MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

By Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
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¡NOTICIA IMPORTANTE!
¡Audiolibro de Magnate!

Capítulo 24

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By Itssamleon



Hacía mucho tiempo que no me sentía así de miserable. Hacía muchísimo tiempo que la chica asustadiza e insegura a la que decidí encerrar en una caja en lo más profundo de mi ser, no estaba así de cerca de la superficie.

La última vez que supe de ella, intentó quitarse la vida. La última vez que le permití salir de su prisión, me llenó el alma de oscuridad, culpabilidad y desprecio hacia mí misma, hasta que ya no pude más. Hasta que sucumbí ante el dolor y decidí que era una buena idea intentar tragarme un frasco de pastillas para dormir y terminar con todo...

Hacía una eternidad desde la última vez que me sentí así de inestable. Hacía una eternidad desde la última vez que me sentí tan cerca del borde... y eso me aterra.

Cierro los ojos con fuerza.

La sensación insidiosa y pesada provocada por lo que pasó hace apenas media hora, me ahoga. Me llena de una ansiedad angustiante que lo único que consigue, es hundirme un poco más. Es tirar de mí dentro de ese vórtice oscuro que ha estado amenazando con tragarme viva desde hace más de dos años.

Sé que soy patética. Sé que soy una completa idiota por sentirme de esta manera. Por ser lo suficientemente débil como para estar al borde de una crisis emocional, solo por haber visto a Gael Avallone con su prometida —o lo que sea que sea ella en su vida—... Y, a pesar de eso, no puedo arrancar de mí las ganas que tengo de desaparecer. De llegar a casa y dormir hasta que todo haya terminado. Hasta que los sentimientos —todos ellos. Incluso esos dulces que él ha estado provocándome— se extingan.

Trago duro y presiono las palmas de mis manos temblorosas contra mis ojos.

«No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar...»

No en un autobús. No por lo que acaba de ocurrir. Me niego rotundamente a quebrarme por esto. Me rehúso a derramar una sola lágrima por ese hombre, porque no me ha roto el corazón —no todavía—, y no voy a quedarme a esperar a que lo haga.

Una punzada de dolor me atraviesa el pecho al recordar el gesto en el rostro del magnate y el nudo en mi garganta se aprieta otro poco. Una palabrota baila en la punta de mi lengua, pero la reprimo lo mejor que puedo y, entonces, dejo escapar un suspiro largo.

No puedo creer que esté sintiéndome de este modo por él. No puedo creer que esto esté afectándome de esta manera, cuando he pasado por cosas peores. Cuando he vivido cosas que me han hecho pedazos...

Aparto las manos de mi cara y tomo una inspiración profunda, antes de dejar ir el aire con lentitud. Cuando noto que la quemazón en mi garganta no se va, vuelvo a intentarlo. Vuelvo a respirar profundo para tratar de relajarme. Para intentar deshacerme de la sensación de malestar que me invade.

«No deberías sentirte de esta manera. No cuando perdiste a Isaac como lo hiciste...» Me reprimo a mí misma y, en ese momento, como si algo dentro de mí se hubiese accionado, la imagen del único chico al que he amado se dibuja en mi memoria hasta asentarse en mi cabeza y aferrarse a ella con violencia.

Uno a uno, poco a poco, los recuerdos empiezan a filtrarse en mi sistema. Un puñado de imágenes se afianzan en mí hasta abrumarme y hacerme sentir culpable. Hasta hacerme sentir como una completa traidora por involucrarme del modo en el que lo estoy haciendo con Gael Avallone. Por permitirme a mí misma sentir lo que ese hombre me provoca...

«¡Para!» La voz en mi cabeza me reprime. «No caigas en ese lugar. No puedes permitirte volver ahí. Sabes que haces esto solo para lastimarte. Sabes que solo tratas de castigarte a ti misma, así que detente ya...»

Pero no puedo hacerlo. No puedo parar. No puedo detenerme porque la oscuridad que llevo dentro es más fuerte que yo. Porque la lucha constante que tengo a diario conmigo misma, está siendo ganada por esa parte de mí que siempre me lleva a tomar las decisiones más idiotas. Esa que siempre me lleva al límite y amenaza con acabar conmigo.


La vibración dentro del bolso que descansa sobre mis piernas, me hace pegar un salto en mi lugar debido a la impresión, pero no es hasta que pasan unos segundos que espabilo lo suficiente como para darme cuenta de que es mi teléfono el que está sonando.

De manera distraída, rebusco dentro del desastre que es mi bolso hasta que encuentro el aparato y lo saco para mirar la pantalla.

El nombre de Gael Avallone se ilumina sobre los íconos de respuesta y rechazo que aparecen cuando está entrando una llamada y mi corazón se detiene un nanosegundo para reanudar su marcha a una velocidad dolorosa. Inhumana...

