Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 7

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By Kryoshka

Me encontraba de pie frente al espejo de mi casa, contemplando mi reflejo con un profundo horror que se colaba bajo mi piel, mientras las manecillas del reloj acortaban mi tiempo. Cerré los ojos, dos segundos, y los volví a abrir; la imagen que me había robado la voz seguía flotando sobre el cristal.

Llevaba más de cinco minutos dentro del baño, advirtiendo ese fallo en mi cuerpo que acababa de trizar mi cordura. Izando mi mano, dirigí mis dedos hasta mi cabello y toqué los largos mechones azabaches que rozaban mis caderas. Con una intensa inhalación, dejé salir la primera palabra.

—Imposible.

Hace sólo unas horas, mi cabello no había sobrepasado la altura de mis hombros. Sin embargo, ahora, sobrepasaba mi cintura. Era como si de pronto el tiempo hubiera vuelto atrás, hasta antes de haber asistido a la peluquería. ¿Qué significaba?

Cruzándome de brazos, repasé mis opciones. La única razón que me convencía era que mi capacidad regenerativa hubiera interferido en el crecimiento de mi cabello. No obstante, me cuestioné por qué se interponía en eso, y no en el daño crónico de mi garganta o las cicatrices que tenía desde niña. ¿Acaso sólo podía protegerme de los daños actuales?

Me mordí el labio y dejé salir un gruñido de frustración. Al parecer, tendría que seguir soportando la incomodidad que me producía el largo de mi cabello, incluso durante la batalla a la que me enfrentaría en unas horas. En la que, lo más probable, quedaría calva y achicharrada como un juguete.

Dándome por vencida, salí del baño y me dirigí a mi habitación.

Arriba, no me sorprendió encontrarme con mi madre. Estaba sentada en los pies de mi cama, con los ojos fijos en las tablas del piso. Su mirada era sombría, triste y vacía, como la de una muñeca de porcelana. Parecía sumida en un sueño profundo, con el alma ausente y los sentidos adormecidos. Desolada.

Avanzando con sigilo, me aproximé a ella, temerosa de espantarla. Cuando alzó la cabeza, su rostro adoptó una expresión valiente, pero de todos modos una lágrima bajó por sus mejillas rosadas. Aquello me partió en mil pedazos. 

—¿Qué le ha pasado a tu cabello? —me preguntó en un susurro.

—Creo que ha decidido que quiere seguir siendo largo —comenté despacio, relamiéndome la sal de los labios—. ¿Ya estás lista?

Ella extendió sus manos y trató de alcanzarme.

—Ven aquí, mi niña —me pidió—. Déjame abrazarte.

Lentamente, hice lo que me pedía. Sus brazos me rodearon la cintura con vigor, y yo le acaricié el cabello con ternura. Su pelo estaba áspero y opaco, demostraba lo mucho que se había descuidado los últimos días. Con una punzada de dolor, me pregunté si yo era la única causante de todo eso.

Ver a mi madre, la estupenda modelo elegante, en ese estado de decadencia, hizo que mi determinación pendiera de un hilo. Desde niña, me había acostumbrado a ver a mi madre como mi mayor admiración. Su cara diminuta, su sonrisa delicada, sus enormes ojos y su reluciente cabello... siempre fue lo que quise para mí. No obstante, el rostro que estaba escondido en mi estómago no tenía ni un poco de luz.

Era hueco..., devastado.

¿Dónde estaba su color? ¿Quién se lo había arrebatado? Ampliando los ojos, dejé que una lágrima rodara por mi mejilla. ¿Había sido yo?

—Hoy tendrás que competir frente a toda la ciudad —habló ella, temblando—. Y yo estaré allí, apoyándote en todo momento... No habrá ni un solo segundo en el que no tenga mis ojos puestos en ti, Celeste. Necesito que lo entiendas. Necesito que sepas que te amo, mi amor.

¿Por qué sonaba como si se estuviera despidiendo? Mi madre siempre alardeaba que tenía un sexto sentido para advertir el peligro, que su capacidad de adivinar el futuro la convertían en una bruja..., y yo se lo negaba. Siempre se lo negaba. Sin embargo, en el fondo, sabía que tenía razón.

Ser madre le había dado dotes que nadie más tenía. Si ella buscaba algo, allí estaba. Si me pedía que me abrigara, luego llovía. Si me decía que no comiera muchas golosinas, me enfermaba. Era una habilidad que sólo ella podía presumir. El don de la adivinación.

Se oía divertido, incluso gracioso, pero no fue nada de eso en aquel instante. En ese momento, lo único que pude hacer fue acariciarla, consolarla, recorrer su enmarañado cabello con los dedos. Con una angustiosa sensación en el pecho, vi como todos nuestros hermosos recuerdos se hacían cada vez más lejanos.

¿En qué momento dejas de vivir? ¿Es necesario dejar de respirar para estar muerta?

