los ojos clavados en la puerta abierta que había más allá de aquella secuencia dolorosa.

Las voces provenían de allí.

El causante de mi dolor estaba allí.

—Lo único que quiero saber es por qué me conoce —dijo Reece, a la defensiva. Había indiferencia en su voz, pero la preocupación bajo ella era palpable—. Sé que soy atractivo, pero no creo que sea motivo suficiente para que me haya mirado de esa manera.

¿Estaba hablando de mí?

—No, no es motivo suficiente —aclaró Nate—. Tú la protegiste por mucho tiempo, Reece. Ustedes combatieron juntos para el gobierno de la Tierra. Ella se enamoró de ti y, por lo que veo, tú también te enamoraste de ella. Es normal que una parte de ti la recuerde.

—¿Enamorado? ¿De una chica que defiende a las mismas personas que detesto? —Hubo una pausa—. ¿Te sientes bien? ¿No quieres que llame a un médico?

Sentí que a mis pulmones les faltaba el aire.

—Ella fue manipulada, Reece —replicó Nate—. Yo lo sé, y una parte de ti también lo sabe. Le regalaste una muñeca, dibujas su rostro en la tierra del piso cada vez que vas a una misión, gritas su nombre mientras duermes... La amas. Podrás perder la memoria un millón de veces, pero siempre volverás a enamorarte de ella.

—¿Amor? —cuestionó Reece—. ¿Qué clase de arma mortal es esa?

—La que veo en ti cada vez que escuchas su nombre, cada vez que la miras, cada vez que la dibujas...

—Ah, basta —contestó Reece con indiferencia—. Estamos conversando, no en un recital de poemas.

—Sólo trato de decirte lo evidente —comentó Nate—. Tú la amas y, aunque ella no te recuerde, sé que también te amará otra vez. Así funciona el amor, Reece. Es eterno, y tú tienes la oportunidad de vivirlo junto a ella cuando construyamos un mundo mejor. —Un largo silencio se apoderó de sus palabras—. Sé que tienes miedo. Sé que mostrar debilidad ante una persona te aterra. Es normal después de todo lo que has pasado. Pero no la culpes a ella. No la castigues por los errores de los demás.

—¿Terminaste?

—Negarlo no te hará más fuerte.

—Soy sensato, que es distinto —contestó Reece—. Enamorarse de alguien herido, dañado y moribundo no te llevará a ninguna parte. Ese es el peor error que puedes cometer, tanto como besar a una serpiente venenosa. Yo estoy siendo sensato, y eso es algo que tú no puedes comprender.

Me llevé las manos al estómago, agitada de forma repentina, y doblé mi cuerpo en dos. Las palabras de Reece me estaban congelando. Había tanto desdén, tanta indiferencia, tanta insensibilidad, que me destrozaba. Poco a poco, él me mataba, y yo no tenía ningún escudo para defenderme. Aunque estaba consciente de que ya no le importaba, siempre lograba herirme un poco más.

Reece era un virus incurable.

Peligroso.

Un problema.

Enderezándome, me volteé hacia la puerta que había en mi espalda y la traspasé con un silencio ominoso. No me importó ser descubierta por alguien del exterior. Ya había visto suficiente, ya había recorrido suficiente, y mi madre y la salida se negaban a acudir a mí. Eso era todo. No había ningún lugar a dónde ir. No había nada allí que me sirviera.

Estaba sola y perdida.

Recordé las lecciones de entrenamiento que me dio el gobierno y repasé las palabras de Dave: «Si ellos te atrapan, tu deber es morir. Esa es la mejor estocada que puedes darle a tu enemigo».

—Hey, señorita. —La voz de un hombre me hizo alzar la cabeza—. ¡Señorita! ¿Qué hace afuera de su habitación?

Un joven de cabello rojo estaba corriendo hacia mí. Me quedé observándolo en silencio, clavada en mi sitio, sin mover ni un sólo músculo.

