Celeste [#2]

By Kryoshka

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Segundo libro de la trilogía Celeste. *Maravillosa portada hecha por @Megan_Rhs* More

Sinopsis
Inicio
Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Especial de Año Nuevo
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Especial 14 de Febrero
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34

Capítulo 1

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By Kryoshka

Nueva York, Octubre de 2342

Heavenly



El cuchillo salió disparado con fuerza, silbando en medio del aire, y se clavó de lleno en el pecho del hombre que estaba frente a mí.

La hoja traspasó la tela de cuero, la piel y los huesos, hundiéndose en toda su longitud, y se manchó de luz azulada cuando el cuerpo del guerrero estalló en miles de chispas refulgentes que desaparecieron al instante. El movimiento fue limpio, certero, y la explosión del guerrero sólo otra de tantas.

Salté hacia el costado, esquivando la flecha de metal que me envió una de las réplicas, y me deslicé por el piso resbaladizo mientras con mis ojos analizaba la situación.

Ahora que me había desecho de diez réplicas, sólo me quedaban ocho que derrotar. Todas tenían el mismo cabello rizado, los mismos ojos marrones y la misma nariz torcida; todas con el mismo cuerpo, ninguna portando el verdadero.

El verdadero, en realidad, estaba de pie al otro lado del cubículo de cristal que me encerraba y del que me era imposible salir. Con sus ojos rocosos, observaba mi desempeño desde la distancia, viendo con satisfacción como cada una de sus réplicas iba desapareciendo en mis manos. No podía asegurar que estaba feliz, pero era obvio que estaba satisfecho. Lo veía en su sonrisa, ampliándose con lentitud al cabo de cada minuto transcurrido. ¿Satisfecho con mi desempeño? Sí, ellos querían verme mejorar.

Día a día, uno tras otro, se paraban en aquella sala llena de máquinas a verme pelear. Me encerraban en cuartos transparentes pero impermeables, como un esclavizado tigre de circo, y echaban dentro sus más preparadas armas. Habían veces en las que perdía un dedo, o dos, algo de cabello, un poco de piel, pero siempre terminaba venciendo lo que fuera que pusieran en el interior. Yo era la mejor arma que tenían. La «invencible», según Dave.

Al otro día... era lo mismo. Regenerada por uno de sus médicos, me volvían a meter dentro de aquellas cabinas y esperaban ansiosos a que derrotara otra de sus tantas invenciones. Siempre los derrotaba, pero nunca los convencía. Siempre lograba neutralizar sus rebuscadas ideas, pero el método que usaba jamás los había dejado satisfechos. Ellos querían que utilizara mi habilidad, no que utilizara mi fuerza bruta. Así que no me dejarían tranquila hasta conseguirlo.

Era así desde hace tres meses atrás, cuando Amber le informó al gobierno sobre mi extraño poder al regreso de la misión en Ars. Sí, «esa» misión. La misión en la que tanto Reece como Ethan habían muerto producto de un devastador enfrentamiento que tuvimos con lo que todos creían «glimmer». Yo no estaba tan segura de que ese fuera el término que debíamos utilizar, pero prefería mantener el secreto.

Dave le había encargado a un grupo de científicos que me analizaran, tanto por dentro como por fuera. Los resultados, sin embargo, no habían sido concluyentes. Tenían claro que un Splendor estaba corriendo por mis venas, pero la habilidad no era parecida a ninguna que hubieran visto antes. Por lo tanto, ninguno de sus informes era exacto. Mi poder era nuevo, así que se podía esperar cualquier cosa de él.

Sólo teníamos tres cosas claras. En primer lugar, podía imitar otras habilidades. Segundo, no podía imitar la misma habilidad más de una vez. Y tercero, podía regenerarme, mucho más rápido de lo que lo hacían los demás. Eso era, por ahora, lo que decían saber sobre mí. Yo confiaba en la confusión de los doctores, pero no podía confiar en la falsa perplejidad de Dave.

Hace tres meses atrás, un glimmer, el peculiar glimmer de la chaqueta negra,  me había revelado información secreta acerca de mi origen. Información que yo desconocía, y que jamás habría podido imaginar.

Según él, mis padres no eran humanos, sino glimmer. Glimmer a los que Dave había matado para quedarse conmigo, el arma que le serviría para tener el poder sobre la fuente de Heavenly cuando los glimmer volvieran. Eran ellos, los humanos, quienes habían atacado mi hogar en Burnes para obligarme a ir con los guardianes y hacerme luchar contra mi verdadera raza. Yo no era un Asplendor; los Asplendores en realidad no existían. Ese sólo era un término que Dave había inventado para mantenerme engañada a su lado, luchando por lo que él quería.

Los malos eran otros, los seres llamados «murk». No sabía qué tramaban, ni tampoco de dónde venían, pero lo que sí sabía era que ellos estaban atacando la escuela y también la humanidad. Al igual que a Dave, su ambición los estaba haciendo hacer cosas impensables. Los murk querían la Fuente y harían de todo para conseguirla, incluso destruirme. Yo no sabía para qué la querían, pero tampoco deseaba averiguarlo.

