Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 8

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By Kryoshka

—¡Lo que hiciste fue una locura!

Scott que, al igual que Dave y los guardianes, no había hincado la rodilla en ningún momento, me agarró del codo y me arrastró hacia sí mismo. Sus brazos me rodearon, con fuerza, en un abrazo desesperado y anhelante.

Mi cabeza todavía continuaba dando vueltas. No podía convencerme de que lo que había hecho era real, y que en menos de cinco minutos había salvado a una niña pequeña. Las personas que aún estaban arrodilladas, honrándome, tampoco me estaban ayudando a despertar de aquella confusión. Estaba mareada y los oídos me zumbaban como molestas avispas.

—¿Dónde están mis padres? —pregunté, con la garganta seca—. ¿Dónde está Owen?

Scott se separó de mí y me puso las manos en los hombros.

—No lo sé, pero vamos a encontrarlos —contestó—. ¿Te hiciste daño?

Tenía los músculos agarrotados y la piel de las piernas abrasada por el fuego, pero nada de eso era tan importante como hallar a mi familia. Intercalando la mirada entre Scott y las personas que aún continuaban agachadas, negué con la cabeza. Aquella sacudida me hizo fruncir el ceño.

—No, estoy bien.

—Bien, tenemos que salir de aquí —concluyó—. Busquemos a tus padres y a Owen, y luego larguémonos de este lugar.

Una voz se interpuso en mi camino, impidiéndome hablar.

—Celeste, hay un problema. —Amber, la dueña de aquella interrupción, se detuvo frente a mí—. Los guardianes que estaban protegiendo a tus padres..., están muertos.

Mi corazón se paralizó.

Alejándome de Scott, me acerqué a Amber y la agarré de la capa, justo debajo del mentón. Sus ojos, turquesa y desesperados, se movieron entre los puntos de mi rostro con rapidez.

—¿Qué estás diciendo? —interrogué, con la voz lastimada—. ¿Qué demonios estás diciéndome?

Amber se mantuve firme, ajena al dolor que acababa de invadir mi pecho.

—Rastreamos el Smartwach de los guardianes, para hallar a tus padres, pero los encontraron afuera del estadio, sin vida —me explicó—. No sabemos qué pudo haberles pasado.

Respiré profundo, intentando conservar la calma.

—¿Y mis padres?

Amber entrecerró los ojos.

—Lo siento, pero aún no sabemos dónde están.

La alarma se encendió una vez más dentro de mi cuerpo, porque mi vida era así..., siempre era así. Cada vez que creía que las cosas podían salir bien, algo malo pasaba, devolviéndome al mismo ciclo. Era como si todo lo malo del mundo se hubiera acumulado sobre mi cabeza, en una nube gris, lloviendo cada vez que estimaba conveniente.

Sufrimiento, oscuridad y desesperanza.

¿Alguna vez podría escapar de aquella maldición?

Deshaciéndome de la desesperación y el miedo, pensé con rapidez en una solución. Me pasé la mano por la cara, limpiándome la sangre y el sudor, y apreté la mandíbula.

—Iré a buscarlos —le informé.

—No puedes —dijo Amber—. Tienes quedarte a nuestro lado. Otros guardianes se harán cargo de la situación.

—Fue lo mismo que me dijeron hace un rato —contesté, zamarreándola—. Pero no, no está funcionando. ¡Sus malditos métodos no están funcionando!

Ella apretó los labios, y puso sus manos encima de mis dedos.

—Suéltame, Celeste.

Mirándola con una mezcla de asco y decepción, la solté y me giré para caminar hacia la salida del estadio. El recorrido estaba lleno de humo y ruinas. Alguien corrió detrás de mí y me agarró de la mano, deteniéndome.

—No puede ir, es peligroso.

Me volteé, y me encontré con el rostro afable de Ross. Su mirada de súplica, su posición determinada, su boca segura.

—Ross, déjala —comentó Ágata, acercándose también—. Está convencida, y esto le servirá para darse cuenta de que no todo es de color rosa.

—Nuestro deber es protegerla —repuso Ross.

—Ella no quiere ser protegida —replicó ella.

Me solté con un movimiento brusco, y retrocedí.

No tenía tiempo para más problemas.

