MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

By Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
¡Sigue leyendo!...
¡NOTICIA IMPORTANTE!
¡Audiolibro de Magnate!

Capítulo 29

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By Itssamleon



Estoy temblando. De pies a cabeza. Mi cuerpo entero es presa de una oleada de pequeños espasmos incontrolables y ni siquiera sé por qué está pasándome esto. Ni siquiera sé por qué mi corazón late de la manera en la que lo hace, o el motivo por el cual estoy quedándome sin aliento ahora mismo.

Ansiedad, nerviosismo, pánico absurdo... Todo se arremolina en mi pecho y comienza a abrirse paso en mi interior; sin embargo, trato de empujarlo lejos. Trato de concentrarme en la forma en la que las manos del magnate se aferran a mis muslos. En la manera en la que mi boca arde ante el contacto brusco que tiene con la suya, y en la forma en la que el sabor de su beso me llena el cuerpo de electricidad.

Me concentro, entera y completamente, en la manera en la que Gael Avallone me llena de todo eso que creí que nunca sería capaz de volver a sentir.


Mis dedos —temblorosos, torpes y ansiosos— se deslizan dentro de la camisa medio abierta del hombre que me mantiene presa entre su cuerpo y el coche en el que llegamos y, en el instante en el que hacen contacto con la piel caliente y suave de sus hombros, un gruñido retumba en su pecho y reverbera en el mío.

Acto seguido, mis manos se deslizan hacia arriba, hacia la piel de su cuello y, cuando llego a su mandíbula, planto mis palmas y lo sostengo ahí, para mí; para besarlo a mi antojo y tomar de sus labios todo eso que me ofrece.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que se aparte de mí; pero, cuando lo hace, me deja sin aliento.

Un resuello tembloroso escapa de mi garganta en ese instante, pero no me da tiempo de procesar nada. No me da tiempo de preguntar qué es lo que ocurre, porque ya está apartando mi cuerpo del coche. Ya está avanzando conmigo a cuestas, en dirección a las escaleras ascendentes que dan al interior de su casa.

Un balbuceo incoherente —que pretende ser una protesta. Una petición para que me baje y pueda caminar por mi cuenta— escapa de mis labios, pero él lo hace acallar con otro beso urgente, impidiéndome decir nada.


Gael se abre paso hasta el fondo de la estancia entre besos, resuellos, suspiros rotos y respiraciones agitadas y, cuando llegamos al pie de las escaleras, me deposita en el suelo con cuidado antes de romper nuestro contacto. Entonces, envuelve sus dedos cálidos alrededor de mi muñeca y tira de mí con suavidad en dirección a la puerta de servicio que siempre utilizamos cuando venimos a su casa.

Es hasta ese momento, que la resolución de lo que está sucediendo cae sobre mí y se asienta con violencia sobre mis hombros. Es hasta ese momento, que un nudo de puro nerviosismo se instala en la boca de mi estómago.

Mi pulso late con fuerza detrás de mis orejas, mi respiración es dificultosa, mis manos se sienten temblorosas, y toda la sangre de mi cuerpo se agolpa en mis pies cuando Gael rebusca las llaves de su casa en los bolsillos de sus pantalones; sin embargo, no es hasta que abre la puerta, que el verdadero pánico se apodera de mí.

Aprieto los dientes.

Una oleada de nerviosismo se dispara en mi cuerpo en ese momento y me quedo aquí, quieta, mientras él, con expresión cautelosa, me observa fijamente.

que ha podido notar cuán dubitativa me encuentro y la vergüenza se abre paso en mi sistema.

—¿Quieres que te lleve a casa? —pregunta, con serenidad, pero el temblor en su voz es tan intenso, que me sobrecoge por completo.

«Sí... No... No lo sé.»

Niego con la cabeza, pero no me muevo ni un milímetro.

—Tam, no tiene que pasar nada si no quieres que nada ocurra —el tono suave y amable que hay en su voz, no hace más que atenazarme el pecho. No hace más que disparar en mi sistema una oleada de emociones abrumadoras y desconocidas—. No llevo prisa de nada. No contigo...

Mi corazón se estruja con violencia una vez más y me quedo sin aliento durante unos instantes. Me quedo paralizada ante la cantidad agobiante de sentimientos que me llenan el cuerpo.

Hacía tanto que no me sentía de esta manera. Hacía tanto que nadie me hacía sentir de este modo...