Desde la batalla en Ars, mi vida se había transformado en un enredado nudo de interrogantes. En esos tres meses, había intentado de muchas maneras hallar la verdad de mi existencia, pero se me hizo imposible lograrlo.

Lo primero que probé fue copiar la habilidad de Owen, para así entrar en la cabeza de Dave y recopilar información. No obstante, Dave estaba bloqueado y captar sus pensamientos era tan imposible como hablar con la Fuente de Heavenly.  Lo más probable era que tomara alguna especie de suero protector, lo que hacía imposible acceder a él, así que ese camino estaba cerrado para mí.

Lo segundo que intenté fue entrar a la mente de mis padres, pero ellos tampoco sabían la verdad acerca de mi origen. Estaban tan engañados como yo, creyendo en las palabras que un hombre dijo para mantenerlos bajo su poder. Y no los culpaba, todos estábamos igual de manejados, sumidos a una mentira que unos pocos estaban confeccionando. La única persona que parecía saber más sobre mí, al fin y al cabo, era aquel glimmer de ojos plateados. Pero llegar a él era aun más difícil que llegar a Dave.

Así que, en esos tres meses, a lo único que había podido recurrir era a mí misma. Había luchado por suprimir el dolor, ocultar la rabia, camuflar la ira y adormecer esas ganas que tenía de ir hasta Dave y apretarle la garganta hasta partirla en dos, pero el resultado de mi contención no estaba saliendo con éxito.

Día a día, iba y venía por aquella destrozada realidad, fingiendo que las pesadillas en las noches no existían, diciéndole a mis padres que la ausencia de los guardianes no dolía, y repitiéndome a mí misma, una y otra vez, que entrenar era lo único que necesitaba. Pero, aunque me pasaba horas enteras recitando la misma canción, lo que pasaba en mi interior era todo lo contrario.

Mi pecho dolía, cada segundo, cada minuto, cada hora, cada instante del tortuoso día, y nada era capaz de parar ese dolor. Era como tener brasas encendidas en mis pulmones, calcinando mis nervios uno a uno, achicharrando lo poco que quedaba de mí.

Sentía impotencia, un fulgurante odio y una imparable sed de venganza, pero no podía hacer nada. No podía ir hasta Dave y arrancarle la cabeza, cortarle las manos a su personal, destruir su gobierno y triturar a todo aquel que había lastimado a mis padres... porque los necesitaba.

Necesitaba su ayuda, necesitaba ese entrenamiento, porque uno de esos días, lo había jurado, saldría de allí y me encargaría de todos los que le habían hecho daño a él... a Reece. Y hasta ese día, cuando hubiera conseguido de ellos todo lo que necesitaba conseguir, tenía que fingir.

—¡Vamos, Asplendor!  —exclamó una de las réplicas, agitando el arco que tenía en las manos como si se tratara de un abanico—. ¿Eso es todo lo que tienes para dar?

Deslicé uno de mis pies hacia atrás, flexionando levemente las rodillas, y me impulsé con fuerza sobre el piso para salir corriendo a través de la cabina. Habían cuatro réplicas frente a mí; dos a mi derecha y dos a mi izquierda. Todas muy juntas, todas a mi alcance. Respirando profundo, añadí más velocidad a mis zancadas y me hundí como un rayo entre las dos hileras de cuerpos ajenos.

A la primera, aquella con el látigo de cuero de la derecha, le di un puñetazo en el pecho, justo sobre el corazón. A la segunda, la que había estado lanzando rocas de plata en mi espalda, le asesté mi zurda en las costillas. La tercera se me tiró encima de inmediato, así que empleé un codazo en su pecho para expulsarla lejos de mí. Y la cuarta apenas me dejó respirar, así que un cabezazo fue mi reacción más precipitada. Aun así, fue suficiente. Todas salieron expulsadas hacia atrás, cada una estallando con más potencia que la anterior, enviando luces de colores al alrededor opaco que nos envolvía.

—Su fuerza no es normal —susurró uno de los hombres que estaban parados afuera, desconcentrándome—. ¿Está empleando alguna habilidad?

La respuesta de Dave fue simple.

—No.

Me enderecé, cogiendo más aire, y traté de serenarme, pero el arquero de atrás no me dio tiempo para eso. Oí la flecha cortando el aire incluso antes de que me rozara el cabello. Alcé la mano derecha, por detrás de mi cabeza, y atrapé la fina madera antes de que el metal hiciera contacto con mi piel. Volteándome con la expresión de un robot, partí la flecha en dos y envié la punta directo contra la cabeza de su dueño. No logró detenerla.

—¡No podrás contra mí! —exclamó otro, atacándome desde la espalda con su lanza de acero.

Doblé un poco las rodillas, dándome el impulso que necesitaba, y salté para esquivar la lanza, girando el cuerpo hacia atrás como un espiral. En medio del aire, fui testigo de la rapidez con que la punta del arma se clavaba en el lugar donde había estado mi cadera. Saqué una cuchilla de mi cinturón, analizando con mis ojos la posición donde estaba la cabeza del guardián que me había atacado, y se la lancé en medio de los ojos antes de aterrizar.

Cuando mis botas volvieron a estar sobre el piso, sólo quedaban dos réplicas que destruir.