Girando, doblé las rodillas y comencé a correr hacia la salida. No sabía si me estaban siguiendo, no sabía si alguno de ellos me acompañaría, no sabía si estaba sola. Nada de aquello era importante en ese momento. Mi única reacción era correr, correr y correr..., y buscar a mis padres.

Era la desesperación de una hija que estaba a punto de perderlo todo. Mis padres eran todo lo que tenía, y yo era todo lo que ellos tenían. No podía permitir que alguno de nosotros amenazara con romper el núcleo que nos concedía la vida. Mi mundo estaba destrozado, de mil maneras, y me negaba a permitir que lo que quedaba en pie desapareciera también.

Me llevé una mano al cuello, sintiendo el tacto del metal tibio sobre mi piel. La cadena que me había dado mi madre aún continuaba adherida a mi cuerpo. Era una especie de amuleto de la suerte que me incitaba a seguir y a no rendirme..., a tener esperanza. Quizá era una tontería, pero la prefería a echarme a llorar sobre la mugre.

El piso bajo mis botas era un desastre. Había cemento, brasas y carbón esparcido, además de nubes de polvo acumulado. Correr se hizo dificultoso, y esquivar los obstáculos también. Cuando llegué a la salida, donde debería haber estado la recepción, me detuve para coger aliento e hice una mueca de fastidio. Debía decirle adiós a la opción de salir por allí.

La entrada se había derrumbado a causa de las explosiones y las llamas. El tejado y las vigas se habían ido abajo, acumulándose en una inmensa pirámide de ruinas y cemento. Era como un montoncito de arena y piedras, pero en versión aumentada.

Me relamí los labios y asentí con la cabeza.

La única manera de llegar a la calle y buscar a mis padres era atravesando la salida, pero la pirámide de ruinas se había impuesto negándome aquella posibilidad. Podría haberla escalado, porque había escalado cosas peores que aquella destrucción, pero no podía perder más tiempo. Necesitaba llegar hasta arriba y ahorrar cada segundo.

Moví mis pupilas en cada punto de aquel derrumbe que mi cerebro consideraba estable, y luego me pasé el dorso de la mano por la frente.

Mi única solución era saltar.

Si saltaba, y acortaba el espacio suficiente, podría llegar hasta arriba en cosa de segundos. Sólo necesitaba mentalizarme. Concentrarme. Darlo todo. Sin embargo, si fallaba, podría incluso costarme la vida.

Retrocediendo unos tres metros para coger impulso, empuñé las manos y me lancé a correr. El viento me agitó el cabello que todavía no se me había achicharrado con el fuego. Mis ojos se clavaron al frente, en la pirámide que se alzaba de forma majestuosa en medio de las llamas. Doblando las rodillas y arrugando el entrecejo, salté.

Mi cuerpo se elevó del piso, y mis brazos se sacudieron como dos alas a mis costados. Alguien gritó en la lejanía..., Dave, ordenándome que me detuviera. No le presté atención y estiré los dedos para aferrarme al primer saliente de cemento que encontré frente a mí. Con una mueca de dolor y angustia, seguí subiendo el trazo de montaña que me quedaba, hasta llegar arriba y derrumbarme en la cima.

Lo había conseguido.

Mis fosas nasales se apretaron, cogiendo oxígeno, y mi estómago se hundió. Una sonrisa se formó en mis labios. Mi paladar sabía a esperanza.

—¡Celeste! —me llamó Dave, pero hice caso omiso de su llamado.

Me senté sobre las brasas y pose mi vista en la calle, en las sirenas de los bomberos y el molesto ajetreo. En el exterior no sólo se habían acumulado los visitantes que habían escapado, sino también transeúntes, policías, periodistas y bomberos. Era un caos de bullicio y movimiento. Encontrar a mis padres entre tantos cuerpo sería una misión complicada. Por más que gritara sus nombres, ellos no me escucharían.

Me puse de pie y miré hacia abajo. La distancia que me separaba del asfalto seguía siendo considerable. Avancé unos centímetros, arrastrando mis botas, y luego salté del enorme montículo. Los espectadores lanzaron un grito, de terror y sorpresa. Mi cuerpo cortó el viento, y mis pies se posaron en el duro cemento con ligereza. Cuando alcé la barbilla, una patrulla de policías venía corriendo hacia mí.