Casi de inmediato, una punzada de ansiedad me recorre entera y la sensación que me ha torturado desde que salí de su oficina se intensifica. Se vuelve casi insoportable.

Desvío la llamada.

Segundos después, el teléfono vuelve a sonar, pero vuelvo a rechazar la llamada y, esta vez, presa de un ataque de enojo, decepción y ansiedad, apago el aparato.

Un suspiro tembloroso e inestable se me escapa luego de eso y, de pronto, la oscuridad dentro de mí se vuelve más densa. Se vuelve asfixiante... Tanto, que el miedo ha comenzado a filtrarse en mi interior. Tanto, que el terror que me provoca la posibilidad de no poder dominar mis impulsos idiotas y hacer una estupidez, me atenaza las entrañas con violencia.

«No puedes ir a casa.» Susurra la voz en mi cabeza, a sabiendas de que Victoria y Alejandro no están ahí ahora mismo. A sabiendas que, si voy, lo único que haré, será estar acorralada en la prisión de mi mente, en un lugar donde la privacidad puede dar pie a situaciones poco saludables para mí. «Sabes que no puedes estar sola. No en el estado en el que te encuentras...»

Cierro los ojos una vez más.


No quiero ir a casa de mis padres. No quiero, incluso, ir a casa de Fernanda. En este momento, no quiero hacer nada más que tumbarme en mi cama y dormir; sin embargo, sé que no puedo hacerlo. que tengo que empujarme hacia afuera de este vórtice o las consecuencias serán catastróficas. que tengo que hacer un esfuerzo y tratar de no hundirme en ese lugar aterrador en el que estoy a punto de adentrarme...

Así, pues, a pesar de que no quiero hacerlo; a pesar de que me niego a hacer un esfuerzo por mi bienestar emocional, decido hacer algo sensato. Decido ir a casa de mis padres, y permitirme a mí misma distraerme y refugiarme en ese lugar seguro que siempre trae paz a mi sistema.



~*~



Cuando llego a mi destino, mi papá está afuera, lavando su coche. No pregunta qué hago aquí. Nunca lo hace. Se limita a decirme que está mojado y sudoroso cuando me acerco a darle un abrazo a manera de saludo. Luego de eso, me da un beso en la sien e, inmediatamente, me siento mejor. Me siento a salvo...

Una sonrisa se dibuja en mis labios cuando dice que mamá está horneando un pan para la cena y, sin decir nada más, me encamino dentro de la casa.

No me toma mucho tiempo encontrar a mi mamá. Está en la cocina, con la batidora en una mano y una bolsa de azúcar en la otra; sin embargo, a pesar de tener con las manos ocupadas, se las arregla para besar mi mejilla cuando me acerco.

Acto seguido, empieza a parlotear sobre lo ajetreado que ha estado su día.

Escucharla hablar me hace sentir aún mejor y, de pronto, me encuentro preguntándome qué hago viviendo en otra casa. Que hago compartiendo el techo con dos personas que, si bien no me desagradan en lo absoluto, no son quienes me confortan de esta manera.


—¿Te quedas a cenar? —pregunta mi mamá, luego de contarme acerca de la discusión que tuvo con mi hermana por culpa de Fabián hace unos días.

Yo, siendo lo suficientemente prudente como para no meterme en los asuntos turbios que implican hablar de Fabián, asiento.

—De hecho, hoy estás de suerte: me quedaré a dormir aquí —anuncio. Trato de sonar juguetona en el proceso, pero la manera en la que mi mamá alza la vista del traste lleno de crema batida durante un nanosegundo, me hace saber que mi declaración la ha puesto alerta.

—¿Te has aburrido ya de la independencia y necesitas de la compañía de tus viejos? —bromea, pero hay un filo preocupado en su voz.

Me encojo de hombros.

—En realidad, no quiero quedarme sola en casa. Victoria saldrá y no volverá hasta muy entrada la madrugada y Alejandro, al parecer, también lo hará —miento. La realidad es que ninguno de los dos tenía compromisos de esa magnitud.

Cuando salí de casa, Victoria aún no volvía del ensayo de la obra de teatro en la que participará a finales de mes y Alejandro no tenía mucho de haberse ido a estudiar con uno de sus amigos de la universidad. Sin embargo, según me dijeron, ambos volverían relativamente temprano.

Mi mamá esboza una sonrisa tensa y es todo lo que necesito para darme cuenta de que no me ha creído en lo absoluto.

—No creas que me engañas —suelta y todo mi cuerpo se tensa en respuesta—. Sé que nos extrañas aunque no quieras admitirlo.

Una punzada de alivio me recorre entera casi al instante y, esta vez, la sonrisa que se dibuja en mis labios, es más honesta.

—¡Está bien! ¡Lo admito! No puedo vivir sin ustedes —digo, con dramatismo y la tensión había en su sonrisa, se diluye un poco.

—Si vas a quedarte, entonces, anda y ve a ducharte —dice.

