MAGNATE © ¡A la venta en Amaz...

By Itssamleon

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MAGNATE
ADVERTENCIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
EPÍLOGO
EXTRA
Agradecimientos
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Capítulo 20

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By Itssamleon



—A lo largo de mi vida, he tomado decisiones de las cuales no me siento orgulloso —la voz de Gael suena ronca y pastosa, y su gesto —siempre sereno y controlado—, ahora luce ansioso. Nervioso por sobre todas las cosas—. Decisiones de las que no me arrepiento, pero que igualmente podrían acabar con todo lo que he tratado de construir a lo largo de los últimos años de mi vida.

Desvía la mirada y guarda silencio durante unos tortuosos instantes, mientras yo trato de procesarlo todo. Mientras trato de asentarlo en mi cabeza como se debe.

—Tamara, hay cosas de mí que nadie sabe y que no estoy dispuesto a compartir; y no porque me avergüence de ellas, sino porque podrían, potencialmente, arruinarme para siempre... —en ese momento, la máscara de seguridad que siempre lleva puesta, empieza a resquebrajarse—. Y sé que contándotelo estoy condenándome a mí mismo, porque has llegado a mi vida con toda la intención de desvelar cada trozo de ella, pero espero que... —se detiene unos instantes para tragar saliva y negar con la cabeza—. Espero que tengas un poco de misericordia por mí. Espero que seas la persona que creo que eres, y seas capaz de no divulgarlo...

Quiero protestar. Quiero puntualizar el hecho de que acabo de hacer una promesa al respecto..., pero no lo hago. No lo hago porque, en este momento se siente erróneo. Porque el gesto descompuesto que ha comenzado a apoderarse de su rostro es tan abrumador, como inquietante; y porque reafirmar mi promesa, se siente como una condena implícita. Como acceder a ser su cómplice en un delito al cual no le conozco la gravedad.


No me mira. No hace otra cosa más que observar a detalle el vaso de vidrio que descansa entre nosotros; como si hacerlo le diera algo de valor.

Yo no digo absolutamente nada. Me limito a clavar mis ojos en él. A echarle un vistazo a la curvatura de sus hombros caídos, en un gesto inseguro e incierto. A contemplar la forma en la que su cabello rebelde cae y le cubre parte de la frente...

Y es aquí, en este lugar y en este momento, cuando me percato de cuán vulnerable luce. De cuán endeble me parece ahora y de lo mucho que me descoloca esta cara tan desconocida que apenas está mostrándome.

Jamás lo había visto así de inseguro. Jamás lo había visto así de... incierto.


Su vista se alza para encararme al cabo de unos segundos y, entonces, luego de estudiar mi rostro durante unos tortuosos instantes, traga duro y empieza:

—Todo lo que te he dicho acerca de mí, es verdad... —dice—. Y, al mismo tiempo, no lo es.

Mi ceño se frunce ligeramente, pero no hago ninguna pregunta al respecto. Solo lo miro con expresión inquisitiva.

—Nací en Zaragoza, crecí en casa de mi madre, no conviví con mi padre durante mi infancia y mi adolescencia, fui criado de manera modesta por una mujer trabajadora y luchadora... Todo eso es verdad.

—¿Dónde radica la mentira, entonces? —inquiero, en voz baja, cuando noto que Gael no sabe cómo continuar. Cuando noto cómo su boca se abre varias veces para continuar hablando, pero termina arrepintiéndose a mitad del camino.

—Es que no hay mentira en realidad —dice—. Solo... omisiones.

Niego con la cabeza, sintiéndome cada vez más confundida y abrumada. Debo admitir que el alcohol que todavía me corre por las venas no está ayudándole demasiado.


—Crecí en un hogar humilde —Gael dice, al cabo de un largo rato, con la voz enronquecida—. Mi mamá es una mujer orgullosa, de mucho carácter y sentido de la responsabilidad. Tanto que, a pesar de saber que podía no trabajar porque mi padre estaba dispuesto a mantenerla por haberle dado un hijo, decidió no aceptar un solo centavo suyo. Decidió ser madre soltera con todas las de la ley y ponerse a trabajar largas jornadas para darme una vida digna —el orgullo con el que habla sobre su madre, me calienta el pecho. Me hace sentir admiración por ella, a pesar de que no la conozco en lo absoluto—. Mi padre le mandaba una pensión generosa cada mes, pero ella se negó a tocarla. Todo el dinero lo guardó en el banco para que yo hiciera uso de él cuando tuviese edad para tomar decisiones responsables.

