Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 6

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By Kryoshka

—¡No te acerques!

La voz de Owen me detuvo en medio del camino.

Con la punta del cabello encrespado y los ojos llorosos, me giré para mirarlo. Sentía un vacío debajo de mis costillas, allí donde mi corazón debería haber estado latiendo acorralado. Cuando vi a Owen, con el pelo rubio elevándose detrás de su cabeza y una expresión de miedo, aquel vacío se llenó con los leves pálpitos de mi corazón.

«No te acerques». Eran las mismas palabras que escuché mientras competía contra Damien. Las mismas palabras que oí en lo profundo mi cabeza. Las mismas palabras; la misma voz. Un causante: Owen Collins.

No me costó pensar en lo que eso significaba.

Sin perder más tiempo, corrí hacia él y lo agarré de los hombros. Sus ojos me observaron afligidos, llenos de incomprensión, y sus pies dieron un paso hacia atrás. Tragando saliva, lo sacudí despacio, analizando sus perlas del color de la miel con cuidado.

—Owen, fuiste tú —le dije—. Tú le hablaste a mi mente cuando estaba luchando contra Damien.

La respuesta de Owen fue inmediata.

—Imposible, yo no puedo hacer eso.

—Sé que fuiste tú. —Ladeé la cabeza—. Era tu voz, lo sé. Te comunicaste conmigo, Owen. En mi mente.

—¿Cómo?

—El desarrollo de tu habilidad debe haber incrementado —susurré—. Es la única explicación.

Owen se llevó las manos a la boca y tosió, intoxicado bajo el humo que estaba produciendo el incendio de Scott. Desesperada, le cogí la mano con fuerza.

—Tienes que ayudar a Scott —le pedí—. Eres el único que puede hacerlo. Tienes que decirle que se detenga, antes de que sea tarde.

—No puedo —se rehusó temeroso—. Yo no soy capaz de hacer algo así.

—Si puedes. —Puse mis manos en su rostro, allí donde su piel ardía y sudaba—. Yo confío en ti.

Owen amplió su mirada, intercalándola entre mis ojos, y luego tragó saliva. Sabía que Owen estaba acostumbrado a temer, y que su autoestima rozaba las placas tectónicas de Heavenly. Pero creía en él, tanto como él había creído en mí. Era confianza genuina.

Él me observó un largo momento, consciente de lo que estaba pasando por mi cabeza, y una recarga de determinación pareció llenarle las venas. Sus cejas descendieron y su boca formó una línea recta impenetrable. Relamiéndose los labios, cerró los ojos.

—Y yo creo en ti —susurró—. Si tú piensas que puedo lograrlo, lo intentaré.

Mi corazón dio un pálpito brusco. Antes de que pudiera darle las gracias, Owen junto las manos a la altura de su pecho y respiró profundo. Sabía cuánto le costaba llevar a cabo esa acción. El aire era espeso, apenas respirable. Sin embargo, eso no lo detuvo, ni siquiera un segundo. Él estaba siendo valiente.

Con las manos en sus mejillas, lo dejé hacer mientras mi mente comenzaba a suplicarle a la misma Fuente que había maldecido mi destino. No era un acto de fe, era un acto de nerviosismo. Susurraba y suplicaba, como si así mis piernas pudieran sostenerse con más firmeza. No funcionó.

Los parpados de Owen temblaron. Su boca, apretada y cerrada, se abrió unos mínimos centímetros. Traté de descifrar su expresión, pero fue imposible. Era como estar contemplando el cuadro más complejo de una exposición de arte. Lleno de tonos y vectores.

Agonía.

—Scott.

Su voz me hizo soltarlo.

Retrocedí, y luego volví a acercarme, desorientada.

—¿Owen? —lo llamé.

No hubo respuesta, sólo un leve frescor acariciándome la espalda. Me volteé, insegura, y contemplé con sorpresa la oscuridad que había envuelto la cancha, cual manto de lana.

Lo primero que vi, impactada e intimidada, fue que el humo ya no estaba. Y lo segundo, aún más sorpresivo, era que las llamas habían desaparecido.

Todas y cada una de ellas.

Owen no sólo lo había intentado, también lo había logrado.