«Deja de tener miedo, Tam. Solo... Solo déjate llevar.» Urge la vocecilla insidiosa de mi cabeza y trato de escucharla. Trato de hacerle caso, porque realmente ansío la cercanía de Gael. Porque de verdad, quiero esto.

—Tamara... —Gael empieza a hablar una vez más, pero yo, presa de un impulso repentino, intenso y valeroso, acorto la distancia que nos separa y envuelvo una mano alrededor de su cuello para tirar de él en mi dirección.

Mi mano libre se cierra sobre el material de su camisa y, acto seguido, planto mis labios sobre los suyos en un beso igual de urgente que el anterior. Igual de significativo...


No sé cuánto tiempo pasa antes de que Gael envuelva sus brazos alrededor de la curva de mi cintura. Tampoco sé cuánto tiempo pasa antes de que mis manos —temblorosas, ansiosas e inquietas— se aferren a las hebras cortas de su nuca y tiren de ellas con suavidad.

No tengo una maldita idea de en qué momento entramos a la casa. Tampoco sé en qué momento quedé acorralada entre su cuerpo y la pared de la cocina; y, ¿honestamente? Tampoco me interesa averiguarlo.

Estoy demasiado aturdida como para intentar hacerlo. Estoy demasiado decidida como para que, siquiera, me importe.


Gael rompe nuestro contacto, de manera repentina y, luego de hacerlo, une su frente a la mía.

—No te traje aquí con intenciones de que pasara absolutamente nada, Tam —susurra, con la voz enronquecida—. No quiero que pienses que trato de aprovecharme, porque te juro que no es así.

Yo, en respuesta, lo beso una vez más y, esta vez, el contacto no es tan urgente como antes. Es más suave. Más... dulce.

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando las caderas de Gael chocan contra las mías en un movimiento suave y cadencioso. Uno que me hace conocer su deseo por mí y me hace estremecer de una manera más intensa que la anterior.

Una estela de besos viaja desde mi boca hasta el punto en el que mi mandíbula y mi cuello se unen y, cuando sus labios —húmedos, ardientes y cálidos— hacen contacto con la piel de la zona, todo mi cuerpo reacciona en respuesta.

Mis puños están cerrados alrededor del material lánguido —y a medio deshacer— de su camisa y mis labios están entreabiertos en un gemido silencioso provocado por la caricia a la que me ha sometido.

Es entonces, cuando sus besos descienden. Es en ese momento, cuando sus caricias bajan hasta llegar a una de mis clavículas.

Todo dentro de mí es una revolución de ideas, sensaciones y emociones. Soy un manojo de terminaciones nerviosas, ansiedad y nerviosismo. Soy dinamita a punto de estallar... Y de todos modos, no puedo detenerme.


Quiero apartarlo. Quiero acercarme. Quiero deshacerme de esta abrumadora sensación que me provoca sentir su cuerpo de este modo contra el mío. Quiero deshacerme del pudor, de la vergüenza y de todo eso que me hace plenamente consciente de lo que está pasando entre nosotros y, al mismo tiempo, quiero que todo esto termine.

Quiero ponerle un punto final, porque es demasiado. Porque me aterroriza lo que siento por él. Porque Gael Avallone se ha clavado tanto en mi pecho, y de una manera tan imperceptible y sutil, que no fui capaz de detenerlo. Que no fui capaz de, siquiera, ver lo que estaba haciéndome y ponerle un alto.

Fue capaz de inhabilitar mis defensas. De penetrar en la armadura que llevo puesta desde hace tanto tiempo y se me coló en los pensamientos. En el alma. En el corazón... Y ahora estoy aquí, ardiendo por él. Consumiéndome bajo el fuego abrasador de su esencia. Perdiéndome en el mar de sus secretos, para convertirme en parte de ellos. Parte de él... De esa luz parpadeante que es su presente, y esa oscuridad densa y turbia que es su pasado.

que tenemos fecha de caducidad. que lo suyo conmigo no tiene futuro. Que está condenado. Manchado por la ambición y por todo eso que es ajeno a nosotros y que, eventualmente, va a terminar venciéndonos... Pero, de todos modos, no puedo dejar de aferrarme a él —a lo que siento por él— con todas mis fuerzas.


