MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

Por Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
¡Sigue leyendo!...
¡NOTICIA IMPORTANTE!
¡Audiolibro de Magnate!

Capítulo 28

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Por Itssamleon



En el instante en el que el sonido de la puerta siendo llamada desde el exterior del apartamento me llena los oídos, algo dentro de mí se enciende. Algo dentro de mí parece accionarse y disparar una decena de emociones a todo mi cuerpo.

Ansiedad, nerviosismo, emoción... Todo se me amontona en el pecho y me hace imposible hacer otra cosa más que tratar de asimilarlo.

que la persona que se encuentra del otro lado es Gael. que es la única persona a esta hora que podría estar llamando a la puerta y, a pesar de eso, no me muevo de donde me encuentro. No me levanto del sillón en el que me he instalado a esperarlo, porque la sola idea de hablar con él respecto a lo ocurrido con su padre, es tan abrumadora como intimidatoria.

«¡Vamos! ¡Abre la puerta! ¡Acaba con esto de una vez por todas!» Me urge la vocecilla insidiosa en mi cabeza y, a pesar de que mi cuerpo —agarrotado por la tensión nerviosa y los pensamientos tortuosos— se niega a escucharla, me obligo a hacerlo. Me obligo a obedecerla y ponerme de pie para abrirle.

Mi pulso golpea con fuerza detrás de mis orejas, mis manos se sienten temblorosas y el ardor que tengo en la boca del estómago —y que es provocado por el nerviosismo— se intensifica. Es por eso que, a pesar de que ya he acortado la distancia entre la salida del apartamento y yo, me quedo quieta. Me quedo inmóvil para tomar un par de inspiraciones profundas y tratar de calmar la revolución que llevo dentro.

Abro la puerta.

La imagen que me recibe es tan abrumadora como tranquilizadora y, a pesar de que no quiero hacerlo, me tomo mi tiempo absorbiéndola. Me tomo mi tiempo admirándola porque es digna de que lo haga...

Gael Avallone viste uno de sus trajes caros en color azul marino; lleva una corbata color vino y una camisa blanca. Su cabello —el cual había comenzado a acostumbrarme a mirar desaliñado y deshecho— está perfectamente estilizado ahora y la barba —esa que ha comenzado a dejarse de unas semanas para acá— la lleva recortada y definida a la perfección.

La postura desgarbada de su cuerpo —manos en los bolsillos y hombros ligeramente caídos hacia adelante— es un claro contraste con su vestimenta rígida y elegante y luce tan bien... Luce tan atractivo, que no sé qué hacer para no quedarme aquí, como idiota admirándolo.

Parece como sacado de una maldita revista. Parece el tipo de hombre al que le rodaría los ojos si lo leyese en algún libro y, sin embargo, estoy aquí, hecha un manojo de nervios, mirándole como si se tratase de una escultura digna de toda mi atención.

Sus ojos barren la extensión de mi cuerpo de pies a cabeza. Un estremecimiento me recorre el cuerpo en ese momento, pero trato de no hacérselo notar. Trato de mantener mi expresión en blanco, mientras él, con una sonrisa perezosa deslizándosele en la boca, vuelve a mirarme a los ojos.

—¿Te he dicho ya que tengo amigos en el ramo de la moda, Tam? —dice, con socarronería, y el comentario me hace plenamente consciente de lo que llevo puesto: una sudadera que me va grande, unos vaqueros desgastados y calcetines... Que no son par.

—Vete a la mierda —suelto, pero una sonrisa ha empezado a tirar de las comisuras de mis labios. Entonces, cuando Gael trata de introducirse en el apartamento, yo hago ademán de intentar cerrarle la puerta en la cara.

El magnate suelta una protesta en el proceso y, sin darme tiempo de registrar sus movimientos, detiene la madera en su lugar antes de dar un paso dentro de la estancia. Acto seguido, envuelve un brazo alrededor de mi cintura y me empuja hacia el interior del apartamento, apartándome de la entrada.

—¡Suéltame! —exijo, pero en realidad no quiero que lo haga.

Él, sin decir una sola palabra, hunde la cara en el hueco entre mi mandíbula y mi hombro y me besa ahí. Un escalofrío de puro placer me eriza la piel de la zona en ese momento y, sin que pueda evitarlo, un sonido estrangulado se me escapa.