Mi madre me apretó contra su cuerpo y sollozó en silencio.

—Tengo miedo..., miedo de perderte —confesó—. Pero sé que serás fuerte y enfrentarás cualquier obstáculo que se ponga en tu camino. ¡Eres una Bynes! ¡Eres mi hija!

«Ellos no son tus verdaderos padres».

Cerrando los ojos, me incliné para apoyar mi barbilla en su cabeza. El olor familiar y tenue de sus cremas formó un nudo en mi garganta.

—Sí, soy tu hija —respondí—. Siempre seré tu hija.

—No sé qué haría sin ti —gimió ella—. Eres todo lo que tengo. Eres mi vida, Celeste.

El dolor con que pronunció aquellas palabras fue demoledor. Entreabrí los ojos, mirando a través de la cortina que formaban mis pestañas, y recordé todas las veces que había visto a mi madre triste.

Nunca fue como ahora.  

—Mamá —hablé, enderezándome para mirarla a los ojos. Mi voz nunca sonó tan segura; sus ojos nunca me observaron con tanta atención—. Si tú quieres que esto terminé, yo lo terminaré. Yo acabaré esto por ti.

Ella parpadeó confundida.

—¿Qué estás diciendo, cariño?

—Vámonos, dejemos todo atrás —ofrecí, poniendo mis manos en sus hombros—. Nada más importa. Tú eres mi familia, todo lo que me queda junto a papá. No quiero perderlos. No quiero que nuestra vida sea así. —La voz se me quebró—. No quiero verlos tristes nunca más. 

—Mi niña...

La abracé, rodeándole el cuello con mis brazos.

—No quiero que mi odio destruya todo lo que tenemos.

Mi madre alzó la barbilla, me alejó y torció el cuello para tener una mejor panorámica de mi rostro. Sus ojos estaban más oscuros que nunca. Su verde era como el musgo que se adhería a las piedrecillas. Afuera, el viento golpeó el cristal de la ventana.

—Desde el día en que supe que iba a ser madre, juré que te protegería —comenzó a decir—. Y, cuando te tuve en mis manos, lo volví a prometer. Eras tan frágil, tan delgada, tan pequeña..., necesitabas que alguien te cuidara. Tus ojos era pura inocencia. Sin embargo, te fallé. Mi debilidad y la de tu padre hicieron que tu futuro estuviera maldito. Y mi juramento jamás pudo ser llevado a cabo.

Me apresuré y lo tomé las manos, interrumpiendo aquella calamidad.

—No es tu culpa —repliqué—. La culpa es de la Fuente. Tú y mi padre no tienen la culpa de nada.

Ella no pareció haberme oído.

—No quiero que tú también le falles a los niños, Celeste —dijo—. No quiero que tú falles también.

—¿Qué quieres decir?

—Tienes que seguir, cariño. Tienes que hacer lo que yo no pude hacer.

—Pero... —farfullé.

Por la mejilla de mi madre rodó una lágrima, pero ella no la notó.

—Tienes que ser mejor que yo, Celeste. Necesito que seas mejor que yo.

[...]

El lugar en el que se llevaría a cabo la última competencia era más ostentoso de lo que había imaginado.

Me hallaba frente a un estadio con una entrada de altos y gruesos pilares de acero. De paredes blancas e infinitas, debía tener la capacidad para más de treinta mil personas. Por arriba, en el cielo, pasaba una de las calles aéreas más concurridas de la ciudad: La avenida Vladimir, finalizada en el año 2100.

Era el coliseo más monstruoso que había visto en persona.

Su exterior resplandecía, como si estuviese siendo consumido por un fuego celestial azulado. No sabía si era parte de la competencia, en honor a Scott, o sólo una decoración cualquiera, pero era hermoso. Las paredes y las ventanas irradiaban de la misma manera.

Arriba, sobre la exagerada entrada de acero, un holograma anunciaba con letras cursivas «CAMPEONATO DORADO, FINAL» y, a su lado, estábamos Scott y yo titilando sobre el tejado. Era una imagen tan realista como ficticia, mostraba lo peor y lo mejor de nosotros.

Reprimiendo una mueca, apreté las manos de mis padres y entré en el establecimiento. La recepción era pintoresca, y estaba concurrida de personas que necesitaban descargar sus emociones. El calor del movimiento y los gritos era exasperante, y podría haber espantado a cualquiera, pero nadie parecía dispuesto a abandonar las instalaciones. 

Más adelante, había una infinidad de guardias revisando los Smartwach de quienes entraban. Lo más probable era que estuvieran revisando la IP, ya que los Smartwach funcionaban con una dirección fija para estar interconectados entre sí, y así se podían obtener muchos datos del portador.

—Es demasiado protocolo —observó mi madre, acariciándome la piel con su dedo pulgar—. Algo no anda bien.

—Es la final, mamá —comenté—. Supongo que tiene que ser así. Lo que me extraña es la escasa cantidad de policías o guardianes que hay en el lugar. Aparte de los cuatro idiotas que venían detrás de nosotros, no hay más seguridad. 

