Celeste [#2]

By Kryoshka

218K 22.6K 21.4K

Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 5

5.8K 587 602
By Kryoshka

—¿Cómo saliste?

—Ah, fue simple —respondí, encogiéndome de hombros—. Regresé por la misma ventana que entré, abriendo los seguros interiores, y utilicé una habilidad llamada «Creación simple» para atar una cuerda a la visagra y bajar hasta abajo por ella. Luego sólo la hice desaparecer.

—Corriste demasiados riesgos —insistió Owen—. ¿Qué hubiese pasado si hubieran habido cámaras en las oficinas? ¿Y si te hubieses quedado atrapada en el último piso?

Con la memoria entre mis dedos, di un paso hacia atrás y apoyé la espalda sobre el tronco del árbol que nos había ocultado todo el momento.

—No hay cámaras en las oficinas, Owen, sólo en los pasillos —respondí—. Y si me hubiese quedado atrapada, habría roto las paredes. Estoy segura que el último piso tiene alguna clase de refuerzo que impide que las cosas lo traspasen, pero creo que habría podido destrozarlo.

—Si te hubiese pasado algo, yo... —Owen se llevó las manos a los ojos—. Cada vez que dejaba de oír tu mente sentía que mi corazón se detenía... No podía respirar.

De pie frente a Owen, sentí que la culpabilidad se apoderaba de mi cuerpo una vez más. Estaba tan empeñada en conseguir información, que había olvidado la preocupación que estaba generando en Owen. Lo que menos quería era que alguien saliera lastimado por mi culpa, por eso había dejado a Owen atrás, pero de todos modos lo había dañado. No de forma física y directa, pero había herido su mente, su alma.

De su cuerpo diminuto y delgaducho parecían emanar oleadas de tristeza. Me aparté del tronco del árbol, guardándome la tarjeta de memoria en el bolsillo de la sudadera, y me acerqué a él. Le puse una mano en el cabello, allí donde los mechones rubios de su cabeza formaban un remolino. Owen se quitó las manos de los ojos y alzó el rostro; estaba llorando. Era la clase de llanto que sale desde lo más profundo de tu ser, silencioso y desesperado. Una cascada de agonía.

—Lo lamento —dije—. No quise preocuparte.

Él me miró desde varios centímetros más arriba, con los ojos estrechados. ¿En qué momento había alcanzado aquella altura? Estaba acostumbrada a asociar a Owen con las cosas pequeñas, frágiles y delicadas. Saber que de un momento a otro había crecido tanto me desorientó.

—¿Puedo abrazarte? —preguntó con un hilo de voz.

Asentí.

—Claro que puedes.

Owen extendió sus brazos y me rodeó el cuello, apretándome contra su cuerpo. Su mejilla se aplastó contra mi pómulo y mi cabello. Tenía la piel fría, como un bloque de hielo. Sus manos se enterraron entre mis omóplatos y su nariz absorbió una gran cantidad de oxígeno. Era un abrazo anhelante, lleno de angustia y frustración. Traté de devolvérselo lo mejor que pude, apretándolo con fuerza, pero presentí que no fue suficiente.

Owen necesitaba más..., tranquilidad. Y yo no podía dársela.

Ni siquiera podía darme tranquilidad a mí misma. Desde la batalla en Ars, tanto el día como la noche se habían transformado en una constante guerra contra la oscuridad. Era una lucha por la sobrevivencia, donde los monstruos iban y venían por los caminos incorporeos de mi mente, desgarrando mi cordura y devorando mis pies. Estaba ahogándome, perdida en aquel mar de sangre y dolor, arrastrando a todos conmigo. Arrastrando a Owen conmigo.

Cerrando los ojos, subí mis manos por su cabello. Había una sensación dolorosa en la base de mi estómago, torturándome por dentro. El ladrido que dio el perro que estaba junto a nosotros no ayudó demasiado. Tironeó de su correa, acercándose con furia, y yo aparté a Owen para alejarlo de aquella mandíbula mortal.

De frente al animal, me crucé de brazos.

—Yo tampoco estoy de acuerdo con que te tengan amarrado —hablé—. Te soltaría, de verdad lo haría, pero no puedo arriesgarme a que te ocurra algo malo. Debes esperar.

El perro gruñó.

—La simpatía no es lo tuyo —comenté.

—No insistas, no va a entenderte —habló una voz, alguien que no era Owen, haciéndome dar un respingo—. No habla español, niña.

«Niña».

Las cuencas de mis ojos se ampliaron. Apretando los labios, me volteé para mirar al hombre que acababa de aparecer junto a nosotros: Janos Battle.

Estaba de pie detrás de Owen, con las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones y la familiar capa de los guardianes puesta. Sus labios sonreían, y sus ojos también. ¿En qué momento había llegado? ¿Cuánto había escuchado? Era normal que Janos visitara ese departamento, de ahí venía, pero de todos modos me asaltó un mal presentimiento.

Llevándome las manos a los bolsillos, di un paso atrás.

—¿Qué haces aquí? —interrogué, tratando de parecer despreocupada—. ¿Nos estás siguiendo?