Me mordí el labio y me eché a correr en dirección contraria. No podía permitir que me hicieran perder el tiempo. Uno de los bomberos, que se dedicaba a lanzar agua por sus dedos agujereados, interrumpió lo que estaba realizando para tratar de atraparme. Me impulsé y salté por arriba de su cuerpo, esquivando su agarre.

Lo más probable era que pensaran que yo era la causante de aquel incidente. Es decir, yo también lo pensaría si me viera a mí misma huyendo del incendio. Pero, ¿qué más podía hacer? ¿Esperar a que los mismos guardianes que me detestaban buscaran a mis padres? Para ellos sería mejor verlos muertos. Se ahorrarían un problema. Sus muertes les harían un favor. Así que no, no podía confiar en ellos. La única que quería salvar a mi familia, en realidad, era yo.

Por ello, seguí corriendo. Empujé a las personas que se interponían en mi camino y corrí en cualquier dirección, hasta que estuve deslizándome por un callejón oscuro y vacío. Mi corazón latía acelerado debajo de mis costillas. La calle frente a mí seguía, interminable, hasta doblarse hacia la izquierda y desembocar en una pequeña plazuela de setos artificiales.

Detenida junto a una hilera de fluorescentes basureros, me llevé una mano a la cabeza y traté de concentrarme. ¿Dónde se habían llevado a mis padres? No podían estar muy lejos, apenas habían transcurrido unos minutos desde que habían desaparecido. Debían estar cerca, escondidos en alguna parte. Pero, ¿dónde?

Una vocecita me hizo abrir los ojos, y sólo ahí me di cuenta de que los tenía cerrados.

—¡No le harás daño a mi hija! ¡No...!

Me volví de golpe hacia mi derecha. La voz, aguda y desesperada, parecía provenir desde lo más profundo de la ciudad. Se oía apenas, confusa, como si estuviese grabada por un aparato defectuoso, pero aun así fui capaz de reconocer a su dueña. Mi madre.

—¡Mamá! —grité, de forma inconsciente, y luego me llevé las manos a la boca.

El pánico se apoderó de mi complexión. Tambaleante, avancé en aquella dirección y me interné en la sucesión de calles coloridas que me guiaban hacia su voz. La ciudad frente a mí parecía fracturada. Las paredes se deformaban y se movían, adoptando cualquier posición imposible. Las ventanas eran bocas, y el piso era lava. ¿Me lo estaba imaginando? Sí, pero no lo podía controlar.

Me deslicé con rapidez, más de lo humanamente posible, hasta haber pasado varios edificios en pocos segundos. La ruta estaba vacía y limpia, no había rastros de destrucción o de peleas. Sólo era asfalto, departamentos, edificios, tiendas y soledad. No había ninguna pista que me dijera que el grito que escuché era real.

Fue así, al menos, hasta que me interné a un callejón sombrío, y un reguero de sangre apareció delante de mis ojos.

Con la mano en el pecho y una expresión aterrada, recorrí cada gota de sangre fresca hasta llegar al final de la calle. Era un callejón cerrado, sin salida, lleno de sombras y tinieblas. Avancé temblorosa, arrastrando mis pies, y moví mi mirada de un punto a otro. Basura esparcida, vidrios rotos, tierra y comida en descomposición fue todo lo que vi. Y luego, cuando me interné otro poco en aquel cuadrado rodeado de muros, aparecieron mis padres..., y Owen.

Los tres estaban en la misma posición. Flotando en el aire, inmóviles, con el cuello y las muñecas rodeados de una sustancia oscura parecida al humo.

Lo primero que pensé, mientras me derrumbaba sobre la pared de mi costado, fue: El Cuervo. Sin embargo, después comprendí que aquel vapor negruzco era demasiado tenebroso como para pertenecer a él. Irradiaba maldad, y ninguna pizca de la hermosa luz violeta que desprendía el glimmer de chaqueta negra. No era él, no podía ser él.

Apoyando las manos sobre el hormigón frío, me obligué a mantener el equilibrio y corrí hacia las tres personas que colgaban flácidas frente a mí. No obstante, una fuerza invisible pareció golpearme los pulmones y enviarme hacia atrás sin ninguna dificultad.