—Mucho protocolo para tan poca protección —susurró mi madre, comprendiendo.

—Es una competencia de niños, Clarissa —observó mi padre—. Un campeonato escolar. Dudo que esto necesite mayor protección.

Frunciendo el ceño, miré al frente, a los distintos guardias que estaban inspeccionando al público. Parecían personas normales. No tenían un físico entrenado o equipamiento deportivo, tampoco armas o armadura. Eran sólo... personas, sin nada en ellos que pudiera atemorizar.

Entrecerré los ojos y miré a la multitud, a la chica que me analizaba de reojo y al chico que se camuflaba bajo la capucha de su sudadera. Un sentimiento extraño me atenazó el estómago, provocándome náuseas.

—¡Celeste! —me llamó la voz de Amber—. ¡Te dije que nos esperaras! Tenemos que entrar por otro sitio. La competencia está por comenzar.

Me giré para mirarla, sin soltar las manos de mis padres. Amber llevaba puesto su traje de combate de cuero y su capa negra, al igual que los otros tres guardianes que estaban detrás de ella. El único ausente era Shin que, al parecer, estaba recuperándose en uno de los hospitales de AICAM por culpa del episodio que vimos en las noticias.   

—Amber, ¿no crees que hay algo extraño en el lugar? —la interrogué.

Ella meneó la cabeza de un lado a otro, con elegancia.

—Por supuesto que no, no seas paranoica —contestó—. Ven, tenemos que darnos prisa. Si no llegas a tiempo, serás descalificada.

—¿Y mis padres? —pregunté.

—Ellos deben entrar con el resto del público. Deben seguir el protocolo.

Antes de que pudiera decir algo, mi madre se volteó para abrazarme y me besó la mejilla. Luego, sin hablar, se arrancó el collar de plata que usaba todos los días y estiró sus manos para ponerlo en mi cuello. Era fino y simple, sólo una cadena con un colgante de corazón que tenía grabado «C3». Christian, Clarissa y Celeste.

—Estaré mirándote, en todo momento, no lo olvides —me recordó—. Te amo, hija.

—Yo también te amo —siseé.

Mi padre también me abrazó, pero parecía perdido, como si estuviera viendo un mundo paralelo. 

—¡Celeste, vamos! —insistió Amber.

Mirando a mis padres por última vez, di un paso hacia atrás.

—Los amo —sentí la necesidad de decir—. Y estoy orgullosa de ustedes.

Quince minutos más tarde, me encontraba de pie bajo el umbral de la puerta metálica que separaba el campo central con el espacio de los camarines. A mi lado, Scott saltaba en las puntas de sus pies, en un intento por calentar su cuerpo. No había dejado de hablar en todo el momento, pero era difícil prestarle atención mientras intentaba inspeccionar la cancha.

—No me has dicho qué le pasó a tu cabello, fenómeno —comentó—. ¿Te arrepentiste de tenerlo corto?

Me estiré y miré para afuera, una vez más. El interior del estadio era aún más sorprendente que el exterior. Las gradas ascendían hasta niveles incalculables, todas de distintos tamaños. En las orillas, habían encendido brillantes antorchas de fuego sintético que flameaban como un estandarte, impregnando el ambiente de chispas azuladas y luz.

Había cuatro torres diminutas alrededor de las dependencias, todas abarrotadas de personas "importantes". El gobierno, Dave y sus familiares calificaban en aquella descripción. Eran asientos privilegiados para personas que podían pagarlos. Mis padres, en cambio, debían estar abajo, entre toda la gente común.

—Hey, háblame —pidió Scott—. ¿Me estás ignorando?

Me volteé y lo miré, con el ceño fruncido.

—¿Sabes si Owen está aquí? —interrogué.

—No —respondió cruzándose de brazos—. ¿Por qué debería saberlo?

Quise decirle todas las razones por las que debería haber sabido el paradero de Owen, pero me abstuve de iniciar un tema innecesario. Si él no confiaba en mí, no tenía ningún derecho a hablarle de sus asuntos personales.

—Pensé que quizá lo habías visto —mentí, encogiéndome de hombros—. Olvidé llamarlo con el celular de mi madre.

—¿Tus padres vinieron a verte?

—Sí —confirmé—. ¿Y los tuyos?

Scott pareció incómodo. Se llevó la mano al cabello, para desordenárselo, y luego se acercó para coger el mío.

—¿Por qué está largo otra vez?

Estaba claro que necesitaba cambiar de tema.

—No lo sé, hoy en la mañana amaneció así —respondí con un suspiro—. Creo que será imposible deshacerme de él por ahora. Tendré que seguir soportándolo.

Él dejó salir un bufido de asombro. Escalando mi cabello con sus dedos, me tironeó la cabeza.

