Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 11

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By Kryoshka

Reece.

Primero me quedé inmóvil, luego agrandé los ojos, y por último me lancé sobre sus brazos. Debí haber visto el glaciar dentro de sus ojos, la línea tensa de su mandíbula, sus puños apretados. El infierno salvaje sobre su rostro. Pero no, le rodeé el cuello con mis brazos como si fuera el último metro de tierra en el profundo mar, e ignoré todas las señales que me suplicaban que me alejara.

El olor de su cuerpo explotó en mi nariz y bajó por mi columna vertebral como una corriente eléctrica. Shampoo, sudor, cuero y sangre. Abrí la boca, ansiosa, y sentí el familiar palpitar de su corazón sobre la presión de nuestros cuerpos. Eran latidos bestiales y monstruosos que se movían a la velocidad de una pantera.

Me aplasté más contra él y moví mis manos por los cabellos de su cabeza. Mis dedos le rozaron la piel desnuda de las orejas, en un sutil contacto, y su pecho inspiró con furia. Ignoré el llamado de emergencia de aquella respiración angustiosa y le acaricié las mejillas. Cada fibra dentro de mí vibró, como la cuerda de una guitarra. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y mi estómago formó una bola de desesperación y anhelo.

Deseaba que sus brazos me rodearan..., que sus manos tocaran mis huesos y dibujaran cada vena en mi interior. Necesitaba sentirlo junto a mí, sin embargo, su cuerpo estaba bloqueado, tan distante como en cada pesadilla.

¿Era un sueño o una ilusión? ¿Estaba delirando, atacada por el dolor? ¿Cuánto tardaría en despertar aquella vez?

La respuesta llegó más pronto de lo que imaginé.

Una fuerza invisible me presionó el pecho, como una tormentosa ventisca, y mi cuerpo salió expulsado hacia atrás. Mi espalda chocó contra un poste de la calle, y mis manos se derrumbaron sobre el asfalto. El sueño que me envolvía se quebró como un espejo de cristal.

A mi lado, varias personas se detuvieron para observar lo que estaba pasando. El corazón me latía acelerado bajo las costillas. Tenía la cabeza flácida sobre mi pecho, y mi cabello colgaba como una oscura cortina delante de mis ojos. Me costaba mucho trabajo respirar, y mis piernas estaban temblando. El dolor de mi columna no era tan fuerte como mi consternación.

—Oh, por Heavenly —murmuró una mujer—. Está herida.

Alzando la cabeza, me pasé la mano por el rostro y aparté los mechones de mi frente. La panorámica delante de mí quedó expuesta como el escenario de un teatro. Varios transeúntes se habían detenido para analizarme, pero ninguno de ellos captó la atención de mis ojos. Mi atención estaba mucho más allá, en el final de aquel círculo borroso..., en Reece.

Se encontraba parado en la entrada de la casa, con los brazos cruzados y la mirada afilada puesta sobre mí. Eran sus mismos ojos, los mismos ángulos delicados de su rostro, la misma elegancia de su cuerpo, pero todo lo demás parecía minuciosamente fracturado.

Su cabello, castaño y brillante, ahora era oscuro como la tinta. Le cubría las orejas y la frente, sin control, y en la zona de la nuca se extendía hasta rozarle la espalda en pequeñas ondas. La zona bajo sus ojos estaba ennegrecida, como si sufriera de severas ojeras, y la carne de sus labios tenía una coloración púrpura difícil de ignorar. Iba vestido con una camiseta negra y unos pantalones oscuros. Detrás de su espalda, las empuñaduras de dos espadas cortas sobresalían de forma amenazante.

Mi cabeza dio un vuelco, tratando de procesar aquella información con rapidez. Mi corazón me decía que me levantara y corriera hasta él, pero mi cerebro me traía el recuerdo de Nate y me obligaba a quedarme sentada. Ambas ideas devorándose entre sí.

—No es posible —susurré—. Reece.

Sus ojos titubearon al escuchar su nombre. Dio un paso en mi dirección, con la gracia de un bailarín, y como por arte de magia, todas las personas que me acompañaban volaron hacia atrás. La circunferencia que me rodeaba quedó despejada, y me costó un gran esfuerzo procesarlo. La última vez que  había visto a Reece, él no podía mover a las personas de ese modo.