Las manos de Gael se deslizan con lentitud y se detienen justo en la curva de mi trasero. Entonces, con cuidado, elevan el material pesado de mi sudadera para introducirlas debajo.

El contacto de sus manos cálidas contra la piel de mi espalda, envía un escalofrío placentero por todo mi cuerpo y un sonido estrangulado y suave escapa de mis labios al instante.

Sus dedos ásperos trazan un camino suave de caricias dulces y delicadas y, justo cuando llegan a la altura de mi sujetador, deshacen el broche con una facilidad aterradora.

No quiero ni imaginarme cuántos sujetadores ha deshecho para tener esta clase de habilidad. De hecho, ni siquiera sé por qué carajos estoy pensando en eso; así que, a pesar de que toma todo de mí hacerlo, me obligo a empujar el oscuro pensamiento a un rincón en lo más profundo de mi cabeza.

Es solo hasta ese momento, que me permito concentrarme en la forma en la que sus palmas se presionan contra mi piel. Me permito enfocar toda mi atención en la manera en la que mi carne se eriza, y la forma en la que une me empuja contra su cuerpo en un gesto ansioso y posesivo.


Sus manos se deslizan por mis costados, siguiendo la curva de mi cintura hasta llegar a la carne blanda de mis caderas y, una vez ahí, sus dedos se clavan con fuerza sobre mi piel. Entonces, sus caderas se empujan contra las mías una vez más.

Yo, en respuesta, arqueo mi cuerpo hacia el suyo.

Sus manos se deslizan hacia arriba, aún dentro del material de la sudadera, y todo mi cuerpo se tensa cuando este se alza y se acumula alrededor de sus muñecas en el proceso.

Es en ese instante, en el que todo cae sobre mí como balde de agua helada. Es en ese preciso momento en el que, sin más, empiezo a ser plenamente consciente de las imperfecciones que me cubren la piel: la flacidez provocada por los kilos de más que llevo encima; las estrías que me ensucian el estómago; los pliegues ligeros y antinaturales que me sobresalen en ciertos lugares...

Gael está a punto de sacarme el material por encima de la cabeza y, poco a poco, comienzo a ser presa de la angustia asfixiante que me invade con la retahíla de mis inseguridades. Comienzo a sucumbir ante el poder que tiene la imagen que veo a diario en el espejo y, sin que pueda evitarlo, aparto mis labios de los de Gael con brusquedad.

Él, inmediatamente —y como si fuese capaz de leerme el pensamiento—, desliza su tacto hasta que queda afianzado a un lugar más seguro: mi cintura.


—Lo siento —suelta, en un resuello tembloroso e inestable y yo niego con la cabeza—. Lo siento, Tam. Yo...

N-No... —digo, con la voz entrecortada; pero ni siquiera sé a qué estoy negándome: si a aceptar sus disculpas innecesarias, o a la posibilidad de que se detenga por mis absurdos complejos—. No es eso...

—¿Qué pasa, entonces? —murmura él, y sus labios rozan los míos en el proceso.

Niego con la cabeza.

No quiero exponerme de ese modo ante él. No quiero que sepa cuán consciente soy de mí misma; así que, en lugar de decir la verdad, pronuncio otra cosa. Algo que también es cierto, pero que es más fácil de admitir. Más fácil de lidiar...

—Hacía tanto que no sentía esto por nadie... —susurro, aún con los ojos cerrados y, en el instante en el que las palabras abandonan mi boca, me arrepiento.

No quiero que Gael sepa realmente cuál es el efecto que tiene en mí. No quiero que se entere de la manera en la que ha comenzado a colarse en mi interior y la forma en la que ha empezado a aferrarse a las paredes de mi corazón.

—Mírame, Tam... —el magnate pide en susurro, y me obligo a encararlo. Me obligo a abrir los ojos para clavarlos en los suyos.

Algo ha cambiado en su expresión. Algo en sus facciones se ha vuelto salvaje, abrumador... Dulce por sobre todas las cosas..., y me deja sin aliento. Me deja completamente sumida en este vórtice de sentimientos que solo él es capaz de provocarme. En esta marea de sensaciones de la que había intentado huir, pero que ahora me ha atrapado entre sus corrientes hasta dejarme expuesta y vulnerable.

Tengo tanto miedo.

Tengo tanto, tanto, tanto miedo...