—Vine a buscar a mi perro —contestó Janos, acercándose al animal que nos ladraba desde atrás. Se agachó junto a el y le metió las manos bajo el collar—. Y también esto.

Owen me tironeó del brazo, pero lo ignoré. No podía apartar los ojos de Janos. Era como si una energía oscura me atrayera hacia él. Éste se enderezó, con un pequeño artefacto entre los dedos, y se volteó hacia nosotros. Sus iris tenían un brillo triunfal que me trituró los sesos.

—Te lo dije, niña —habló—. Ni siquiera podrías ir al baño sin que yo lo supiera. ¿Pensaste que no me enteraría de que estarían aquí?

Mi semblante se fracturó.

—¿De qué estás hablando?

—Lo supe en cuanto los oí —continuó—. Elegirían este costado, y este árbol. Yo también lo habría elegido, la vista es grandiosa. —Alzó la mano, enseñándonos la pequeña tarjeta negra con orgullo—. Por eso dejé el micrófono aquí, con Lucky. Para escuchar toda su conversación.

Mis manos comenzaron a temblar, así que las cerré en un puño. No podía creer lo que estaba oyendo. Janos no sólo había escuchado esta conversación, sino también alguna de las anteriores, por eso había deducido que nos encontraríamos allí, en el costado del edificio.

Pensé en los glimmer, y en todas las veces que nos habíamos detenido a hablar de ellos con Owen. Si el gobierno se enteraba que yo sospechaba ser parte de aquellos seres, y resultaba ser cierto, las cosas se iban a complicar mucho. Toda la libertad que tenía hasta el momento era porque Dave confiaba en su engaño, y también en mi ingenuidad. Si Janos les decía que estaba tratando de robar información, el «buen» trato se acabaría para siempre.

Apretando los puños con fuerza, di un paso al frente.

—¿Qué es lo que quieres? —interrogué.

—Quiero que me devuelvas lo que robaste —respondió Janos, señalando el bolsillo de mi sudadera—. Si no lo haces, tendré que decírselo a Dave. Supongo que no quieres problemas, niña.

—No puedo entregártelo.

Para una persona normal, habría sido imposible ver la sonrisa de Janos en medio de la oscuridad. Pero yo podía verla, como si estuviera iluminada por una bola de fuego ardiente.

—Dave no será tan amable como yo, niña —dijo—. Devuélveme la memoria, no le diré a nadie que la robaste.

—No voy a entregártela.

Entregar la tarjeta era entregar mi verdad. Todo mi esfuerzo se iría directo a la basura. No, al bolsillo de ese asqueroso guardián. Me negaba a permitirlo.

—Entonces tendré que decírselo —contestó Janos, poniéndose de pie—. Es una lástima que las cosas tengan que terminar así.

Una sonrisa se formó en mis labios.

Pude sentir la energía rodeando mi cuerpo, el deseo de venganza llegando a mí. Era como un llamado de emergencia que suplicaba por sangre y dolor. Si Janos se negaba a colaborar, entonces tendría que deshacerme de él, concluí. Después de todo, no era nada para mí.

—Sí, es una lástima —susurré—. Tan joven... Las cosas no tenían que terminar así.

—¡Celeste, no! —Era Owen, tirándome desde atrás—. Entrégale la memoria, no vale la pena. No lo hagas, por favor.

Fue como si un interruptor se hubiera apagado dentro de mi cabeza. Abriendo más los ojos, me giré para mirar a Owen.

—¿Owen?

—Entregasela —me pidió—. Volvamos a casa.

La confusión me bañó como una ola de agua fría. Traté de responder algo, pero no pude. La reacción de Owen acababa de dejarme congelada. ¿Era temor lo que veía en sus ojos? Sí, lo era. Lágrimas se habían apoderado de sus iris, provocando un brillo que hace un momento no estaba allí. No era preocupación por mí o por nosotros, era miedo genuino y verdadero.

Miedo de mí.

—Vamos, entrégamela —insistió Janos, llamándome con urgencia—. No sigamos perdiendo el tiempo.

Apretando las manos, sintiendo el nudo de la frustración deslizándose por mi garganta, me volteé hacia el guardián. Sin decir nada, le entregué la tarjeta.

—Eso es, esto lo hago por tu bien. —Janos se la guardó en el bolsillo y se puso la capucha de la capa en la cabeza—. Muy pronto comprenderás que nosotros no somos tus enemigos, Celeste.

Lo miré con la mandíbula tensa.

Sí, lo eran. Todos ellos lo eran.

[...]

El aire era cálido y húmedo. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía frío. La luz proveniente de las antorchas que habían encendido en las orillas de la cancha sólo lo empeoraba. Me encontraba en medio de una multitud, en frente de un hombre calvo, al lado derecho de un profesor, y el calor proveniente de los cuerpos humanos que nos observaban me estaba asfixiando.

Estaba situada en el centro del gimnasio más grande de la escuela, a la espera de la segunda competencia del Campeonato Dorado. El piso bajo mis pies, liso y suave, estaba salpicado por doquier de diminutas manchas carmesí: sangre que los auxiliares de aseo no habían limpiado. A mi alrededor, los alumnos se congregaban a montones en las amplias gradas de madera y metal. Los gritos que lanzaban al aire eran como granadas. Algunos alzaban pancartas, otros golpeaban tambores y unos pocos se mantenían inmóviles.