Hace una pequeña pausa.

—Vivíamos en un apartamento diminuto, en una zona de Zaragoza que, si bien no era una particularmente mala, tampoco era la mejor; pero éramos felices. Ella siempre trabajando y yo siempre un chiquillo solitario que aprendió a ser autosuficiente una edad muy temprana... —dice y, de pronto, parece absorto en sus recuerdos. Absorto en lo que sea que está pasándole por la cabeza ahora mismo—. Nunca me faltó nada —alza la vista para encararme—. Nunca sentí la falta de otra cosa más que de la figura del hombre que, irónicamente, me salvó la existencia años más tarde. Del hombre que me dio la vida dos veces...

Una sonrisa triste se dibuja en sus labios, pero la confusión que me provoca su comentario, no hace más que abrumarme. No hace más que hacerme sentir completamente perdida en la historia que trata de contarme.

Guarda silencio durante unos instantes.


—Este es el momento en el que comienzo a decir verdades completas... —musita para sí mismo—. Este es el momento en el que comienzo a admitir que antes mentí y que en realidad sí hubo resentimientos de mi parte. Que en realidad sí odié a David Avallone por abandonarnos a mí y a mi madre. Por no quererme en su vida... —se encoge de hombros, en un gesto que pretende ser despreocupado, pero que luce rígido. Antinatural por sobre todas las cosas—. Porque esa es la verdad: él no me quiso en su vida. Dejó a mi madre porque estaba embarazada de mí y la abandonó por mi culpa... Y yo estaba cabreado por eso. Cabreado hasta los cojones. Aún lo estoy... —niega con la cabeza—. Y no digo todo esto con el afán de justificar mis actos, porque es de cobardes escudarse tras una relación familiar disfuncional. No estoy contándote esto para que me compadezcas y trates de ser empática conmigo, porque, al final del día, las malas decisiones que tomé, fueron mías. No de mi madre o de mi padre. Mías y de nadie más.

Llegados a este punto, me siento más allá de lo confundida. Más allá de lo aturdida...

—¿A dónde quieres llegar con todo...?

Ni siquiera logro terminar la oración. Ni siquiera logro formularla por completo, porque él ya ha comenzado a hablar una vez más:

—Tuve una adolescencia bastante atormentada —dice—. Era un chaval estúpido e irresponsable, y mi relación con todo el mundo era asquerosa. Desobedecía a mi mamá, le gritaba, llegaba tarde a casa... Era un chiquillo enojado con el mundo. Sediento de atención. Sediento de venganza contra su padre; porque, hasta ese entonces, caí en la cuenta de que David Avallone es un hijo de puta. Porque, hasta ese momento, caí en la cuenta de que mi papá era un imbécil que no conoce otra clase de amor que no sea el que se tiene a sí mismo... —no me pasa desapercibido el tono amargo con el que habla en ese momento. No me pasa desapercibida la manera en la que su ceño se frunce en un gesto enfadado.

Un suspiro largo se le escapa antes de continuar:

—Poco a poco, empecé a meterme en muchos problemas. En muchos ambientes que, a la edad de quince años, eran demasiado peligrosos. Demasiado... destructivos —niega con la cabeza un vez más. Como si no creyese lo que está a punto de decirme. Como si él mismo no fuese capaz de creer en lo que está por contarme—. Empecé a beber, a fumar tabaco, a enfiestarme hasta el amanecer... —dice y mi corazón se estruja con violencia—. Los problemas con mi madre eran cada vez peores debido a eso. Ella sabía que estaba echando a perder mi vida y yo no quería aceptar que tenía razón. No quería aceptar que estaba convirtiéndome en un vago sin oficio ni beneficio. Así que la ignoré. Todo ese tiempo, la ignoré por completo y seguí juntándome con gente que no me convenía. Seguí siendo un imbécil sin respeto por nada ni por nadie, que solo pensaba en la siguiente fiesta, en la siguiente chica con la cual se acostaría, en la siguiente excusa que daría para fugarse de casa y no regresar hasta la madrugada...