Mis dedos se cierran en el material de su saco y, de pronto, me encuentro sin poder avanzar más porque mis caderas han chocado ya con uno de los sillones. Entonces, justo cuando otro estremecimiento provocado por su aliento me recorre, se aleja de ahí y planta sus labios en los míos en un beso largo y profundo.

Su lengua busca la mía sin pedir permiso y yo, incapaz de negarme a su contacto, lo recibo gustosa.

Sabe a cigarrillos y a menta.

Sabe a alivio y seguridad.

Sabe a eso que no sabía que necesitaba hasta el instante en el que se le ocurrió plantar sus labios en los míos...

—No tienes una idea de cuantas ganas tenía de verte —murmura contra mi boca y, sin darme tiempo de replicar nada, vuelve a besarme.

Mis manos están en sus mejillas, sus brazos están envueltos a mi alrededor y, sin más, me encuentro ansiando cada vez más su cercanía. Me encuentro pegando mi cuerpo al suyo en formas vergonzosas.


Gael se aparta con brusquedad y une su frente a la mía. El sonido de su respiración dificultosa me llena los oídos y se mezcla con el que proviene de mi pulso; ese que golpea con violencia detrás de mis orejas. Ese que apenas me permite concentrarme en la manera en la que me presiona contra su cuerpo.

—No tienes idea de cuánto necesitaba esto —murmura, y su aliento caliente me golpea de lleno en los labios.

—No tienes idea de cuánto yo necesitaba esto —respondo y él me aprieta contra su cuerpo un poco más.

—¿Cómo estás? —pregunta, sin apartarse un poco.

—Bien —digo, porque, en este momento, realmente estoy bien. Tenerlo cerca me hace bien...

—Mentirosa —me reprocha, pero no suena enojado en lo absoluto—. Hace un rato dijiste que las cosas con tu jefe no iban del todo bien.

Niego con la cabeza.

—No quiero hablar de eso —digo—. No en este momento.

—Pero yo sí, Tam —dice, en voz baja, al tiempo que se aparta para mirarme a los ojos—. Habla conmigo. Cuéntame qué va mal. Quiero escucharte, saber qué sientes, qué piensas, cómo lo estás pasando... Quiero que hables conmigo de las cosas más absurdas de la vida y de las más importantes; así que, por favor, dime: ¿qué pasa?

Sus palabras crean un agujero en mi pecho en ese momento, pero me las arreglo para mantener mi expresión relajada. Me las arreglo para no hacerle notar que, cada que abre la boca y me dice cosas como estas, mi voluntad queda hecha trizas.

—Ahora no —digo, en voz baja luego de unos instantes, porque realmente no quiero hablar de David Avallone ahora mismo. No cuando Gael está de tan buen humor. No cuando sé que esa conversación podría significar el final definitivo entre él y yo—. Prometo que voy a decírtelo todo, pero ahora mismo no quiero hablar de eso. Solo quiero olvidarme de todo antes de enfrentarlo. Solo quiero... —niego con la cabeza, incapaz de continuar.

Un beso es depositado en mi frente en ese momento y cierro los ojos ante el contacto protector y dulce.

—De acuerdo —Gael murmura contra mi piel—. Hagámoslo a tu manera.

—Gracias —asiento, al tiempo que una sonrisa se desliza en mis labios.

Otro beso es depositado en mi frente en ese momento y, acto seguido, se aparta de mí para mirarme de nuevo a los ojos.

—¿Decidiste qué es lo que quieres hacer, entonces? —pregunta.

Me encojo de hombros.

—Se me ocurría que podíamos quedarnos aquí, ver alguna película y encargar algo para cenar. Una pizza o algo así.

Gael asiente, pero no luce muy convencido de mi propuesta.

—O podríamos ir a mi casa y pasar el tiempo allá —dice y el sonido ansioso de su voz enciende la alarma en mi sistema.

Una sonrisa ansiosa y nerviosa se apodera de mis labios en ese momento.

—¿Qué tiene de malo mi casa? ¿Por qué no quieres quedarte aquí? —sueno a la defensiva y recelosa, pero no puedo evitarlo.