—No entiendo por qué no te gusta —observó—. Ni siquiera está mal cuidado, es perfecto. 

—Es incómodo a la hora de pelear.

—¿Y por qué no lo amarras? —preguntó.

—Es demasiado complicado —gruñí.

Scott asintió con la barbilla, separando los labios para hablar, pero la profesora que entró desde el exterior lo interrumpió. Venía con una carpeta entre las manos y una expresión agitada en el rostro. No debía tener más de cuarenta años. La piel en su cuello estaba cargada de sudor, y sus mejillas estaban cubiertas de un rubor acaramelado. El calor debía ser sofocante en el escenario.

—Scott, te están llamando —informó con voz neutral. La esencia de su perfume, potente y ardiente, me hizo arrugar la nariz—. Debes salir ahora mismo; luego saldrá Celeste.

Scott posó su mirada en mí. Intentó acercarse, pero retrocedí y alcé las manos; un gesto claro para que se alejara.

Sabía lo que iba a hacer, y no quería sentirme culpable cuando tuviera que derrotarlo en frente de todos. Esa competencia era la mejor oportunidad para alimentar el ego de Scott, pero también era el pase que necesitaba para enfrentarme a mis enemigos. No podía darle la victoria, aunque eso significara ganarme su rencor y verlo sufrir.   

—Suerte, Scotty —dije. 

Él entrecerró los ojos, afligido.

—Suerte, Te.

—¿Necesitan que les recuerde las reglas? —consultó la profesora, arqueando una ceja.

—No —respondimos ambos.

Ella asintió satisfecha y señaló la puerta.

—Entonces, ve.

Scott se volteó para mirarme una última vez y, sin decir nada, salió al escenario. El grito de emoción que dio el público hizo un gran estruendo en las paredes, repercutiendo en mis oídos.

Inhalando profundo, entrelacé las manos a la altura de mi estómago y comencé a retorcerme los dedos. Me sentía más nerviosa de lo que quería demonstrar. En mi estómago se había asentado un agujero vacío que no me dejaba respirar con tranquilidad, y mi boca estaba lo más seca que podía estar.

Tenía miedo, miedo de fallarme a mí y a mis padres. Y también vergüenza, vergüenza de que mis padres escucharan las pifias de la multitud cuando tuviera que salir. Sabía que fingirían no darse cuenta, pero el dolor a veces es difícil de ignorar. Sobre todo cuando hay miles de personas deseándole la muerte a tu hija.

—Es tu turno, Bynes —comunicó la profesora.

Me enderecé y miré la salida. Sabía que los cuatro guardianes estaban en alguna de las cuatro torres de las gradas, vigilando la entrada de cualquier enemigo, pero aun así sentí ganas de retroceder cuando pisé la salida.

El largo camino que tenía que recorrer era delgado, y pasaba entre las gradas sin ningún disimulo. Se conectaba con los camarines y el escenario, y estaba cubierto por una delgada reja que lo separaba de los asientos. A ambos lados de mi cuerpo había personas, chillonas y maliciosas personas de todas las edades. En cuanto avancé hacia el campo central, las maldiciones y las pifias llovieron sobre mí.

No los escuches, no debes escucharlos.

Alguien me lanzó una zapatilla en el hombro, y eso hizo que mi cuerpo se tambaleara y estuviera a punto de caer. Manteniendo el equilibrio, apuré la marcha y alcé la mirada para centrarme  en el cielo.

Arriba, en el firmamento, las estrellas centelleaban más que cualquier otra noche, no obstante, las luces del estadio suprimían su poder y belleza. Gracias a mis capacidades, mis ojos podían verlas, como si estuvieran a sólo centímetros de mi piel. Éstas titilaban, cambiando de forma y tamaño con cada parpadeo. Eran hermosas, y mitigaban cualquier malestar, incluso el escupitajo que alguien me lanzó cuando llegué a mi destino.

Limpiándome la mejilla con la manga de mi chaqueta, caminé para posicionarme en frente de Scott. Él me dirigió una súbita mirada de lástima, pero enseguida se volteó y volvió a mirar a su alrededor.

Podía percibir mi pulso acelerado, la aflicción repentina viniendo a mí. No se sentía bien, definitivamente no se sentía bien estar rodeada de miles de humanos.

Adolorida, observé mi entorno. Las expresiones de la multitud se hacían difusas, era imposible hallar a mis padres entre tanta confusión. En algún punto, arriba de todos, una niña pequeña alzaba sus brazos para elevar un pequeño cartel. En él, con letras deformes, decía: «CELESTE, TÚ PUEDES».

Mi corazón se contrajo.

—Tranquila —susurró alguien..., Scott, desviando mi concentración—. Todo va a estar bien.

Elevando mi barbilla, atravesé su rostro sereno. Sus iris brillaban como dos piedras preciosas, opacando las estrellas que acababa de descubrir en el cielo. Sin embargo, el inesperado estampido de explosiones que provino desde las gradas hizo corto circuito en mi cerebro.