Un látigo se me enrolló alrededor del tobillo y me haló la pierna con fuerza, arrastrándome unos escasos segundos por la resbaladiza superficie. Apreté los puños, poniéndome tensa, y tiré de mi pierna para atraer hacia mí al atacante. La réplica llegó a mis manos de forma bestial, grotesca. Le rodeé el cuello con mis dedos, clavándole las uñas en la piel, y lo apreté hasta que sus huesos fueron astillados trozos de calcio. Uno menos.

Me giré hacia el último, hacia la réplica cobarde que se escondía detrás de su escudo irrompible, y caminé en su dirección, tanteando con mis dedos las armas que quedaban en mi cinturón. Una cuchilla y un puñal, lo suficiente para acabar con ella.

—Es inútil, nada puede romper este escudo —habló la réplica con mofa, exhibiendo su arma como un trofeo—. Ni siquiera tu espada podría contra este escudo. Está hecho con un material similar al de las paredes, no puedes traspasarlo con ninguna habilidad.

Ignorando su comentario, cogí uno de los puñales y lo lancé contra su escudo. Acero contra eso, mi puñal salió expulsado lejos.

—Te lo dije, este es tu final —continuó diciendo—. Esto es todo lo que puedes hacer por Hevanely y por tu familia. Eres débil. Es por eso que no pudiste salvar a los guardianes. A Betty, a Ethan... a Reece. Porque no eres fuerte, no eres mejor que yo.

—No vuelvas a pronunciar su nombre —le advertí.

—¿Cuál nombre? —cuestionó, con una sonrisa atestada de malicia en los labios—. ¿Reece?

—Sólo te lo advertiría una vez.

Respirando hondo, corrí hasta él y me posicioné frente a su cuerpo con los puños apretados. Eché el codo hacia atrás, sintiendo el fuego quemarme por dentro, la excitación intoxicarme las venas, y golpeé su escudo con toda la fuerza de la que fui capaz. Sentí las fibras partiéndose debajo de mis nudillos, cortándome la piel. Pasó en un segundo: el escudo se rompió en cientos de pedazos.

—No es posible —balbuceó la réplica, retrocediendo espantado—. Eso no es humanamente posible.

Avancé entre la chatarra rota, haciendo crujir las fibras debajo de mis suelas, y me incliné unos centímetros hacia abajo para coger a la réplica del cuello delgaducho que poseía. Podía divisar su perplejidad derramándose sobre sus ojos marrones y ver su ridículo miedo vibrando a través de su piel. Me temía, claro que sí. Le temían a lo que estaban creando.

—No es posible —repitió en un susurro casi inaudible—. No es posible.

Levanté su pellejo, despegándole los pies del piso, y caminé hacia la pared del costado izquierdo, allí donde me observaba el verdadero cuerpo del guardián. Me detuve frente a su cuerpo sereno, cara contra cara, y recorrí con mi mirada su sucia expresión de curiosidad.

—¿Qué piensas hacer con eso? —interrogó, señalando con la barbilla a su última réplica.

Abrí mucho los ojos, intercalándolos entre él y su copia, y me encogí de hombros con sutileza.

—Déjalo, ya has acabado —me ordenó—. El entrenamiento se terminó por hoy, lo que lograste hacer es suficiente.

Parpadeé, lento, sin realizar lo que me pedía.

—Celeste, déjalo —insistió—. Se terminó.

—Para mí no —aclaré.

—¿Qué?

—Para mí no ha acabado.

—¿Qué pretendes? —interrogó, frunciendo el entrecejo con disgusto.

—No debiste decir su nombre —articulé con voz ronca—. No debiste burlarte de él.

—Sólo trataba de potenciar tus capacidades —explicó el guardián—. ¿Acaso no lo entiendes?

Tragué saliva.

—No.

Enterrando las uñas en el cuello de la réplica, la eché para atrás y luego la lancé de lleno contra la pared transparente. El material se trizó, pero no logró romperse. Fue mi puño lo que terminó de hacerla añicos, clavándose en la destrozada muralla que me separaba de esos hombres como un mazo de letal acero. El «material invencible» desapareció y, en el exterior, una ruidosa alarma comenzó a vibrar con poderosas ondas. La sala se tiñó de rojo y una suave voz comenzó a hablar por un parlante instalado en la parte superior de la habitación.

—Celeste, detente —me pidió el guardián que era dueño de las réplicas, pasándose la lengua por sus resecos y agrietados labios—. Sabes que no te servirá de nada, no lo intentes.

Sin hacer caso a su amenaza, levanté uno de mis pies y lo guié hasta el exterior del cubículo. La acción me sabía a satisfacción, y a armonía. Cuando levanté mi mano y la puse en posición de ataque, percibí el aura brillante que me rodeó el cabello y lo agitó con vigor. La energía estaba allí, titilando en mi pecho, incitándome a actuar.

Ellos lastimaron a tus padres.

Sólo necesitaba un movimiento y acabaría con él, con un miembro más de aquella deplorable organización asquerosa que nos retenía en sus hilos. A la gente, a mis padres, a los niños, a los guardianes, a Casper, a Betty, a Ethan, a Reece... a mí. Sólo un segundo y lo destruiría para siempre.