Mi cuerpo rodó varias veces sobre el cemento, hasta detenerse junto a la pared, con el estómago hacia abajo. Mis rodillas y mis codos comenzaron a palpitar. Las quemaduras en mis pantorrillas se convirtieron en piel colgante. Tenía el cuello tenso y los pulmones hinchados.

Abriendo la boca, tosí un montón de sangre en el piso debajo de mi cabeza.

—No lo hagas, «gatito».

Esa voz... nunca la había escuchado.

Unas manos me agarraron de los hombros y me levantaron como si fuera un muñeco. Intenté apoyar los pies, sostenerme, pero me quedé demasiado concentrada viendo a la persona que había aparecido delante de mí. Mi corazón se detuvo, por dos segundos, y luego inició un galope desesperado. Mis cuencas muy abiertas, mis pupilas dilatadas.

No podía convencerme de que lo que estaba viendo era real.

Era él. Eran sus ojos, melancólicos y entrecerrados. Su piel, blanquecina y tersa. Su nariz, pequeña y respingada. Sus labios, perfectos y tristes. Su cuerpo, delgado y alto. Su cabello, menos amarillento y más oscuro. Sin embargo, seguía siendo él. Menos callado, más hablador. Su rostro, todo ternura.

Él.

—¡Ethan! —Me lancé sobre su cuerpo y lo rodeé con mis brazos, sollozando—. ¡Ethan, estás vivo! ¡Oh, por Heavenly! ¡Ethan!

Ethan correspondió mi abrazo, con la delicadeza de una pluma. ¿Era la primera vez que lo tocaba de esa manera? Sí, lo era, pero no por eso la emoción era mayor. Lo único que podía escuchar era mi corazón gritándole a mis oídos. ¿Era un sueño? ¿Era una ilusión?

—¡Me hablaste! —dije, riendo y llorando a la vez—. ¡Tú me hablaste! —Me separé y le cogí el rostro, mirando cada daño que pudiera haber en él—. ¿No te lastimaron? ¿Alguien te hizo daño? Mis padres y Owen...

—Gatito, debo rogarte que te tranquilices —habló otra vez, con un acento tan refinado como extraño.

—Tenemos que salvar a mis padres. —Me acerqué y lo abracé, enterrándole los dedos en la espalda para convencerme de que era real—. No puedo... No puedo creerlo. Estás bien. Siempre estuviste bien. Oh, silencioso Ethan...

Estaba llorando desconsolada, sacudiéndome con movimientos de desesperación y angustia. No podía respirar. No podía pensar. No podía reaccionar. Ethan, en cambio, alzó las manos y me acarició el cabello.

—Gatito, yo no soy Ethan —susurró, apoyando la mejilla sobre mi cabeza—. No soy la persona que atormenta tus pensamientos.

—Idiota, ¿qué estás diciendo? —repliqué, con una sonrisa—. ¿Acaso sólo abres la boca para decir estupideces?

—Gatito, yo soy Nate —dijo.

Por alguna razón, mi pecho se contrajo.

—¿Quién demonios es Nate?

—El líder de los murk, gatito.

Murk.

Mi sexto sentido me ordenó alejarme, pero sus brazos no me lo permitieron. Fue imposible romper aquel abrazo apretado, a pesar de que mis sentidos comenzaron a funcionar a toda velocidad.

—¿Qué estás diciendo? —cuestioné—. Por supuesto que no, tú eres Ethan, un guardián de Heavenly. ¿Acaso alguien te está manipulando?

—No, nadie me está manipulando.

—Ethan...

—Yo fingí llamarme Ethan. Sólo fue la transformación de mi propio nombre. —Sus palabras acrecentaron los surcos de lágrimas sobre mis mejillas—. ¿Sabes cómo se lee Nate al revés? La verdad sale a la luz causando dolor y sufrimiento... No, no llores. Mi intención no es verte llorar.

—Suéltame —pedí.

—¿Crees en mí? —preguntó, sin dejar de acariciarme el cabello—. ¿Confías en mí? Yo confío en ti, y sé que harás lo correcto para que tus padres estén a salvo. Ellos no están muertos, pero lo estarán si no haces lo que te digo.