Antes de que pudiera girarme a mirar qué estaba ocurriendo, el grito de auxilio que se elevó entre el público llegó a mis oídos, informándome que algo malo acababa de pasar.

La alarma se encendió de inmediato en mi cuerpo, iniciando una descarga de adrenalina que me ordenó voltearme con más velocidad de la que pretendía. Mi mirada se situó en las hileras de asientos, y mis manos se cerraron en dos puños a los costados de mi cuerpo. Lo que vi me dejó sin oxígeno.

Sobre nuestras cabezas, en el mismo lugar donde los astros presumían de su hermosura, unas pequeñas bolas de fuego acababan de aparecer de la nada. Éstas giraban sobre sí mismas, creando una aureola de luz que las rodeaba, y luego bajaban a toda velocidad para estamparse contra las gradas..., y las personas.

Ocurrió al instante; la multitud entró en pánico.

—¿Qué demonios? —susurré.

Scott llegó a mi lado y me agarró de la muñeca.

—Están atacándonos —dijo.

Mis cejas ascendieron; mis cuencas se agrandaron todavía más. Curvando las comisuras de mis labios hacia abajo, dejé salir un murmullo.

—Mis padres.

Arriba, el holograma que estaba destinado a relatar el campeonato se convirtió en el rostro de Dave. Su voz se extendió por los parlantes, dirigiéndose a todos los presentes con una armonía que me hizo soltar una blasfemia sin ningún pudor.

—Se les ordena conservar la calma, por favor. Nuestro equipo ya está trabajando para solucionar el problema que acaba de surgir. Mientras tanto, actúen con tranquilidad. No corran, debemos evitar accidentes innecesarios. Bajen por las escaleras y diríjanse a las vías de evacuación. Los médicos están en camino.

Nadie pareció haberlo escuchado.

En los asientos, los presentes corrían y se empujaban los unos a los otros en busca de sobrevivencia. Algunos se caían, rodando por las escaleras como bultos inertes, y otros lograban atarse a cualquier punto que los mantuviera de pie. Los estallidos se oían en cada parte, recorriendo toda la extensión del estadio con un sonido estruendoso y vibrante. 

—Mamá —farfullé, desesperada.

—¡Ven, te llevaré a la salida! —gritó Scott, tironeándome—. ¡Debemos salir de aquí!

—¡No, no puedo! —exclamé—. ¡Mis padres..., Owen!

—¡El gobierno se encargará! —vociferó—. No podemos quedarnos aquí por más tiempo, Celeste.  

A sus palabras se unieron los aullidos de nuestro alrededor, que se transformaban en plegarias y maldiciones. Alzando la mirada, contemplé la lluvia de explosiones que caía sobre el estadio, como rocas. Ráfagas de viento y humo se deslizaban en los asientos, de un lado a otro, enviando chispas y llamas a cualquier medio visible. Era un infierno.

Las personas bramaban, adoloridas, suplicando por auxilio mientras eran consumidas por el fuego y el calor. Otros, más afortunados, se alzaban de sus asientos y utilizaban sus Splendores para abrirse camino a la salida..., pero nada era suficiente.

Eran pocos, en realidad, los que lograban saltar desde las gradas y abrirse paso hasta el campo central donde me encontraba. Parecían expertos. Saltaban de un asiento a otro, con una ligereza y precisión descomunal, manteniendo el control en cada segundo. Era difícil pasar por alto su profesionalidad.

Era difícil no darse cuenta de que eran guardianes de Heavenly.

Inhalando una bocanada de aire tóxico, moví mis ojos en busca de mis padres. La angustia me llenaba por dentro, lo que hacía imposible concentrar mis sentidos. Por más que intentaba oírlos, sentirlos, el estallido ajeno me cegaba. El desastre me estaba consumiendo.

—Celeste, veo que estás a salvo —habló alguien, desconcentrándome y abriéndose paso hasta mi cerebro—. Sabía que ibas a estar bien, eres más poderosa de lo que quieres demostrar.

Me giré, y quede frente al hombre que acababa de aparecer: Dave Washington.

Estaba rodeado de un grupo de guardianes que lo escoltaba, con una expresión serena en el rostro sombrío. Eran cinco, todos desconocidos y revestidos con distintos tipos de armamento.  En cuanto los vi, una sensación de incomodidad me atenazó el estómago. Mi cerebro trabajó rápido, sacando conclusiones apresuradas.

—¿Qué está pasando? —cuestioné—. ¿Por qué nos están atacando?

—Son los glimmer, sabíamos que iban a venir —me informó Dave—. No iban a perder la oportunidad de encontrarte en un lugar público y desprotegido. Estaba claro que iban a atacar. Por eso me preparé, y anticipé su ataque.

—¿Tú lo sabías? —interrogué, incrédula—. ¿Sabías que esto iba a pasar?

Él pareció orgulloso de sí mismo.