La panorámica era como un cuadro moteado de colores. Incluso podría haber resultado bella, pero no lo era. Su composición era asquerosa. Desde la distancia, el odio era visible en cada uno de sus ojos. Sus expresiones eran las de fieras bestias hambrientas. Todos estaban allí esperando lo mismo: mi muerte.

Los guardianes observaban desde arriba, tras una verja de hierro situada en lo más alto de las gradas. A su izquierda, una escalera de emergencia los conduciría hasta abajo, pero estaba segura que ninguno de ellos la ocuparía. Ellos no estaban allí para protegerme, como querían hacernos parecer, ellos estaban allí para vigilarme.

Una punzada de rencor me atenazó el pecho. Ver a Janos despertaba mis deseos más siniestros. Por más que intentaba olvidar el percance de la tarjeta de memoria, no lo había logrado. Hace dos días, mi trabajo se había visto pisoteado, y ese sujeto había sacado lo peor de mí. No podía quitarme de la cabeza el temor que había visto en los ojos de Owen, y no creía que alguna vez lo hiciera. Él me temía, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Yo jamás podría dejar de ser lo que era.

Owen y Scott se encontraban en el piso, de pie frente a la cancha. Ambos estaban preocupados, espectantes, uno junto al otro. El rubio apoyaba el hombro en el cuerpo de Scott, sosteniéndose sobre él, y éste otro ladeaba la cabeza, uniendo sus cabellos. Cualquiera que los hubiera visto, habría pensando que eran amigos, hermanos, algo más que enemigos. Sin embargo, no lo eran. Sólo eran dos personas en busca del mismo fin.

Parpadeando con lentitud, miré al frente. Allí se erguía un hombre de no más de treinta años, Brais Wadlow. Tenía la cabeza rapada y los músculos de un hombre de guerra. No sabía si eran naturales o sólo eran causa de su Splendor, pero sus brazos eran inmensas masas musculares. Scott ya me había hablado de su poder. Ese hombre no sólo tenía buen físico, sino también una increíble capacidad para luchar. Ni más de cien personas habían logrado asestarle un puñetazo. Según Scott, su habilidad era innegable.

Sin embargo, para eso estaba yo: para hacerla negable.

—¡Damos inicio a la segunda etapa del Campeonato Dorado! —exclamó el profesor, retrocediendo a través de la zona de combate—. Los primeros alumnos en enfrentarse ya están aquí, a la espera de la verdad. Esta vez sin trampa y sin ayuda, sólo con su esfuerzo.

No me jodas.

—¡Celeste Bynes y Brais Wadlow! —vociferó con emoción—. Que gane el mejor.

Sin esperar a que el tres de la pantalla luminosa terminara de parpadear, me impulsé con mis pies y comencé a correr. El viento silbó junto a mis oídos al pasar por mi lado. Mi cabello voló hacia atrás, ondeando detrás de mi cabeza como los tentáculos de un pulpo, y la vaina de mi espada tembló sobre mis omóplatos. Ese era el peso al que me había acostumbrado luego de tantos días de entrenamiento. Mi espada, la extensión de mi cuerpo. Ir sin mi espada era como ir desnuda, la necesitaba para sentirme segura.

Alcé la mirada hasta Brais y lo abrasé con mis ojos. Éste sonrió, sólo un segundo, y luego corrió hacia mí también. Éramos como dos bolas de energía buscando colisionar. Antes de que pudiera reaccionar, eché el codo hacia atrás y dirigí mi puño directo contra su rostro. Era un movimiento simple, perfecto, no obstante, no fue certero.

Su mano apareció de la nada y frenó mi golpe, cerrándose alrededor de mis dedos. Respirando profundo, elevé mi rodilla y la guié hasta su estómago, sin embargo, Brais retrocedió y volvió a esquivar mi ataque. Utilizando el agarre en mi puño derecho, me atrajo hacia sí mismo y me asestó un puñetazo en medio de la nariz.

Sentí la sangre deslizándose por mis labios incluso antes de oír los alaridos del público en las gradas. El dolor se extendió por mis huesos con rapidez, calcinando mis nervios. Brais sonrió y, sin soltar mi mano, volvió a golpear mi rostro. El ruido que hizo mi mentón fue repugnante, una sucesión de ramas partiéndose por la mitad. Tiré de mi brazo y traté de liberarme, pero fue imposible zafarme de su agarre. Era como si nuestras carnes se hubiesen unido con un hilo de acero.

—Lo siento, my lady —susurró Brais—. Una dama no podrá contra mí.

Frunciendo el ceño, doblé mis rodillas, justo en el momento en que Brais intentaba darme otro puñetazo, y pasé mi pie por sus tobillos. No era un golpe mortal, pero serviría para liberarme. Brais trató de mantener el equilibrio, pero no lo logró, y su cuerpo se fue de inmediato al piso, como un derrumbamiento de rocas.