—¿Me mandas a duchar porque huelo mal? —digo, con fingida indignación—. ¿Es que acaso no quieres que ensucie tus sábanas con mi sudor y mi inmundicia?

—Te mando a duchar porque trato de proteger la integridad del pan que está en el horno manteniéndote lejos de él —me mira con aire severo—. Si vas a quedarte, tengo que cuidarlo.

—No es como si fuese a comérmelo crudo —mascullo, al tiempo que hago un mohín.

—No, pero vas a estar abriendo la puerta del horno y no va a inflarse como se debe —refuta.

Ruedo los ojos al cielo.

—Suenas como la abuela —digo, pero ya estoy poniéndome de pie para subir a la planta alta de la casa.

Fingida indignación tiñe el rostro de mi madre, quien me señala con el índice.

—Vuelve a decir eso y voy a hacértelo pagar —dice, con severidad, pero no ha dejado de sonreír.

Ruedo los ojos una vez más.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —alzo las manos, como si estuviese amenazándome con un arma—. ¡Tú ganas! Me voy a duchar.

Una sonrisa satisfecha se desliza en los labios de mi madre.

—Hay ropa tuya en el armario de tu antigua habitación —dice, mientras avanzo hacia la salida.

—Roguémosle al cielo que no haya subido de peso, porque si no, voy a andar en bata de baño hasta mañana —digo, al tiempo que deshago el moño que hay en mi cabeza, dejando al aire el desastre que es mi cabello.

—Con toda la comida chatarra que comes, no guardes muchas esperanzas —mi mamá bromea y le dedico una mirada irritada.

—Gracias, mamá. También te amo.

Ella me guiña un ojo y yo, reprimiendo una sonrisa, salgo de la estancia para encaminarme al piso superior.


Entrar en mi antigua habitación luego de la ducha, es como un puñetazo en la cara.

Es como dar un salto en el tiempo. Como volver a esa época en la que todo era sencillo y, al mismo tiempo, complicado hasta la mierda. Como volver a ser esa chiquilla insegura que era incapaz de ver más allá del tren de emociones que siempre he llevado dentro.

Poner un pie en este lugar, se siente como volver a ser yo... Y al mismo tiempo, no serlo. Al mismo tiempo, sentirme fuera de lugar. Fuera de enfoque...

Paseo la vista por toda la estancia.

Todo está tal cual lo dejé cuando me fui. Las fotografías que descansan sobre la cómoda, los libros apilados sobre el escritorio que solían encantarme y que ahora encuentro cursis e infantiles, el edredón amarillo que tanto me gustaba y que ahora me parece feo y descolorido, los posters de aquellas bandas de rock que solía escuchar casi de manera religiosa a diario... todo es tan familiar y tan... lejano. Tan ajeno a mí...

Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con lentitud, al tiempo que me encamino hasta sentarme sobre la cama. Gotas de agua caen sobre mi regazo cubierto por la toalla que me envuelve y, de pronto, me encuentro tratando de no sentirme abrumada por la cantidad de recuerdos que me embargan. Me encuentro tratando de no evocar esas memorias dolorosas que no hacen más que tirar de mí dentro de ese estado nervioso del que he estado tratando de huir todo el día.


No sé cuánto tiempo me toma armarme de valor para ponerme de pie y rebuscar algo de ropa en el armario. Tampoco sé cuánto tiempo me toma encontrar algo que me quede; sin embargo, una vez vestida con un viejo chándal y una sudadera que está rota de las mangas, me obligo a empujar todos los recuerdos y me dejo caer sobre la cama.

Mi vista está clavada en el techo de la estancia y se queda ahí durante lo que se siente como una eternidad. No es hasta que mi mamá me llama, que me digno a cambiar la posición en la que me encuentro y abandonar la habitación.


La cena transcurre llena de animadas conversaciones. La ligereza de la plática con mis papás, hace que mi estado de ánimo mejore otro poco y no hay nada que agradezca más que eso.

Cuando terminamos con los alimentos, ayudo a mi mamá a lavar los trastos sucios y, luego de eso, nos encaminamos hasta la sala con toda la intención de ver una película.

En el proceso, tomo mi bolso —el cual había dejado en la cocina— y saco el teléfono, el cual apagué hace unas horas, para encenderlo y enviarle un mensaje a Victoria.

Lo que menos necesito ahora mismo, es tener a una compañera de cuarto histérica, así que voy a avisarle que no llegaré a dormir.


En el instante en el que enciendo el aparato, las notificaciones empiezan a llegar. Tengo un mensaje de texto de Fernanda y otro de Natalia. Tengo un par más de una compañera de la universidad y, finalmente, me encuentro de lleno con una docena proveniente del teléfono de Gael Avallone.

No leo ninguno más que el de mi hermana y el de Fernanda. Luego de contestarles, le escribo a Victoria y apago el aparato una vez más.