—Fueron tres años de eso. Tres años de torturar a mi madre con mi actitud de mierda. De pelear todos los días porque ella estaba partiéndose el culo por conseguir que fuese al bachillerato, mientras que yo solo desperdiciaba mi vida. Mientras que yo ahogaba mi juventud en alcohol y me fumaba en marihuana la existencia —su voz suena ronca ahora—. Finalmente, cuando cumplí los dieciocho años, me fui de la casa. Me fui de ese hogar que con tanto esmero mi madre había procurado darme... Y le rompí el corazón. La hice pedazos...

En ese momento, a pesar de no conocer a la mujer de la que habla, no puedo evitar imaginármela, llorando desconsolada por la partida de su hijo. No puedo evitar sentir cómo un nudo empieza a formarse en mi garganta, pero no estoy segura de a qué se debe: si a la impotencia que me da imaginarme lo que esa mujer sintió, o a la sensación de completo desasosiego que me causa imaginarme a un Gael más joven —mucho más joven—, tomando las decisiones más estúpidas sin poder hacer nada para detenerlo.

—Al principio, fue sencillo vivir del dinero de mi padre. Fue aún más sencillo ser el alma de todas las malditas fiestas y empezar a consumir toda clase de sustancias, porque ahora tenía manera de costearlas. Porque ahora no había nadie que me impidiera hacerlo... —hace una pequeña pausa y traga duro varias veces antes de continuar—: Fui adicto, Tamara. Adicto a la marihuana y a la cocaína... Adicto hasta el punto en el que en lo único en lo que podía pensar, era en el momento en el que podría meterme otra línea, para luego beber hasta la inconsciencia.

«Oh, mierda...»

—Pero el dinero se acaba —continúa—. Y más cuando eres un vago que no trabaja; así que tuve que empezar a trabajar para pagar mi jodida adicción. Para poder comprar algo de alcohol, marihuana y cocaína, y así continuar con la vida de mierda que había elegido para mí...

Llegados a este punto, ni siquiera me mira. Ni siquiera hace el esfuerzo por hacerlo.

—No sabía hacer nada —Gael no se detiene. No deja de hablar. No deja que todo lo que está diciéndome se asiente en mi cerebro como se debe—. Era un inútil... Y de todos modos, Jorge, uno de los hombres con los que convivía en las borracheras, me empleó en su taller de motocicletas y me enseñó a hacer reparaciones. Primero menores y luego más complejas —hace una pequeña pausa—. Y, para bien o para mal, me enseñó un oficio. Me enseñó otra manera de ganarme la vida y le estoy agradecido por eso.

En ese momento, la realización cae sobre mí y, de pronto, me encuentro tratando de procesar la información. Me encuentro tratando de hilar la imagen que tuve hace un rato de su cochera, con lo que acaba de decirme.

—¿Eso quiere decir que las motos...?

Él asiente, antes de que siquiera termine de hablar.

—Las compré como chatarra y las reparé —dice—. A la fecha es algo que me calma los nervios. Le tomé mucho gusto —dice y yo niego con la cabeza, incrédula.

Ahora, no puedo dejar de imaginármelo ahí abajo, en su garaje, en vaqueros, remera, tatuajes y grasa en las manos. No puedo dejar de imaginármelo con un cigarrillo entre los labios, el cabello alborotado y la camisa húmeda debido al sudor provocado por el esfuerzo físico.


—Para cuando alcancé los veinte, yo ya tenía la mitad de todos estos —dice, al cabo de un largo momento, y se alza una de las mangas de la camisa, para dejar a la vista la tinta que cubre la piel de sus brazos—. Y la mitad de mis putas neuronas de tanta mierda que me metía —una sonrisa amarga surca sus facciones—. Fue en ese entonces, cuando la conocí a ella...

Mi corazón da un vuelco y los ojos de Gael encuentran los míos, mientras que su sonrisa se transforma en un gesto torturado.

—Porque soy lo suficientemente cliché, como para que exista un «ella» en mi vida.