[...]

—El ganador de esta competencia, puesto que no rompió ninguna de las reglas establecidas por la directiva y terminó de forma efectiva el duelo, es Scott Taylor.

La voz de la profesora que cogió el micrófono se alzó desde lo más alto de los parlantes en funcionamiento. Pero nadie le prestó atención. Las personas que aún continuaban dentro de las instalaciones podían contarse con dos manos, y todas estaban igual de desequilibradas que yo. No obstante, no creía que se debiera a la misma razón.

De pie en el límite de la cancha, no podía dejar de observar la manera en que Scott se aferraba a Owen.

El aire estaba denso, y el plan de limpieza que iniciaron los profesores no estaba funcionando. El aire acondicionado era apenas palpable, y el calor abrasante seguía acariciándome la piel. Era la primera vez en mucho tiempo que podía prometer que no sentía frío. Sin embargo, nada de eso importaba en realidad, porque lo único que mi mente procesaba con empeño era la imagen de Owen Collins y Scott Taylor.

Ellos no sólo se estaban abrazando, se estaban apretujando, como si de ello dependieran sus vidas.

No sabía cómo reaccionar.

Apenas el fuego se extinguió, corrí hacia Scott con toda la velocidad que tenían mis piernas, para cerciorarme de que estuviera bien. Pero él me ignoró de forma titánica. Se puso de pie, temblando como una hoja de papel, y me esquivó para ir en busca de Owen. El abrazo que formaron me había dejado anonadada.

Mis sentimientos danzaban alrededor de la alegría, tristeza y sorpresa, hace más de cinco minutos, y no podía detenerlos. ¿Qué había pasado en todo ese tiempo que estuve desaparecida? ¿Acaso ellos...?

Una mano se aferró a mi hombro y me obligó a voltearme.

—Bien hecho, Bynes.

—Profesor Fox —articulé, con un hilo de energía—. Veo que ha vuelto a aparecer. ¿Mucho fuego para usted?

Sus ojos se estrecharon.

—Debes estar feliz —comentó con tono agrio—. Tu amigo continúa en la competencia. ¿Debería? Lo dudo, pero mi opinión no es lo suficiente importante como para cambiar los resultados.

Recorrí su piel pálida y tensa con desinterés, deteniéndome en su frente.

—Si cree que su resentimiento me importa, está muy equivocado.

—¿Y esto te importa? —Extendió su mano derecha, dejándola flotar frente a mí—. ¿No?

—¿Por qué deberían importarme sus extremidades? No planeo cortarlas aún.

Eso lo hizo sonreír.

—No mi mano, la tuya.

Intenté no mirar mi mano con tanta rapidez, pero fallé. En un segundo, ya me había percatado de la enorme quemadura que rodeaba la zona de mi muñeca derecha. No dolía, pero la carne estaba negra y achicharrada, como si fuera plástico derretido. Parecía imposible haberla pasado por alto.

—¿Qué demonios? —murmuré, pensando en una explicación rápida.

Lo más probable era que, al correr hacia Scott cuando las llamas rodeaban la cancha, alguna de ellas me había alcanzado. Sin embargo, estaba tan concentrada en lo demás, que ni siquiera la había notado.

—Estás tan acostumbrada al dolor, que lo olvidaste —habló el profesor Fox con tranquilidad—. Pero eso no es lo importante. La pregunta importante es... —Movió sus ojos hacia su izquierda, allí donde Owen y Scott continuaban abrazados—. ¿A nadie le importa?

Su pregunta me dejó sin respiración.

«¿A nadie le importa?»

Llevándome la mano izquierda a mi piel lastimada, di un paso hacia atrás, en busca de escape. Mi espalda colisionó contra una pared dura, de forma brusca, y una contagiosa risilla emprendió el vuelo detrás de mi cabeza.

Alguien me puso una mano en el hombro.

—Lamento llegar tarde, señorita. —Ross, el guardián de Heavenly. No me costó identificarlo—. Amber creyó que era conveniente que usted aprendiera a enfrentarse a situaciones como esta de forma solitaria.