Pero aquel ruido me lo impidió.

Al igual que otras tantas veces, emergió de aquel instrumento que colgaba en el cuello de Dave. La vibración, junto al infaltable pitido, se alzó por la habitación y me bañó los oídos, desencadenando una inevitable reacción en el interior de mi cerebro.

Todo se descontroló en mi cabeza, era como tener cientos de cuchillas que se abrían en mi conducto auditivo. Mis rodillas se doblaron, estrellándose contra el piso, y mis manos se cerraron como una capa a los costados de mi cráneo. Abrí la boca, en busca de aire, y luego me mordí la lengua para no gritar. Fue inevitable. Mi cuerpo cayó al piso como un bulto inservible; había sangre en las comisuras de mis labios y en mis orejas.

Deseé que ese sonido parara. Sabían a los gritos de Owen, Scott, Amber y Casper..., los gritos de mis padres. Era fino y suave, como un aullido, pero detrás de cada onda parecía traer un litro de sangre nauseabunda para ahogarme.

Cerré los ojos, convulsionando, y lo vi: el pecho de Reece atravesado por aquella espada maldita. Una tras otra, las muertes de los guardianes y los demás comenzaron a desfilar por mi memoria. Oí gritos, vi sangre, sentí dolor, grité por ayuda y olí el olor de la muerte, frío y tóxico, una vez más en aquellos tres meses. Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro; la combinación era horrorosa.

Para cuando el ruido se hubo apagado, mi cuerpo yacía temblando sobre el piso. Mi mente, en cambio, estaba muy por encima de aquel lugar, volando entre aves carroñeras con carne flácida colgando de sus picos. Era como las pesadillas que tenía de noche, pero alzándose de día.

No era la primera vez que utilizaban ese mecanismo contra mí. De hecho, ya lo habían utilizado varias veces. Lo conocía de memoria: Dave accionaba ese instrumento que colgaba de su cuello regordete y todo mi mundo se desmoronaba al instante. No sabía de qué estaba hecho, ni cómo, pero estaba claro que para mí era tan negativo como agradable para ellos. Ese era su mecanismo de defensa, la cosa con la que creían mantenerme detrás del límite. Lo que no sabían, sin embargo, era que si me mantenían dominada era porque yo se los estaba permitiendo.

¿Si me sentía humillada? Sí, un poco. Pero era capaz de soportar la peor de las humillaciones si con eso conseguía lo que quería.

—Vamos, levántate —dijo el guardián, golpeándome el tobillo con la punta de su pie—. Verte tirada en el piso me da asco. Tu debilidad me da asco.

Me removí apenas, buscando apoyo con mis manos, y me incliné hasta estar sentada. Mi cabeza aún estaba mareada, los gritos seguían repercutiendo y el dolor seguía ardiendo, pero luché porque no se me notara. Quería que los hiciera dudar, que se dieran cuenta que sus armas ya no estaban funcionando, que no me desmayaría como lo hice la primera vez.

Uno de los hombres de bata que se mantenían observándome, aquellos que se dedicaban a anotar cada una de mis reacciones en sus pequeñas libretas de papel, se acercó hasta donde nos encontrábamos y se paró frente a mí.

—Tenía razón, sus habilidades físicas aumentan con cada día que pasa. Debe ser así desde el día en que desató su habilidad, el poder debe estar llegando a ella de a poco. Cada vez tiene más fuerza, más velocidad, más entereza —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Qué clase de poder será este?

—¡Ah, no se extrañen, amigos! —exclamó Dave, quitándole importancia al asunto—. Es un Asplendor, se puede esperar cualquier cosa de ellos.

Quise negarlo, gritar que les estaba mintiendo, pero ni mis fuerzas ni mis ganas me acompañaron en la misión. Me apoyé en las palmas de mis manos, removiendo mis rodillas adormecidas, y me levanté haciendo acopio a todo mi valor. Leves murmullos se colaron dentro de mis oídos, susurrándome lo miserable que era mi situación, pero los ignoré, así como también ignoré el dolor punzante en mi pecho. Espinas parecían estarse clavando en mis pulmones.

—¿Incluso que se regenere, cuando su habilidad es otra completamente distinta? —cuestionó el científico—. No lo sé, hay algo que no me cuadra. Se supone que ella tiene la capacidad de imitar otras habilidades, todas en un porcentaje de cien por ciento, no de súper fuerza o agilidad o cualquier otra cosa.

—Quizá son productos de sus propias capacidades —refutó Dave. La mentira remilgaba en sus ojos dorados.

—No lo sé, la fuerza de A99 es excesiva —insistió el doctor—. Es un arma compleja de la que prácticamente podemos esperar todo y nada a la vez. En este momento, desearía un poco de iluminación.

A99, ese era mi nombre para todos ellos. Una máquina. Dave se acercó al triángulo que formábamos, dando una brusca palmada con sus manos, y chasqueó la lengua con decisión.

—Como sea —concluyó—. Estamos aquí para potenciar su poder, no para cuestionarlo.

—Para potenciarlo primero debemos entenderlo.