La potencia con que chilló la multitud podría haber ensordecido a cualquiera. Era una mezcla homogénea de pifias y reclamos que buscaban perturbar mi mente. Ninguno de los presentes quería que yo ganara, a excepción de Owen o Scott. Todos estaban allí esperando mi derrota, como si fuera el mejor espectáculo del año. Sin embargo, no pretendía darles esa satisfacción. El pulso frenético bajo la piel de mi cuello era una muestra de mi excitación y determinación.

Miré a Brais, cogiendo aliento, y le golpeé las costillas antes de que pudiera levantarse. Su cuerpo salió expulsado por el piso y rodó varias veces antes de detenerse a diez metros de distancia. Las personas a mi alrededor maldijeron y lanzaron al aire gritos de furia. Había sangre en el piso, gotas frescas que dejó Brais en el trayecto, y una nube de polvo levantada. Me acerqué en silencio, limpiándome la sangre que tenía sobre la boca, y observé como él volvía a ponerse de pie.

Sus ojos chispeaban de odio y rencor. Tenía la mejilla izquierda enrojecida y el labio superior levantado, en una fiera expresión de rabia. La armadura que tenía en el pecho lanzaba destellos plateados al aire, como si estuviera hecha de pequeñas piedras preciosas, y sus guantes intimidaban. No obstante, nada de eso había logrado protegerlo de mi golpe. Sangre brotaba del interior de sus labios y de su nariz. No sabía si era producto del golpe contra el piso o sus costillas, pero sangraba.

—Vas a pagar por lo que acabas de hacer —gruñó con voz ronca.

Entrecerré los ojos.

—No.

Me recorrió de pies a cabeza, analizando aquello que no parecía comprender dentro de mí, y luego se lanzó como una flecha en mi dirección. Sin moverme del lugar, alcé los brazos y me protegí de sus puñetazos. Nuestros antebrazos se estrellaron, nuestros ojos se encontraron, y él saltó hacia atrás. Rodeándome con una velocidad que no parecía normal, volvió a arremeter contra mí y me envió una patada a la cabeza. Sin embargo, icé mi brazo para cubrirme y luego giré también.

Eso no le agradó a mi oponente.

Sin darme tiempo para respirar, Brais se dejó caer sobre mí y me asaltó con una lluvia de golpes que buscaban destrozar mi pecho y mi cabeza. Me protegí de todos, uno por uno, con toda la velocidad me que concedían mis capacidades. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Me agaché, respirando profundo, y volví a pasar mi pie por sus tobillos.

No obstante, Brais fue más rápido.

Saltó, sin darme tiempo para reaccionar, y me golpeó la frente con su puño derecho. La fuerza que empleó no fue normal. Mi cuerpo salió expulsado lejos, flotando por el aire, y aterrizó a pocos centímetros del límite de la cancha. De espaldas sobre el piso, sentí como mi cráneo roto comenzaba a derramar sangre sobre mi piel.

Mi interior pareció hacer corto circuito. En la lejanía, alguien gritó desesperado. Intenté parpadear, o mover mis extremidades, pero mi cuerpo no respondió a mi llamado. Algo malo había pasado, lo sabía, pero no podía reaccionar. Sólo sentía la sangre, deslizándose por mi carne como un desfile de hormiguitas hambrientas, cosquilleandome la piel. Y el dolor..., un leve dolor en la nuca, amainando poco a poco mientras el techo del gimnasio se aclaraba.

—¿Está muerta? —oí que preguntaba alguien.

¿Estaba muerta? ¿Brais me había asesinado? El techo sobre mí giró como un espiral, tiñéndose de tonos rojos y violáceos. El pulso de mi corazón amainó, extinguiéndose junto al dolor en mi cabeza. No sabía si tenía los párpados cerrados o abiertos, pero cientos de luces titilantes tiñeron mi campo de visión. Era como estar entrando en otra dimensión, por completo distinta.

«Es el río Saona. Pasa por detrás del hotel Vaubecour y se extiende por gran parte del perímetro». «El ataque a tus padres fueron los humanos». «Eres débil, vulnerable e incapacitada». «Mi nombre es Amber. Ellos son Betty, Reece, Ethan y Casper». «No eres el único Asplendor que ha nacido en Heavenly». «No puedes matar a tu familia».

Recostada sobre el piso, traté de abrir la boca. Un pequeño «clic» sobre mi cabeza me hizo respingar. De pronto, sentí como si una bola de energía comenzara a crepitar dentro de mi pecho. El dolor en mi nuca, extinguido hace sólo unos segundos, volvió de golpe y me hizo chillar. Múltiples sonidos iniciaron una danza a mi alrededor, devolviendome a la realidad.

—Sigue con vida.

—Coleste.

—Celoste.

—Cileste.

—Celeste.

Abriendo los ojos, me senté sobre el piso. Cuando miré a mi alrededor, la cancha se mostró diferente, como si fuera una antigua fotografía desteñida. Me llevé la mano a la cabeza, allí donde Brais me había lastimado, y tanteé mi piel. No había nada que indicara que había tenido una herida, excepto por la sangre fresca. Puse mis ojos adelate, más allá de mis pies, y contemplé los tonos descoloridos del resto de mi entorno. El público estaba en silencio, tan apagado como todo lo demás. ¿Cuánto tiempo había permanecido así?