—No tienes una idea de cuánto me aterra todo esto —susurra, con la voz enronquecida y entrecortada y, es en ese preciso instante, en el que todas mis defensas caen. En el que todo aquello que había intentado alzar a mi alrededor para protegerme de la inminente penetración en el caparazón que llevo, se desmorona y se hace añicos.

Él se siente del mismo modo que yo. Él también está aterrorizado de lo que nos está pasando... Y yo no puedo con eso. No puedo luchar contra eso, porque me siento de la misma manera.

No soy capaz de decir nada. Tampoco es necesario que lo haga, ya que ha vuelto a besarme. Ha vuelto a plantar sus labios contra los míos en un beso vehemente. Abrumador. Arrollador por sobre todas las cosas. Un beso que me impide hacer otra cosa, más que concentrarme en la forma en la que me acorrala contra la pared, hasta que mi espalda queda completamente contra ella, y mi pecho, mi abdomen y mis caderas, están presionados contra su cuerpo.

Es hasta ese instante —hasta ese preciso momento—, que se acaban las palabras. Que no hay nada más entre nosotros, más que las sensaciones que me provocan sus dedos sobre mi cuerpo. No hay otra cosa más que su tacto, deslizándose por debajo de mi sudadera, acariciándome las inseguridades, los complejos... Llenándome de algo que va más allá de cualquier sensación física que pudiera estar experimentando ahora mismo.


Manos grandes y fuertes se deslizan por mis costados con lentitud, como si estuviesen pidiéndome el permiso para tocarme como lo hacen. Como si tratasen de darme la oportunidad de detenerlas.

No lo hago.

Las dejo seguir su camino hasta mis pechos. Las dejo frotarme por encima del encaje de mi sujetador, y erizar todos y cada uno de los vellos de mi cuerpo con sus caricias ávidas.

Un suspiro entrecortado se me escapa cuando los labios de Gael abandonan los míos para trazar un camino de besos húmedos hasta la base de mi cuello.

Otro sonido estrangulado se me escapa cuando un gruñido gutural retumba en su pecho y guía sus manos hasta la base de mis caderas para hacerse —una vez más— del material que viste la parte superior de mi cuerpo.

La alarma se enciende en mi sistema en ese instante.

La inseguridad se apodera de mí en ese preciso momento; pero, a pesar de que una gran parte de mí quiere apartarse antes de que sea capaz de empezar a desnudarme, me obligo a quedarme quieta. Me obligo a ignorar los pensamientos oscuros y a concentrarme en la forma en la que se deshace de mi sudadera, y en el modo en el que uno de sus brazos se envuelve en mi cintura para atraerme aún más cerca.

Sus labios están en mi boca, en mi mandíbula, en mi cuello, en mis clavículas, en mis hombros... Y mi corazón late desbocado.

Mi cuerpo entero tiembla de anticipación. De miedo. De ansiedad por su cercanía; y, entonces, justo cuando estoy hecha una masa de terminaciones nerviosas, sus dedos se enroscan alrededor de los tirantes de mi sujetador y tiran de ellos para deslizarlo fuera de mi cuerpo.

Ni siquiera me da tiempo de sentirme expuesta. No me da tiempo de nada, porque sus manos ya están sobre mis pechos, acariciándolos, ahuecándolos... Porque sus labios, ansiosos y desesperados, ya están de vuelta en los míos, besándolos, saqueando y tomando todo de ellos.

Mi espalda se arquea en su dirección casi por inercia cuando sus pulgares acarician las protuberancias de las cimas, y otro sonido ronco se le escapa con el mero acto.


Gael se aparta de mí de manera arrebatada y murmura algo que no logro entender antes de volver a besarme. Entonces, sin darme tiempo de siquiera intentar preguntar qué es lo que ha querido decir, se agacha, engancha sus manos en la curva de mis rodillas y vuelve a elevar mi peso para empezar a avanzar conmigo a cuestas en dirección a la sala.

Una vez ahí, me deposita sobre uno de los sillones mullidos y espaciosos, y yo, una vez asentados, aprovecho para deshacerme de la camisa que aún cubre parcialmente la parte superior de su cuerpo.

En el instante en el que el material delgado abandona su cuerpo, me tomo unos segundos para admirarle.