El sujeto tenía el cabello rojo oscuro, los ojos verdes y la piel pálida, además de un atractivo rostro de muñeco de porcelana. Fue imposible no notar el parecido que tenía con Zora, la murk pelirroja. Era ella, pero en una versión más alta, más musculosa, más lejana.

¿Hermano, hijo, padre o abuelo? Era difícil saberlo cuando se trataba de aquellos seres.

—Señorita... —repitió el joven cuando llegó a mi lado—. No debería estar... ¿Qué le sucede? ¿Por qué tiene esa expresión?

¿Acaso podía ver el dolor que había dentro de mi corazón? No, imposible. Era improbable que alguien fuera capaz de ver todo lo que estaba sufriendo. Ellos no lo entendían, y nunca lo entenderían.

Me llevé las manos a la cabeza, aturdida, negando con impaciencia.

—Quiero regresar a mi habitación.

El joven me observó con la boca abierta, asustado, y luego se acercó para agarrarme de los brazos. No había brusquedad en sus movimientos, sólo compasión y algo similar a la ternura.

—Venga conmigo —dijo—. Volvamos antes de que los demás se den cuenta.

[...]

—¿Por qué estaba afuera de su habitación? —preguntó Zora, de pie frente a la cama en la que me encontraba sentada—. Rompió la cerradura y se escabulló por los pasillos como si la tuviéramos secuestrada.

La miré en silencio, sin decir nada, y me encogí de hombros.

Luego de dejarme en mi habitación, el pelirrojo salió de inmediato a buscar a Zora. Ni siquiera me dio tiempo para darle las gracias. Sólo se fue, dejándome sola junto a Zora, oyendo sus regaños como si fueran granadas explosivas. Ella no había mencionado la daga que sacó de mi chaqueta, y yo tampoco mencioné el hecho de que todavía no llamaba a Nate. Sin embargo, la tensión era palpable en el ambiente.

—¿Quién era ese chico? —pregunté—. ¿Tu hermano?

—Eso no es asunto suyo —replicó—. ¿Qué hacía afuera de su habitación? ¿Acaso no había acordado cooperar con nosotros?

—¿Quién es? —insistí.

—¿Por qué quiere saber?

—Curiosidad —susurré—. ¿Es tu hermano?

Zora hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Es mucho más que eso —gruñó—. Es todo lo que me queda. Sin él, yo no sería nada. Estaría muerta hace mucho tiempo.

—¿Y tus padres? —cuestioné—. ¿Dónde están?

—Muertos por culpa de los glimmer —contestó con brusquedad—. Ellos los asesinaron... por ser diferentes.

Entrecerré los ojos.

—¿Diferentes?

Zora sacudió la mano. Había desconsuelo en sus ojos esmeraldas, aflicción, pero ella lo oculto como si nunca hubiera estado allí. La expresión que empleó dejaba claro que no aceptaría más preguntas.

—No importa. Yo ya le respondí, ahora es su turno de hacerlo. ¿Por qué estaba afuera, deambulando por los pasillos? ¿Quería escapar?

—¡Claro que no! —exclamé, intentando recalcar la indignación que no sentía—. Yo sólo... estoy cansada de estar encerrada. Se supone que soy parte de ustedes, un integrante más, no una prisionera. Debería tener la misma libertad y derechos que los demás.

Zora cruzó los brazos a la altura de su pecho y se acercó a la cama. Se sentó en el otro extremo, allí donde deberían haber estado mis pies, como si no soportara la idea de tenerme cerca.

—Debe tener paciencia, pronto podrá salir al exterior —contestó—. Sé que esto es difícil para usted. No nos conoce, y está encerrada en un lugar donde no hay salida. Yo también tendría miedo y trataría de escapar. Es imposible confiar tan pronto en alguien, sobre todo después de lo que ha pasado. No obstante, aun así, debo pedirle que lo haga. Nosotros somos su familia ahora, y vamos a protegerla.