—Nada —Gael niega con la cabeza, sin dejar de sonreír y sin dejar de sonar ansioso—. Lo que pasa es que hay algo que quiero mostrarte.

—¿Qué cosa?

—Si te lo digo perderá el encanto.

Una mueca escandalizada se apodera de mi rostro sin que pueda evitarlo.

—No sé si estoy lista para que me muestres más cosas sobre ti —bromeo, pero no lo hago del todo—. Aún no termino de digerir todo lo que me dijiste la última vez que estuve en tu casa.

Gael dispara una mirada irritada en mi dirección.

—La última vez que estuviste en mi casa cociné para ti —apunta.

—¡Sabes perfectamente a qué me refiero! —refuto, sin dejar de sonreír y una mueca frustrada se apodera de sus facciones.

—No eres graciosa.

—Por supuesto que lo soy —suelto, en un intento de aminorar el sonido ansioso y nervioso de mi voz—. Soy hilarante y lo sabes.

Rueda los ojos al cielo.

—Y modesta —dice, con sarcasmo.

—Humilde ante todo —asiento, en acuerdo y él suelta un bufido.

—Como sea... —masculla, antes de negar con la cabeza—. ¿Entonces? ¿Vamos a mi casa?

—No lo sé... —digo, realmente indecisa.

—Prometo que te traeré sana y salva a la hora que tú me pidas que lo haga —dice, al tiempo que me mira cual niño suplicante.

—Ese «sana y salva» me preocupa, ¿sabes? —digo, con fingido horror—. ¿Qué es lo que planeas hacerme?

Gael me guiña un ojo e, inmediatamente, una sonrisa lasciva se desliza en sus labios.

—Nada de lo que piensas... —dice, con aire juguetón y sugerente y siento cómo el rubor comienza a calentarme el rostro—. Al menos, no por lo pronto. Ya habrá tiempo para eso.

—Gael... —suelto, con advertencia filtrándose en mi tono.

—Tamara, confía en mí —el magnate me interrumpe—. Solo quiero pasar mi tiempo contigo. Te prometo que, en el instante en el que decidas que es tiempo de volver, te traeré a casa. Así que, ¿qué dices?... ¿Vamos?

Muerdo mi labio inferior.

La verdad es que no quiero salir ahora mismo. No, luego de haberme enterado de que su padre lo tiene vigilado; sin embargo, no tengo el corazón para negarme. No cuando me mira del modo en el que lo hace ahora mismo. No cuando luce tan entusiasmado con la idea de hacer lo que sea que trae en mente...

Un suspiro largo escapa de mis labios.


—De acuerdo —digo, finalmente, luego de ignorar a la vocecilla de mi cabeza, la cual no deja de susurrarme que todo esto es una mala idea—. Solo déjame ponerme algo diferente.

—Así estás bien —Gael me guiña un ojo—. Solo ponte zapatos. Algo cómodo.

Alzo las cejas con incredulidad.

—Debes saber que la palabra comodidad y mi nombre van siempre de la mano. Mi guardarropa está diseñado para proporcionarme la mayor practicidad posible, así que, cualquier cosa que decida ponerme, será cómodo —sueno como toda una sabelotodo, pero no me interesa en lo absoluto. A él tampoco parece interesarle, ya que su sonrisa se ensancha.

—Ve y haz lo que te venga en gana, entonces —dice, al tiempo que niega con la cabeza—. Aquí te espero.

—Gracias —digo con suficiencia y, antes de deshacerme de su abrazo y encaminarme a mi habitación, planto un beso en sus labios.

Entonces, desaparezco de su campo de visión.



~*~



—No sé por qué presiento que todo esto del «vamos a mi casa, tengo algo que mostrarte» es solo un truco —me quejo a manera de broma, al tiempo que Gael introduce su coche en la rampa descendiente que da al garaje a desnivel de su casa.

—Me has pillado —el magnate responde, pero puedo notar el sarcasmo en su voz—. Todo esto ha sido un plan desde el principio. Desde el instante en el que entraste a mi oficina sin permiso por primera vez, decidí que iba a enamorarte, para luego traerte a mi casa y asesinarte de manera brutal.

—Permíteme informarte, entonces, que tu plan se ha ido al caño. En primer lugar, porque te he descubierto y en segundo, porque has sido lo suficientemente arrogante como para creer que estoy enamorada de ti —refuto, y sueno tan segura y contundente, que mi tono me hace querer retractarme de lo que he dicho. Sobre todo, de la última parte...