—Reece —repetí con un tono angustioso.

Detrás de él, dos hombres emergieron por la misma puerta. Uno tenía una mejilla abierta y el otro tenía los ojos inyectados con sangre. Los dos portaban una teñida de ropa mugrienta encima. Los dos eran murk, y me miraron con una sonrisa perversa en cuanto me vieron.

—¿Por qué sabes mi nombre? —cuestionó Reece, y luego sonrió—. Sé que soy genial, pero no creí que todo el mundo conociera mi nombre. Eso sobrepasa mis expectativas.

En silencio, recorrí la línea de sus labios. Era la misma sonrisa de siempre. La comisura izquierda alzada, y la comisura derecha recta. Una sonrisa que variaba entre la arrogancia e impertinencia. Me sentí ultrajada, decepcionada y desorientada. Mi cabeza trataba de darle sentido a aquellos ojos familiares en esa alma desconocida, pero no podía.

Reece estaba vivo, y no me recordaba.

Meses soñando con ese hombre no sirvieron de nada en aquel momento. Era una experiencia vacía. Mi espíritu quería mantenerse firme, pero mi corazón quería llorar y abalanzarse sobre sus hombros. Estaba paralizada, sintiendo que todo lo que me componía no valía nada.

—¿Ya terminaste de admirar el paraíso? —preguntó—. Harás que me avergüence. 

Llevándome la mano al colgante de mi cuello, tragué saliva. Sentí las lágrimas acumulándose en mis ojos, el pulso bajo mi piel acelerando, los dedos de mis manos temblando. Había entrenado días, semanas, meses..., pero nada me había preparado para esto.

—¿Por qué no me recuerdas? —interrogué con un hilillo de voz.

Reece arqueó una ceja.

—Oh, ¿quizá sea porque es la primera vez que nos vemos?

Quise gritar, patalear y arañar el piso, como un animal feroz, pero sólo opte por ponerme de pie. Con los puños de las manos apretados y la mandíbula tensa, moví mis ojos hacia los dos hombres que estaban detenidos detrás de Reece. La sangre seca que aún me manchaba la nariz seguía dificultando mi respiración.

—¿Qué le hicieron? —pregunté—. ¿Por qué no me recuerda?

—Te lo dijimos, ella está loca —comentó uno de los murk, dirigiéndose a Reece. Tenía el cabello anaranjado y un extenso corte abierto en el pómulo izquierdo—. Tenemos que llevarla con Nate antes de que sus guardianes regresen.

—Así veo —contestó Reece, entrecerrando los ojos con curiosidad.

Separé mis piernas y me mordí el interior de la mejilla. Podría haberme rendido de muchas maneras, lanzándome al piso, golpeando la acera, cubriéndome el rostro, chillando desesperada..., pero elegí ser fuerte y actuar con cordura. Llorar y suplicar por respuestas no serviría de nada, no esta vez. Si quería entender lo que estaba ocurriendo, tendría que usar la fuerza, aunque eso significara enfrentarme al hombre que amaba.

Busqué la daga que había cogido de mi cinturón, y comprendí que la había soltado antes de abalanzarme sobre Reece. Me llevé la mano derecha a la parte trasera de mi pantalón y extraje una cuchilla. Reece me contempló atento, repasando cada movimiento que ejercía con infinita paciencia.

Las ganas de abrazarlo eran una eterna agonía.

—No quiero lastimarte, Reece —dije con amargura—. Pero si no te apartas, tendré que hacerlo.

La comisura izquierda de su boca se alzó aún más.

—Quiero verte intentarlo, niña —comentó.

Tragando saliva, giré sobre mí misma, para adquirir impulso, y lancé la cuchilla contra la cabeza del murk de ojos rojos. La punta del mental le atravesó la frente, pero no más de dos centímetros. El sujeto tenía buenos reflejos y alcanzó a sostener la empuñadura del arma antes de que le perforara los sesos. A su lado, la cabeza de zanahoria se puso en alerta, pero cogí un puñal y se lo lancé antes de que intentara atacarme.

Corrí hacia Reece, para agarrarlo de la ropa y apartarlo de aquellos monstruos. El murk de ojos rojos captó mis intenciones y se interpuso entre ambos. Echando el codo hacia atrás, me asestó un puñetazo en la mejilla. El dolor no habría sido tan severo, pero el hombre portaba manoplas metálicas. Éstas me rasgaron la piel y maceraron mis nervios, uno por uno, como una picadora.