Me miré las manos, entrelazadas entre mis piernas, y me sorbí la nariz. Había adoptado la postura del loto, la posición más conocida de yoga, pero incluso así no podía relajarme. El deseo de fingir y decir la verdad se mezclaba, creando pensamientos confusos a mi alrededor.

—Pero ustedes también me consideran un arma, ¿verdad? —cuestioné con un hilillo de voz—. Si yo no fuera poderosa, y sólo fuera el Asplendor al que todos odian, ustedes no me ayudarían.

Zora ahogó un grito. No la estaba observando, pero oí la inhalación brusca de su cuerpo, el crujir en la cama, su incomodidad flotando en el aire. Mi respuesta la había acorralado contra la pared. Ella también lo sabía. Nate sólo me tenía ahí porque me necesitaba.

—Yo no la considero un arma, señorita —dijo, luego de unos segundos—. Usted es una persona y merece ser tratada como tal. Si usted no quiere luchar, nadie va a obligarla. Puede estar segura de eso.

—No creo que Nate piense lo mismo. —Tomé un cojín de los que estaban dispersos en la cama y lo puse sobre mi estómago—. Si yo opto por no luchar, él va a obligarme.

—Pensé que quería venganza. —Las palabras de Zora sonaban adoloridas—. Pensé que estaba feliz con esto.

—Sí, la quiero —afirmé—. Pero la quiero a mí manera, con mis reglas y restricciones. No soporto estar encerrada como una prisionera, viendo como los demás deciden todo lo que tengo que hacer. No es justo. No me siento libre así.

—Debe tener paciencia. —Zora se puso de pie y eliminó el espacio que nos separaba. De pie junto a mi cuerpo, se inclinó para tocarme la cabeza con sus dedos—. Esta situación es temporal. Pronto podrá salir y hacer todo lo que desee. Lo único que queremos es que se recupere, nada más.

Alcé la barbilla para mirarla.

—Ya estoy recuperada.

Zora apretó la mandíbula y se sentó a mi lado. De cerca, pude oler los distintos aromas que desprendía su cuerpo esbelto. Champo, una fragancia entre la manzanilla y la menta, jabón de almendras, ropa limpia y madera seca. La miré de lado, a la defensiva, y enterré los dedos en el algodón del cojín. Ella no notó mi incomodidad.

—¿Qué le parece si hacemos un trato? —preguntó con dulzura.

Fruncí el ceño.

—¿Un trato?

¿Qué trato podría querer ofrecerme ese monstruo?

—Si usted se queda aquí, y aguarda paciente, le prometo que en una semana podrá hacer todo lo que desee —explicó—. Podrá conocer Abismo, sus pasillos, sus habitaciones, sus integrantes, su exterior, y también podrá hacer una visita a la Tierra.

—No es cierto, Nate no lo permitirá.

—Yo me encargaré de eso. —Levantó una mano para apretarme la carne de la mejilla—. Sólo tiene que prometerme que será paciente. Si está aburrida, yo vendré a visitarla y jugaremos un rato. Si está estresada, le traeré un libro para que lea un rato. Pero tiene que ser paciente, eso es lo más importante.

Aparté el rostro, intentando no ser demasiado brusca. La piel me ardía allí donde me había pellizcado.

Sus palabras eran venenosas.

Parecía imposible que estuviera siendo tan amable. No iba a ganar nada a cambio de ayudarme. Era un monstruo, y los monstruos no tienen piedad. Traté de adivinar la razón oculta por la que me estaba ofreciendo ese trato, pero no encontré ninguna. ¿De verdad le importaba que fuera paciente?

—No lo sé —susurré—. ¿Qué ganas tú con todo esto? Debería darte igual que esté tranquila o desesperada. No es tu problema.

—Sí, lo es —refutó—. Cuando usted llegó a Abismo, Nate me pidió que la cuidara porque era la persona más apropiada para el trabajo. Conozco a los humanos, sé cómo se comportan, más que cualquier otro murk de aquí. Usted vivió como humana durante mucho tiempo, por ende, se comporta como una.