Trago duro, pero no me atrevo a decir nada. No me atrevo a hacer otra cosa más que esperar a que siga hablando de todo esto que me tiene tan aturdida. De todo esto que ha hecho que el alcohol que me corre por el cuerpo, se sienta ajeno a mí.


—Ella era tóxica para mí. Y yo era tóxico para ella. Estábamos metidos hasta el culo en las drogas y ninguno de los dos estaba dispuesto a intentar salir del puto hoyo de mierda en el que nos habíamos metido... —niega con la cabeza, absorto en sus recuerdos—. Y, de todos modos, tuvimos algo. Tuvimos todo...

En ese momento, una pequeña risa carente de humor se le escapa.

¡Joder!, la amaba. La amaba como un jodido loco. La amaba tanto, que la llevé a vivir conmigo, al cuartucho de mierda en el que vivía, con tal de estar con ella el mayor tiempo posible... —una carcajada tan inestable e histérica como la de hace unos instantes, brota de su garganta una vez más—. Nos drogábamos todo el tiempo, nos emborrachábamos cuando no teníamos dinero suficiente para comprar algo qué inhalar y, dentro de esa retorcida realidad en la que vivíamos..., éramos feliz —me dedica una mirada torturada—. Yo era feliz con ella.

La impotencia creada por lo que está diciendo, ha comenzado a formar una bola en mi pecho. Ha comenzado a asentarse en mis huesos, hasta hacerme sentir incómoda en mi propia piel.

—Entonces, se embarazó —dice, y noto cómo su voz se quiebra ligeramente. Noto como algo dentro de mí se quiebra cuando lo dice—. Y todo se fue al carajo...

Sus palabras son como un baldazo de agua helada. Son como concreto cayendo sobre mi cabeza. Como un millar de astillas clavándose en mi cerebro hasta convertirlo en una masa incapaz de concebir un pensamiento coherente.

¿Qué?...

Gael asiente, sin mirarme. No sé en qué momento dejó de hacerlo. No sé en qué momento la cobardía le ganó y optó por dejar de verme a la cara.

—Para ella, fue lo peor que pudo pasarnos —su voz suena cada vez más inestable. Rota...—. ¿Para mí?... Para mí fue un llamado de la realidad. Un golpe hecho específicamente para hacerme reaccionar. Para hacerme dar cuenta de que estaba echándolo todo a perder.

«Mierda, mierda, mierda...»


—Le dije que me haría cargo. Que teníamos que dejar la vida de mierda que llevábamos y hacer las cosas de manera diferente si queríamos hacer que esto funcionara... Pero ella no estaba dispuesta a sacrificar nada. Ella no quería dejar de consumir la mierda que nos metíamos... Y eso nos fue llevando poco a poco a la ruina —Agacha la cabeza. No me atrevo a apostar, pero creo haber visto lágrimas en sus ojos. Creo haber visto un gesto descompuesto y dolido hasta la mierda—. Mientras yo trabajaba dieciocho horas al día para guardar dinero para el parto y todo lo necesario, ella se lo fumaba todo. Se lo inhalaba todo... —el coraje en su voz es tan grande ahora, que es imposible ignorarlo. Que es imposible hacer caso omiso de él—. Mientras yo trataba de lidiar con la puta adicción, ella no pensaba en la vida que llevaba dentro y lo echaba todo a perder.

No quiero seguir escuchando. No quiero que siga hablando, porque esto es demasiado. Porque no estaba preparada para nada de lo que está diciendo y porque verlo así —a punto de quebrarse. A punto de perder la compostura— es más de lo que puedo soportar. Es más de lo que puedo lidiar...

Niega con la cabeza, sin siquiera dignarse a mirarme.

—Ella nunca dejó de inhalar cosas a mis espaldas y, cada una de las veces que me daba cuenta de lo que hacía y la confrontaba, me aseguró que no lo haría más. Que yo le importaba. Que nuestro hijo le importaba... —su voz se quiebra aún más que la vez anterior—. Pero todo era mentira. Todo era mentira y yo lo sabía... Así que, un día, dejé de intentarlo. Dejé de luchar contra la necesidad imperiosa que tenía de inhalarme algo. De beber. De hacer todo eso de lo que me había privado durante meses... Y me dejé llevar. Me dejé llevar hasta que me perdí. Hasta que, un día, no supe más de mí y volví a vivir en automático. En ese estado antinatural en el que las drogas te ponen.