—Para potenciarlo necesitan hablar menos y trabajar más, Dr Hill. Ya tienen suficientes notas por hoy, así que pueden retirarse para seguir trabajando en lo verdaderamente importante. —Dave miró la hora en el smartwach de su muñeca—. Alrededor de las cinco me pasaré por su oficina para ver cuánto han avanzado.

El hombre asintió, enrojecido por la humillación, e hizo una leve inclinación de cabeza antes de retirarse del lugar. Lo observé alejarse con una sonrisa falsa en mis labios, y me pregunté cómo era posible que un científico no se diera cuenta de la verdad delante de sus ojos. O, mejor dicho, de la posible verdad. Cada día me convencía otro poco de que el glimmer de ojos plateados no me había mentido, no en todo. Algo ocultaba Dave, algo importante. ¿Cómo era posible que los demás no lo notaran?

—¿Recuerdas que mañana volverás a retomar las clases, Celeste? —me preguntó cuándo estuvimos solos, mirándome fijo a los ojos—. No lo puedes olvidar, ya le he avisado a todo el personal que debía avisar. Te están esperando en Escudo y Espada.

Sentía la lengua adormecida y las orejas hinchadas, pero me negaba a demostrárselo.

—No quiero volver a la escuela —articulé con voz ronca—. Necesito seguir entrenando, ir a ese lugar no me ayudará en nada.

—El único entrenamiento que necesitas es la lectura, la visión. —Se cruzó de brazos, sonriendo con amplitud—. Tienes que seguir conociendo otros poderes, como habíamos planeado, para que así tengas acceso a una mayor cantidad de habilidades.

—Ya he visto la mayoría de los vídeos que llevé a casa.

—Eso no es suficiente —zanjó—. Irás a la escuela y durante los fines de semana seguirás entrenando aquí. Por el momento, ve los vídeos que te dimos. Si necesitas más, lleva más.

—No quiero regresar a la escuela, esa gente no me quiere allí. Lo he visto, las personas creen que mi poder es una mentira del gobierno para poder ser incluida en la sociedad. No creen en mí, no me quieren entre ellos. Y yo tampoco requiero de ellos, lo único que necesito es entrenar.

—No —negó—. Volverás a la escuela, ya lo he decidido. No podemos seguir llamando la atención, ¿entiendes? Si sigues faltando a clases por más tiempo, la gente comenzará a sospechar que algo malo está pasando y armarán muchas teorías. Ya nos libramos de lo que hiciste en Ars con una tonta excusa, no necesitamos generar otra vez terror.

Sí, la excusa de que una organización de la mafia quería robar en Lyon y yo logré detenerlos. A decir verdad, era una mentira bastante estúpida, pero la gente se la creía, porque era estúpida. Como yo lo había sido también. No obstante, no pretendía volver a serlo nunca más.

—Iré a la escuela, pero tienen que seguir entrenándome —exigí—. Esa es mi condición.

—Ese es el plan, desde el principio —confirmó—. Mañana irán los nuevos guardianes que contacté a buscarte para llevarte a la escuela, no lo olvides. Ellos reemplazarán a los guardianes que perdimos en Ars. Y no te preocupes, porque son igual o más fuertes.

Su comentario me repugnó, de todas las maneras posibles. Pude sentir mis uñas astillarse al chocar contra mi piel, clavándose con furia en el único medio posible. Porque, tenía que admitirlo, el cuello de Dave aún no era un medio posible. No aún, pero pronto lo sería. Aunque no mintiera, aunque estuviera diciéndome la verdad, pagaría por todo lo que le hizo a Reece. Lo mataría.

«¿Vas a reemplazarme, muñeca?». Una voz, en algún punto dentro de mi cabeza, me hizo temblar. Abrí los ojos de forma desmesurada, mirando mi alrededor con terror.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó Dave, desviando mi atención otra vez a su mirada.

—¿Acaso importa? —cuestioné con la garganta seca.

—No, pero quiero saber tu opinión —contestó con una sonrisa.

—Ellos jamás podrán ser reemplazados.

—Oh, lo serán. Ya verás como en poco tiempo te adaptas a sus personalidades, no será difícil para ti. —Hizo un ademán, despidiéndose—. Haz lo que te digo. Vuelve a tu casa y continúa conociendo habilidades nuevas, concéntrate en eso. El próximo fin de semana veremos cuánto has mejorado.

El próximo fin de semana ya tendría una idea de cómo conseguir información.

—Por supuesto —respondí.

[...]

Era extraño ver rayos de sol calentando la acera opaca de la calle, cuando mi cuerpo se sentía tan frío. Estábamos en primavera, lo sabía por las flores que habían comenzado a crecer en cada árbol de la ciudad y por el indudable sol que iluminaba cada metro cuadrado, sólo interrumpido por las sombras funestas de la edificación, pero yo no la sentía como primavera.

A pesar de que ya habían transcurrido varios meses desde que comenzó el invierno, mi cuerpo seguía estando helado y mis vellos se seguían erizando. Mi garganta ardía con cada inhalación, mis pulmones de atiborraban y mi nariz se llenaba de moquillo en plena madrugada.