—¿Entonces soy tu misión? —Apreté el cojín con más fuerza—. Vaya manera de importarte.

—No sabe lo en serio que puedo tomarme una misión. —Zora me cogió de la muñeca y yo la aparté de un tirón. La miré asqueada; ella suspiró—. Me gustaría que pudiéramos ser amigas, señorita. Yo no tengo muchos amigos en Abismo. Si me lo permite, me gustaría que usted fuera la primera.

La observé, mitad horrorizada mitad sorprendida.

—¿No tienes ningún amigo? —indagué—. ¿Entonces por qué estás aquí?

—Ya conoció a Kum y a su amigo, debería imaginarlo —sostuvo—. Las personas no suelen sentir afinidad conmigo.

—¿Todos te tratan así? —Ella guardó silencio—. ¿Por qué? ¿Nate lo sabe?

—Detestan parte de lo que soy, además, tampoco aceptan que haya vivido durante tanto tiempo entre los humanos —declaró, agachando la cabeza con pesar—. Muchas veces me he sentido tentada a contárselo a Nate, pero es preferible que no lo haga. No soy participe de la violencia. No quiero que salga gente lastimada por mi culpa.

—¡Pero no es tu culpa! —exclamé desesperada.

Ella me miró con una sonrisa enternecida. Pequeñas arruguitas nacieron bajo sus ojos cuando sonrió. Se veía más viva, más humana.

—Es un agrado saber que se preocupa por mí, señorita.

Aparté la mirada avergonzada. El calor abrasador subió a mis mejillas cuando resoplé. Yo no estaba preocupada. Ella era un murk. Yo estaba impotente, que era distinto.

—No estoy preocupada —aseguré.

—¿Está segura? —Me pellizcó una mejilla—. ¿Segurísima?

—¡Auch! —Me aparté hacia un lado, rodando sobre la cama para quedar a varios centímetros de distancia—. ¡No hagas eso, Zora!

Ella rio. Su mirada cambió, de diversión a placer.

—Entonces acepte el trato.

De rodillas sobre el colchón de la cama, la observé cautelosa mientras repasaba en mi mente las cláusulas de nuestro trato. En realidad, no había mucho que repasar. Yo esperaba, y ella me ayudaba. Eso era todo. Un simple sacrificio por un bien mayor. Podría salir a la Tierra, y eso era lo único que importaba.

¿Por qué estaba siendo tan generosa?

La respuesta fue clara, aun sin repasarla.

—Está bien —acepté—. Pero debes prometer que no me dejarás sola.

A Zora se le iluminó la mirada. Sentada con la espalda y los hombros rectos, extendió su mano hacia mí. Tenía los dedos índice y corazón extendidos, era la forma de sellar un pacto.

—¿Trato? —emitió con emoción.

Estirando los mismos dedos que ella, junte nuestras yemas.

—Trato.

Su sonrisa se ensanchó, y yo respondí con la misma energía.

Ella quería que confiara en ella.

Hacerme creer en ella.

Sin embargo, yo planeaba todo lo contrario.

[...]

Me estaba acostumbrando a comer frutas y verduras.

Zora solía llevarme cantidades exorbitantes de comida a la habitación. Al parecer, ya estaba al tanto de mi apetito exigente. También me regaló un libro y una pequeña cajita donde podía oír una canción. Era música de arpa y violín, sin ninguna entonación, pero transmitía sentimientos y emociones que me habían dejado anonadada en cuanto la había escuchado.

Después de sellar nuestro pacto, ella reparó la chapa y yo me puse a dormir. No le mencionó a nadie mi arrebato, o el recorrido que hice por los pasillos de Abismo. De alguna manera, se las arregló para que nadie se enterara... O bueno, eso es lo que había tratado de hacerme creer. Yo no sabía cuántos murk lo sabían, pero estaba segura de que era imposible que no se lo hubiera mencionado a Nate.