Acto seguido, me acurruco en el sillón junto a mi madre, al tiempo que enciendo el televisor y busco la aplicación de Netflix en él.



~*~



El ruido proveniente de la planta baja de la casa, es lo primero que escucho cuando despierto en la mañana.

El sonido estridente de la licuadora, aunado al del televisor, me hacen plenamente consciente de que no estoy en el apartamento que comparto con Victoria y Alejandro; y la familiaridad de la actividad matutina, no hace más que hacerme recordar esos domingos en casa que tanto me encantaban. Esos en los que mi papá cocinaba y mi mamá, Natalia y yo esperábamos pacientemente para comer lo que sea que se le antojase preparar para nosotras.

Una sonrisa se desliza en mis labios y, sin que pueda evitarlo, una punzada de nostalgia me atraviesa el pecho. La melancolía me llena el cuerpo casi de inmediato y me quedo aquí, recostada en la cama, mientras absorbo la dulce sensación que me provoca estar aquí, en casa de mis padres.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que, una vez sintiéndome satisfecha de recuerdos agradables, me levante de la cama y me encamine a la salida de la habitación. Tampoco sé cuánto tiempo pasa antes de que recuerde que he dejado el teléfono sobre la cómoda y regrese sobre mis pasos para tomarlo y encenderlo. Sin embargo, una vez teniéndolo entre los dedos, me encamino hasta las escaleras para ir a la planta baja de la casa.


Soy vagamente consciente de cómo el teléfono vibra con las notificaciones entrantes, pero no hago nada por revisarlo. No hago nada más que adentrarme a la cocina para besar la mejilla de mi madre.

qué es lo que voy a encontrarme si reviso el teléfono y, ¿honestamente?, ahora mismo no estoy lista para afrontarlo. No estoy lista para encarar el hecho de que, seguramente, Gael ha vuelto a bombardear mi teléfono de mensajes.


—¿Dormiste bien? —mi mamá pregunta, al tiempo que vierte el contenido de la licuadora sobre los huevos revueltos que se encuentran en la cazuela delante de ella.

—De maravilla —digo, a pesar de que me costó un poco quedarme dormida—. ¿Tú?

Ella sonríe.

—Yo siempre duermo como piedra y lo sabes —dice—. Estoy preparando huevos en salsa porque sé que te encantan y quiero que te quedes a desayunar con nosotros.

Mi corazón se hincha en respuesta.

—Eres la mejor; pero eso ya lo sabes, ¿no es cierto? —digo, al tiempo que me instalo en una de las sillas altas de la barra.

Ella me guiña un ojo en respuesta, pero no dice nada más. Se limita a mover con suavidad el contenido de la cacerola en la que cocina.

En ese momento, justo cuando estoy a punto de hacer un comentario acerca de lo bien que huele, mi teléfono empieza a vibrar en mi mano.

Durante un doloroso instante, la posibilidad de ni siquiera mirar la pantalla se vuelve tentadora; sin embargo, la curiosidad es más grande. Las ganas de mirar y averiguar de quién se trata son tan grandes, que se siente como si pudiese ponerme a gritar si no lo hago. Como si pudiese estallar en fragmentos si no descubro quién es quien está tratando de comunicarse conmigo.

La sola idea de que, quizás, se trate de Gael, hace que corazón de un vuelco furioso, pero trato de no mantenerme muy esperanzada a esa posibilidad. Además, aunque él fuese quien estuviera llamándome, no importaría en lo absoluto. No importaría porque no tengo intención alguna de hablar con él...

Miro la pantalla.

El nombre de Victoria danza en la pantalla y, en ese instante, mi ceño se frunce.

—¿Todo bien? —pregunta mi madre, con curiosidad, al ver mi expresión extrañada.

—Sí —digo, pero la verdad es que no sé cómo sentirme respecto a esta llamada—. Necesito contestar, es todo.

Y, entonces, sin darle tiempo de decir nada, me levanto de la silla para encaminarme hacia la sala y deslizo el dedo sobre el aparato para responder.

—¿Sí? —mi voz suena ronca debido al sueño y al nerviosismo repentino.

—¡¿Para qué diablos tienes un maldito teléfono si vas a vivir con él apagado?! —Victoria chilla del otro lado de la línea y mi ceño se frunce otro poco.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—¡Por supuesto que estoy bien! —ella exclama, pero suena más allá de lo enojada—. ¡Yo estoy más que bien! ¡El que está mal de la cabeza es ese idiota con el que estás saliendo!

Niego con la cabeza, incapaz de seguir el hilo de lo que dice.

—¿Qué? ¿De qué hablas?

—¡Del sujeto que te sacó como costal de patatas de La Santa! ¡Del hombre ese al que le escribes la biografía! —Victoria espeta—. ¡¿Sabías que pasó la maldita noche aparcado afuera del apartamento?! Anoche vino a buscarte y se negó a marcharse porque está convencido de que estás escondiéndote de él.