Mi cuerpo se derrumbó sobre el piso, y un chorro de sangre comenzó a manar por mi mejilla. Con las rodillas y el estómago pegado al asfalto, grité. Traté de levantarme, pero la habilidad de Owen, la conmoción de mi mente y el corte en mi carne retuvieron a mis pies. Me apoyé en las palmas de mis manos, frunciendo el rostro, y miré hacia atrás.

Ambos murk me observaban, burlándose de mi debilidad. Sus carcajadas eran como las de todos los hombres que veía en mis pesadillas. Monstruosas y bestiales. Uno de ellos dio un paso al frente y me aplastó la rodilla, con furia.

—Ríndete —exigió.

—Vete a la mierda —escupí—. Pedazo de...

El murk frunció el ceño e hizo más fuerza sobre mi rodilla. Chillé, adolorida, y traté de arrancar mi pierna de la planta de su pie. Sin embargo, no llegué a lograrlo. Me estaba muriendo con cada segundo que pasaba. Ya no tenía fuerzas para pelear. Las últimas horas se estaban devorando mi mente y mi determinación. 

Los muertos, Nate, mi madre, Owen, Scott, Silas, Reece. Los muertos, Nate, mi madre, Owen, Scott, Silas, Reece. Los muertos, Nate, mi madre, Owen, Scott, Silas, Reece.

—Ríndete —repitió el monstruo.

—Primero tendrás que matarme —gruñí.

El murk esbozó una sonrisa bañada en perversidad e izó la misma cuchilla que le había lanzado. Sus ojos sangrantes recorrieron toda la extensión de mi cuerpo, con malicia, y se detuvieron en mi cabeza. Fueron cinco largos segundos de meditación y tortura, hasta que movió los dedos y me arrojó el arma contra el cráneo.

Alcé la mano, en un intento por detenerla, pero el filo de la hoja nunca llegó a mi piel. Algo lo impidió. Se quedó flotando en el aire, suspendida, al mismo tiempo en que ambos murk se levantaban del piso y volaban hacia el cielo. Sus figuras se alejaron como dos nubes grises en medio del firmamento.

Reece.

Sus pies se movieron con elegancia por el asfalto, eliminando cada centímetro que nos separaba. La brisa le agitó el cabello y apartó los mechones de su frente como ligeras ondas de carboncillo. Sus ojos añiles entrecerrándose, perforándome con la mirada.

—Lo siento, ellos no saben comportarse —comentó—. Son unos maleducados. Deberíamos enseñarles modales.

—Reece —susurré, parpadeando con lentitud—. Tienes que reaccionar. Ellos... te están mintiendo. Tú no eres parte de esos monstruos.

Reece dio un último paso al frente, e hinco la rodilla como si fuera a pedirme matrimonio. Sus ojos, de cerca, me parecieron todavía más irreales que la primera vez que los vi.

—Niña, no me estás ayudando —replicó—. Tengo que llevarte conmigo, pero no me estás haciendo las cosas fáciles.

—Reece.... —sollocé—. Por favor, no...

—¿Por qué sabes mi nombre?

Porque te amo.

—Porque fuiste mi compañero —respondí—. Tú eras un guardián de Heavenly, no un murk.

La sonrisa de Reece se amplió.

—Ya lo sé —dijo—, pero esa no era la respuesta que esperaba.

Reece extendió su mano hacia mi cuello, y luego todo se fue a negro.

[...]

Gotera.

Eso es lo primero que pensé mientras mi mente atravesaba un grueso túnel de oscuridad para llegar a la luz. Era un camino largo, sin fondo, en el que el sonido de una gota al colisionar contra el metal se oía fuerte y sin pausa.

Recordaba haber oído ese sonido en mi infancia, durante el invierno. La casa de mis padres era pequeña y antigua, y el viento no tenía compasión a la hora de mover las piezas del tejado. Una cubeta en el piso de mi habitación era la solución más improvisada para cubrir aquel aguacero interior que se robaba mi tranquilidad y mi paciencia. Años después, mientras trataba de encontrar un retazo de claridad en aquella negrura, el ruido se impuso una vez más.

«Clic».