A pesar de la poca iluminación y de la posición en la que nos encontramos —él asentado entre mis piernas, apoyando su peso sobre sus brazos; los cuales se encuentran acomodados uno a cada lado de mi cara—, soy capaz de notar cuán revuelto lleva el cabello gracias a mis manos ansiosas. Soy capaz de notar, también, cómo lleva los labios entreabiertos y cómo su pecho sube y baja debido a lo agitado de su respiración.

La tinta que tiñe sus brazos y parte de su cuerpo, luce más imponente que antes debido a la penumbra que nos envuelve. Le da un aspecto peligroso, salvaje e intimidatorio; sin embargo, la manera en la que los mechones ondulados de cabello le caen sobre la frente, le da un aspecto joven. Fresco. Infantil, incluso, comparado con el efecto que tienen los tatuajes en este momento.

—Eres preciosa... —susurra, con ese acento suyo que me vuelve loca y, entonces, sin darme tiempo de nada, vuelve a besarme.


Sus manos están en todos lados; sus besos dejan estelas de fuego en mi cuello y en mis clavículas y, de pronto, me encuentro siendo incapaz de pensar con claridad. Me encuentro siendo incapaz de hacer nada más que quedarme aquí, atrapada entre sus caricias y sus besos. Entre sus manos grandes y fuertes, y el peso de sus caderas contra las mías.

Sus manos están sobre mis pechos, sus dedos largos torturan las cimas de ellos y yo no puedo hacer otra cosa más que concentrarme en la sensación enloquecedora que me provocan sus caricias. En el temblor incontrolable de mi cuerpo y en la forma en la que mi cuerpo se arquea hacia él con cada uno de sus toques dulces y expertos.

Un suspiro roto escapa de mis labios en el instante en el que sus labios descienden hasta cerrarse sobre uno de mis pechos y, entonces, antes de que pueda terminar de procesar lo que está ocurriendo, una de las manos de Gael se desliza entre nuestros cuerpos para deshacerse del botón de mis vaqueros.

Mi corazón late a toda marcha, mi sangre zumba en todo mi cuerpo; mis manos, temblorosas y ansiosas, están aferradas a sus hombros y todo mi cuerpo es una nudo de terminaciones nerviosas. Un puñado de sensaciones inconexas e intensas que no hacen más que llevarse cualquier vestigio de pudor o vergüenza de mi cuerpo.


Otro sonido suave se me escapa cuando sus labios descienden por mi estómago hasta llegar a mi abdomen y, justo cuando estoy por protestar; justo cuando estoy a punto de apartarlo de esa parte de mi cuerpo que tanto me cohíbe, él se detiene y se aparta hasta quedar arrodillado entre mis piernas; dándome una vista de su torso firme y fuerte.

No dice ni una sola palabra. Se limita a mirarme fijamente al tiempo que, con los pulgares enganchados en las presillas de mis vaqueros, comienza a tirar de ellos con suavidad.

Un nudo de anticipación se instala en mi estómago y, por primera vez en toda la noche, la vocecilla en mi cabeza protesta y me exige que le pida que se detenga; sin embargo, no lo hago. No hago otra cosa más que alzar mis caderas para permitirle deslizar el material de mis pantalones, para sacarlos por mis piernas en medio de un montón de movimientos torpes.

Es en ese momento, cuando los ojos de Gael barren la extensión de mi cuerpo con lentitud. Cuando sus ojos —ambarinos, penetrantes e imponentes— se deslizan e inspeccionan a detalle cada parte de mí.

La inseguridad y la timidez no se hacen esperar y, como acto reflejo, me encorvo sobre mí misma. Me hago pequeña aquí, recostada en el sillón de su sala, sintiéndome incómoda, expuesta y pudorosa.

—No puedo creer lo bonita que eres —murmura y mi pecho se calienta. Mi corazón se encoge y se estruja ante lo que acaba de decir y un nudo se instala en mi garganta.

Trago duro.

«No puedo creer que esto realmente esté sucediendo.» Quiero decir... pero no lo hago. Me quedo callada porque, si abro la boca, voy a echarme a llorar.

Ni siquiera sé por qué quiero hacerlo. No sé qué demonios está pasando conmigo ahora mismo, pero tampoco quiero averiguarlo. No quiero hacer o decir nada que pueda arruinar este momento, porque es perfecto. Porque me hace bien. Porque, ahora mismo, no existe absolutamente nadie en el mundo capaz de alejarme de Gael Avallone.


Una sonrisa ansiosa se dibuja en sus labios.