Toda la sangre se me agolpa en los pies en ese momento y mi corazón, el cual había logrado mantenerse relativamente tranquilo durante mi estancia en este lugar, vuelve a tomar esa marcha forzada a la que Gael Avallone lo empuja.

¿Qué?... —suelto, en un susurro incrédulo y horrorizado.

—¡Lo que escuchas! —mi compañera de cuarto chilla—. ¡El lunático ese está allá afuera todavía! Traté de localizarte, pero tenías el maldito teléfono apagado y no tengo el número de la casa de tus padres. ¿Se puede saber qué carajo está pasando? ¿Por qué está él aquí? ¿Es que acaso no viniste a dormir porque estás huyendo de él? ¿Por qué sabías que iba a venir a buscarte?

Niego con la cabeza, incapaz de creer lo que Victoria dice y, al mismo tiempo, creyéndolo completamente. Gael es tan necio y tan terco, que no me sorprende en lo absoluto que haya llegado a esos extremos solo por hablar conmigo.

«¿Qué demonios está mal contigo, Gael Avallone?» Digo, para mis adentros, al tiempo que trato de ordenar el centenar de pensamientos encontrados que me invaden la cabeza.

—Dile que no estoy en casa —digo, al cabo de unos instantes, y en voz baja para que mi mamá no sea capaz de escucharme—. Dile que lo mejor que puede hacer, es irse a casa.


—¿Crees que no se lo dije hasta el cansancio? —Victoria bufa—. Jamás había conocido a un hombre tan necio en mi vida.

Cierro los ojos con fuerza.

Ilusión, indignación, terror y enojo se mezclan en mi sistema, haciéndome imposible pensar con claridad. Haciéndome imposible hacer otra cosa más que imaginármelo ahí, dentro de su coche, afuera del pequeño edificio en el que vivo.

—Dile que has hablado conmigo y que he dicho que hablaré con él siempre y cuando se marche a casa —improviso, sintiéndome desesperada y ansiosa, luego de unos instantes sin saber qué decir—. Dile que digo yo que...

—¡Oh, no, Tamara Herrán! ¡No seré el teléfono descompuesto de nadie! Si tienes algo que decirle, ven, habla con él y déjale claro que ya no quieres nada con él si ese es el motivo por el cual estás huyendo. A mí no me pongas en medio —ni siquiera me da tiempo de responder. No me da tiempo de hacer nada porque, justo en ese momento, finaliza la llamada.

No hay que ser un genio para notar que está furiosa. Para notar que no sabe qué carajo hacer...

Cierro los ojos con fuerza.

Un millar de sentimientos encontrados se arremolinan dentro de mi pecho y, de pronto, me encuentro sin saber qué hacer. Me encuentro queriendo salir corriendo de aquí para volver al apartamento y hacer control de daños. Para volver al apartamento y verlo...

Mi corazón no ha dejado de latir a toda velocidad, mis manos no han dejado de temblar y mi mente no ha dejado de ser esta maraña de ideas intensas y abrumadoras.

«No. Sé. Qué. Hacer.»

Una parte de mí, esa que siente que el mundo se le viene encima cada que está cerca del magnate, me urge a que vaya a su encuentro. Me urge a que corra a buscarle, para escuchar cualquier excusa que vaya a darme respecto a lo que pasó y creerle.

Sin embargo, la otra, esa que es orgullosa y que está enojada hasta la mierda con él por no ser honesto conmigo, me dice que debo quedarme aquí, en casa de mis papás y mandarlo al carajo.

«No puedes permitir que te arruine tu estancia aquí.» Dice la vocecilla insidiosa en mi cabeza, pero sé, por sobre todas las cosas que, así me quede aquí y trate de mandar a Gael a la mierda, no voy a estar tranquila. La ansiedad va a comerme viva hasta que vaya al apartamento solo para comprobar si se ha quedado ahí realmente o se ha cansado lo suficiente como para marcharse.

«¡Tamara, no se te ocurra ir corriendo a buscarlo!» Me reprime mi subconsciente, pero ya he comenzado a avanzar hacia la cocina.

«¡Eres una idiota! ¡Una completa imbécil por siquiera considerar la posibilidad de ir a su encuentro!» Grita la voz en mi cabeza, pero la empujo lejos lo mejor que puedo, al tiempo que, con el corazón desbocado, beso la mejilla de mi madre y me disculpo con ella por no poder quedarme a almorzar.

Cuando me pregunta si todo está bien, le digo que sí. Que ha surgido algo en el trabajo y que tengo que ir ya mismo a las oficinas de la editorial.

Acto seguido, y sin darle tiempo de decir nada, salgo de la cocina, subo las escaleras a toda velocidad, me visto con la misma ropa que traía ayer y tomo mi bolso.