—¿No lo estás?

—¿Tú lo estás de mí? —lo que pretendo que sea una pregunta socarrona y burlesca, termina sonando como una súplica ansiosa, y quiero golpearme por eso. Quiero estrellar la cara contra el vidrio de la puerta hasta quedar inconsciente... o hasta que reviente en mil fragmentos y sea capaz de arrastrarme fuera del auto que, por cierto, acaba de quedar aparcado dentro de la inmensa cochera.

El motor se apaga luego de eso y nos quedamos aquí, sentados el uno junto al otro dentro de su flamante coche, con la oscuridad como única protección contra el peso de las palabras que acabo de pronunciar.


—Tamara, estoy loco por ti —Gael dice, luego de unos instantes de silencio y el sonido enronquecido de su voz se me cuela en los huesos y se adhiere a ellos con tanta fuerza, que me siento estremecer; desde las puntas de los dedos de mis pies, hasta la cima de mi cabeza.

No sé, a ciencia cierta, qué es lo que eso significa y una parte de mí intuye que él tampoco lo sabe; así que lo dejo estar. Lo dejo asentarse entre nosotros, porque aún no estoy lista para ponerle un nombre a lo que siento. No estoy lista para admitir que Gael me importa más de lo que me gustaría y que decir que me siento atraída por él, no es suficiente. Ya no más...

—No sé si eso es dulce o perturbador —bromeo, con un hilo de voz, con la esperanza de quitarle tensión al ambiente, pero presa de la abrumadora sensación que me provoca el saber que Gael ha empezado a filtrarse en mi vida de otra forma. De una manera más... aterradora.

Cuando escucho la carcajada que se le escapa luego de mi declaración, me doy cuenta de que mis palabras han tenido el efecto deseado y me relajo un poco.

—Eres increíble, ¿lo sabías? —dice y el tono cálido que utiliza me llena el cuerpo de una emoción tan atronadora como la anterior.

—Por supuesto —bromeo una vez más y él suelta otra pequeña risa.

Entonces, sin decir nada más, abre la puerta del coche y sale de él. Yo, luego de unos segundos de aturdimiento, lo imito.


El garaje entero está en penumbras. La oscuridad en la que se ha sumido la estancia es tanta, que no puedo distinguir nada a mi alrededor, así que procuro no moverme. Procuro quedarme quieta, a la espera de que Gael se digne a encender las luces o a acercarse para guiar mi camino en dirección a donde sea que planea llevarme.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que la luz cegadora lo invada todo y tenga que cerrar los ojos unos instantes antes de tratar de acostumbrarme a ella; pero, cuando lo hago paseo la vista en toda la estancia solo para encontrarme con la figura de Gael ahí, de pie al fondo del inmenso garaje, con una mano en el interruptor y una sonrisa burlona pintada en los labios.

—¿Qué es tan gracioso? —mascullo, aún parpadeando para deshacerme del lagrimeo involuntario de mis ojos.

—Tu cara —Gael responde, en un tono tan socarrón, que me hace querer estrellarle la palma en la cara.

Acto seguido, hace una imitación de mi gesto ahora mismo: con los ojos entrecerrados, el ceño fruncido con incomodidad y una mueca extraña creada por mi boca y las ganas que tengo de golpearlo, incrementan considerablemente.

Ahora que quiero acortar la distancia que nos separa para estrellar mi puño contra su cuerpo las veces que sean necesarias para borrarle ese gesto de la cara.

—Vete al demonio —escupo, con toda la irritación y el coraje que puedo imprimir y él suelta una carcajada sonora.

—¿Ves por qué es tan difícil nombrar a lo que uno siente por ti? —dice, al tiempo que hace su camino en dirección a las motocicletas —esas que ha reparado él mismo— que se encuentran aparcadas junto al vehículo—. Un día me dan ganas de tomarte por los hombros y sacudirte hasta que te des cuenta de lo insensata que eres; otros, cuando eres necia y se te meten ideas raras en la cabeza, me dan ganas de abrazarte y no soltarte hasta que dejes el sinsentido; y unos más, simplemente me dan ganas de poner cuanta distancia sea posible entre nosotros.