Había llegado a pensar que era producto de la Fuente, con sus cambios constantes relacionados al clima. Sin embargo, al ver la escasa ropa que llevaban los transeúntes de mi alrededor, los vestidos que estaban estrenando para ir a la playa o su insistente manía de pasearse con un helado en la mano, sabía que el problema residía muy dentro de mí.

Había algo, físico o etéreo, que me había imposibilitado volver a encontrar la calidez del ambiente. Así como también apreciar los colores, añorar la comida, los pajarillos o la belleza del exterior. Ahora todo me parecía más opaco, más feo, y no creía que se debiera a la realidad de las cosas. Yo sabía que se debía a mí, a mi interior un poco roto.

¿Acaso jamás podría volver a maravillarme con los colores de una flor sin recordar el pequeño diente de león que se ocultaba en el último cajón de mi velador?

Avancé por la calle, sobándome con brazos con fuerza, y miré mi entorno esperando que en cualquier minuto un monstruo saltara sobre mí y me cortara la garganta. Ir sola era mi elección, era yo la que se escabullía de los guardias cada vez que trataban de acompañarme hasta casa, pero aun así le temía a la materia que me rodeaba. En cada callejón parecía haber una boca oscura dispuesta a tragarme, con filosos colmillos y asqueroso olor. ¿Habría alguien vigilándome en ese entonces, al acecho?

Me erguí, estrechando los ojos, y aminoré la marcha. El viento suave me agitó los mechones rebeldes del rostro cuando me detuve frente a la que siempre había sido mi casa. Arriba, las nubes se abrazaron con lentitud, fusionándose una con otra, y las paredes se volvieron un poco más grises. Me acerqué a paso lento, observando la puerta con la misma añoranza de todos los días, y me deslicé en el interior. El recuerdo de siempre fue como un rubí resplandeciente en mi memoria.

«Te estábamos esperando».

El living estaba vacío, mis padres no estaban allí esperándome como la mayoría del tiempo. Me moví en silencio entre los sillones y lancé mi bolso contra uno de ellos, deshaciéndome del peso. Entonces avancé hacia la cocina, dispuesta a llenar mi estómago con algo, pero sus voces alteradas me detuvieron en el umbral. Eran mis padres, discutiendo otra vez durante la última semana. Sus gritos eran tan parecidos a los de mis pesadillas como yo recordaba.

—Estoy cansado de esta situación —oí que decía mi padre—. ¿Hasta cuándo tendremos que soportarlo?

En silencio y con sigilo, me pegué a la madera barnizada de la puerta, escuchando con mayor atención. Hace mucho tiempo había comprendido que escuchar conversaciones ajenas nunca me traía buenas consecuencias, no obstante, no podía evitarlo. No desde que sabía que aquellas personas podían no ser mis padres biológicos. Me agaché un poco, cerrando los ojos, y respiré con profundidad. El olor a madera penetró mi nariz.

—¡Entonces habla con ella, Christian! —exclamó mamá, con una voz que me dejaba claro lo molesta que estaba—. ¡No quiero que siga con esa gente! ¡No quiero! Sólo la están utilizando, ¿cómo no se da cuenta? ¿Por qué no puede volver a ser una niña normal como antes?

—Nunca fue normal, Clarissa —contestó él.

—¡Era lo suficiente normal para mí! —bramó mi madre—. ¿Por qué quiere estar con esa gente, Christian? ¿Por qué no puede volver a ser la niña que sólo conocía el maltrato y el odio desde sus libros?

Papá soltó una risa frustrada, carente de amabilidad.

—¿Desde sus libros? —le cuestionó—. No sé en qué mundo vives, Clarissa, pero en el mundo en que vivo yo, mi hija conoció el maltrato desde mucho antes. Desde que salía a la plaza a jugar y volvía con moretones en los brazos porque los padres de los otros niños la habían golpeado para alejarla; desde que le rogaba al alcalde que la admitiera en la biblioteca infantil y la policía la sacaba con la ropa rota del lugar; desde que regresaba todas las noches con sus vestidos manchados y tuvimos que comenzar a comprarle ropa grande para que no le hirieran la piel; desde que tuvimos que explicarle que ella no podía ir a la escuela porque no era apta; desde que se enfermaba y los doctores se negaban a tratarla; desde que quisieron negarnos la comida; desde que trataron de matarla más de tres veces cuando ni siquiera tenía diez años; desde que aquellos delincuentes golpearon a mi padre en un callejón hasta matarlo; desde que su único amigo se alejó. Desde sus ocho años, Clarissa, no desde ahora.

Mi madre sollozó desconsolada, ahogada por su propia respiración. Escuché la mesa ser golpeada por sus manos frágiles y escuálidas, pasando a llegar una taza mal puesta.

—¡Pero ahora todo es peor! —gritó—. Ya no tiene que enfrentarse a los chicos de la calle, ahora tiene que enfrentarse contra monstruos. ¿Cómo crees que me siento? Todos los días tengo que rogar a Heavenly que vuelva con vida, porque no sé si por el camino alguien me la va a arrebatar. No sé si ella va estar mañana conmigo, en la noche, ni siquiera ahora... ¡Podría perderla en cualquier momento!