Una vez lista, amarro mi cabello en una coleta y bajo las escaleras para despedirme de mis papás, quienes ya se encuentran instalados en el comedor.

Mi mamá insiste en que me quede a desayunar con ellos y mi corazón se rompe otro poco cuando noto la decepción que hay en su mirada al negarme y disculparme una vez más.

Mi papá, por el contrario, no dice nada. Se limita a besarme en la mejilla a manera de despedida y a pedirme que regrese pronto a visitarlos. Entonces, luego de asegurarles que vendré y pasaré el fin de semana aquí, hago mi camino hacia la salida de la casa.



~*~



En el momento en el que bajo del tren y me echo a andar a toda velocidad hacia la salida de la estación, mis niveles de estrés y ansiedad se disparan a niveles inhumanos.

Mi pulso golpea con violencia detrás de mis orejas, mi respiración es agitada debido a la rapidez con la que camino y tengo un nudo en la boca del estómago.

Las puntas de los dedos de mis manos se sienten heladas y sé que es debido al nerviosismo; así que, en un débil intento por calentarlas, dejo escapar mi aliento sobre ellas, para luego cerrar los puños y tratar de mantener el calor.

No puedo dejar de maldecirme a mí misma por la manera ridícula en la que estoy sintiéndome y, al mismo tiempo, entiendo a la perfección a qué se debe. Entiendo que es Gael quien ha sabido filtrarse en mi vida de un modo tan imperceptible, que ahora es capaz de provocarme toda clase de emociones abrumadoras.


Las escasas calles que separan el edificio en el que vivo de la estación, se sienten inmensas. Es por eso que no sé cuánto tiempo pasa antes de que llegue a mi destino; sin embargo, en el momento en el que lo hago, me detengo en seco.

Un disparo de ansiedad se detona dentro de mí y el nudo en mi estómago se aprieta porque ahí está él. Ahí está su coche, justo en uno de los espacios para aparcarse que hay afuera del edificio...

Las náuseas provocadas por la inestabilidad de mis nervios alterados, hacen que una arcada se construya en mi garganta, pero, de alguna manera, me las arreglo para contenerla.

Entonces, justo cuando creo que nada podría empeorar mi estado de ánimo, la puerta del auto se abre y la figura de Gael Avallone aparece en mi campo de visión.

De acuerdo. Ahora se siente como si pudiese vomitarme encima. Como si pudiese salir corriendo para huir de él.

Su mirada encuentra la mía.

Mi corazón da un vuelco furioso.

Lleva la misma ropa de ayer. La única diferencia ahora, es que luce desaliñada y descuidada; arrugada incluso. Su cabello, usualmente estilizado y bien arreglado, es un desastre compuesto de ondas rebeldes y desordenadas; la corbata que llevaba ayer ha desaparecido y, en su lugar, un par de botones deshechos dejan al descubierto parte de la piel de su pecho. A pesar de eso, ninguno de sus tatuajes salta a la vista.

Hay bolsas debajo de sus ojos y el aspecto cansado que tiene su rostro, le hace lucir más viejo de lo que en realidad es. No obstante, no deja de lucir intimidante e imponente hasta la mierda. No deja de lucir como si hubiese salido de alguna especie de revista de modas...


Gael no dice nada. Ni siquiera se mueve. Se limita a mirarme con ese gesto descompuesto que parece haber sido tallado en su rostro. Se limita a observarme como si yo fuese la criatura más cruel existente en la tierra.

En ese momento, un destello iracundo se apodera de mi sistema y, de pronto, me encuentro avanzando hacia él a toda velocidad. De pronto, me encuentro siendo presa de mis impulsos idiotas una vez más.

Él no se mueve cuando, en unos cuantos pasos, acorto la distancia que nos separa. Tampoco lo hace cuando, llena de una ira arrolladora que ni siquiera sabía que estaba conteniendo, le espeto que quiero que se vaya.

—Tamara, tenemos que hablar —dice en tono casi suplicante, al tiempo que me toma por el antebrazo cuando hago ademán de marcharme en dirección al edificio. En ese instante, la ira incrementa.

—¡Tenemos que hablar y una mierda! —siseo en su dirección, al tiempo que me deshago de su agarre con un par de movimientos bruscos—. ¿Quién demonios crees que eres para venir así aquí luego de lo que pasó?

—¡Tamara, es que no pasó nada! —suelta, con desesperación y confusión—. ¡No pasó una puta mierda! ¡Creí que estábamos bien!

¡¿Bien?! —espeto, en medio de una risotada amarga— ¡¿Creíste que estábamos bien luego de que te desapareciste como lo hiciste?!

—¡Te llamé decenas de veces! ¡Te escribí docenas de puñeteros mensajes y no tuviste la decencia de responderme ni uno solo! —espeta de regreso y el coraje se vuelve tan insoportable, que me quema por dentro.