Se hace el silencio, pero no me atrevo a decir nada. No me atrevo, siquiera a moverme de donde me encuentro.


—Recuerdo perfectamente el día en que todo se fue al carajo, ¿sabes? —dice al cabo de un largo rato—. Recuerdo perfectamente el día que toda la mierda se vino abajo —sacude la cabeza, como si tratase de ahuyentar las imágenes tortuosas de su cabeza—. Era tarde y acababa de pelear con ella. Con Luciana —su voz, enronquecida por las emociones, me pone la piel de gallina—. Acababa de decirle que esperaba que muriera de una sobredosis porque ella estaba asesinando a mi hijo. Que esperaba que pagara con creces lo que estaba haciéndonos...

La ira, el resentimiento y el coraje con el que habla, no hace más que erizarme los vellos del cuerpo.

—Entonces, luego de haberle gritado toda esa sarta de idioteces, salí de la casa en la que vivíamos y conduje directo al bar donde la conocí. Una vez ahí, bebí hasta que no supe de mí. Hasta que fue sencilla tomar la decisión de volver a... De... D-De... —un gruñido frustrado escapa de sus labios y, en ese momento, noto cómo frota sus manos contra su cara, en un gesto que se me antoja ansioso, desesperado y angustiado.

Quiero consolarlo. Quiero poner mis manos sobre las suyas para darle algo de paz a sus nervios alterados..., pero no lo hago. Me quedo aquí, quieta, mientras observo cómo se deshace. Mientras observo como se desmorona delante de mis ojos.

—Luego de eso —dice, una vez recuperada algo de la compostura perdida—, los recuerdos son vagos... —no alza la cara, pero niega con la cabeza, como si eso fuese a ayudarle a despejarse—. Recuerdo que estuvo llamándome, pero que no le respondí. Recuerdo que su madre me llamó, pero que tampoco atendí... Recuerdo, también, como alguien llegó a buscarme al bar para decirme que Luciana estaba en el hospital y que tenía que ir inmediatamente...

El silencio se apodera de la estancia durante otro largo rato.


—¿Q-Qué le pasó?... —pregunto, con la voz entrecortada, aterrorizada ante el rumbo que está tomando esta historia. Ante la posibilidad latente de que le haya pasado algo al niño. A su hijo...

Gael, por primera vez en mucho tiempo, alza el rostro para encararme y la tortura que veo en él, y que me golpea de lleno es tan dolorosa, que no puedo hacer otra cosa más que sostenerle la mirada. Que no puedo hacer nada más que tratar de absorber la angustia que ha comenzado a abrirse paso en mi sistema.

—Tuvo un parto prematuro —dice, finalmente—. Los médicos dijeron que el consumo excesivo de la cocaína, le provocó un desprendimiento prematuro de la placenta y eso le provocó una hemorragia muy grande. Estuvo a punto de morir. Estuvo demasiado cerca de hacerlo...

—¿Qué pasó con el bebé? —la pregunta sale de mis labios sin que pueda detenerla, pero a Gael no parece molestarle. No parece provocar nada en ese estado de ánimo tan oscuro en el que se encuentra.


—Nació bajo de peso, talla y con la circunferencia de la cabeza un poco más pequeña de la ordinaria —dice y agacha la mirada, pero, esta vez, soy capaz de ver cómo un par de lágrimas se le escapan, antes de que su gesto salga de mi campo de visión—. Los médicos dijeron que... —se detiene unos instantes, presa de las emociones que parecen estar ganándole la batalla—. Dijeron que era muy probable que desarrollara una parálisis cerebral, por el embarazo que Luciana había llevado y las repercusiones que su estilo de vida podía hacerle al bebé... —se pasa las manos por la cara y el pelo una vez más, en un gesto ansioso, angustiado... Triste—. Me volví loco en ese momento. Me sentí la peor basura del mundo. La escoria más grande que pudo pisar la tierra...