—Así es, todo fue parte de mi plan.

Las ganas de abofetearlo superaron mi cordura. Dando un paso al frente, extendí mi brazo y le golpeé la mejilla.

—¡Eres un maldito desgraciado! —chillé—. Mis padres están ahí, en algún lugar, solos. Owen... —Volví a golpearlo, y él retrocedió estupefacto—. ¡Voy a matarte!

Unos brazos me sostuvieron desde atrás, inmovilizándome con fuerza y facilidad. El contacto me ahogó y me quemó a la vez.

—Celeste, tranquila —me pidió Ross, el dueño de aquellos brazos de hierro—. A un grupo de guardianes se le encargó la misión de proteger a tu familia. Ellos están a salvo, no te preocupes. Buscaremos a tu amigo.

—¡No! —grité, sacudiéndome—. ¡No! ¡Este monstruo sabía lo que iba a pasar y aun así lo permitió! ¡Personas están muriendo..., niños!

Dave dio un paso al frente, posicionándose delante de mí.

—Tú también sabías que esto iba a pasar, Amber te lo dijo —gruñó—. Si llegabas a la final, podrías enfrentarte a nuestros enemigos sin ningún impedimento. Esta es la parte final del trato.

Mis pupilas se contrajeron. No recordaba haberme sentido tan engañada, y sucia. Estaba plagada de rabia, ira, impotencia, ganas de romper, ganas de golpear, ganas de desaparecer, ganas de matarlos a todos.

Lanzando un grito bestial, alcé la barbilla y volví a mirar al público. El fuego seguía consumiéndolos, como si sus cuerpos estuvieran hechos de cabello delgado. Ancianos, mujeres, hombres y niños, las llamas no perdonaban a nadie. Se les adherían a la ropa, y luego los achicharraban como al carbón. Sus gritos eran un calvario.

Sólo la mitad de la multitud había logrado bajar hasta el campo central para refugiarse de los estallidos. Algunos heridos, otros intactos, se abrazaban y se congregaban alrededor de nosotros, expectantes.

A mi lado, Amber, Ágata y Janos se hicieron presentes.

—Hay un problema —comunicó Janos, con la respiración agitada—. La torre en la que se encuentra mi hermana pequeña acaba de incendiarse, y ella no ha bajado. Creo que está allá arriba, escondida en algún lugar.

De forma inconsciente, busqué la torre. No me costó encontrarla, era la única que se estaba incendiando. Sus paredes ardían, poseídas por el fulgor de las llamas, y se derrumbaban poco a poco, como un castillo construido a base de arena. Se veía vacía, desolada, como si todo el público hubiera huido con rapidez antes de que las instalaciones fueran alcanzadas por las explosiones.

—¿Qué pretendes que hagamos? —cuestionó Dave, firme.

—Necesito que envíes a un guardián capacitado a buscarla —respondió Janos—. Debe haber alguien que pueda llegar hasta arriba.  

Dave meneó la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo hacer eso —respondió—. Debemos seguir con el plan. Los glimmer llegarán en cualquier momento, y necesito a todos los guardianes aquí, preparados para luchar. Ya perdí suficiente con los guardianes que envié a proteger a los padres de Celeste.

Sus palabras eran frías, y congelaron a Janos con mucha facilidad.

—Es mi hermana... —siseó—. ¡Es mi hermana! ¡No tiene más de siete años!

—Ni siquiera sabes si está viva —dijo Dave, imperturbable—. No podemos arriesgarnos. Tu deber como guardián es seguir el protocolo y atenerte a las consecuencias. Es una de las primeras cosas que se les enseña en la academia. A veces hay que hacer sacrificios.

—¡No puedo dejarla ahí! —gritó Janos, enloquecido, señalando la torre en la lejanía con su dedo tembloroso—. ¡Ella va a morir!

—Sabías que esto iba a pasar. —Dave se cruzó de brazos, satisfecho—. Ella no debió venir hasta aquí.

Los ojos de Janos se humedecieron, de frustración o tristeza, no había mucha diferencia. En nuestro entorno, la gente guardó silencio, sorprendida con lo que estaba oyendo. Amber y Ágata, ambas detrás de su compañero, también parecían estupefactas. Incluso yo, que podría haberle deseado aquel sufrimiento de muchas maneras, sentí que su dolor me envolvía.

Cogiendo las manos de Ross, lo aparté de mi cuerpo y avancé hasta Janos. Él no me miró, lo único que hizo fue cubrirse los ojos y agachar la cabeza. Estaba devastado, como si acabaran de arrebatarle lo único que le daba sentido a su existencia. Yo sabía lo que era sentirse así, lo había experimentado más de una vez en mi corta vida.

Era como si te arrancaran la columna vertebral y te estamparan contra el piso.

—Tenemos que prepararnos —ordenó Dave, cambiando de tema sin ningún retazo de sensibilidad—. Ellos están por venir, lo presiento.