—Si realmente hubieras querido hablar conmigo, habrías venido a buscarme —escupo—, pero supongo que estabas muy ocupado siendo el maldito títere de tu padre, ¿no es así?

—¿Qué tiene qué ver mi padre en toda esta mierda? ¿Es que acaso de eso se trata entonces? ¿De que me arrastre a buscarte cada que se me ocurra tener ocupaciones y no pueda procurarte? —casi ladra las palabras cuando las dice, pero, a estas alturas, no me interesa la manera en la que me habla o cuán enfurecido se encuentra—. ¿Es que no se te ocurrió que estaba tratando de ser prudente y no abrumarte? Y si estabas tan inquieta por mi desaparición, ¿por qué no pudiste tragarte el maldito orgullo para buscarme y preguntarme qué carajo estaba pasando?

—¿Para qué? —mi voz se eleva un poco mientras escupo las palabras con violencia—. ¿Para que volvieras a mentirme? ¿Acaso crees que soy idiota y no me doy cuenta de lo que está pasando?

—¡Es que no está pasando nada, joder!

—¡Te escuché hablar con tu papá el día que me quedé en tu casa! —estoy a punto de gritar. A estas alturas, estoy segura de que mis vecinos han comenzado a enterarse de lo que ocurre acá afuera—. ¡Ahora atrévete a decir que no está pasando nada! ¡Te reto a tratar de jugarme el maldito dedo en la boca!

El gesto descompuesto de Gael se ensombrece en el instante en el que las palabras me abandonan, pero no me arrepiento en lo absoluto de haberle dicho la verdad. No me arrepiento de haberle hecho saber que escuché los planes que tenía su padre para él ese fin de semana.

—Te dije que iba a arreglarlo —dice, pero esta vez, suena inseguro. Incierto.

—¿Cuándo? ¿Cuándo falte una semana para tu boda? ¿Cuándo te hayas cansado de jugar al hijo perfecto y quieras hacer tu vida a tus anchas? —el veneno que hay en mi voz me hace sonar más cruel de lo que pretendo ser en realidad, pero no me importa. Ahora mismo, lo único que me importa, es dejarle en claro a Gael que estoy cansada de él. Que estoy cansada de sus malditas omisiones. De sus jodidas mentiras...

—Tamara, es que no es así de sencillo.

—Pues, entonces, si no es así de sencillo, no vengas aquí a decir que sientes algo por mí. No vengas aquí a trata de ilusionarme —refuto—. Te lo dije antes y te lo repito ahora: no voy a ser el secreto de nadie. Mucho menos de alguien como tú —niego con la cabeza, al tiempo que trago duro para deshacer el nudo que ha comenzado a formarse en mi garganta—. ¿Para qué nos engañamos, Gael? ¿Para qué tratas de engañarme cuando ambos sabemos que esto... como sea que se llame... está destinado a irse a la mierda? ¿Por qué no mejor terminamos con todo de una maldita vez y dejamos de jugar a que me mientes y a que te creo?

—Tamara...

—No estás enamorado de mí, Gael —lo interrumpo—. No vas a dejarlo todo por mí y, ¿francamente?, tampoco quiero que lo hagas. Me lo dije a mí misma y ahora te lo digo a ti: no voy a ser tu verdugo. No voy a ser tu perdición.

El gesto dolido que se apodera de sus facciones me rompe por completo. La decepción que soy capaz de ver en sus ojos, la manera en la que sus hombros —hace unos instantes imponentes y anchos— se curvan hacia adelante en una postura insegura, la dura línea de su mandíbula y la manera en la que aprieta los puños a los costados de su cuerpo... todo me lastima. Me quiebra de maneras inexplicables.


—No te estoy pidiendo que seas mi verdugo, ni mi perdición, Tam —dice, al cabo de unos segundos, con la voz enronquecida por las emociones—. Te estoy pidiendo que te quedes. Que me des tiempo para arreglarlo todo...

Niego con la cabeza.

—Primero toma las riendas de tu vida, Gael —digo, a pesar de que no quiero hacerlo. A pesar de que sus palabras han abierto una brecha diminuta en mi voluntad y amenazan con resquebrajarla y reducirla a un montón de escombros—. No puedes pedirme que me quede, cuando ni siquiera tú sabes qué carajo hacer.

Una sonrisa amarga se dibuja en los labios del magnate y, acto seguido, desvía la mirada.

—¿Es que acaso no te das cuenta, Tam? —suena torturado—. ¿Es que acaso no eres capaz de ver que, antes de que aparecieras en mi vida, yo a lo tenía todo resuelto? ¿Qué, antes de que vinieras aquí a llenarme la cabeza de castillos en el aire, yo ya tenía un plan?