Esta vez, cuando noto cómo se encorva en sí mismo y se pone las manos en la nuca, no lo pienso ni un segundo más. No lo dudo ni un momento y me pongo de pie para rodear la isla y envolver mis brazos alrededor de sus hombros.

Es hasta ese momento, que me doy cuenta de los espasmos temblorosos de su cuerpo. Del modo en el que su cuerpo entero se estremece con violencia debido a la fuerza de las emociones que trata de contener.

Entonces, lo aprieto contra mí con más ímpetu y reposo mi cabeza contra su espalda firme y fuerte, mientras trato, con todas mis fuerzas, de mantener a raya el nudo que trata de formarse en mi garganta.


No sé cuánto tiempo pasa antes de que se aparte de mí. Antes de que se deshaga de mi abrazo para levantarse y poner unos pasos de distancia entre nosotros; pero, cuando lo hace, no se gira para encararme. No hace nada por mirarme y lo entiendo. Entiendo que no quiera que lo vea así de vulnerable.

Yo, sin embargo, necesito hacer una pregunta más. Necesito saber...

— ¿Q-Qué pasó con él? —mi voz es un susurro tembloroso, débil e inestable—. ¿Qué pasó con ella?

Se hace otro largo silencio. Este más tenso que el anterior. Más doloroso.

—Él... —Gael no me mira cuando habla—. Él no lo logró.

Una opresión dolorosa se instala en mi pecho y no puedo deshacerme de ella. No puedo, siquiera, sacudirme un poco la sensación de desasosiego que ha comenzado a hacer mella en mi interior.

—¿Y ella? —inquiero, luego de unos instantes de silencio— ¿L-Lo logró?.

Las manos del hombre que me da la espalda, se colocan sobre la encimera que tiene enfrente y recarga su peso, en un gesto inestable e incierto.

—Vive en España, con su madre —dice, al tiempo que asiente.

Una mezcla de coraje, angustia y frustración empieza a correrme por las venas. Empieza a abrirse paso en mi interior, hasta convertirse en un sentimiento vicioso, denso y oscuro.

Gael se gira para encararme, pero no dice nada más. Se limita a mirarme, en la espera de una reacción a lo que ha dicho. Yo, sin embargo, no soy capaz de hablar aún. Estoy tan abrumada y angustiada, que no sé cómo demonios me siento ahora mismo. Que no sé qué es lo que pienso del hombre que tengo de pie frente a mí.


— ¿Qué pasó después? —digo, porque necesito saberlo. Porque necesito saber cómo es que pasó de ser esa persona a la que es ahora.

Gael toma una inspiración profunda antes de sacudir la cabeza en una negativa.

—Toqué fondo —dice y su voz suena inestable todavía—. Toqué fondo y me hice mierda a mí mismo —cierra los ojos con fuerza, pero no deja de hablar—: Por obvias razones, mi relación con Luciana se fue a la mierda después de lo que pasó —dice, pero eso no me sorprende en lo absoluto—, y yo, sintiéndome más perdido que nunca, busqué a mi madre. Ella, por supuesto, no estaba dispuesta a tomarme de vuelta. Me dijo que si quería hacer algo por mí mismo, tenía que rehabilitarme. Que ella no podía hacer nada por mí y que no quería volver a verme si yo no tomaba la decisión de poner un pie en un centro de ayuda...

Traga duro y me encara. Esta vez, la máscara de serenidad que ya no existía en él, empieza a aparecer de nuevo.

—Así que lo hice. Ingresé por voluntad propia a un centro de rehabilitación y, luego de que lo hice, ella y mi padre fueron a visitarme —hace una pequeña pausa, en la cual luce absorto en sus recuerdos—. Fue la primera vez en mi vida que me topé de frente con David Avallone. Fue cuando él, luego de encontrarme hecho jirones, me ofreció la oportunidad de hacer un cambio en mi vida y se ofreció solventar los gastos de mi rehabilitación en un mejor centro; a costearme una carrera universitaria en donde yo quisiera y a darme un trabajo en una de sus empresas —el gesto del magnate es cansado y triste—. Yo, por supuesto, acepté. Acepté porque lo había perdido absolutamente todo y porque necesitaba aferrarme a algo o iba a volverme loco del dolor y la culpabilidad si no hacía algo de mi vida... —hace una pequeña pausa—. Así, pues, cuando salí del centro de rehabilitación, a la edad de veintidós años, empecé a estudiar economía; para luego, cuatro años después, graduarme y empezar a trabajar en una de las empresas de mi padre bajo sus términos y condiciones.