—Si hace unos meses, cuando te conocí, me hubiesen dicho que estaría así, contigo —dice, al tiempo que, con las yemas de sus dedos, empieza a trazar caricias suaves en la piel blanda de mis muslos—, me habría reído a carcajadas.

Es mi turno para sonreír.

—Puedo decir lo mismo —digo, en voz baja y tímida.

—Si hace unos meses, cuando te conocí, me hubiesen dicho que ibas a tenerme a tu merced, justo como lo haces ahora —susurra, en un tono de voz tan enronquecido, que apenas puedo reconocerlo como suyo—; probablemente, habría sido más cuidadoso. Más inteligente. Menos visceral...

—¿Te arrepientes? —no quiero sonar decepcionada o afectada por lo que acaba de decir..., pero lo hago.

Niega con la cabeza.

—¿Cómo podría arrepentirme de esto, si me haces sentir más vivo de lo que jamás me sentí en los últimos diez años, Tam?

El nudo en mi garganta se aprieta otro poco.

—Yo tampoco lo hago —murmuro, sin aliento y algo en su mirada se enciende en ese momento.


—¿Estás tomando la píldora, Tam? —susurra, luego de unos instantes de absoluto silencio.

La pregunta me saca tanto de balance, que, por un momento, no logro comprender del todo lo que trata de decirme. Es hasta que su mirada encuentra la mía, que la resolución cae sobre mí como un balde de agua helada.

Niego con la cabeza.

Una sonrisa sesgada y arrebatadora se desliza en sus labios en ese momento y una palabrota es susurrada luego de eso.

—¿Qué...? —apenas puedo pronunciar, pero él ya está negando con la cabeza.

—No tengo preservativos. No aquí.

Oh... —no quiero sonar decepcionada, pero lo hago.

Un suspiro escapa de sus labios en ese momento y una pequeña risa brota de su garganta. Luce frustrado. Decepcionado...

—Tenía la esperanza de que estuvieras cuidándote. Ni hablar, entonces... —dice y, acto seguido, sin pronunciar una sola palabra más, engancha los pulgares en mi ropa interior para tirar de ella hacia abajo.

La alarma y el miedo me llenan el pecho en ese instante y, por acto reflejo, coloco mis manos sobre las suyas para detenerlo.

—Gael... —empiezo, pero él ya se encuentra mirándome con esa expresión sabionda que suele poner cuando sabe que voy a quejarme antes de que él termine de explicarse.

—¡Tamara, por el amor de Dios! —me interrumpe, frustrado, al tiempo que esboza una mueca de fingida exasperación—. Juro que no soy tan irresponsable como para querer hacer cualquier cosa contigo sin protección. No tengo intención alguna de embarazar a nadie en un momento de calentura —esboza una sonrisa lasciva. Una que me forma un nudo en el vientre y me eriza los vellos de la nuca—; pero el hecho de que no tenga conmigo un puñetero preservativo, no quiere decir que no pueda..., ya sabes..., complacerte.

El calor me invade la cara en ese momento y sé, mucho antes de que su sonrisa se convierta en un gesto socarrón, que estoy ruborizándome por completo.

—¿Con qué clase de hombres has estado que crees que hacer el amor es consumar el acto, Tamara Herrán? —Gael dice, aún con esa sonrisa grande y sabionda pintada en el rostro. Aún con ese fuego pintándole la mirada.

—Claramente, con ninguno como usted, señor Avallone —bromeo, sintiéndome valiente y osada y, en ese momento su sonrisa se ensancha—; pero estoy dispuesta a aprender. Estoy dispuesta a permitir que me enseñe cómo. Así que, por favor, hágame el amor. Hágame el amor sin comprometer mi virtud.

Esta vez, la sonrisa que esboza es tan grande, que soy capaz de ver todos sus dientes superiores y niega con la cabeza.

—Con mucho gusto, señorita Herrán —susurra y, entonces, se acaban las palabras.


Sus manos están en todos lados; sus besos me endulzan todo el cuerpo; sus dedos, firmes y cálidos, están aferrados en el elástico de mi ropa interior y, cuando la deslizan fuera de mí, dejándome en completa desnudez, me siento todavía más abrumada. Agobiada por la cantidad tan inmensa de complejos que llevo a cuestas.