Mi cerebro parecía a punto de explotar. Todos los sentimientos que había tratado de ocultar para concentrarme estaban saliendo a la luz de forma vertiginosa.

—Tú atacaste el estadio..., tú mataste a Reece —concluí.

Ethan me besó la frente.

—Aunque la respuesta fuera un sí, ¿cuál sería el problema? —susurró—. Yo no soy el malo, Celeste. Ellos lo son. Esos humanos... te lastiman diariamente y te utilizan como si tu existencia sólo fuera un objeto destinado a servirles. Creen que eres de su propiedad, y están dispuestos a robarte cada respiro si con eso ganan algo. Yo no, yo jamás sería capaz de hacerte algo así. Yo lucho por la libertad.

—Lo mataste.

—Nosotros vamos a construir un mundo mejor, donde cada vida importe y el sufrimiento desaparezca. La codicia, el egoísmo y el ego de las personas desaparecerán, para siempre. Porque es eso, el individualismo, lo que hace que todos nosotros ardamos.

Levantando la rodilla, le golpeé el estómago.

—¡Lo mataste!

Ethan retrocedió, soltándome, y me señaló con su mano.

—¡Yo no iba a venir hoy, Celeste! —bramó—. Pero fueron la arrogancia e imprudencia del gobierno las que me hicieron venir a buscarte. Yo iba a esperar a que tú quisieras venir a mí, sin embargo, al ver la seguridad con que los humanos quisieron tendernos una trampa, cambié de opinión. ¡Los poderosos deben saber que sus planes no siempre funcionan! ¡Deben entender...! —Se llevó las manos a los costados de la cabeza—. ¡Deben entender que ellos no lo controlan todo!

—Estás loco —dije, parpadeando con frenesí—. Estás total y absolutamente loco.

Ethan me miró, se llevó las manos a los labios y sonrió.

—Lo siento, lo he vuelto a hacer. —Se señaló la cabeza—. Es mi subconsciente.

Lo miré, entrecerrando los ojos, y me llevé una mano al pecho. El tormento que estaba experimentando me atravesaba los huesos. Me sentía desorientada, despistada, estafada. Por más que trataba de encontrar la broma o la mentira bajo su voz, no lograba hallarla. No podía, porque sabía que era verdad.

Ethan, nuestro Ethan, era Nate, el líder de los murk. Todo era verdad. Cada detalle que El Cuervo me había dicho era real. Ya no necesitaba confirmarlo. Lo sabía. Nuestro enemigo había estado a nuestro lado todo el tiempo.

—¿Por qué, Ethan? —pregunté, en un susurro—. ¿Por qué fingiste ser nuestro compañero? Ellos te querían, confiaban en ti. Casper te adoraba. Yo... creía en ti.

—¿Por qué? ¿Te preguntas por qué? —Entrelazó las manos, y frunció los labios de tal manera que fue visible todo el sufrimiento que ocultaba su piel—. Porque los humanos son petulantes e impertinentes. Son presuntuosos. Piensan que lo que saben es todo lo que existe. No ven más allá... No me vieron a mí.

—Eras un espía —afirmé.

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Los humanos y los glimmer no son muy distintos, gatito. Ambos se creen superiores, especiales, y por esa razón son descuidados. Ser confiados es su mayor pecado.

—Dañaste a Reece.

—No, yo lo salvé.

Cerré los ojos, manteniendo el control.

—Libera a mis padres, Ethan —exigí—. ¡Libéralos!

Él negó con la cabeza.

—No, la única que tiene el poder de liberarlos eres tú —explicó—. Sus vidas están en tus manos, gatito. Tú tienes la oportunidad de elegir que sus corazones sigan bombeando sangre.

—¿De qué estás hablando? —interrogué rabiosa.

—Ahí hay tres personas, Celeste, pero sólo dos de ellas podrán salvarse —respondió—. Tú eres la única que puede elegir quien muere. ¿Uno de tus padres adoptivos o el humano?

—¿Por qué me estás haciendo esto?