—¿Y se supone que tengo que pedirte una disculpa por eso? —sueno más molesta de lo que me gustaría. Más decepcionada de lo que quisiera—. ¿Se supone que tengo que sentirme mal por haberte arruinado los planes? —sacudo la cabeza en una negativa furiosa—. No puedes venir aquí a decirme todo esto para tratar de impedir que me vaya. No cuando ayer hiciste tu elección.

—¿De qué elección estás hablando? —suena exasperado ahora—. Yo no elegí absolutamente nada, Tamara.

—Por supuesto que lo hiciste. Al quedarte ahí..., al no intentar hablar conmigo; lo hiciste.

—¿Y tenía que correr a detenerte? ¿Tenía que exponer lo que siento por ti delante de mi padre para que tratase de destruirte? —el enojo se filtra en su voz—. No fui detrás de ti con toda la intención de hacerte un maldito favor.

—No te creo —niego con la cabeza—. No creo una sola palabra de lo que dices.

—¿Qué es lo que si vas a creerme, entonces, Tamara? —suelta, con coraje y desesperación—. ¿Vas a creerme si te digo que no fui detrás de ti porque en realidad sí soy el hijo de puta que crees que soy? ¿Ahí vas a creer en lo que digo? —da un paso en mi dirección y luego otro—. ¿Por qué no me crees cuando te digo que todo esto tiene una maldita explicación? ¿Por qué no me crees cuando te digo que hay algo en ti que me vuelve loco? ¿Qué no me deja pensar con la puta cabeza fría? —niega con la cabeza y mi pecho se estremece cuando me percato del tinte dolido que hay en su mirada—. ¿Por qué es tan fácil para ti creer que soy un cabrón gilipollas y tan difícil que estoy tratando de averiguar qué carajos hacer para estar contigo y mantenerte lejos del imbécil que tengo por padre?

Una mano grande se ahueca en mi mejilla y, por instinto, me aparto; sin embargo, la palma libre de Gael está lista para acunarse al otro lado de mi cara y sostenerme ahí, con la cara entre sus manos y el corazón hecho jirones debido a los sentimientos encontrados que me embargan.

—¿Por qué es tan difícil para ti aceptar que me gustas del modo en el que lo haces? ¿Por qué te cuesta tanto creerme cuando te digo que no trato de hacerte daño? —dice y mis ojos se cierran con fuerza.

—Suéltame... —suplico, porque no quiero caer de nuevo en su juego. Porque no quiero volver a ilusionarme en vano.

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —dice, con la voz enronquecida por las emociones—. ¿Estás segura de que quieres que te suelte?

No soy capaz de responder. No soy capaz de hacer otra cosa más que concentrarme en el modo en el que su aliento cálido golpea contra mis labios.

—Ayer estuviste con ella... —digo, luego de un largo rato.

Sueno patética y suplicante.

—No estuve con ella. Fui a un evento de caridad en el que estuvieron un montón de accionistas de la empresa —puntualiza, en voz baja y ronca—. Su padre incluido.

—La llevaste contigo. Como tu acompañante —reprocho, con frustración y enojo.

—Y la dejé botada a la mitad del evento solo para venir a buscarte. Para venir a hablar contigo.

—Cenaste el sábado pasado en su casa. Con su familia —trato de liberarme de su agarre, presa de las oscuras emociones que me embargan, pero él me lo impide.

—Y pasé la noche encerrado en el coche, esperándote —dice y un estremecimiento me recorre entera cuando la intensidad de sus palabras se me clava en el pecho y hace un agujero en mi interior.

No digo nada. No soy capaz de hacerlo. Si abro la boca para hablar, es probable que me eche a llorar. Es probable que las emociones vayan a sacar lo peor de mí y vaya a terminar hecha un manojo de inestabilidad y sentimientos encontrados.


—¿Por qué es tan difícil para ti entender que Eugenia no me interesa en lo absoluto? ¿Por qué te cuesta tanto creerme cuando te digo que eres tú quien no ha dejado de robarme el sueño desde el primer momento? ¿Desde la primera conversación?...

Lo miro directo a los ojos.

—Me gustas, Tamara. Me gustas mucho. Ya me cansé de negármelo a mí mismo. Ya me cansé de intentar engañarme diciéndome que lo único que quiero es meterte en mi cama, porque no es así. Porque esto... —me acerca hacia él aún más, de modo que su abdomen se pega al mío y nuestros alientos se mezclan debido a la cercanía de su cara y la mía—. Esto es diferente. Esto es, ahora mismo, lo único que hace que haber puesto un pie en México haya valido la pena.

Mis manos cierran en puños el material de su saco y cierro los ojos con fuerza una vez más.

—Deja de hacerme esto... —suplico, pero ni siquiera yo misma sé qué es lo que me está haciendo.

deja de hacerme esto —susurra, con un hilo de voz y, entonces, sin darme tiempo de decir nada, une sus labios a los míos con violencia y brusquedad.

Une sus labios a los míos en un beso que me sabe a tortura. Un beso que me sabe a gloria y perdición.

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