—El sentimiento es mutuo, Avallone —digo, porque es cierto—. Sinceramente, estaba empezando a cansarme de esos cambios tuyos a los que me sometías cada semana. Ese «te beso, pero luego te trato como el culo; pero luego te beso de nuevo, pero después soy indiferente de nuevo» estaba empezando a colmarme la paciencia.

—Solo para que lo sepas —dice, con arrogancia—, tú eres diez veces más irritante de lo que yo seré jamás.

Ruedo los ojos al cielo.

—Lo que digas, Gael —respondo, con sarcasmo y él entorna los ojos en mi dirección.

A pesar de eso, no responde. Se limita a negar con la cabeza y detenerse junto a las motocicletas; como si fuese un edecán o empleado de mostrador. Entonces, señala los vehículos con un ademán grande y exagerado.

—¿Cuál le gusta, señorita Herrán? —dice, ignorando por completo mi comentario previo.

Alzo una ceja.

—¿Qué te hace pensar que voy a aceptar que me regales una motocicleta? ¿Era esto lo que tenías que mostrarme? ¿Cómo fanfarroneabas y tratabas de impresionarme con...?

—¿Quién te dijo que voy a regalarte una de mis motocicletas? —Gael me interrumpe, esbozando una mueca de fingido horror—. Yo solo estoy preguntándote cuál te gusta.

Una punzada de vergüenza me atenaza el pecho en ese momento, pero me las arreglo para alzar el mentón con arrogancia.

—En ese caso —digo, mientras rodeo el coche para así tener una vista completa de los vehículos a dos llantas. Trato de sonar casual e indiferente en el proceso—, me gusta esa.

—¿Cuál? ¿La negra?

Asiento.

Gael esboza una sonrisa que se me antoja dulce. Cálida por sobre todas las cosas y, en ese momento, me dedica una mirada extraña. Diferente al resto...

¿Qué? —pregunto, curiosa, al tiempo que me abrazo a mí misma, insegura de haber elegido una con alguna especie de historia.

—Es mi favorita —dice, en voz baja y ronca, antes de volver a adoptar esa postura de vendedor departamental y añadir—: Le adapté un motor Harley Davidson V-Twin de mil doscientos centímetros cúbicos, que le da un sonido espectacular; el sistema de escape es de circuito cerrado, así que ruge como ninguna otra y las llantas de radios de acero, le dan ese aspecto clásico que todo conductor busca en una motocicleta. Buena elección, señorita Herrán.

Quiero decirle que no he entendido una mierda de lo que ha dicho. Que no sé nada de motocicletas o motores o llantas o sistemas de escape, pero luce tan satisfecho y tan entusiasmado, que me guardo el comentario para otra ocasión.


Gael, sin decir nada más luego de eso, se gira sobre sus talones para llegar a una caja plástica de aspecto masivo que se encuentra justo junto a la última motocicleta aparcada y la abre para rebuscar algo dentro de ella.

Yo, sin saber qué hacer o qué decir, lo observo en silencio; expectante. Entonces, cuando encuentra lo que busca, se gira en mi dirección y lo extiende hacia mí.

Es un casco.

La confusión y el horror se mezclan en mi sistema cuando miro de hito en hito su rostro y lo que me ofrece, y niego con la cabeza.

¡¿Qué?! ¡No! ¡Yo no sé cómo carajos conducir algo así! ¡Voy a matarme si me subo! ¡No tienes idea de lo torpe que soy! —chillo, ansiosa y aterrorizada.

Gael rueda los ojos al cielo y empuja el casco hacia mí, obligándome a tomarlo. Entonces, se quita el saco que lleva puesto, para luego deshacerse de la corbata y desabotonarse la camisa en la parte del cuello y de las muñecas. Una vez hecho esto, dobla el material delgado hasta que este le llega a los codos.

Inmediatamente, mi vista cae en la tinta de sus brazos y algo dentro de mí se retuerce con violencia. Mis ojos barren la extensión de su torso en ese momento y, cuando mis ojos se encuentran a los suyos, mi estómago cae en picada.