Él era su líder, y yo era su esclava.

Había perdido la cuenta de las horas que me mantenía dormida, y las horas que me mantenía despierta. Mientras dormía, siempre soñaba con mis padres, Reece, Owen, Casper, Scott, cuervos, cadáveres y sangre. Mientras estaba despierta, Zora siempre estaba conmigo. Incluso había comenzado a sospechar que me acompañaba mientras dormía, pero no había ninguna prueba para asegurarlo.

Nate no había vuelto a mi habitación.

No volví a saber de Reece.

Mi cabeza variaba entre el deseo de rendirme y seguir luchando. Por una parte, pensaba en lo gratificante que habría sido morir. Por otra, recordaba el rostro de mi madre y me convencía de que tenía que hacer algo para salvarla. A ella y a los demás. Sólo esa pequeña idea me mantenía con vida, no obstante, no sabía por cuánto tiempo más podría seguir resistiendo.

Ese día, que podía ser el segundo, el tercero o el cuarto, Zora estaba de buen humor. Había llevado kilos de comida a mi habitación y la había esparcido por la cama en distintas bandejas con diseños. Mientras hablábamos de Abismo y sus integrantes, se me ocurrió hacerle una pregunta que tenía rondando en mi cabeza hace mucho tiempo.

—¿A quién pertenecía esta habitación? —cuestioné—. Sé que era de alguien, hay ropa en el armario.

Ella dejó de masticar el trozo de manzana que había elegido y me miró con extrañeza, como si mi pregunta fuera absurda e incomprensible.

—¿No lo sabe?

—Me temo que no.

—Es la habitación de Nate —respondió—. Él se ha estado quedando en otro lugar desde que usted está aquí. Lo más probable es que pronto envíe a alguien para que recoja sus cosas y se las lleve.

—¿Y por qué no me cambian a mí de habitación?

—Porque este es el piso más seguro —explicó, mirando su manzana—. Es constantemente vigilado por guardias fieles a Nate. Aquí nadie podrá dañarla.

Intenté verme sorprendida.

—¿Por qué alguien querría dañarme? Soy una de ustedes.

—No todos los murk son buenos, señorita —manifestó, frunciendo el ceño—. No todos los murk que nos acompañan están aquí porque siguieron nuestro ideal. Algunos rompieron otras reglas, más graves, y no tuvieron más opción que unirse a Nate para tener donde vivir.

—¿Qué reglas podría romper un glimmer para convertirse en un murk? —interrogué.

—Hay muchas, señorita —indicó—. Los ancestros de Heavenly escribieron muchas reglas en el pasado, todas inquebrantables, y luego se las dieron a la elegida de ese entonces para que las grabara en la Fuente. Después de ella, nadie ha osado cambiarlas. La Fuente actúa según las ordenes que le dieron los primeros glimmer. Está atada a aquellos deseos.

—¿Qué tipos de reglas?

Todo glimmer, sin excepción, debe convertirse en un guerrero y luchar. Ese es un ejemplo. No importa si eres pequeño, si estás enfermo, si tienes miedo. Tu obligación es luchar o morir.

—Qué horror —comenté, y no fingía.

—Hay otras también —continuó—. Un glimmer sólo puede enamorarse de un glimmer. Un glimmer sólo puede contraer una relación con el sexo opuesto. Un glimmer jamás debe abandonar su hogar en Heavenly. Un glimmer nunca debe contradecir a un glimmer.

La primera regla me hizo fruncir el ceño. Inconscientemente, pensé en Reece.

—¿Qué pasa si un glimmer se enamora de un humano?

—El humano muere.

Sentí que me faltaba el aire. El dormitorio se volvió borroso, como si lo mirara a través de una ventana empañada, pero Zora no pareció notarlo.

—¿Qué?