—Porque te aprecio, y veo en ti lo que un día vi en mí mismo. —Ethan alzó el brazo y señaló el cuerpo flácido de Owen—. Ese humano no merece tu misericordia. De hecho, ninguno de ellos lo merece, ni siquiera tus padres. No obstante, al menos tus padres te han cuidado y respetado. Ese humano, en cambio, lo único que hace día a día es mirarte con envidia y odio. Te detesta, pero finge que te quiere. No puedo permitir que alguien así siga viviendo.

Me llevé la mano al cuello, allí donde la cadena que me dio mi madre palpitaba como si estuviera viva. Su tacto era tibio, reconfortante, como los rayos del sol al amanecer.

—¿Por qué estás siendo tan cruel? —cuestioné—. Owen jamás me habría hecho algo así. Es mi amigo, mi mejor amigo. Junto con mis padres, es todo lo que tengo. ¿Por qué me odiaría?

—Por amor, porque el amor es tenebroso —dijo Ethan—. Él te amaba, eras lo único que amaba en su miserable vida, pero tú decidiste amar a alguien más. Eso lo destruyo. Y, ahora, cuando por fin se ha enamorado de otra persona, esa persona te ama a ti. ¿Por qué no te odiaría?

—Estás mintiendo, él no es así. —Una lágrima se deslizó por mi mejilla—. Es mi amigo, y lo quiero.

—El deseo que tiene de verte muerta es mayor que el deseo de verte feliz, gatito. Día a día se pregunta cuando vendremos por ti, para alejarte de ellos.

—¡Estás mintiendo!

—Nadie te quiere, Celeste. Nadie lo hace en realidad. Si te dijera todas las cosas que piensan las personas que te rodean, te sentirías aún más sola de lo que estás. Yo soy el único que estoy dispuesto a darte una verdadera vida. —Extendió su mano—. Ven conmigo, y cambiemos el mundo.

—No —dije—. Suelta a mis padres y a Owen, ahora.

—Ya sabes cuál es la forma de liberarlos.

—Ethan, por favor, iré contigo —propuse—. Pero suéltalos, a los tres.

—No puedo, necesito que aprendas a defenderte de ellos. Necesito que luches por ti.

Apretando los puños de mis manos, di un paso al frente, de forma amenazante. Mi cabello tembló detrás de mi cabeza. El poco viento que bajaba hasta donde nos encontrábamos me acarició la piel, y erizó mis vellos. Afilé la mirada y la puse sobre el rostro de Ethan. Sus ojos me observaron con curiosidad.

—¿Qué harás? —cuestionó—. ¿De verdad piensas que puedes luchar contra mí?

—Libéralos —insistí.

—No.

Intercalé la mirada entre los cuerpos que flotaban y Nate, y extendí los dedos de mis manos. Una oleada de energía me llenó, bombeando a través de mis venas. Era como haber recibido una inyección de vitamina B12 y corriente eléctrica. Me sentía más viva, y menos muerta.

Escrutando al chico de cabello oscuro y piel lívida que se alzaba frente a mí, separé los labios.

—Bien —acepté.

Si no podía salvar a mis seres queridos con las palabras, entonces usaría la fuerza. Sabía, sin desmerecer mis habilidades, que jamás podría derrotar al líder de mis enemigos con mis capacidades actuales. Sin embargo, tenía que intentarlo. Debía luchar por ellos, para defenderlos, y hacer todo lo que no pude hacer meses atrás por culpa de mi debilidad.

Ellos tres eran todo lo que tenía, y me negaba a permitir que les hicieran daño. Si los lastimaban, si los perdía, entonces jamás podría volver a respirar. La única razón por la que mis pulmones seguían funcionando eran ellos, y la venganza. Si no los tenía a ellos, o la venganza, ¿entonces que me quedaba?

Llevándome la mano a la espalda, busqué el tacto frío y familiar de mi espada, pero no la encontré, y sólo ahí recordé que la había dejado en casa. Me dije a mí misma que no sería capaz de cortar a Scott con ella, y por eso la dejé, por primera vez, guardada en un lugar lejos de mí. Sin embargo, ahora me arrepentía de la decisión que había tomado.

Oía mi propia respiración agitada, mientras me bajaba la cremallera de la chaqueta y la lanzaba al piso. Debajo, la armadura de torso oscura, metálica y delgada que llevaba puesta lanzó destellos azulejos en la negrura. Mis brazos descubiertos, mis hombros ocultos bajo las hombreras finas y puntiagudas. En mis muñecas, las cuchillas que tenía escondidas bajo las vainas protectoras de cuero brillaron.