Hay algo en la manera en la que me mira que me cohíbe. Hay algo en la forma en la que sus labios se deslizan en una sonrisa perezosa, que me hace sentir como si estuviese quedándome sin aliento. Como si no existiese aire suficiente en este mundo para llenarme los pulmones.


No dice nada. No hace ademán de pedirme que me acerque. Solo se encamina hacia la motocicleta, le quita el descanso que la mantiene de pie en su lugar y la hace salir del espacio que ocupaba. Acto seguido, trepa en el asiento y me mira una vez más.

—Ven —instruye, con esa voz ronca y pastosa suya y yo, presa del miedo; presa de la cantidad de emociones que me provoca, me quedo quieta durante unos instantes. Los suficientes como para hacer que su sonrisa, antes fácil y socarrona, se convierta en una arrebatada y arrogante.

Sabe qué es lo que provoca en mí. Sabe qué efecto tiene en mí y detesto que lo haga. Detesto que sea consciente de lo que le hace a mi sistema...

Avanzo en su dirección con más cautela de la que me gustaría y él extiende una mano para que la alcance. Yo, sin pensarlo dos veces, la tomo y lo dejo guiar mi camino hasta donde se encuentra.

—Sube —ordena, con suavidad y yo, dubitativa, coloco una mano sobre su hombro. Cuando ve que no sé dónde apoyar el pie para subir, señala el espacio especialmente diseñado para eso. Acto seguido, trepo con todo el cuidado que puedo.

La torpeza de mis movimientos delata la poca experiencia que tengo para esto y eso parece encantarle, ya que se toma su tiempo para instruirme en la forma en la que debo colocarme el casco.


Para el momento en el que estamos listos, ambos con el casco puesto, y yo con los brazos envueltos alrededor de su cuerpo, mi corazón está latiendo a toda marcha.

Pánico, ansiedad y anticipación se arremolinan en mi pecho, pero trato de mantenerlo todo a raya mientras me aferro al torso de Gael y lo escucho hacer rugir el motor de la pequeña bestia sobre la que estamos montados. La vibración del vehículo es tan poderosa, que puedo sentirla reverberar en todo mi cuerpo. Puedo sentirla colándose hasta lo más recóndito de mi ser.

—Dime, por favor, que sabes conducir bien estas cosas —digo, casi sin aliento, solo porque estoy aterrorizada. Porque jamás me había subido a una motocicleta.

Esta vez, es la vibración que proviene del pecho del hombre al que me aferro, la que me invade el cuerpo.

—Sujétate bien —pide, ignorando por completo mi pregunta previa, antes de introducir la mano izquierda en uno de los bolsillos de sus pantalones. Es entonces cuando saca el pequeño control del garaje, presiona el botón indicado y el portón se alza para dejarnos salir.


Nos deslizamos fuera de la cochera con lentitud y, una vez ahí, junto a la rampa de salida, Gael cierra la puerta gigantesca y se guarda el pequeño mando de nuevo en el bolsillo.

—¿Lista? —apenas puedo escucharle decir por encima del sonido del motor y la única respuesta que puedo darle, es apretar mi cuerpo aún más contra el suyo.

Otra risa vibra en su pecho y algo dentro de mí se enciende con la calidez que me provoca el gesto.

Acto seguido, acelera y salimos despedidos a toda marcha para atravesar la pendiente. La velocidad a la que Gael conduce es mesurada dentro del residencial en el que vive, pero, cuando salimos de este y nos encausamos en la avenida principal, acelera.

Yo, por acto reflejo, suelto un chillido aterrorizado, al tiempo que cierro los ojos con fuerza.

El viento helado de la noche se me cuela a través de la ropa y me hace tiritar; sin embargo, estoy tan concentrada en la adrenalina que por un momento, me olvido de eso. Me olvido de eso y de todo lo demás...

De David Avallone y sus amenazas, de Román Bautista y su dichosa biografía... Me olvido de todo porque en lo único en lo que puedo concentrarme, es en la velocidad vertiginosa a la que avanzamos y en la forma en la que mi cuerpo se funde con el de Gael con cada segundo que pasa. La forma en la que el miedo va transformándose en algo más dulce y agradable. Algo más llevadero y manejable...

Es hasta ese momento, que me permito a mí misma abrir los ojos.