Un hombre apareció de la nada y se detuvo frente a mí.

—¿Puedes continuar, Celeste? —me preguntó. No lo conocía, pero sabía que era un auxiliar de la escuela. Tenía el cabello rubio y una barba incipiente que le aumentaba la edad—. Quedaste inconsciente por unos segundos. ¿Crees que puedas continuar?

Detrás de él, Brais se acercó temblando. Había terror y confusión en sus ojos marrones. Lo observé por varios segundos, y luego tragué saliva. Un solo golpe de ese sujeto me había roto el cráneo, al punto de dejarme inconsciente. Podría haber estado agonizando, pero mis capacidades me habían salvado. Sólo tuve suerte, nada más.

—Debería estar muerta —comentó Brais, pensando lo mismo que yo—. Ella debería estar muerta.

Desvié mi vista hacia el rubio y asentí con la cabeza.

—Sí, puedo continuar —respondí.

El hombre se volteó para darle una señal al profesor que narraba frente al micrófono, y éste de inmediato comunicó la noticia. La multitud, silenciosa e inmóvil, se hizo notar sin espera. Hubo una explosión de maldiciones y gritos que por un momento me dejaron atónita. Los analicé con cuidado, pasando por sus enfurecidos rostros hasta sus obsenos movimientos, y pensé en lo felices que habrían estado con la noticia de mi muerte. La reacción habría sido por completo distinta: una fiesta interminable.

El sonido de un chasquido interrumpió mis pensamientos de golpe. Brais se acercó a mí e hizo un gesto de urgencia.

—¿Piensas quedarte sentada todo el día? —cuestionó.

Negué con la cabeza y me puse de pie.

—No.

Arrastrando los pies por el suelo, me puse en posición. Todavía sentía una extraña sensación en el cerebro, como si hubieran gusanos escapando de el, pero la ignoré. Brais me miró, aún temblando de ira, y también adoptó una posición defensiva. Traté de pensar en un movimiento seguro con el cual acercarme, pero estaba demasiado confundida como para ello. Brais, en cambio, parecía tener una determinación renovada. Se lanzó hacia mí corriendo, dejando salir un grito desgarrador, y preparó sus puños.

Sabía lo que vendría después. Sólo tenía dos opciones: acabar aquello de forma rápida o acabar aquello de forma lenta. Yo no quería acabar aquello de forma lenta.

Sacando la espada de la vaina en mi espalda, doblé las rodillas y esperé a Brais. Él continuó corriendo, seguro de que no sería capaz de cortarlo por la mitad. Se abalanzó sobre mí, ignorando el arma en mi mano, y yo salté para pasar por arriba de su cuerpo. En medio del aire, sentí el calor ardiente que desprendían los poros de Brais, como una chimenea. Éramos dos polos opuestos, cargando una electricidad distinta.

Aterricé detrás de su espalda y me volteé. Alzando el brazo, dejé caer la empuñadura de mi espada en el cráneo de mi oponente, con la fuerza suficiente para no matarlo. Todo acabó rápido. El profesor comunicó mi victoria y los médicos entraron al perímetro para trasladar a un inconsciente Brais hasta la enfermería. El público no se mostró para nada feliz. Y los entendía, yo tampoco lo estaba.

—Ganaste —dijo Owen cuando llegué a su lado—. Lo venciste.

—Eso no fue ganar —respondí con amargura—. Sólo fue un movimiento desesperado para acabar con la pelea. Si seguíamos luchando, ese sujeto rompería mi cabeza.

Scott se cruzó de brazos y alzó las cejas, acercándose con su andar cargado de arrogancia.

—Eso no es verdad, estabas peleando como una bestia —comentó—. Incluso yo habría sentido miedo de ti.

—No, la velocidad de ese hombre sobrepasaba mis límites —negué.

—Podrías haber usado una habilidad.

—Sin habilidades —repuse.

Me acerqué a las gradas y alcé la cabeza, buscando aquello que mi mente no podía explicar. Sabía que era una tontera seguir pensando en el aroma a óleos que desprendió el público dos días atrás, pero no podía quitármelo de la cabeza. El recuerdo seguía allí, alzándome y dándome vida, como una fuente de oxígeno de la que no podía separarme. Sin embargo, sabía que no era real.

Me pasé el dorso de la mano por la cara y me limpié la sangre que la cubría. Ésta seguía fresca, húmeda, pegajosa, como imaginé que sería la baba de un demonio si éstos existieran. El olor era nauseabundo, asqueroso. Tragué saliva, llevándome con ella la bilis, y me volteé para mirar a Scott. Sus ojos seguían clavados en mí.

—Ahora viene tu turno, Scotty.

Él sonrió. Sólo un movimiento, y todo en su rostro pareció iluminarse.

—Pensé que lo habías olvidado —respondió.

—Claro que no —aclaré, encogiéndome de hombros—. Nosotros nos enfrentaremos en la final, lo sé.

Su sonrisa se amplió aún más.

—No me refería a eso.