Me aparté de un salto y me giré. Mi boca se cerró en una firme línea en cuanto vi al grupo de atrás. Allí estaban..., los cinco: Amber, Ágata, Janos, Shin y Ross. Era como si el mundo tuviera una obsesión por poner todo lo malo cerca.

—Sería una mentira decir que estoy satisfecha con tu desempeño, Celeste —comentó Amber. Su lapizlabial estaba corrido, como si alguien la hubiera besado... o la hubiera abofeteado. La escasa línea entre aquellas dos opciones me hizo titubear—. ¿Qué ocurre? ¿No dirás nada?

—No sabía que añorabas tanto mi voz, Amber —respondí.

—Nadie podría extrañar una voz tan ronca como esa —escupió Ágata—. Le falta delicadeza y suavidad. Es como si hubieras estado chillando toda la noche.

No cambié mi expresión. Ross, en cambio, se movió para enfrentar a su novia con una mueca de disgusto. No estaba molesto, pero tampoco estaba feliz.

—Ágata, querida, no le hables así —la reprendió—. Tu belleza no será capaz de apaciguar tanta maldad.

—No la defiendas, Ross —le dijo ella—. No lo merece.

—¿Por qué eres tan cruel, cariño?

—¿Y tú por qué la defiendes?

Bajando mis ojos hasta la zona lastimada de mi mano, dejé de oír lo que estaban hablando. Sentía un agujero en el pecho, y un nudo en la garganta. Los deseos de arrojarme contra el piso a llorar asaltaron mi cuerpo, una vez más, pero colisionaron contra mi cordura y perdieron. Sabía que tenía que ser fuerte. No por los demás, sino por mí. Si no era capaz de resistir a aquello, ¿cómo iba a vengar a mis compañeros?

«No volverás a tocarla, nunca».

Tragué saliva, y la sentí bajar por mi garganta ardiente con sosiego. Mi garganta..., la que un día fue normal. Antes de que aquellos hombres malos me encerraran en aquel cuarto oscuro e hicieran lo que hicieron, a mis ocho años. Por más que mis padres habían luchado por convencerme de que sólo fue una pesadilla, yo sabía que era real. El fantasma del recuerdo que me penaba en momentos como esos me lo decía, al igual que la afonía en mi garganta.

Todo lo malo era real, siempre era real.

Desde pequeña había tenido la impresión de que había una nube oscura colgando sobre mi cabeza. Llena de lenguas y espinas que se adherían a mi espalda, pesando como plata, arrastrándome hacia abajo. Y no hablo de forma física, sino de algo más tortuoso que eso. Mi espíritu y mi alma. Dos cosas que se me fueron arrebatadas desde niña.

Cuando por fin creí que todo podía mejorar, cuando por fin vi la resplandeciente luz asomarse entre el follaje de los árboles, la tormenta llegó otra vez. La tempestad se llevó una vez más la felicidad que logré alcanzar, y ahora convivía en el desolado dolor, esperando la medicina que me diera calma.

La venganza.

Era todo lo que me quedaba.

Respirando profundo, doblé el cuello y volví a buscar a Owen. Él seguía junto a Scott, sumido en aquel abrazo espontáneo, así que descarté la opción de buscar su compañía y miré a los guardianes. Ellos seguían discutiendo, perdidos en sus palabras.

Me llevé las manos a la cabeza, colocándome la capucha, y me di la vuelta para salir de allí. Una parte de mí creyó que se percatarían de mi ausencia y me perseguirían. Pero ninguno lo hizo. Cuando llegué a la salida, seguía estando tan sola como podía estarlo.

En el exterior, la brisa se coló entre mi cabello y me regaló frescura. Miré hacia el cielo, allí donde las nubes se habían dispersado, e imaginé que todo lo que veía era un lienzo pintado por las mejores manos.

Sus manos.

[...]

—¿Por qué te fuiste? —me preguntó Owen, al otro lado de la línea del teléfono—. Cuando te busqué, ya no estabas.

En otro momento, habría tenido miedo de los pensamientos que acudieron a mi cabeza. Sin embargo, en ese instante, a kilómetros de distancia de él, no me importó. Los dejé fluir como si se trataran de gotas de agua.