Estiré el brazo, como un báculo, y señalé a Nate. Él ladeó la cabeza, atento. En mis dedos, chispas azules comenzaron a crepitar con ímpetu hasta convertirse en llamas. Era el poder de Scott, la habilidad que siempre había deseado, pero con una sobrecarga de energía extra. El fuego se acrecentaba, se acrecentaba, se acrecentaba, tomando vida propia.

Nate me contempló serio, sin inmutarse, y esbozó una sonrisa soberbia. Luego de dar un paso hacia atrás, casi de forma rítmica, abrió los brazos como una cruz.

—¡Vamos, gatito! —me retó—. Haz lo que quieras conmigo.

Su seguridad jugó con mi cerebro. Moví mis manos, dándole forma a las llamas de mis dedos, y se las lancé en el cuerpo. El fuego destrozó el aire, quedándose con el oxígeno que lo componía. Era una bola poderosa y mortal. Sin embargo, antes de que pudieran estallar contra Nate, el cuerpo de éste se transformó en brasas ardientes y desapareció.

Apreté los dientes.

—¿Es todo lo que tienes? —cuestionó su voz divertida, desde atrás.

Me volteé rápido, pero algo me golpeó el pecho y mi cuerpo salió despedido por el aire. Fue como volar. Mi espalda colisionó contra la pared gris de los edificios, y el material se trizó bajo mis músculos. El dolor fue demoledor. Abrí la boca, escupiendo sangre fresca que no sabía de dónde provenía, y me removí para desprenderme de aquella hendidura.

Fue como si me arrancaran la piel y los huesos. Caí y me derrumbé sobre la acera.

—Pudiste venir conmigo —habló Nate, pero se escuchaba lejano y distorsionado—. Yo te habría dado la luna..., si me la hubieras pedido. No estoy exagerando, como esos humanos. Te habría dado lo que quisieras. Lo único que te pedía a cambio era comprensión, y la ayuda que necesito para hacer un mundo mejor.

—Matar a inocentes no construirá un mundo mejor —farfullé.

—Defender a quienes te han dañado para que sigan gobernando bajo sus medidas extremistas tampoco, gatito —respondió—. Pero tú los elegiste a ellos, y nada te hará cambiar de opinión.

Levanté la cabeza y apoyé la barbilla sangrante en el cemento, para observar el escenario frente a mí. Nate se encontraba de pie junto al cuerpo inconsciente de mi madre. Sus ojos destellaban, fijos en mi dirección, y sus manos estaban cerradas en dos puños. Tenía la cabeza echada hacia adelante, con el cabello cubriéndole la frente.

Apoyé una mano en el piso y traté de levantarme, sin embargo, el agotamiento y las heridas del incendio me estaban afectando. Por más que lo intenté, no pude mover mis extremidades. Era como si estuviera hecha de hierro.

—Te lo preguntaré una última vez —dijo él, parpadeando con lentitud—. ¿A quién debo matar?

—Basta —supliqué, tartamudeando—. Basta, por favor.

Nate le dirigió una mirada rápida a mi madre, y el cuerpo de ella descendió hasta posicionarse delante de él. Las ataduras que le rodeaban el cuello y las muñecas desaparecieron, dejándola caer al suelo como un saco de harina sin importancia. Sus mejillas, teñidas de carmesí, quedaron en mi dirección, torturándome.

—¿Debo asesinarla a ella? —interrogó Nate, sacudiendo sus mechones oscuros—. ¿Eso quieres, Celeste?

—No, déjala —rogué—. No le hagas daño. No la lastimes a ella.

Nate sonrió.

—¿Ella se salva?

Cerré los ojos, sintiendo las lágrimas derramarse por mis mejillas.

—Sí... —murmuré—. No le hagas daño a mi madre.

El dolor profundo en mi pecho y la impotencia eran indescriptibles. Por más que intentaba mantener la cordura, la desesperación me consumía, como monstruos devoradores de dientes afilados. No podía pensar. No me podía mover. Estaba congelada en el piso, como un gélido cubo de hielo inservible.