Mis ojos se agrandaron, presas del entendimiento, y mis labios se separaron de forma imperceptible. Scott también se quedó viéndome, de la misma manera que lo hacía cada vez que lo defendía de los golpes de su padre, lanzándole piedras o zapatos a aquel hombre desquiciado, pero no duró mucho tiempo.

Owen se interpuso entre ambos y agarró del brazo al que alguna vez fue mi mejor y único amigo.

—Tienes que irte, te están llamando —le dijo; había algo oscuro y siniestro en su modo de pronunciar las palabras, como si estuvieran cargadas de veneno—. Es tu turno.

Scott continuó mirándome, tres segundos, y luego movió sus perlas esmeraldas hacia Owen. Le puso la mano desnuda sobre el antebrazo, sobre la tela que cubría sus antiguas cicatrices, y se inclinó para susurrarle algo que no atiné a oír. Me extrañó ver tanta confianza entre ambos. No sabía que había pasado en aquellos tres meses que no estuve presente, pero no quise preguntar. Sólo observe la manera en que Owen arrastraba a Scott, y respiré otra bocanada de aquel aire caliente que se pegaba a nuestra piel.

No sabía si la amistad entre Owen y Scott era una buena o una mala señal, pero tenía que conformarme. Después de todo, era mejor que verlos pelearse cada dos segundos.

Una mano me tocó el hombro, como el fino tacto de una rama de madera, y me volteé enseguida. Habían ocasiones como esa, en las que alguien se me acercaba, cuando creía que al darme la vuelta vería el rostro que tanto añoraba. Sin embargo, eso nunca ocurría, y tampoco lo hizo en ese entonces. A mi lado sólo estaba el profesor Fox, uno de los hombres que más detestaba en aquel infierno, con su ropa deportiva y los brazos cruzados a la altura del pecho.

—Fue una buena pelea, Bynes —comentó de repente, dejándome anonadada—. No tengo duda de que serás una muy buena ganadora.

—¿Qué?

Escuché lo que dijo, pero estaba demasiado sorprendida como para responder. Lo miré de pies a cabeza, y luego fruncí el ceño.

—No entiendo porqué estás disconforme. —Soltó una carcajada—. Sí, tú expresión te delata. No te ves feliz con la victoria que conseguiste.

—Supongo que no todo el mundo puede estar tan alegre —contesté, y luego señalé mi entorno con el dedo índice—. Esta competencia es una estupidez. Cualquiera diría que esto es ilegal.

Alguien gritó detrás del profesor, justo junto a su oído, pero eso no lo inmutó. Su rostro permaneció sereno, al igual que el resto de su cuerpo.

—¿Ilegal? —preguntó—. ¿Cómo las peleas de animales?

—Sí, pero no tan triste. —Me encogí de hombros—. A los animales no humanos se les obliga, a estas personas no. —Hice una pausa—. Bueno, no totalmente. Se nos da la opción de elegir, como si fuera nuestra decisión, pero aún así te ponen una espada en el cuello para que lo pienses dos veces antes de decir que no. Es un sistema injusto en el que tienes que seguir la corriente del río si quieres sobrevivir un poco más.

El profesor Fox se quedó en silencio por varios segundos, mientras sus ojos se estrechaban lentamente. Luego, cuando me moví con impaciencia, tragó saliva y sacudió la cabeza.

—No sabía que pensabas así de los humanos, Bynes. Cualquiera pensaría que no perteneces a esta especie.

—Quizá no lo hago —respondí, con una sonrisa—. Quizá no pertenezco a ninguna parte.

—Todos pertenecen a alguna parte, Bynes. —Extendió los brazos—. Toda existencia tiene un propósito. Quizá todavía no conoces el tuyo, pero pronto lo sabrás. Todos lo sabemos en algún momento, aunque sea a segundos antes de morir.

—¿Y qué sentido tiene...? —Me interrumpí cuando sentí la mirada fría y malvada de alguien puesta sobre mí, como una lanza de hielo.

Moví mis ojos con velocidad, hacia todos lados, y los detuve sobre el rostro serio de Rosse Hamill, una de las inspectoras de Escudo y Espada. Su expresión de víbora venenosa se alzaba desde lo más alto de las gradas, pero aún así pude notar que tenía los ojos puestos sobre nosotros. No estaba feliz de que el profesor Fox estuviera hablando conmigo, eso estaba claro. Su rechazo por mí era indudable.

El recuerdo de la crueldad que me mostró en el primer día de clases seguía vivo dentro de mí. Ella había sido una de las tantas razones para que la escuela se convirtiera en un infierno. En cuanto había cruzado la puerta de la entrada, esa mujer me había dejado claro mi rol en aquel lugar. Yo había ido hasta allí imaginando que haría amigos, que tendría una vida normal, pero me dieron todo lo contrario. Me trataron como a un monstruo, y jamás se los perdonaría.

—¿Cuál es su propósito, profesor? —pregunté, volviendo a mirar a Fox—. ¿Usted ya lo conoce?

—¿Mi propósito en esta vida?

—Sí, su propósito. —Sonreí, cruzándome de brazos—. Porque ser el amor secreto de Rosse Hamill no creo que cuente como opción.