Estaba sentada sobre mi cama, hojeando el libro de Heavenly que me había regalado Reece. La ventana estaba abierta, con la cortina descorrida, y una ráfaga de viento impregnaba la habitación. A mi lado, el celular de mi madre sonaba en el altavoz con gran volumen.

—¿Celeste? —me llamó Owen.

Entrecerré los ojos, repasando la línea cursiva de la página que resaltaba la imposibilidad de entrar a la Fuente, y me relamí los labios. Tenía la curiosa necesidad de saber lo que había detrás de esas paredes de hielo y cristal que formaban Heavenly, pero el libro no parecía acercarme a la respuesta.

—¿Por qué no me hablas? —la voz débil de Owen me hizo alzar la cabeza.

—Lo siento, estaba leyendo —me disculpé, e hice una pausa—. ¿No tienes nada que contarme, pequeño?

—¿Por qué lo dices?

—Porque somos amigos, y tienes que confiar en mí —dije—. Yo confío en ti, y te digo más de lo que deberías saber. ¿No debería ser reciproco?

Owen hizo una pausa.

—No te estoy entendiendo.

Me quedé en silencio unos segundos, repasando todas las razones por las cuales no debería haber enfrentado a Owen, y luego me relamí los labios resecos.

La única razón importante, en realidad, era que sus asuntos privados no me incumbían. Eran cosas personales. No obstante, me negaba a aceptarlo. Me negaba a creer que Owen me estaba apartando de algo tan importante en su vida. Éramos amigos. Él era especial para mí.

Miré el celular, pensativa, y lo cogí con más brusquedad de la que pretendía.

—¿Qué pasa entre tú y Scott? —pregunté, titubeante—. ¿Ustedes... están juntos?

—¿Qué? —La voz de Owen respondió por sí sola—. ¿Qué estás diciendo?

—¿Por qué no me lo dijeron? —cuestioné—. ¿No merecía saberlo? Pensé que éramos un equipo.

—Celeste, yo...

—¿Acaso creíste que me interpondría? —interrogué.

—No, yo...

Cerré los ojos. Me palpitaban las sienes y las manos. Sentía como si gran parte de lo que me quedaba en la vida hubiera desaparecido, esfumándose en medio del aire.

—¿Puedo saber cuándo comenzó?

—Lo siento —se disculpó Owen—. No quería que las cosas fueran así. Quería decírtelo, pero tenías tantos problemas... No quería darte uno más.

Peleándome con las mantas, aparté las almohadas hacia un costado y me dejé caer sobre las tablas frías del piso. Mi imagen debía resultar monstruosa, incluso hiriente, pero no le tomé importancia. Caminé hasta la ventana y hundí mi mano en la cortina para cubrirme de los rayos de luz.

—La peluquería que hay junto a la escuela de niños, en Flummer —dije apresurada—. En treinta minutos, Owen. Treinta minutos.

—¿Para qué?

—Vas a contarme todo, desde el principio. —Hice una pausa—. Estás loco si piensas que voy a dejarte solo en esto. Eres mi amigo, mi único amigo. De Scott no espero nada, pero de ti espero un poco más de consideración.

La respiración de Owen se oyó profunda.

—Está bien, te contaré todo.

Sonreí.

—Oh, pequeño. Esa era tu única opción.

[...]

—¿Entonces se aprovecharon de mi ausencia para cometer actos impuros? —concluí, entrecerrando los ojos.

Owen sonrió, una sonrisa dulce y tranquila. Era agradable verlo calmado, y cómodo. Al parecer, mi explosiva molestia no había logrado convencerlo de temerme y huir de mí.

Estábamos dentro de una peluquería, sentados en la sala de espera, oyendo como en la radio hablaban de los desastres ambientales y las repentinas desapariciones de los últimos días. Arriba de mi cabeza, un reloj hacía un «tic-tac» incontrolado. La habitación estaba repleta de macetas verdes y flores coloridas que impregnaban su aroma en nuestra ropa. El gusto femenino era evidente en cada centímetro de la pared.

Owen estaba frente a mí, con las manos entrelazadas a la altura de su estómago. Tenía el cabello peinado hacia atrás y una camiseta roja puesta. No sabía desde cuando había comenzado a peinarse el cabello, pero le quedaba bien. Incluso el color rojo se veía bien en él.