Sin apartar los ojos de Janos, tragué saliva. Luego miré hacia arriba, la torre que ardía bajo las llamas. Mi mente giró, dando volteretas precipitadas, y mi garganta formó un nudo espeso. En mi memoria apareció el recuerdo del primer chico que había competido contra Scott.

—Celeste —escuché que me llamaban, pero no les presté atención.

Mi corazón había decidido darle la atención a otra persona. A pesar del miedo, del odio, de la rabia y el rencor, mi corazón había elegido darle la atención a otra persona, en contra de mis propios deseos. Ignoró a mi cabeza, ignoró mi venganza..., ignoró todo. Eligió según su propia percepción, y mi cuerpo se le unió.

Apretando los puños de mis manos, extendí los brazos, flexione las rodillas y salté.

Mis pies se despegaron del piso, y volé.

En mi espalda, seguidas de las exclamaciones de asombro de quienes me observaban, dos alas metálicas surgieron con ligereza y se unieron al viento. Parecieron romper mis huesos y abrirse paso entre las fibras de mis músculos. Era un dolor lacerante, que me tentaba a gritar, pero ya había pasado por algo similar una vez, y este dolor no fue nada.

Concentrándome en las terminaciones nerviosas de aquella extensión que floreció en mi piel, junté los brazos en mi pecho y giré, como un torbellino. Las alas, al principio, no se movieron, pero luego me envolvieron y me hicieron ascender como si tuviesen turbina. 

En medio del aire, el viento chocó contra mi cuerpo. El metal me protegió, y mis oídos y mis ojos estuvieron a salvo. No obstante, mi estómago se sacudió, y mis pulmones parecieron quedarse sin oxígeno. Subía, subía y subía, escuchando la brisa silbar junto a mis orejas.

Cuando alcancé una gran altura, frené con brusquedad y me quedé suspendida en el cielo. Desde allí, las personas bajo mi cuerpo se veían como muñecos de porcelana. Miraban hacia arriba, tratando de convencerse de que yo era real, y se llevaban las manos al pecho para detener su temblor. 

Extendí las alas, como dos paracaídas, y las agité con lentitud. Ventiscas se formaban a mi alrededor y viajaban por el cielo. Alcé la cabeza, determinada, y me mordí el interior de la mejilla. Con mis ojos, marqué el destino de mi vuelo: la torre en llamas.

Mi lengua saboreó mis labios, estaba más cerca de lo que creía.

Agité mis alas y me acerqué veloz. Mi mirada se movió de un punto a otro, por cada ranura de aquella construcción, y se posó en la parte central del último piso. Ésta estaba cubierta por un cristal, pero no se veía lo suficiente resistente. Podía romperlo. 

Cubriéndome el cuerpo con las alas, giré otra vez, como un taladro, y me estrellé contra el ventanal.

Las alas impactaron contra el vidrio, y mi complexión lo traspasó con un estruendoso crujido. Rodando entre las brasas, el cristal y las llamas, mi cuerpo colisionó contra una hilera de asientos, al mismo tiempo en que las alas desaparecían. De espaldas sobre el piso, miré hacia arriba.

La oscuridad estaba siendo consumida por el intenso resplandor dorado que desprendía el fuego. En el techo, determinadas vigas se habían partido por la mitad y ahora colgaban como gruesas agujas, esperando para atravesar a sus víctimas. Era un abismo de tiniebla y suplicio, de disnea y ardor. Todo estaba recubierto de oro y sangre. Las flamas danzaban, el humo aleteaba.

En alguna parte, un sollozo temeroso brotó con decaimiento e hizo «clic» con mi cerebro. Me obligué a reaccionar; me obligué a despertar. Ayudándome con las manos, me senté y miré lo que me rodeaba. Todo era fuego y más fuego.

—¡Hola! —vociferé—. ¡¿Hay alguien aquí?!

Las llamas me alcanzaron el cuerpo, y mis pantorrillas y mis antebrazos comenzaron a arder. Me levanté, con un dolor profundo en los cuádriceps, y cojeé hasta una circunferencia despejada.

—¡Hola! —insistí—. ¡¿Alguien?!

Una mano se cerró en torno a mi muñeca, haciéndome respingar.

Cuando me giré, el rostro de una niña tomó forma delante de mí. Tenía la piel enrojecida a causa de las quemaduras, y la mitad del cabello chamuscado. Sus ojos estaban medio cerrados, cargados de horror. El olor que desprendía su carne me hizo arrugar la nariz.

—Ayuda... —habló, apenas, sin soltarme—. Ayu... da.

Agachándome, la rodeé con mis brazos y la alcé del piso incinerado. Su silueta pequeña fue fácil de cargar, pero sus quejidos me partieron el alma.

—Hermano —murmuró—. Hermano. Hermano. Hermano.

—Tranquila, voy a sacarte de aquí —dije, tratando de tranquilizarla—. Janos me envió, vas a estar bien.