Él me vio con asombro por un largo instante, como si quisiera decirme algo, pero el grito agudo, fino y familiar que nos llegó a los oídos, eliminó todas las opciones. Me giré con rapidez, buscando a Owen, y lo hallé de pie a mi lado con las manos sobre la boca. Seguí su mirada y me encontré con la panorámica que nos brindaba la cancha, cual cinta de cine.

Era un infierno.

Scott estaba de pie en un costado del gimnasio, con los brazos estirados frente a su pecho. En sus manos, un fuego azul y ardiente revivía con fuerza, enviando destellos de luz al alrededor. Las llamas eran como un rayo, potente y directo, que atravesaba la cancha y colisionaba con otro rayo igual de peligroso. Éste era generado por su oponente, Yuu Lee, una chica baja y de ojos rasgados que tenía la expresión de una fiera. Ambas habilidades estrelladas, ninguna más imperante que la otra.

El aire era espeso. Se sentía húmedo, como si estuviéramos bajo un poso subterráneo, pero tan caliente como una estufa. Era difícil respirar sin marearse. Incluso mis ojos, acostumbrados a no fallar, ardieron y se nublaron bajo el poder de las llamas.

—Fuego contra hielo —comentó el profesor Fox, observando lo mismo que yo—. Ambos son poderes elementales, preciosos, maravillosos. No sabría por cuál apostar.

—Scott ganará —dije.

El poder de Scott avanzó, evaporando el hielo de Yuu, e incrementó su forma. Era como una lengua, hermosa y brillante, que arrasaba con todo. La chica se desesperó, abrió la boca y habló, pero no logré oír lo que pronunciaron sus labios. Scott, sin embargo, si la escuchó. Amplió sus ojos, dudando, y retrocedió. El fuego azulado desapareció y el hielo le alcanzó el cuerpo en menos de dos segundos.

—¡Scott! —gritó Owen.

—¿Todavía piensas que él va a ganar? —interrogó el profesor, con una sonrisa—. Yo no estaría muy seguro.

—Yo sí. —Lo miré de reojo—. Ni el agua ni el hielo pueden apagar el fuego de Scott. El fuego puro y azul de Scott sólo puede apagarse de una manera: su mente. Por eso es tan peligroso. Si su mente no se agota, su poder tampoco lo hará.

—¿Y por qué estás tan segura de que su mente no será afectada? —cuestionó.

—Porque Scott no... —La voz de una niña me interrumpió.

—Me han dicho que tu padre te golpea, Scott. ¿Es cierto? ¿Es cierto que te tratan como a un perro?

Moví mis ojos hasta el origen de la voz, hasta Yuu Lee, y fruncí el ceño.

La chica estaba de pie frente a Scott, diciendo algo que nadie más podía escuchar aparte de él..., y yo. Observé cómo movía los labios con malicia, balanceándose sobre sus pies descalzos, y apreté los puños de mis manos. Scott también la miraba con rabia, pero estaba atrapado en aquellas espinas de hielo que le rodeaban el cuerpo y no podía hacer nada.

Sentí una demoledora impotencia crecer en mi interior.

—Yuu Lee es una estudiante poderosa, no es cualquier chica —me dijo el profesor Fox—. Tiene lo que muchos no tienen: determinación.

—Voy a arrancarle la lengua —comenté.

—Si lo haces, Scott quedará descalificado y jamás te lo perdonará —respondió él—. ¿De verdad quieres eso?

Mi rostro se deformó, aun más de lo posible. Miré el lugar donde estaba Scott, la forma en que se mordía el interior de la mejilla o tragaba saliva, y sentí que algo dentro de mí se rompía. Necesitaba hacer algo para ayudarlo, pero no podía. Era como tratar de ascender a la superficie del mar, pero tener gruesas cadenas de hierro atadas a las piernas. Me sentía frustrada.

Scott alzó las manos y encendió un intenso fuego en la punta de sus dedos, pero éste fue apagado de inmediato por el hielo que le cubrió la piel. Yuu dio otro paso hacia adelante y extendió su brazo derecho. Una aguja gélida tomó forma en medio del aire y se situó a centímetros del cuello de Scott, amenazando su vida.

—¿Creíste que podrías ganar? —le preguntó Yuu a mi amigo, sonriendo con picardía—. El fuego siempre perderá. Es peligroso y detestable, igual que su portador. Tiene que ser erradicado. Tus padres también lo saben, ¿verdad?

—No hables de aquello que no sabes —exigió Scott.

—Yo sé todo de todos —dijo Yuu—. Sé que en tu infancia fuiste amigo de la culpable de que el mundo que conocemos pueda acabar. No eres tan perfecto como crees, Scott. Tu pasado te condena.

El pálido rostro de Scott se movió para decir algo, pero fue interrumpido por la gruesa espina de hielo que creció y se le clavó en la piel del cuello. Un hilillo de sangre descendió por su carne, al mismo tiempo que mi paciencia. Apretando las manos con fuerza, bajé la barbilla y estreché los ojos.

No me pude controlar. El poder nació en mi mente y se adentró en su víctima sin que nadie lo notara. Sabía que estaba mal lo que acababa de hacer, pero el odio por esa mujer le ganaba a mi cordura.