Yo, en cambio, estaba con mi misma ropa de siempre. Un traje demasiado pesado como para lucirlo con estilo. Chaqueta y pantalones de cuero sintético, correas por todas partes. La espada en mi espalda era lo único que me apetecía llevar.

Owen dio un suspiro, acomodándose sobre el sillón, y parpadeó con lentitud.

—Después de que te fuiste, Scott no se separó de mí —me contó—. Él dijo que lo hacía por ti, pero con los días se convirtió en más que eso. —Se arregló el cabello con nerviosismo—. Comenzó a protegerme de los chicos que me molestaban en la escuela, de todos ellos, y yo empecé a verlo como algo más que el tipo detestable.

Cerré un ojo.

—¿Te enamoraste de él?

—No lo sé, supongo que podría llamarlo así —contestó—. No lo hemos hablado. Sólo nos acompañamos, eso es todo. Ni siquiera es algo serio u oficial.

—¿Y estás seguro de que no se trata de gratitud?

—Él me salvó la vida en Ars. Pero no, no creo que sea gratitud —respondió—. No se siente así. Se siente como algo importante, realmente importante. Nunca me había sentido de este modo.

No pude evitar reír.

—No puedo creer que estemos hablando de Scott —comenté—. Esto es tan ridículo..., no parece real.

—Yo tampoco puedo terminar de convencerme —admitió Owen—. A veces creo que estoy soñando, o que estoy viviendo una pesadilla. Hay veces en las que quiero despertar.

Asentí, con diplomacia.

—Supongo que Scott también está enamorado de ti.

—Él no está enamorado de mí, pero le gusto. —Se encogió de hombros—. Es un buen comienzo, antes me detestaba. Ahora se preocupa por mí. Aparte de ti, nadie más lo había hecho.

—¿Y por qué no me habías contado lo que estaba pasando? —le pregunté.

Owen me miró fijamente.

—Tú tenías tus propios problemas, no quería darte otro más —confesó—. Además, sé cuánto querías a Scott en tu infancia. Temía que también estuvieras enamorada de él.

—¡Oh, por Heavenly! —exclamé—. ¡No! No es un problema, y tampoco estoy enamorada de él. Lo único que me duele es que no hayas confiado en mí. Eres mi amigo, y quiero lo mejor para ti. No puedo buscar lo mejor para ti si no me cuentas lo que te pasa.

Owen agachó la mirada, como un cachorro lastimado.

—Lo lamento mucho... Nunca quise lastimarte, no era mi intención.

—No te preocupes —lo consolé—. Yo jamás podría enojarme contigo. —Extendí mi mano, dejándola frente a él con una sonrisa—. ¿Nada más de mentiras?

Owen alzó su rostro, ensombrecido por algo más que la culpabilidad. Había algo extraño en su expresión, una mezcla entre la nostalgia y la agonía, pero lo ocultó bajo una rápida sonrisa que se formó en sus labios.

Izando su mano, hizo que nuestras palmas se juntaran e hicieran contacto.

—Nada más de mentiras —susurró—. Lo prometo.

Exhalé con fuerza, más tranquila, pero el rubio no pareció tan contento como yo. Me miraba como si estuviera contemplando una pared invisible frente a mí. Antes de que pudiera preguntarle qué era aquello que lo atormentaba, entrelazó sus dedos con los míos y atrajo mi mano hacia sí mismo.

La voz de una mujer nos interrumpió.

—¿Quién es el siguiente?

Me aparté de Owen y miré a la señora que acababa de entrar a la salita.

No debía tener más de cincuenta años, pero tampoco era joven. Su cabello estaba muy bien peinado, tinturado de un rosa reluciente y refinado. El maquillaje en su rostro era delicado y natural. Sus arrugas estaban expuestas como trofeos. Cualquiera que la hubiera visto, habría sentido simpatía por ella. Tenía un aire de confianza y espontaneidad difícil de encontrar.

Poniéndome de pie con seguridad, me mordí el labio.

—Yo —comuniqué—. Necesito cortarme el cabello.

Ella me recorrió con curiosidad, disimulando su sorpresa.