Se hace otro largo momento de silencio.


—He pasado los últimos cinco años de mi vida trabajando duro para Grupo Avallone sin que nada de lo que he construido sea mío realmente, porque esa era una de las condiciones: trabajar para él hasta demostrar cuán responsable soy. Cuán listo estoy para hacerme responsable del negocio familiar... Y de mí mismo.

Niego con la cabeza, incapaz de creer del todo lo que me ha dicho. Incapaz de imaginarme cuánto ha sufrido y cómo es que ha logrado ponerse de pie luego de lo que le pasó.

No puedo, siquiera, imaginarme a mí misma en sus zapatos. No puedo, siquiera, pensar en lo destruida que me sentiría de estar en su lugar.

Yo no habría podido levantarme de algo así...


—Quiero que sepas que no te he dicho esto para ganarme tu simpatía o tu lástima —la voz de Gael rompe el silencio, luego de otro momento sin decir absolutamente nada—. Te lo he dicho porque necesitaba que lo supieras todo para poder explicarte. Porque necesitaba que supieras sobre la existencia de Luciana, para que entiendas mis motivos...

—¿Tus motivos? ¿Tus motivos para qué? —niego con la cabeza, incapaz de seguir el hilo de la conversación. Incapaz de hacer otra cosa que no sea pensar en lo que acaba de contarme.

—Tamara, Luciana está buscándome —el magnate me interrumpe—. Se ha enterado de que mi padre es dueño de un emporio y ha ido a buscar a mi madre en España para pedirle dinero. Para decirle que, si no consigue que yo me comunique con ella, va a contarle todo a todo el mundo. Para decirle que va a arruinarme si no le doy lo que quiere.

Las palabras de Gael me golpean como tractor demoledor.

¿Qué?

—Me enteré de esto la tarde que llegaste a mi oficina y recibí una llamada telefónica. ¿Lo recuerdas? —continúa y yo asiento, porque realmente lo recuerdo—. Quien llamó era mi madre y estaba alterada hasta los cojones porque acababa de reunirse con Luciana. Porque acababa de ser amenazada por una mujer drogadicta desesperada por dinero... —explica—. Es por eso que salí como lo hice aquella vez. Necesitaba ir con mi padre porque, en ese momento, estaba dispuesto a darle a Luciana lo que pidiera con tal de que cerrara la boca. Estaba dispuesto a darle lo que pidiera con tal de que dejara de utilizar a mi hijo... A la memoria de mi hijo —se corrige a sí mismo—, como método de extorsión.

Niego con la cabeza. Incrédula y aturdida.


—Cuando le hablé a mi padre sobre lo que pasaba, él me ordenó que no la contactara —dice—. Dijo que, si cedía, ella no iba a dejarme en paz nunca. Y sé que tiene razón. Sé que, si le doy lo que quiere, jamás voy a quitármela de encima —niega con la cabeza—. Es por eso que decidí escuchar las sugerencias de mi padre. Es por eso que decidí hacerle caso y tratar de armar una coartada.

Su vista se alza para encontrar la mía y que busca una reacción de mi parte. que busca algún indicio de que estoy siguiéndole los pasos, pero, ahora mismo, estoy tan abrumada y aturdida, que lo único que puedo hacer, es mirarlo fijamente.

—En ese momento, decirle al mundo que tenía una relación y que iba a casarme, se sentía como la mejor de las opciones —dice, cuando nota que aún no quiero decir nada—. En ese momento, mentir y decir que desde hace mucho tiempo tengo una relación con una mujer como Eugenia, se sentía correcto, porque era la coartada perfecta. Porque, ¿quién iba a creerle a una drogadicta oportunista? ¿Quién iba a creer una palabra de lo que ella dice, cuando yo tengo armada una coartada que todo el mundo a mi alrededor está dispuesto a validar solo por darle el gusto mi padre?