Me llevé las manos a los ojos, desesperada, y comprendí que éstos se encontraban cerrados. Los abrí con rapidez y me senté de golpe. Cuando miré mi alrededor, una angustiosa sensación de pánico se asentó en mi pecho.

Me hallaba sentada en una diminuta celda oscura, con paredes rocosas, piso metálico y barrotes de acero. La iluminación no era mucho mejor que en mi propia pesadilla. La única luz prevenía de un punto lejano en el exterior, y era tenue como una pequeña vela de cumpleaños. El lugar parecía estar enterrado a kilómetros bajo tierra. El aire olía a moho y humedad, a pantano y orina.

Arrugué la nariz y me puse de pie. Mi traje de cuero estaba empapado de una sustancia espesa y verdusca, parecida a la baba de un renacuajo. Eso era lo que goteaba de las paredes: una sustancia babosa y desconocida que hacía peso en mi piel. Avancé tambaleante y traté de acercarme a los barrotes que me mantenían prisionera, sin embargo, una cadena que se encontraba atada a mi tobillo me impidió avanzar demasiado.

Miré mis pies frustrada, sintiendo el frío del metal impactar contra mí epidermis, y repasé mis últimos recuerdos. Todos eran difusos y estaban cubiertos por una gruesa cortina que me impedía abrirme paso hacia ellos. Todo lo que veía en mi cabeza era a Reece frente a mí, sonriendo con una maldad incontenible, y luego la oscuridad.

Eso era todo.

Me agaché, desesperada, y envolví la cadena que me retenía con mis dedos mugrientos. Intenté romperla, como había destrozado cientos de otras cosas, pero mi fuerza se rehusaba a obedecer. Algo estaba bloqueando todas mis capacidades. Por más que intentaba hacer lo que mis músculos siempre hacían, no podía.

Mi corazón comenzó a latir desesperado, como un caballo alterado y asustado, y en mi frente se formó una fría capa de sudor. La realidad se impuso de golpe: estaba atrapada en ese lugar. No podía utilizar mi fuerza, y no podía utilizar mis habilidades. Abrí la boca, para gritar, y tiré de la cadena una vez más. Mis dedos sangraron por el esfuerzo, pero el acero no se rompió.

—Es inútil —comentó una voz, obligándome a dar un respingo—. No gastes tu energía en algo que no funcionará.

Con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, me levanté y me volteé hacia atrás.

Ethan... Nate se encontraba de pie al otro lado de la celda, con las cejas arqueadas y un cigarrillo en la mano derecha. Estaba vestido con un abrigo largo y negro que le llegaba más abajo de las rodillas. Su rostro pálido y sus ojos fríos eran los mismos de siempre. Lo único distinto era su cabello, cada vez más negro. Me miró con atención, por dos largos segundos, y luego sonrió.

—¿Estás asustada, gatito?

—¿Dónde estoy? —pregunté—. ¿Por qué no puedo usar mis habilidades?

—Estás en Abismo, mi propia dimensión, un lugar presente y ausente a la vez —respondió, extendiendo los brazos con una sonrisa—. ¿Te gusta? —Cuando no respondí, rió con disimulo—. Oh, claro que no. Es mucha oscuridad para tu luz, gatito.

—¿Estamos en otra dimensión? —cuestioné, inmutable.

—Sí, es el lugar en el que hemos tenido que vivir desde que los glimmer se empeñaron en expulsarnos de todos lados. —Se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una calada—. No me quejo. Supongo que podría ser peor.

Hice una mueca despectiva.

—¿Por qué me trajiste aquí?

—Porque te necesito, Celeste —susurró—. Quería que vinieras a mí por tu propia voluntad, pero eso nunca pasará. Tú me obligaste a hacer esto.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Era un movimiento desesperado para no gritar y volverme loca. Estaba rabiosa, desesperada, pero demostrárselo a Nate sólo me pondría en desventaja.

—¿Qué le hiciste a Reece? —interrogué—. ¿Por qué no me recuerda?

—Sólo lo hice olvidar aquello que lo hacía débil, y le recordé la razón por la cual fue usado como un arma —explicó Nate con tranquilidad—. Ahora él entiende que la mayoría de los humanos son despreciables, y que no vale la pena luchar a su lado. Ni siquiera le he mentido, sólo le he dicho la verdad. Es él quien ruega por venganza.