—Viniste al lugar indicado, chica —dijo—. Aquí hacemos los mejores cortes de toda la ciudad.

—Sí, eso decía en el cartel de afuera.

Owen se puso de pie y se aferró a mi brazo con fuerza.

—¿Te vas a cortar el cabello? —interrogó.

—Pensé que era obvio —bromeé—. ¿No lo viste venir?

—No te lo cortes —suplicó—. Me encanta tu cabello.

Su reacción me dejó sin respiración. Sin embargo, fue la peluquera quien habló.

—Tranquilo, chico. Tu novia quedara todavía más hermosa. Mis manos hacen maravillas, por eso me llaman la bruja del cabello.

Owen abrió los ojos, más de lo posible. Sus mejillas adquirieron un tono rojizo intenso, al mismo tiempo en que comenzaba a tartamudear.

—No... no es mi novia.

—Oh, suelo incomodar a la gente —comentó la mujer con una sonrisa—. No puedo negar que lo disfruto.

Sonreí, de acuerdo.

—Yo también lo disfrutaría —admití.

Eso pareció agradarle a la mujer, porque se acercó y extendió su mano frente a mí.

—Por cierto, soy Clara —me informó—. Yo voy a arreglar tu cabello.

—Celeste —respondí—. Yo voy a arreglar tu billetera.

Ella rió con naturalidad.

—Bien, me agradas —confesó—. Ahora me sentiré culpable por cobrarte.

—Entonces no lo hagas —propuse.

—Ven, sígueme —ordenó con una risilla—. Es hora de hacer algo por ese cabello. Ah, pero él se queda aquí. No quiero lloriqueos en mi salón.

Negué con la cabeza.

—Imposible, él viene conmigo.

—¿Es necesario?

—Absolutamente necesario.

La mujer suspiró, pero no estaba molesta. Estaba divertida.

—Entonces supongo que no se puede evitar.

Media hora más tarde, me encontraba de pie en la salida de la peluquería, con una sonrisa en la boca.

No me había observado demasiado tiempo en el espejo, sólo un vistazo necesario para saber cómo había quedado, pero la liberación en mi cabeza era sorprendente. Era como si me hubieran arrancado un enorme casco de acero de encima. Ahora llevar el cabello suelto era agradable, y mover la cabeza mucho más simple.

El trabajo de Clara había sido corto, y bello. En sólo unos pocos minutos, mi cabeza había pasado de ser un sauce a ser un pintoresco árbol de jardín. Las puntas me llegaban hasta los hombros, de forma dispareja, y los mechones se ondulaban de forma ominosa y recatada. Me encantaba. Por primera vez, me encantaba algo de mí.

Owen, aunque al principio se había mostrado algo reacio a la idea y se había dedicado a recoger cada uno de mis mechones en el piso, ahora también parecía conforme. Con la bolsa de mi cabello viejo en sus manos, no paraba de abrir y cerrar la boca. Era un patrón repetitivo que me tenía con los pelos de punta. No sabía si calificarlo como una reacción buena o una reacción mala.

—Creo que deberías botar eso —comenté, señalando sus manos—. Es bastante incómodo que lo tengas ahí.

Owen no emitió ningún sonido aparte de su agitada respiración.

Riendo, me pasé la mano por el cabello y me lo eché hacia el costado, eliminando la partidura central que me había dejado Clara.

—Bien, si no vas a hablar, creo que deberíamos continuar —dije con una sonrisa—. Tenemos que seguir planeando una manera de obtener información.

Owen asintió, apenas, así que me giré y avancé por la concurrida callé con confianza.

A mi lado, las personas transcurrían con la misma velocidad de siempre. Mujeres escondidas bajo sus sombreros, hombres ocultos detrás de sus anteojos oscuros y niños portando sus uniformes, todos eran igual de rigurosos. Buscaban ahorrar todos los segundos posibles en aquella caminata, avanzando con toda la ligereza y rapidez que le concedían sus extremidades.

Todos parecían absortos en sus problemas. La fisionomía de sus rostros me lo revelaba. Estaban demasiado ocupados como para notar que el Asplendor estaba rozándoles el hombro. Con una sonrisa, di un pequeño salto y giré hacia la calle central. Allí donde los edificios eran más altos, las luces más potentes y las tiendas más abundantes.