El cansancio se estaba apoderando de mí.

Me apoyé en las palmas de mis manos, una vez más, y probé a levantarme. Sin embargo, el crepitar que se oyó más allá de mí se robó toda mi atención. Alcé la mirada, sólo para ver a Nate creando un portal de fuego y brasas al costado de su cuerpo. Enseguida, por ese mismo agujero negro y vacío, lanzó el cuerpo de mi madre.

Fue como si me clavaran una estaca en el corazón.

—¡No! —grité, viendo como ella y el portal desaparecían—. ¡Mamá!

Nate se giró hacia mí, sonriente.

—¿Quién es el siguiente?

—¡Voy a matarte! —vociferé—. ¡Voy a destruirte!

Nate rió, divertido, pero antes de que pudiera acercarse a mi padre para hacerle lo mismo, el hielo ya estaba rodeándole los pies. De hecho, el hielo ya lo estaba consumiendo todo. Surgía de mis manos, como lava, y se esparcía por cada centímetro que encontraba a su paso. Era un castillo de agua gélida, que envolvió a Nate más rápido de lo que imaginé.

Me levanté, sintiendo el frío pegarse a mi piel. Temblando, me acerqué a Owen y a mi padre. Ambos yacían en el piso, libres de aquellas ataduras que les apresaban las extremidades. Las cortinas de sus ojos estaban cerradas. Cualquiera habría pensado que estaban muertos, no obstante, el leve respirar de sus pulmones seguía dándome esperanza.

Traté de tocarlos, pero mis piernas cedieron y caí de rodillas sobre el hielo, exhausta. Ya no me quedaban fuerzas. Cada habilidad que había creado, cada movimiento realizado, estaba repercutiendo en mi sistema. Mi cerebro deseaba dormir, y desactivarse para siempre. Pero no podía permitir que lo consiguiera.

Estiré mis dedos y señalé los dos cuerpos frente a mí. Debajo de ellos, un carro pequeño y mustio se formó a base de hielo, levantándolos del piso. Sentí que se me iba toda la vida en ello. Con la cabeza colgando flácida sobre mi cuello y mis músculos a punto de colapsar, guié el carro hasta la salida del callejón. Y luego más allá, más allá, más allá..., alejando a mi padre y a Owen de mí y toda la oscuridad que me envolvía.

—Lo siento, mamá —susurré—. Lo siento tanto.

Una mano me agarró del cabello y me izó en el aire. Nate, mirándome con el rostro imperturbable.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó.

—¿Por qué no lo haría? —cuestioné, y sonreí.

—Celeste, me decepcionas —comentó, meneando la cabeza y sacudiendo su cabello—. Por un momento, pensé que tú y yo éramos iguales, en todo sentido. Pero tu compasión te traiciona.

Me llevé la mano derecha a la muñeca izquierda, y extraje la cuchilla de plata que estaba allí para clavársela en el hombro. Ningún musculo de su cara se movió. Alzó la mano que tenía libre, sin apartar la vista de mis ojos, y me golpeó la mejilla. Sus dedos se separaron de mi cabello, y mi cuerpo rodó por el piso, una vez más.

De espaldas, admiré el fragmento de cielo que había sobre mi cabeza. Las estrellas palpitaban allí en lo alto, donde no había guerras, ni sangre, ni muerte, ni dolor. Me pregunté cómo sería nadar entre tanta luz y oscuridad a la vez. ¿Estaría muriéndome como ahora?

¿Esto era todo para mí? ¿Así acababa mi vida, quemada, sangrante y agotada? No era tan malo, me dije a mi misma, había muertes peores. Sin embargo, no llegué a pensar en ninguna. Mi mente quería seguir maravillándose con la infinidad delante de mis ojos, una última vez antes de dejar de existir.

En la cima del edificio, un pájaro negro alzó el vuelo y graznó. Mis ojos lo siguieron, anhelantes, hasta que desapareció.

Y luego, unas manos me alzaron del piso, justo cuando mis parpados comenzaban a cerrarse. Dos ojos grises y un cabello blanquecino fue lo último que vi antes de dormirme.

*****

¿Cuántos apoyando a Nate?

¿Cuántos lo sospecharon?

¡Los amodoro, nos vemos!

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