—De alguna maneta, la Fuente se apodera de su vida y se la arrebata —explicó con tristeza—. Parte de las reglas de Heavenly.

—No puede ser —contesté anonadada, aturdida.

Sentí una explosión de sentimientos aplastándome, como una avalancha, pero los escondí de la mejor manera que pude. No se suponía que estuviera triste, indignada, destrozada. Se suponía que estuviera normal.

—Y, bueno, el glimmer se convierte en un murk —agregó, cogiendo otro trozo de manzana—. La gracia de la Fuente lo abandona.

—¿Eso qué significa?

—En primer lugar, puede perder sus poderes —señaló—. En segundo lugar, su cuerpo puede verse deformado por la oscuridad. Le quedan secuelas, como cicatrices o falta de extremidades. En tercer lugar, puede adquirir otros poderes. Este es el mejor punto. Nate tiene una estrecha relación con otras dimensiones, por ende, esa energía se canaliza en él y su gente.

Todavía podía sentir el pitido del impacto en mis oídos.

—¿Tu sufriste alguna de las consecuencias?

—No, ninguna. —Sonrió y se metió la manzana a la boca—. Soy muy afortunada.

Extendí mi mano y cogí una cereza. Le di vueltas en mi mano, observándola, tratando de buscar en ella las respuestas a las preguntas que había en mi cabeza. Intentando coger valentía.

—¿Hay una posibilidad de que la Fuente me abandone? —interrogué.

Pensé en mi periodo, en la expresión que puso Zora cuando le conté que me había llegado, y también en lo que dijo. No se suponía que un glimmer tuviera el periodo. No era habitual. Nosotros debíamos estar protegidos por la gracia de la Fuente. Sin embargo, mi caso no era así.

¿Eran consecuencias de lo que sentía por Reece?

Si era así, ¿cómo iba a evitarlo?

¿Mi amor por Reece era un riesgo?

¿Iba a matarlo?

—No lo sé —confesó Zora—. Nunca supe de una elegida que se uniera a los murk. No sé si algo así sea posible.

Alcé mi mirada a sus ojos verdes y me metí la cereza a la boca. El dulzor de la fruta impactó con mi lengua en cuanto mis dientes la trituraron. No quería seguir pensando en el tema. Tenía miedo. Miedo de no poder amar a Reece. Miedo de que lo nuestro jamás fuera posible. Miedo de decepcionar a mi corazón o decepcionarlos a todos. Miedo de que mi amor destruyera al hombre que amaba.

De pronto, me sentía más atada que nunca.

—No importa, hablemos de otra cosa —dije, escupiendo la semilla al piso—. ¿Vas a confesarme cuál es tu habilidad?

Zora se sonrojó.

—No, señorita.

—¡Ah, vamos! —Escondí mis manos en los bolsillos de mi sudadera para que no las viera temblar—. ¡Dímelo!

—No, no puedo —farfulló avergonzada.

—¿No confías en mí?

Zora abrió la boca para protestar, pero la puerta de la habitación crujió y se robó cada una de sus palabras. Ambas miramos en aquella dirección al mismo tiempo. Ambas vimos a Nate, de pie en la entrada, al mismo tiempo. Zora se levantó, y yo me quedé sentada.

No podía moverme y arriesgarme a caer después de lo que había descubierto.

No me sentía preparada.

Nate paseó la mirada por los platos de comida, en silencio, y frunció el ceño. Bajo sus ojos titiló el deseo de maldecirnos y golpearnos. Dio un paso al frente; cereales desperdiciados se quebraron bajo sus pies. Volvió a fruncir el ceño.

Zora se adelantó e hizo algo parecido a una inclinación de cabeza.

—¿Qué sucede? —le preguntó—. ¿Necesitas algo, Nate?

—Déjame solo con Celeste —le indicó él.

Zora fue tajante.

—No.

Nate arqueó una ceja.

—¿Qué?

—Ella necesita descansar, Nate —se excusó—. ¿Por qué no vienes después? Necesita estar tranquila.