—Vendrán por ella de todos modos, los guardianes nos advirtieron de esto —explicó papá tratando de sonar razonable—. Nada va a cambiar si se queda aquí.

—Me siento tan frustrada... —balbuceó ella con la voz quebrada—. Aveces desearía nunca haber tenido una hija. Aveces desearía que fuéramos libres de este sentimiento.

Abrí los ojos de forma desmesurada, sólo un segundo, y luego me despegué de la puerta. Caminé hasta el sillón atestado en revistas de moda para coger mi bolso sucio y desgastado, deshaciéndome de la evidencia que revelaba que había estado allí, y me adentré en la oscuridad de mi habitación. 

Adentro, el cuarto me pareció demasiado grande y vacío, más de lo que necesitaba. Las cortinas grises de algodón estaban abiertas, cubriendo los cristales, y la negrura tinturaba el cuarto como una lluvia de tinta. No había ropa tirada en el piso, mantas desordenadas o basura desechada; no había calor.

Me senté sobre el colchón, cubriéndome los oídos con las manos, y fijé mis ojos en un punto sobre las tablas del piso. Había mugre y telarañas en las grietas de la madera, suciedad que nadie había quitado. Mi dormitorio era un cuarto ordenado pero sucio a la vez, una ironía compleja. Mordisqueándome el interior de la mandíbula, conté hasta tres: uno, dos, tres.

Algo suave me acarició la muñeca, cosquilleándome la piel como una pluma. Giré el rostro hacia el costado y me encontré con una piel tersa y brillante, enroscándose por mi brazo como una enredadera bordada con hilos de oro. Lo noté de inmediato, otra de mis ilusiones de abría paso por mi mente.

Alcé la mirada, sonriendo con melancolía, y me encontré de frente con ese rostro que tendía a la perfección. Único, magnífico, sublime. Imaginé que ese era el aspecto que debía tener un príncipe, una persona creada para ser admirada. Ruda como una roca, pero bella como las delgadas alas de una mariposa. Fuerza disfrazada de fragilidad.

Moví mis dedos, buscando los suyos, y tragué saliva.

—¿Reece? —balbuceé, traspasándole el calor de mi mano a su ser incorpóreo.

—No, Celeste. —Sus dedos, perfectos e imperfectos, me apretaron el dedo pulgar—. Ya no soy Reece, tú me mataste.

Sus palabras fueron como una lanza afilada enterrándose en mi pecho con energía y sin compasión, envenenando la sangre de mis venas y el aire en mis pulmones. Aparté la mano, ahogando un grito, y eché la cabeza hacia atrás para observar el rostro de aquel espíritu que me torturaba. Pálido fuego rojo le rodeaba la cabeza, hundiéndosele en la piel como escarcha, y chispas le salían por los ojos.

—¿Qué? —interrogué en un sonoro balbuceo.

—Me mataste —repitió—. Destruiste mi cuerpo.

—Reece, yo no te maté —argumenté, poniéndome de pie—. Yo traté de defenderlos a todos, pero...

—Pero no lo hiciste. —Su mirada dura me penetró—. ¿De qué te sirve intentar algo si no eres capaz de lograrlo? Siempre fuiste un estorbo, desde el principio. Ahora estoy muerto por tu culpa.

—¡No es cierto! —exclamé con furia.

—¡Tú deberías estar muerta en mi lugar!

—¡No! —Me llevé las manos a los oídos, buscando obstaculizar el paso de aquella voz destructiva, pero ya era demasiado tarde.

Los recuerdos ya estaban allí, asfixiándome una vez más.

Vino todo de golpe. Vi sangre cayendo del cielo, tapándome la nariz y manchándome los ojos. Oí los gritos de mis compañeros, suplicándome que los ayudara, y a todas esas bestias con apariencia humana chillando por compasión. Sentí el fuego subir por mis piernas, achicharrándome la piel, como si estuviera atada a un pilar de acero encima de una fogata destructiva, a la espera de una sentencia. Me divisé a mí misma como una asesina en masa, apagando almas sin mediar, y me odie como a mi peor enemigo.

Era como estar clavada en una silla de clavos, en donde los recuerdos, las mentiras y los engaños danzaban a mi alrededor burlándose de mi ingenuidad. Me retorcí en el piso, enrollada como un insecto atrapado en una telaraña, y traté de zafarme de aquellos pensamientos e ilusiones. Pero era imposible. Las imágenes estaban allí, intoxicándome.

No sé durante cuánto tiempo estuve tirada sobre el piso, pero cuando llegaron mis padres a socorrer mis gritos sin afonía, tenía la cara roja e hinchada. Me arrastraron hasta la cama y me cubrieron de mantas frías. Los vi moviendo los labios resecos, intentando decirme algo, pero no pude oírlos, mis oídos estaban tapados. Finalmente, mi madre me hizo tragar una pastilla pequeña y todo acabó. Para cuando los gritos desaparecieron, las luces ya se habían apagado.

[...]

La noche entraba por la ventana de mi habitación como un monstruo terrorífico perteneciente a los mitos más antiguos. Apenas eran las 12:00 am, sólo el empezar de la noche, pero la oscuridad reinaba en su máxima plenitud.