Las luces de las calles por las que transitamos dejan una estela a su paso. Un rastro cálido de vida nocturna. De magia. De todo eso que no nos detenemos a apreciar cuando corremos de un lado a otro, apresurados con el día a día.

Gael acelera otro poco, pero sin sobrepasar los límites de velocidad y, justo cuando entronca en el tráfico de una de las avenidas principales de la ciudad, reduce el paso.

Avanzamos al paso impuesto por la fluidez del tránsito nocturno. Avanzamos sin prisas. Sin preocupaciones. Sin las angustias previas o los malos entendidos que alguna vez nos impidieron estar así, de esta manera, juntos... Avanzamos sin nada más que las ganas de estar cerca el uno del otro. Las ganas de que este momento nunca termine.


Conozco el lugar en el que estamos. Conozco la zona comercial por la que avanzamos y sé que estamos cerca del Puente Matute Remus —ese que todos aquí en la ciudad conocemos por «puente atirantado»—. Ese que fue construido hace no mucho tiempo y que, por la noche, es iluminado con luces de colores.

Le ruego al cielo que pasemos por ahí. Le ruego a todos los Dioses que Gael quiera llevarme por ese camino, porque no sé cuánto voy a tener la oportunidad de pasar por aquí y realmente disfrutarlo. Realmente poner atención a lo que veo...

La motocicleta cambia de velocidad cuando tomamos la pendiente ascendente del puente y una sonrisa se apodera de mi rostro en ese momento.

Luces azules tiñen la imponente estructura que se alza sobre nuestras cabezas y yo, incapaz de detenerme, miro hacia arriba; hacia el cielo nocturno. Hacia la preciosa luna que se cierne sobre nuestras cabezas y que es adornada por la infraestructura contemporánea que nos rodea.

Mi corazón se hincha con la emoción que me invade de pies a cabeza y quiero pedirle a la vida que este momento nunca termine. Quiero pedirle al universo que me permita disfrutarlo unos instantes más. Una eternidad, si es posible...


Gael conduce por la ciudad durante lo que se siente como una eternidad y, al mismo tiempo, como apenas un suspiro... Y, cuando volvemos a su casa, no puedo evitar sentirme decepcionada. No puedo evitar sentirme desazonada porque nuestro paseo ha llegado a su final.

No estaba lista para que terminara...


Al bajar de la motocicleta, siento cómo todos los músculos de mi cuerpo gritan de alivio. No me había dado cuenta de cuán tensa me encontraba hasta este momento. No me había dado cuenta de la fuerza que estaba haciendo con el cuerpo, hasta que puse un pie en el suelo y me di cuenta de cómo tiemblo de pies a cabeza.

Me quito el casco de la cabeza.

El sudor que tengo en la nuca y en la frente me hace sentir ligeramente avergonzada por el aspecto que, seguramente, tengo; pero estoy tan satisfecha, que trato de ignorarlo. Estoy tan feliz que trato de no pensar en eso.

Gael se quita el casco también y coloca el soporte de la moto para que esta no se caiga. A pesar de eso, no se baja de ella. Se queda ahí, trepado, con el cabello hecho un desastre y una sonrisa radiante pintada en la cara.

—¿Te ha gustado el paseo? —pregunta, con aire suficiente y yo, a pesar de la sonrisa idiota que tengo en el rostro, me las arreglo para dedicarle una mirada irritada.

—Apuesto todo lo que tengo a que así impresionas a todas las mujeres que entran a tu vida —digo, solo para que no se dé cuenta de cuánto lo disfruté.

—En realidad, jamás había llevado a nadie en moto —se encoge de hombros—. No es algo que comparta con todo el mundo, ¿sabes?... —baja del vehículo—. Muy pocas personas son las que están enteradas del gusto que les tengo, así que siéntete afortunada.

Alzo una ceja, en un gesto arrogante.

—Afortunado deberías sentirte tú, que te di la oportunidad de llevarme en una —bromeo y su sonrisa se ensancha tanto, que temo que su cara pueda partirse en dos.

—Ah, ¿sí? —acorta los pasos que nos separan y se detiene solo cuando nuestros cuerpos están tan cercanos, que tengo que alzar la vista para mirarlo. A pesar de eso, no permito que su cercanía me amedrente. No permito que se dé cuenta de cuánto me afecta tenerlo cerca...