—Lo hiciste olvidar a sus compañeros y a mí —gruñí—. Le hiciste olvidar todo lo bueno en el mundo de los humanos. Pusiste odio y rencor en su corazón. Él jamás ha deseado venganza. Reece no es así.

—Puede que haya alterado algunas cosas, pero eso no me convierte en el responsable de su odio. Los únicos culpables son sus padres, y el gobierno. Negarlo no te ayudará en nada, gatito. Sabes que tengo razón.

Abrí la boca horrorizada.

—¿Eso vas a hacerme a mí? ¿Me obligarás a perder la memoria para unirme a tu bando?

Los ojos de Nate se entrecerraron cuando esbozó una sonrisa.

—Sí, pero no aquí. —Señaló el entorno con su dedo—. Las prisiones están protegidas por el Splendor de uno de mis soldados. Nadie puede usar habilidades dentro de ellas. Esa sustancia que ves a tu alrededor es lo que te está robando la energía y las fuerzas. Dentro de un tiempo, lo único que querrás será dormir y descansar.

Moví mis ojos hacia el líquido espeso que colgaba sobre mi ropa, pero no me inmuté.

—Eres una bestia.

—No, yo soy un vengador. —Sonrió e hizo una señal a alguien que estaba fuera de mi alcance—. Zora, ven aquí. Voy a presentarte a Celeste, la mujer que nos ayudará a salvar el mundo.

—Quiero ver a Reece —exigí.

—Eso no pasará —dijo Nate.

Abrí la boca para protestar, pero me quedé en silencio cuando vi a una hermosa mujer pelirroja aparecer al otro lado de la celda. Sabía que la había visto antes, en alguna parte del exterior, pero no lo recordaba. Iba vestida con un conjunto negro de ropa de cuero, así que no me costó suponer que era una guerrera también.

Su cabello era largo, del color de la sangre, y caía en gruesas ondulaciones a los costados de su rostro. Sus ojos eran de un verde cocodrilo, opaco y oscuro, y resaltaban la palidez de su piel. Su rostro ovalado era fino y delicado, la mandíbula estrecha y delgada. Cada facción la hacía más perfecta e irreal. No sabía cómo podía caer tanta belleza dentro de una misma cara. Eso era... inhumano, en todos los sentidos.

—Ella es Zora, Celeste —comunicó Nate, curvando una sonrisa—. Supongo que la recuerdas. Trabajó mucho tiempo para nosotros en la casa de Nueva York. Estuvo acompañándome en mi misión personal durante todo el tiempo.

En mi escasa memoria pude ver la casa de los guardianes en Nueva York, las habitaciones pulcras brillando como el oro, cada comida preparada con sumo cuidado, los empleados deseándonos una buena noche al final del día. Comprendí entonces que esa joven era la misma sirvienta que trabajaba para los guardianes en Nueva York, aquella que creí estaba enamorada de Ethan. Sólo que no estaba enamorada..., era una espía también.

—¿Ella es un murk? —cuestioné, llena de indignación.

—Así es, gatito —respondió—. Te dije que los humanos son ciegos. Sólo ven lo que quieren ver. Es parte de su egocentrismo.

—Eres un hijo de puta.

Nate no pareció haberme oído. Lanzó el cigarrillo al piso y luego lo aplastó con su pie, extinguiendo las mínimas brasas al igual que se estaba extinguiendo mi esperanza de salir de allí. 

—Zora es una de mis más leales compañeras —me informó—.Ella se hará cargo de todo lo que necesites hasta que seas llevada al laboratorio. Ha vivido entre los humanos durante bastante tiempo y comprende su cultura, a diferencia de la mayoría de los murk. Trata de no intentar matarla.

Fruncí el ceño y moví mis ojos hacia Zora, la pelirroja. Ella me devolvió la mirada sin disimulo y recorrió toda la complexión de mi cuerpo. Tenía una mirada oscura, casi tenebrosa, pero no del mismo modo que Nate. En ella no había perversidad o malicia, sino rencor y algo parecido al odio. Sus ojos estaban entrecerrados, lo que hacía difícil admirar el color tan peculiar de sus iris.

—No te aseguro nada —espeté, volviendo a mirar a Nate—. No creas que me resignaré y aceptaré tu ridículo discurso sobre salvar el mundo. Quieres matar niños..., personas inocentes que lo único que quieren es alcanzar su vejez con las personas que aman. Tú buscas destruirlos, y eso jamás te convertirá en el bando bueno.