Yuu se llevó las manos al pecho y comenzó a toser. Cuando abrió la boca, una pequeña rana subió por su garganta y saltó al exterior, llenando de asombro a toda la multitud. Una sustancia espesa y verde le colgó de la barbilla, como moquillo.

—¿Qué...? —trató de decir, pero se quedó en la mitad de la frase.

Sentí la mirada del profesor Fox clavada sobre mi cráneo, justo antes de que su mano se cerrara en torno a mi muñeca y me sacudiera. Me volteé para mirarlo y entrecerré los ojos, adoptando una expresión tranquila.

—¿Qué pasa? —cuestioné.

—Tú lo hiciste, ¿no? —me acusó—. Tú atacaste a la niña.

—Claro que no, profesor —respondí—. ¿Con qué poder lo haría? Yo sólo soy una maldita mentirosa, no tengo ningún poder.

—Tú la atacaste.

Sonreí.

—No.

El profesor me tironeó, dispuesto a agredirme, pero se vio interrumpido por el intenso bramido que dieron las personas a nuestro alrededor y me liberó.

Mi cabello, lacio y pesado, se azotó contra mi cabeza, al mismo tiempo en que el aire se volvía caliente y pesado en cosa de segundos. Si antes me sentía acalorada, ahora me sentía abrasada. El calor me subió por la espalda, picándome la piel, y se internó por cada orificio de mi cuerpo para quemarme por dentro. Tosiendo, me giré y busqué el origen de aquella ardiente ventisca.

La cancha brillaba.

Había fuego, fuego por todas partes. En las orillas, en el centro, alrededor de Yuu, rodeando a Scott..., en todo. Las llamas azules crecían y adoptaban la forma de bocas foraces y monstruosas. Deshacían todo. Era como haber sido encerrada en el interior de una chimenea.

Retrocedí, cubriendome los ojos con mi antebrazo, y abrí la boca para coger oxígeno. Sin embargo, todo el oxigeno parecía estar siendo absorbido por las llamas de Scott. Alguien gritó adolorido, y cuando me volteé para mirar, comprendí que el profesor que relataba la competencia estaba ardiendo en el centro de la cancha. Movía las manos desesperado, tratando de salvarse a sí mismo, pero nada de eso serviría.

Por encima de mi propio horror, busqué a Owen.

—¡Owen! —grité—. ¡¿Dónde estás?!

Alguien me cogió la mano.

—Estoy aquí, contigo —me respondió—. Scott ha enloquecido. La chica lo ha hecho enojar y ahora no quiere detenerse.

Asentí con la cabeza.

—Si continúa así, van a lastimarlo. Tenemos que hacer algo para que se detenga o las llamas alcanzaran las gradas.

Owen tosió desesperado, doblándose en dos, y luego volvió a enderezarse. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados.

—No podemos hacer nada —comentó—. Tenemos que irnos antes de que esto empeore.

—No voy a dejarlo solo —negué—. Tenemos que lograr que se detenga.

—¿Cómo?

Una estudiante pasó corriendo por mi lado y me hizo perder el equilibrio. Sentada sobre el piso caliente, alcé la cabeza y observé el espectáculo de fuego. Miles de tonos azulados bailaban dentro del límite de la cancha, como si fueran luces artificiales preparadas. De celeste a azul oscuro, convertían el entorno en una especie de cascada. Era como si el cielo y el mar se hubieran unido de repente, estallando el uno contra el otro.

Alguien había dejado caer agua sobre las llamas, pero no tenía ningún efecto positivo. Sólo se convertía en vapor, un peligroso y constante vapor que ascendía hasta el techo del gimnasio. Al parecer, no se convencían de que sólo la debilidad o la cordura de Scott podrían detenerlas.

Apretando la mandíbula, me puse de pie y tragué saliva. Mi garganta, quemada e inflamada, se endulzó con aquel frescor, pero no fue suficiente. Me golpeé el pecho y volví a toser. El recuerdo de la mirada de Scott provocó en mí una marea de dolor. Era un estúpido arrogante, pero lo quería, porque no siempre había sido así. También había sido mi mejor amigo..., mi alma gemela.

Sin dudarlo, corrí hacia las llamas.

Fue como dirigirse a la entrada de la muerte. Ese fuego, el mismo que una vez me había quemado el abdomen, podía deshacerme en cosa de segundos, como si me tratara de papel. No obstante, no pensé en eso mientras avanzaba. Sólo pensé en salvarlo.

Scotty.

Continue Reading

You'll Also Like

14.9K 2.3K 32
Karla es una joven universitaria la cual, por obra del destino, presencia por error a uno de los pocos seres en el universo incapaz de ser visto por...
68.3K 8K 126
Al viajar al mundo de Naruto y convertirse en el primo de Kakashi, Hatake Nanxiong despierta el sistema de juego de personajes más fuerte. Cuantos má...
14.5K 3.3K 28
tn: Román - digo con miedo al verlo parado fren
122K 8.3K 54
𝗕 ❙ Unos adolescentes asisten a un campamento de aventuras en el lado opuesto de Isla Nublar y deben unirse para sobrevivir cuando los dinosaurios c...