Me puse de pie, desprendiéndome de las frazadas que me envolvían, y me deslicé descalza hasta la puerta entreabierta de mi dormitorio.

Afuera, caminar por el pasillo atestado de maceteros apilados fue automático. Mi cuerpo se adaptó a la oscuridad y mis pies se movieron como androides mecanizados. Conocía a la perfección lo que había a mi lado; las plantas florecientes que cuidaba mi madre, el velador con la pequeña lámpara India encima, la silla de madera reciclada y el estante de mimbre. Esquivé todo con una pereza demoníaca, al igual que los sillones del living, y me adentré en la cocina.

El olor a verdura asada me empapó las fosas nasales apenas entré, también el aroma a té de manzanilla y a aceite de lavanda. Encendí la luz, olvidando la precaución, y me acerqué al horno microondas para inspeccionar qué clase de comida habían guardado en el interior. Era obvio que mi madre había estado cocinando, pero no se había atrevido a despertarme después de mi ataque de la tarde. Lo lógico, pensé. Yo tampoco la habría despertado.

Dispuesta a llenar con algo el vacío de mi estómago, guié mis manos hasta la manilla del horno, no  obstante, el pequeño ruido en la ventana rectangular de la pared me dejó congelada. Todos mis sentidos se pusieron en alerta en un sólo segundo.

Me volteé con los ojos abiertos, cual plato de acero, y taladré la pequeña zona que era sinónimo de amenaza con mi mirada aguileña. La relajación, ese nudo desenvuelto en mi estómago, vino de inmediato. Una bola peluda, de color amarillo y con rayas anaranjadas, se adentró por el cristal descorrido y fue a detenerse en la encimera de la cocina, olisqueando el aire con su nariz rosada.

Me llevé una mano al pecho, cerrando los ojos, y luego me lancé como una gacela para cogerla entre mis brazos y apretarlo contra mi pecho.

Limón —susurré. El diminuto motor en su cuerpo se encendió de inmediato—. Hijo, me has asustado mucho.

El gato maulló, un sonido suave y delicado, y comenzó a amasarme el cuello con sus patas regordetas. Sus uñas se me clavaban con sumo cuidado en la piel, como si su pequeño cerebro estuviera consciente de que no debía hacerme daño. Le acaricié la cola, peluda y gruesa, con los dedos, y luego lo rodeé para volver a dejarlo sobre la encimera. Sus largos bigotes se movieron junto con los pompones arriba de sus labios, tanteando el entorno.

—¿Tienes hambre, hijo? —le pregunté, con una voz que claramente no era la mía—. Temo que no tengo nada de tu gusto, bebé. Pero podría darte...

El disimulado golpe que se oyó desde la puerta que daba a la calle me interrumpió.

Frunciendo el ceño, me giré hacia la salida de la cocina y deslicé mi mano hasta la cuchilla que siempre estaba en el cinturón de mis pantalones. Limón maulló, de forma exagerada, tratando de llamar mi atención a toda costa, pero lo ignoré. La alarma en mi cuerpo ya estaba encendida otra vez, bombeando sangre con una rapidez extraordinaria. Mis pupilas estaban dilatadas, y mis manos, duras como una roca.

—Tienes que quedarte aquí, alguien podría hacerte daño —susurré lo más bajo posible, consciente de que el gato no me entendería—. Volveré enseguida.

Limón continuó maullando, chillando como una gata que acaba de entrar en celo, y trató de clavarme las garras en los brazos para impedir que saliera. Sin embargo, yo ya estaba decidida a dejarlo atrás; no me arriesgaría a que alguien le hiciera daño. Dandole una pequeña palmada en el muslo, lo empujé hacia un lado y abandoné la cocina corriendo. Afuera, esquivé los sillones con la escasa luz que salía de la cocina y me pegué a uno de los cristales de las ventanas, fulminando la calle con mis ojos.

La inquietud me llegó de golpe. Un inmenso cajón, como una especie de ataúd, se encontraba botado justo frente a la puerta de nuestra casa. Se notaba que tenía algo en el interior, porque la tapa estaba levantada y un líquido oscuro chorreaba las tablas resquebrajadas que lo constituían. Me clavé las uñas en las palmas, apretando los dedos, y traté de pensar en una respuesta lo más rápido posible.

¿Y si era una bomba?

No lo medité, me lancé a toda velocidad hacia la salida y llegué a la calle en menos de cinco segundos. Afuera, me situé frente al cajón de madera y pegué mis manos a la orilla. El líquido que lo envolvía se pegó a mis dedos de inmediato, espeso y frío. Aparté las palmas, olvidando por un segundo el contenido de aquel paquete, y me las inspeccioné con ojo crítico. La sustancia era roja, muy oscura, como tinta. Tragué saliva. Sangre, aquello era sangre.

Moví mis ojos, sin mover ninguna otra parte de mi cuerpo, y los posicioné en el interior. La imagen llegó de inmediato, clara y sin preámbulos. Cadáveres. El cajón estaba lleno de cadáveres.

Más allá, una risa los acompañó.

—¿Te ha gustado el regalo del amo, salvadora? —Jamás había escuchado esa voz.

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