—No hables de los humanos como si fueran perfectos, porque estás equivocada —replicó Nate—. Ellos son capaces de hacer cualquier cosa por obtener lo que quieren. ¿Por qué no usar el mismo trato? Se lo merecen, después de todo.

—No todos son iguales —repuse—, pero alguien como tú jamás lo entenderá. Eres oscuridad, Nate, y los glimmer son luz. Ellos brillarán tanto, tanto, que algún día ya no quedará nada de ti en el universo.

Él se llevó la mano a la boca y soltó una carcajada.

—Veo que ya te engatusaron con sus mentiras —dijo divertido, e hizo una pausa—. No importa. Tarde o temprano terminarás entendiendo por qué hago lo que hago. Y yo estaré allí, a tu lado, para mostrarte la razón por la cual nunca debes confiar en un glimmer.

—Mejor suéñalo, porque eso nunca pasará —solté.

Eso lo hizo reír. Arqueo una ceja, relamiéndose los labios, y enseguida se giró para quedar frente a Zora. Tuve unas indestructibles ganas de meter mis manos entre los barrotes y arrancarle el cabello, pero no podía.

—Zora, encárgate de todo lo que necesita —le indicó—. No hables con ella. Es una experta en molestar a la gente, y no quiero que la maltrates de forma abusiva. ¿Entendido?

Ella asintió.

—Nos vemos, gatito —dijo Nate, dirigiéndose a mí—. Intenta descansar, es todo lo que te queda en este momento.

Y era lo que menos haría.

[...]

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, acurrucada entre la baba gelatinosa y el olor a mugre húmeda. Podían ser segundos, minutos u horas, el punto era mismo:

Se sentía como una eternidad.

Nate no había vuelto a molestarme. Reece tampoco se había acercado a las celdas donde me encontraba cautiva. La única persona que se había aproximado a mí era Zora, pero ella no emitía ninguna palabra. El único sonido que emergía de su cuerpo raquítico era el de su respiración, y sus leves gruñidos.

Tenía hambre, sed..., y un horrible deseo de orinar. Ya había inspeccionado toda la celda, al igual que la cadena que me retenía del tobillo, pero no había ningún retazo que me brindara la opción de salir. Estaba atrapada en aquella prisión, obligada a sufrir las consecuencias de aquel martirio.

No me sentía así desde hace mucho tiempo. Recordaba haber sufrido situaciones similares cuando pequeña. Muchas veces me habían atado a árboles, fierros o postes de la calle, pero nada me había preparado para esto. La experiencia no me hacía inmune al dolor, sólo lo acrecentaba.

Todo lo que quería era echarme a llorar y sentirme una niña normal una última vez en la vida, pero ese camino tampoco estaba abierto para mí. No podía permitir que tuvieran la satisfacción de verme sufrir y perecer. Sabía que dentro de poco olvidaría todo lo que conocía, mi familia, amigos y amor, pero quería ser fuerte el último tiempo que me quedaba de cordura.

Una parte de mí quería seguir creyendo que podría escapar de ese lugar, pero mi lado cuerdo me decía que no. Estaba en otra dimensión, y el gobierno y Silas no podrían ayudarme. Reece tampoco, él no me recordaba y nunca lo haría. Estaba sola, rodeada de seres que deseaban verme deshecha.

Ya no podía escapar, esa era la realidad. Nunca podría salvar a mi madre. Nunca más podría abrazar a mi papá. Nunca volvería a alimentar a Limón. Nunca podría volver a besar a Reece. Nunca podría ayudar a Owen. Nunca podría perdonar a Soctt. Nunca podría reírme de Casper. Nunca podría comprender a Amber. Nunca podría reencontrarme con Betty. Nunca podría luchar junto a Silas. Nunca podría vengarme del gobierno. Nunca podría vencer a los murk. Nunca podría salvar a los niños de Heavenly.

Nunca podría ser normal.

Me acurruqué mejor, como un pequeño felino, y me llevé la mano al colgante que me rodeaba el cuello. El metal pareció palpitar entre mis dedos sucios. Fruncí el rostro, en un intento por controlar mi tristeza, y apreté el «C3» con fuerza. Cada vez que recordaba a mi madre, y pensaba en todo lo que podrían haberle hecho, mi corazón se encogía de dolor.