A él, sin embargo, no parece importarle, ya que, en lugar de enfocar su vista en esas partes de mi cuerpo que me hacen sentir ansiosa y nerviosa, se limita a seguir tocándome. A seguir besándome con ímpetu.

Sus manos están en todos lados: en mis costados, mis caderas, mis pechos, mis piernas... Pero no es hasta que se ha encargado de reclamar cada parte de mi cuerpo, que desliza sus dedos hacia el interior de mis muslos, para luego rozar las puntas sobre mis pliegues húmedos.

El mero contacto me envía al borde de mis cabales. Me empuja a los límites de mi paciencia.

—Dios mío, es que eres tan hermosa —murmura, con un hilo de voz y, entonces, sus dedos se deslizan en mi feminidad y buscan hasta encontrar mi centro. Mi punto más sensible.

Entonces, empieza a acariciarme.

Todo ha perdido enfoque. El mundo entero se ha convertido en un borrón inconexo e irreal, y lo único que soy capaz de percibir, es el aroma fresco del perfume de Gael, el sonido ronco y entrecortado de su respiración, los suaves sonidos que se escapan de mis labios de manera involuntaria y las sensaciones abrumadoras e intensas que sus caricias dejan en mí.


Un gemido particularmente ruidoso escapa de mis labios en el instante en el que Gael introduce uno de sus largos dedos en mí, pero él lo acalla con un beso profundo, largo y urgente.

El ritmo de su caricia cambia en ese momento. La manera en la que frota mi punto más sensible con su pulgar, mientras que el dedo que ha introducido en mí entra y sale con lentitud, me hacen imposible hacer otra cosa más que absorber la cantidad abrumadora de sensaciones que me invaden.

Otro quejido tembloroso se me escapa cuando los dientes del magnate atrapan mi labio inferior y el ritmo impuesto en sus caricias cambia una vez más.


Apenas puedo respirar. Apenas puedo concentrarme en él y en la forma en la que me toca. En la manera en la que mis caderas se alzan para encontrar su toque en el camino.

Estoy a punto de estallar. Estoy a punto de hacer implosión. Estoy al borde del abismo y sé que no va a haber absolutamente nada ni nadie que me impida caer en él.

Mis dedos se clavan en su espalda, mis piernas se aferran a su cuerpo con violencia y mi cabeza se alza para hundirse en el hueco de su cuello cuando las caricias que impone trazan un ritmo más intenso. Más abrumador...


Mi pulso golpea con violencia detrás de mis orejas, mi sangre zumba a una velocidad vertiginosa, mis piernas se sienten temblorosas e inestables y un puñado de espasmos involuntarios ha comenzado a apoderarse de mi anatomía.

Un sonido roto, intenso y agudo escapa de mi garganta en ese momento y Gael suelta un gruñido de aprobación. El ritmo de su caricia se vuelve tan demandante luego de eso, que no puedo detenerlo más. No puedo hacer nada más que dejarme ir.

Un centenar de sensaciones abrumadoras, intensas y placenteras me golpea de lleno, y un gemido brota de mis labios sin que pueda detenerlo, y todo mi cuerpo es envuelto en una espiral de placer arrollador.

Estoy cayendo. Estoy desfalleciendo. Estoy estallando en fragmentos diminutos y no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Tampoco quiero hacerlo. No quiero que ese momento, conmigo entre sus brazos, termine nunca.


Gael no deja de acariciarme. Ni siquiera cuando mis manos —inestables, temblorosas y acalambradas— tratan de apartarle. Ni siquiera cuando los espasmos de mi cuerpo son tan intensos, que me doblo sobre mí misma, en un débil intento por contenerlos.

No es hasta que todo mi cuerpo se relaja, que, finalmente, aparta su mano de mí y la presiona contra mi vientre con suavidad, antes de besarme una vez más.

Apenas puedo corresponder a su caricia. Apenas puedo respirar correctamente...


Una estela de besos suaves y dulces hace su camino hasta llegar a mi oreja y, cuando los labios de Gael se encuentran en la zona, susurra:

—¿Te gustó?

En respuesta, asiento, entierro los dedos en su cabello alborotado y envuelvo mis piernas alrededor de sus caderas. En ese momento, una risa ronca y ligera escapa de los labios del magnate.

—Ni se te ocurra quedarte dormida —dice, una vez superado el ataque de risa repentina, con la voz enronquecida—. Tú y yo todavía no hemos terminado.

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