El viento rozagante se apoderó de mi cabello de inmediato, pero ya no me molestó como lo hacía antes.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Owen, rompiendo su silencio.

—Sólo mirar —respondí—. Mis padres me tienen prohibido venir hasta este punto de la ciudad. De vez en cuando me gusta escaparme y creer que soy normal, pensar que tengo una vida normal con responsabilidades normales.

—Tú eres normal —repuso Owen.

—No, jamás lo seré. —Miré mi alrededor con nostalgia—. Jamás podré ir de compras, como si eso fuera lo único importante en mi vida. Jamás podré ir a fiestas con mis amigos. Jamás podré pasarme horas enteras decidiéndome entre un vestido u otro. Jamás podré asistir a un concierto. Jamás podré irme de vacaciones con mi familia. Nada de eso pasará, porque nunca seré normal.

La mano de Owen se entrelazó entre la mía. Si piel estaba tibia, agradable.

—A mí me gusta lo que eres.

Suspiré, y sonreí.

—Nunca me has hablado de tu familia —mencioné—. ¿Cómo es?

—Ellos no pasan mucho tiempo conmigo —confesó, apretando mi mano con más fuerza—. No tengo mucho que decir sobre mi familia. No es un tema agradable... o cómodo.

—Lo siento —me disculpé.

—No, no lo sientas. No es tu culpa. La culpa es de quienes tienen hijos sólo para maltratarlos o descuidarlos. —Me miró de reojo, con el ceño fruncido—. Es decir, no se supone que lastimes a tus hijos. Son tus hijos..., parte de ti. ¿Qué puede ser más importante que eso?

Sus palabras se me clavaron en el pecho, como una estaca de hierro. Levantando la cabeza, observé los distintos colores de las calles y edificios que nos circundaban. Al parecer, a los ciudadanos les gustaban los colores vivos, incluso en las ventanillas, pero a mí seguían pareciéndome opacos.

—No lo sé, supongo que no siempre fue así —balbuceé—. Las personas están cada día más mecanizadas. Poco a poco, estamos perdiendo nuestra humanidad.

—Nuestra capacidad de sentir —recitó Owen, citando a nuestro profesor.

Arqueé una sonrisa.

—Sí, nuestra capacidad de sentir.

—¿Crees que algún día todo vuelva a ser como antes? —consultó, pensativo—. Antes de la Fuente, antes de esto.

Lo medité por varios segundos.

—No lo creo, pero me gustaría estar allí.

Apenas las palabras salieron de mi boca, Owen me tiró de la mano y me arrastró entremedio del gentío. Al principio, me costó entender qué estaba ocurriendo. Pensé que había enloquecido, o que una amenaza peligrosa acababa de aparecer burlando mis sentidos. Sin embargo, cuando me guio hasta una de las enormes pantallas que surcaban los cielos y la señaló con su dedo, el motivo se me hizo claro.

No tenía nada que ver con lo que le había dicho.

—Oh, por Heavenly —casqueé.

Arriba, en la televisión, una reciente noticia estaba siendo transmitida en directo por los comunicadores del país, llamando la atención de todos.

La periodista, una mujer que rondaba los treinta años, relataba a toda velocidad el horroroso ataque que había recibido uno de los edificios del gobierno a manos de un desconocido. El desastre era inminente.

Las imágenes eran claras.

Los guardianes estaban luchando en medio de la calle contra alguien. Y no eran guardianes cualquieras, eran Shin y Janos, mis guardianes. Janos de rodilla, con las manos apoyadas en el piso mientras éste repercutía, y Shin en su espalda, rodeándolo de una cúpula de color, protegiéndolos de cualquier daño exterior.

Tragué saliva.

—Son ellos, ¿verdad? —habló Owen—. Están peleando contra un delincuente.

—Sí, son ellos —respondí.

—¿No deberíamos ir a ayudarlos?

Ni siquiera pensé la respuesta.

—No. —Mi lengua se movió como un robot—. Es conveniente que aprendan a enfrentarse a situaciones como esta de forma solitaria.

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