¿Ella siquiera me recordaría?

Una profunda punzada en la parte baja del abdomen me hizo abrir los ojos. Me removí hasta estar sentada, y luego me llevé una mano al estómago. La sensación que se deslizó entre mis piernas era indiscutible.

—Oh, por Heavenly —susurré—. No.

Alguien del exterior se acercó a mi celda.

—¿Está bien? —preguntó.

Doblé el cuello y miré a Zora. Se encontraba aferrada a los barrotes, con una expresión de curiosidad en la cara y la carne del labio atrapada entre los dientes. Apreté la mandíbula, tranquilizándome, y enseguida respondí.

—No, no estoy bien —musité—. Necesito volver a Heavenly, ahora.

—Eso es imposible.

—¡Necesito volver a mi casa! —chillé.

Zora amplió los ojos, sorprendida con mi repentina desesperación.

—No puede volver a su casa —respondió aterrada—. Debe quedarse aquí hasta que Nate decida lo contrario. Trate de ser paciente, por favor.

—¡No me jodas!

—Señorita...

—Me acaba de llegar mi periodo menstrual —solté—. Necesito bañarme. Necesito ropa limpia. Necesito toallitas. No puedes dejarme encerrada aquí.

—¿Le llegó su periodo? —cuestionó estupefacta—. Pensé que los glimmer estaban protegidos de ese suceso.

Alcé la mirada.

—¿Qué?

—Antes de convertirnos en murk, nosotros éramos glimmer también —me explicó—. La Fuente se encargaba de protegernos de muchas cosas, entre ellas el periodo menstrual, pero nos abandonó cuando elegimos seguir un camino diferente. Es extraño que la Fuente no la esté protegiendo a usted. Quizá se deba a que ha creado lazos con los humanos, y eso está prohibido.

—¿Ustedes eran glimmer?

—Sí, pero no se preocupe de eso ahora. —Retrocedió y soltó los barrotes de la celda—. Llamaré a una niña para que se haga cargo de usted. No se desespere.

Dicho eso, se alejó por el pasillo con gran rapidez.

Sentada sobre el metal baboso, repasé lo que acababa de decirme con infinito cuidado. No sabía cuál de todas las cosas me sorprendía más. El saber que los murk fueron glimmer alguna vez en su vida era impactante, pero saber que tenía prohibido acercarme a los humanos lo era aún más. ¿Qué quería decir eso? ¿Acaso la Fuente me había abandonado?

Traté de no pensar demasiado en ello y me puse de pie. La sensación en mi cuerpo era dolorosa, pero no de forma exagerada. Sabía que el malestar duraría sólo el primer día, y que los días siguientes serían más normales, pero aun así quería echarme a llorar. Mi situación sólo estaba empeorando. Era como si tuviera un imán para los episodios humillantes y vergonzosos.

Mi madre me había dicho una vez que para afrontar los malos momentos debía imaginar que eran una pesadilla. Si creía que sólo estaba dormida, y en que en algún momento despertaría, sería mucho más fácil soportar la aflicción. Sin embargo, era difícil colorear algo que de por sí ya era negro.

Avancé hacia la puerta de mi prisión, tensando la cadena que se clavaba en mi tobillo, y posé mi mirada en la celda que había al frente. El lugar estaba vacío y sucio, tan mohoso como el que me retenía. Las paredes estaban empapadas de aquella sustancia verdusca que me envolvía. Casi resultaba hermoso; la baba se extendía como múltiples hilos que asemejaban el cabello de una mujer.

Tragué saliva, fascinada, y me derrumbé sobre el piso. Sólo ahí me di cuenta de que ya no me quedaban fuerzas para luchar. Ni siquiera podía mantenerme de pie. Nate tenía razón. Llegado un punto, lo único que quería era lanzarme al piso y dormir. Estaba destrozada, exhausta.

No sé cuánto tiempo estuve así, con los ojos cerrados, pensando en lo horrible que era mi mundo, hasta que la voz de Zora se impuso en medio del silencio.

—Señorita, despierte —me pidió—. Voy a llevarla a un lugar donde se pueda limpiar.