—Déjanos solos, Zora —insistió él—. Ahora.

Zora se volteó para dirigirme una mirada triste, de disculpa, y enseguida se retiró de la habitación. No volvió a mirar a Nate. No volvió a rechistar. No dijo nada que contara como desobediencia, sin embargo, el portazo que empleó detrás de su espalda dejaba claro que no estaba de acuerdo con la situación. Las bisagras no temblaron, se mantuvieron en su lugar, pero la vibración del estrepito se deslizó por las paredes como ondas.

Nate aguardó silencio, yo me removí para quedar sentada en una posición de la cual fuera fácil escapar.

La atmosfera se volvió explosiva. Una corriente de tensión e incomodidad se alzó bajo nuestros pies para ascender al techo. La habitación me pareció más pequeña, más junta, más asfixiante. Mis pulmones se cerraron; mi garganta se atoró. Las pelusillas de la sudadera se atoraron en mis dedos cuando traté de juntarlos. Sentí que la mandíbula iba a partírseme en dos por culpa de la fuerza con que apretaba los dientes.

Llevaba días sin ver a Nate. Días que parecían semanas. Zora, a pesar de ser un monstruo, me había mantenido encerrada en una burbuja donde era más fácil aceptar mi destino. Sin embargo, ahora que tenía a Nate frente a mí, mis manos suplicaron cerrarse en su cuello y asfixiarlo. Decapitarlo. Destrozarlo. Despedazarlo.

Él era el culpable de que mi madre estuviera desaparecida. Él era el culpable de que Reece no me recordara. Él era el culpable de que ya no pudiera amar a Reece, tranquila, sin sentir que lo asesinaba.

¿Cómo fingir normalidad?

¿Cómo ocultar lo mucho que lo detestaba?

—Veo que te has adaptado a tu nueva habitación —comentó, recorriendo el lugar con paso tranquilo—. ¿Te gusta?

—Le hace falta color —admití—, pero no está mal.

Nate asintió, eliminó el espacio que nos separaba y extendió un paquete de papel marrón en mi dirección. Lo miré en silencio, con duda, hasta que me decidí y lo atajé entre mis dedos. Nate suspiró.

—Pensé que te haría falta —dijo—. Si no te gusta, lo puedes botar.

Tragué saliva, nerviosa, y rebusqué en el interior de la bolsa. Mi pecho dolió cuando comprendí que se trataba de comida: un simple pan con lechuga. Era algo mínimo, casi insignificante, pero me hizo sentir una marea de emociones nefastas.

—Gracias —susurré—. ¿Lo preparan aquí?

—No, en el exterior.

Apreté el paquete contra mi estómago.

—Pensé que no se podía ir al exterior.

—Sólo yo puedo hacer que las personas entren y salgan, Celeste —explicó con aire cansado—. Es mi dimensión. Podría ir todas las veces que quisiera, y nadie se daría cuenta.

No hice más preguntas.

Nate entrecerró los ojos y se sentó a mi lado, entre la comida desperdiciada y las bandejas vacías. Olía a sangre y a metal. Cuando miré la bolsa de papel y vi las gotitas de sangre esparcidas por la orilla, mi estómago se contrajo. ¿A cuántos había asesinado para conseguir ese pan? ¿A cuántos había extorsionado? Me relamí los labios y apreté los puños.

—Zora me mencionó que querías conocer Abismo —comentó—. ¿Es cierto?

—Sí —confirmé—. No me gusta estar encerrada.

—Entonces prepárate.

Lo miré confundida.

—¿Prepararme?

Me puso una mano en el brazo, y asintió.

—Mañana habrá una fiesta en Abismo, y tú estás invitada.

¿Qué?



*****

¡Los amodoro!

Gracias por leer, y seguir aquí. 

Son de lo mejor que me ha pasado.

Nos leemos el próximo domingo. ¡Se viene la fiesta!

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