Sus palabras se asientan en mi cerebro, pero me niego a creer lo que está diciendo. Me niego a ilusionarme con la posibilidad de que, quizás, su compromiso es una mentira. De que, quizás, Gael Avallone no es un hijo de puta después de todo.

—E-Eso quiere decir que... —mi voz es apenas un susurro tembloroso.

—No estoy comprometido —Gael me interrumpe, al tiempo que termina la oración que estaba a punto de abandonarme los labios—. No voy a casarme. Toda la farsa del matrimonio es para despistar a todo el mundo. Para confundirlos y tener algo con qué refutar el argumento de Luciana, porque no estoy dispuesto a darle un solo centavo —dice—. Porque no estoy dispuesto a permitirle chantajearme de esa manera.

Niego con la cabeza.

—Pero hoy anunciaron tu compromiso...

Él asiente.

—Lo sé —dice—. Esa fue una maldita jugada de mi padre. Estoy seguro de que ha sido él quien ha ordenado la publicación de esa nota.

—¿Qué hay de la chica? ¿Qué hay de tu supuesta prometida?

Una sonrisa amarga se desliza en los labios de Gael.

—¿Eugenia? —bufa—. Eugenia es la mujer con la que mi padre quiere que me case.

—Pero no tienes nada con ella —sueno incrédula.

—No —dice, con determinación, para luego añadir—: Ya no, de todos modos.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—Es que no te creo —digo, con desesperación, porque es cierto. Porque no le creo una sola palabra—. ¿Cómo es que ella permitió que tu padre publicara algo así? ¿Cómo es que ella misma no ha salido a desmentir todo este circo?

—Tamara, no te voy a mentir y decirte que no tengo una puta idea del porqué ella no ha intervenido en esto, porque no es así —Gael dice—. Eugenia es hija de uno de los accionistas más importantes de Grupo Avallone y yo tuve algo con ella hace unos meses, pero todo terminó porque su familia y la mía estaban muy interesados en hacernos llegar al altar lo más pronto que se posible; aún cuando yo le dejé muy claro a ella que no quería casarme —el cinismo con el que habla hace que una punzada de coraje me atenace las entrañas—. Lamentablemente, desde que terminamos, mi padre y mis hermanos no han dejado de presionarme para que regrese con ella. Para que la busque y la haga mi esposa —una mueca de desagrado se dibuja en sus labios—. Su familia tampoco ha dejado de insistir. Al grado de que accedieron, tanto ella, como sus padres, a cooperar con nosotros en la farsa del compromiso. Tengo la sospecha de que todo el mundo espera que, guiado por la presión que ahora siento, acceda a casarme con Eugenia. Así sea por mero compromiso. Así sea por mera pantalla.

Para ese momento, mi corazón late con tanta fuerza, que temo que sea capaz de escucharlo. Que temo que sea capaz de hacer un agujero en mi pecho para escapar corriendo.

—¿P-Por qué estás diciéndome todo esto? —mi voz suena ronca y temblorosa, pero, a estas alturas, ya no me importa. Nada me importa en este momento, más que lo que acaba de decirme y lo que eso le ha hecho a mis nervios. Al manojo de sentimientos que llevo hechos nudo desde hace semanas.

—Porque ya me cansé de fingir que soy un hijo de puta —dice, al tiempo que niega con la cabeza, en un gesto que se me antoja enojado, frustrado y ansioso—. De fingir que soy un cabrón sin sentimientos que solo piensa en sí mismo —clava sus ojos en los míos—. Porque estoy harto de seguir los mandatos de mi padre y de fingir que no muero por besarte cada vez que pones un maldito pie en mi jodida oficina, Tamara.

Mi respiración se atasca en mi garganta en ese momento.

—Porque, cada que te veo, en lo único en lo que puedo pensar, es en todas las formas en las que podría besarte. En todas las maneras en las que podría acallar esa necia boca tuya —la densidad en su mirada es tanta, que un escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando corre la vista por todo mi cuerpo—. Porque, si vuelvo a verte con alguien de la forma en la que te vi con ese hijo de puta hoy, voy a perder la maldita cabeza, ¿entiendes?... Voy a volverme loco.

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