Separé los párpados y probé a ponerme de pie, pero fue una tarea imposible. Sentía la cabeza y los hombros pesados, como si tuviera cientos de kilogramos sobre ellos. Intenté apoyar las palmas sobre el metal frío que me sostenía, no obstante, mis extremidades parecían de gelatina. No podía levantarme.

Una sensación de pánico se deslizó por mi interior. Grité, horrorizada, pero dos manos me sostuvieron de los hombros y me ayudaron a ponerme de pie. Cuando me volteé para mirar a la persona que estaba a mi lado, me encontré con los ojos opacos de Zora.

—No intente nada, por favor —susurró, pálida como el papel—. Voy a ayudarla a llegar a las duchas. Si intenta atacarme...

—No voy a atacarte —murmuré—. Ni siquiera puedo mantenerme de pie. Además, si te atacara, ¿a dónde iría?

Ella me puso un brazo detrás de su cuello y me sostuvo de la cintura. Era más alta que yo, y muy fuerte. No le costó mucho esfuerzo sacarme de la celda y arrastrarme por el largo pasillo oscuro de la prisión. Intenté mirar lo que me rodeaba, obtener información, pero mi cabeza colgaba flácida sobre mi cuello y se negaba a reaccionar. Todo lo que vi fue metal. Metal sucio y gelatinoso, metal opaco, metal claro y, por último, metal brillante.

Zora me adentró en un amplio cuarto iluminado y cerró la puerta detrás de nosotras. Me guio hasta una amplia bañera blanca y me arrojó en el interior. De espaldas sobre la cerámica, miré el techo sobre mi cabeza. Una brillante luz de cristal colgaba sobre mis ojos. El techo seguía siendo metálico, al igual que todo lo demás. Esos seres tenían una obsesión con el metal.

—Aquí tiene ropa limpia y todo lo que necesita —dijo Zora.

Doblé el cuello y la miré. Estaba de pie junto a un mueble pequeño con ropa y otros implementos. Bajo la luz, su cabello se veía todavía más rojo. Sus ojos eran extravagantes, pequeños e intensos.

—Gracias —susurré y, al segundo después, me arrepentí. Ellos me tenían cautiva, no tenía nada que agradecer.

—Límpiese, volveré dentro de unos minutos a buscarla.

—Espera —la detuve, acomodándome mejor sobre la bañera—. ¿Puedes ayudarme a quitarme la ropa de encima? No puedo moverme demasiado. Me vendría bien un poco de ayuda.

Zora agrandó los ojos, palideció y, por último, se sonrojó. El horror en su rostro era inminente. Sacudió la cabeza, desesperada, y dio un paso hacia atrás.

—Por supuesto que no —se negó—. Tendrá que hacerlo sola.

No pude evitar reírme de su reacción.

—Lo siento, no quería incomodarte.

Ella frunció el ceño y abandonó el cuarto dando un portazo. Sola una vez más, me permití soltar varias carcajadas. Esa mujer debía estar loca para creer que lo había dicho en serio. Su rostro atemorizado era lo mejor que había visto durante las últimas horas.

Me senté, ayudándome de mis manos, y comencé a arrancarme aquella ropa empapada de mugre. Fue una tarea ardua, casi infinita, que me dejó todavía más cansada de lo que estaba. Para cuando terminé de arrancarme la ropa interior, estaba jadeando y sudada. Nunca imaginé que darme un baño sería tan difícil.

Di la llave del agua y dejé que la bañera se llenara hasta arriba. Le eché de todo lo que encontré a mi paso. Shampoo, acondicionador, jabón y espuma para baño. Esos seres tenían de todo, lo que era espeluznante y siniestro. Se suponía que debía verlos como monstruos sin cerebro, no como personas preocupadas por su limpieza.

Me hundí más en el agua tibia, y dejé que la frescura empapara mi cabello. Estaba a punto de comenzar a limpiarme la sangre seca del rostro, pero la puerta del baño se abrió y todos mis sentidos se pusieron en alerta al segundo después.

Alcé la mirada, esperando encontrarme con Zora al otro lado, pero no era ella quien estaba allí.

Era Reece.

*****
¡Muchas gracias por leer, mis bellezas!

Gracias por cada comentario, voto o leída, son los mejores. Siempre me hace feliz leer sus opiniones. Es inevitable reírme o emocionarme con la mayoría. Los amodoro, con toda mi alma.

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