Asiento, pero mi corazón ya se ha detenido para reanudar su marcha a una velocidad vertiginosa.

—Sí... —digo, en voz baja y tímida.

—Eres una chiquilla arrogante, ¿sabías eso? —me recrimina, pero la calidez en su tono le quita toda fuerza a su declaración. Le quita toda malicia—. Eres una chiquilla arrogante, soberbia, caprichosa e insufrible.

Asiento una vez más, en acuerdo y él se acerca otro poco, de modo que soy capaz de sentir su aliento rozándome el rostro.

—Eres una chiquilla ambiciosa, aterradoramente talentosa y encantadora. ¿También sabías eso? —esta vez, cuando habla, su voz suena más ronca. Más suave. Más... dulce.

—También soy un dolor en el culo —digo, con un hilo de voz y él se acerca solo un poco más.

Es el turno de Gael para asentir en acuerdo.

—Eres todo eso que me prometí evitar. Eso que sabía que era peligroso para mí y que de todos modos decidí tomar —dice y quiero besarlo—. Eres eso en lo que pienso todo el tiempo. Eso con lo que sueño despierto a todas horas —continúa y lo único que puedo hacer, es mirarle los labios. Mirar la forma en la que se mueven con cada palabra que pronuncia—. Con lo que mi traicionero subconsciente me tienta. Con lo que mi mente me tortura... —niega con la cabeza—.Eres, Tamara Herrán, lo que va a llevarme a la perdición, ¿sabías eso?...

Yo, incapaz de decir nada; incapaz de poner en palabras la cantidad de emociones que me provoca, envuelvo un brazo alrededor de su cuello y tiro de él en mi dirección para besarlo.

Entonces, cuando el gruñido aprobatorio proveniente de sus labios llega a mis oídos, busco su lengua sin pedir permiso.

Otro sonido gutural escapa de su garganta en ese instante y me besa de vuelta. Me besa con la misma avidez y urgencia con la que yo lo recibo.

Sus manos se envuelven en mi cintura, y las mías alrededor de su cuello. Sus labios se mueven al compás de los míos y, de pronto, todo empieza a difuminarse.

Todo empieza a perder enfoque. A disolverse hasta quedar hecho nada. Hasta dejarme aquí, temblorosa entre sus brazos, a la espera de más. A la espera de sus caricias. De su tacto urgente y de sus manos grandes...

Sus manos se deslizan por mi espalda y me presionan con más fuerza contra su cuerpo; como si no tuviese suficiente de mí. Como si mi beso solo estuviese abriendo la puerta a lo más profundo de sus deseos. A su alma entera...


Una estela de besos es dibujada desde mi boca hasta mi mandíbula y un sonido estrangulado se me escapa en ese momento. Un sonido torturado y aliviado me recorre porque no me había dado cuenta de cuánto anhelaba esto hasta ahora. Porque jamás me imaginé que esta clase de sensaciones —abrumadoras, intensas y atronadoras— pudiesen volver a mi vida alguna vez.

Sus labios encuentran los míos una vez más y, esta vez, la fiereza con la que me besa es tanta, que nos obliga a movernos. Nos obliga a avanzar hasta que mi espalda choca contra el coche en el que llegamos. Hasta que su abdomen duro y firme queda apoyado contra el mío, blando y suave.

Un gruñido aprobatorio escapa de sus labios cuando, sin siquiera pensarlo demasiado, deslizo mis manos por debajo del cuello de su camisa. Es entonces, cuando se aparta de mí con brusquedad y une su frente a la mía.—Pídeme que me detenga, Tam —dice, en una voz que apenas le reconozco—. Por favor, pídeme que pare.

Pero no quiero que lo haga. No quiero que se detenga. Así que lo beso una vez más. Así que planto mis labios en los suyos en un beso igual de urgente que el anterior.

Otro gruñido se le escapa en ese instante y es en ese momento, cuando desliza sus manos por mis costados hasta afianzarlas a mis muslos. Acto seguido, eleva mi peso y yo, casi por acto reflejo, envuelvo mis piernas alrededor de sus caderas.

—Pídeme que me detenga, Tam... —murmura en un resuello, contra mi boca... Pero no lo hago. No lo detengo. Al contrario, empiezo a deshacer los botones superiores de su camisa.

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