—Hermano —sollozó—. Mami...

Sin perder más tiempo, avancé entre la porquería encendida, sintiendo el crujir del carboncillo bajo mis botas, y me dirigí al ventanal por el que había penetrado.

A mi lado, una serie de vigas comenzaron a caer de forma consecutiva, alertando a mi cerebro. Esquivé la mayoría, y el resto lo destruí con el puño de mi mano derecha. La demolición levantaba polvo y humo, creando un reino de penumbra difícil de traspasar, pero me abrí paso de la mejor manera que pude.

Cuando por fin llegué a la orilla, miré hacia abajo, los estragos de las gradas, y tragué saliva.

Ya no quedaba nada más que salvar entre los asientos devastados. Todas las personas que aún continuaban con vida, estaban en el campo central, aguardando por ayuda y salvación. El resto, menos afortunado, había muerto..., de la misma manera en que moriría yo si no me daba prisa.

Pensando con rapidez, busqué un modo de salir de allí.

Ya había perdido las alas, así que ese camino estaba cerrado para mí. Debía hallar otro método. Seguí meditando, observando las habilidades que conocía pasar como un parpadeó detrás de mis ojos y  contemplando su luz con añoranza.

Me detuve en una de ellas, simple y fugaz, y apreté la mandíbula. Sólo la había visto una vez, en mi primer día de clases, gracias al profesor Fox. No sabía si iba a funcionar, no sabía si podría imitarla, sin embargo, era todo lo que tenía en ese momento.

Apretando a la niña contra mi cuerpo, cerrando los ojos por dos cortos segundos, di un paso al frente, a la nada delante de mí, y salté. Mi estómago dio un vuelco, al mismo tiempo en que mi cuerpo descendía de forma perfecta.

En algún punto, alguien gritó, pero el silbido del viento suprimió su temor. Mi cabello se elevó, quedándose atrás, y mi piel se erizó. Todos mis órganos parecieron revolverse entre sí, como una trenza. Ya había caído antes, más de una vez, pero aun así la sensación continuaba siendo desgarradora. 

Bajaba y bajaba, como una pelota.

Inhalando con fuerza, me preparé. Antes de que mi cuerpo pudiera estrellarse contra la superficie, a treinta centímetros de los asientos, quedé suspendida en medio del aire. Flotando como un globo de helio, con los brazos de la pequeña amarrados a mi cuello, alcé la mirada y busqué el campo central.

El lugar estaba abarrotado de personas, y todas me estaban mirando a mí.

Avancé con lentitud, sin prisa, manteniendo el equilibrio de mi complexión, y acaricié la espalda de la pequeña para cerciorarme de que seguía con vida.

—Hermano —gimió ella junto a mi oído.

—Ya estamos aquí, no te preocupes —le susurré—. Todo va a estar bien.

Su cuerpo se sacudió débilmente, justo cuando llegábamos a la orilla de la cancha y descendíamos para aterrizar.

—Gracias... —murmuró—. Gracias, Celeste.

—No me agradezcas nada. —Me agaché y la dejé en el piso, liberándome de aquel agarre lleno de ternura—. Ve con tu hermano, él te está esperando.

Ella asintió, con lágrimas en sus pupilas, y se volteó para correr hacia el asombrado Janos que acababa de acercarse hasta donde nos encontrábamos. Se le lanzó sobre el cuerpo, rodeándolo con ferocidad, y enseguida comenzó a llorar. Un llanto de felicidad y calma, que llegó a todos los corazones de la misma manera.

Apretando los labios, me ordené mantener la compostura. No podía permitir que esa escena me conmoviera; no podía permitir que los demás me vieran así. Mi imagen estaba hecha para ser fuerte, y para nunca mostrarse afectada. Las personas me odiaban, sin medida, y cualquier rastro de debilidad en mi rostro era aumentar el poder del dominio que querían ejercer sobre mí.

Tenía que ser fuerte, era lo mismo que me había dicho desde pequeña. «Tienes que ser fuerte, Celeste». Sin embargo, no pude ser nada de eso en ese instante.

Al principio, sólo fue Janos.

Me miró, con su expresión de agradecimiento y tristeza, y se arrodilló junto a su hermana, agachando la cabeza. Era una señal de respeto, que me dejó sin respiración y movimiento. 

Después..., fueron todos, uno por uno.

Los niños, los estudiantes, los adultos y los ancianos. Soltaron lo que tenían en las manos, se giraron hacia mí, y pegaron las rodillas al piso.

Con la cabeza agachada, en señal de sumisión, me honraron como nunca lo habían hecho.  

Todostrataron de decirme lo mismo: creían en mí.

*****

Siento que me enredé en la última parte del capítulo. Espero que no, y que hayan podido leer sin dificultad.

Como siempre, gracias por seguir aquí.

¡Los amodoro!

PD: Arriba les dejé una de las canciones que escuché mientras escribía el capítulo.

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