Un beso bajo la lluvia

By vhaldai

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Lluvia y sol. Chocolate y menta. Multicolor y monocromía. Así son Floyd y Felix; dos amigos de la infancia qu... More

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El rincón de los globitos rojos #1
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El rincón de los globitos rojos #2
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FELIX
La antología de un destino

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Los días siguientes de la semana intenté descifrar alguna pista que me indicara si Felix escuchó mi declaración. Me convertí en una psicóloga que busca algún indicio de aceptación frente a su paciente, examinando al inexpresivo chico con detalles casi sobre humanos. Cualquier rastro, cualquier gesto, pista o lo que sea, me servía para saber que, después de todo, mi misión falló rotundamente al saber que sí me escuchó.

Mi intención, mi muestra de valor, no salió a la luz para arrastrarse de vuelta a las sombras y ser reemplazadas por la vergüenza y el horror. Yo dije esas cosas porque una parte de mí sabía que no lo oiría y me quise hacer la traviesa con eso; mi otra parte, en cambio, temía ser escuchada. Esa expectación y constante incertidumbre era la que me tenía comiendo las uñas como piraña a un trozo de carne, triturándolas sin piedad.

Lo más evidente era que mi declaración se perdió en el aire, que la petición de Felix fue para no decirles a sus padres sobre el castigo, porque yo no le contaría a nadie sobre mi declaración, por una y mil razones.

Pero después de hostigarlo con miradas incansables que él respondía con su típica mueca de fastidio, como si viene a la peor de sus pesadillas, deduje que el único testigo de mi confesión era el viento y el maldito polen que no permitía a mi pobre nariz descanso alguno; siempre me tenía estornudando.

Los constantes estornudos deberían considerarse una tortura nueva, porque con mi pecho adolorido y la nariz de nabo que tengo, soy digna de una comedia americana muy mala. Y las cosas no mejoraban con la mascarilla que usaba en la florería, el polen desarrolló una nueva estratagema para arruinarle el día a la pobre Floyd "Estornudos Locos" McFly.

Para mi suerte mi ayuda en la tienda con Sarah, terminó la misma semana de la confesión —que desde pretendo no nombrar más, o perderé la cordura y la poca dignidad que mi orgullo de McFly ha reunido— con una linda paga que pretendo dejar en mi el lugar secreto donde oculto mis ahorros de manos atrevidas.

Y con el término de la semana, el tiempo para terminar las clases se acortó.

El lunes por la mañana suspendieron la clase de Historia para llevarnos al auditorio. Una charla sobre la universidad y la vocación adormeció la mente de todos los alumnos quienes, con un disimulo profesional, contagiaban bostezos que intentaban ocultar bajo sus manos.

Otros más descarados dormitaban en los hombros de sus compañeros o simplemente se dejaban estar meneando la cabeza como roquero con cada sacudida.

Uno de ellos era Joseff.

Jo, el Chico Batman se sentó junto a Felix en la fila del frente a dos puestos más allá de dónde yo me encontraba junto al gallinero. Cansado de no poder hablar prefirió sumirse en una siesta y sacudir su cabeza de lado a lado adormilado y desorientado. En más de una ocasión lo vi acomodar su trasero en el asiento luego de despertar desorientado y caer en cuenta de la charla. Hasta que en un momento dado, su cabeza dio a parar en el hombro de su compañero inexpresivo. Las tres locas, Nora, Fabi y Eli, chillaron en sus asientos como si se vieran a su ídolo, lo que provocó un siseo lleno de enojo por parte de los profesores y gente importante de la universidad.

El descaro de Jo no dio lugar en la paciencia de Felix, que decidió levantar con rudeza su hombro para que la cabeza del amante de los superhéroes rebotara y así despertara.

Me vi envuelta en una extraña sensación de irritación. Mi abeja interna zumbaba con una furia que solo calmaría ver lejos al dúo.

Las preguntas oscilaban en mi mente mientras un sujeto repartía folletos sobre la universidad estatal de la ciudad.

¿Por qué no podía hacer ese tipo de cosas? ¿Por qué el orgullo se oponía al deseo de estar a su lado? Ahora, que ya no estaba en casa, todo era tan distante. Yo estaba a un extremo y a kilómetros se encontraba él, ni siquiera la caminata por el parque era divertida, ese espacio, que si bien era silencioso se notaba, no lo cubría nadie.

Y luego, al cuestionarme todo eso, me agarraba la cabeza con una desesperación alarmante tras fraccionar aquella idea de sentir una atracción por el ser más inexpresivo de la historia, que me hacía sentir la mujer más tonta del planeta aunque fuese de alguna forma correspondido.

Ni siquiera recordaba qué le dije en mi declaración, solo dejé que mi corazón hablara. O tal vez intrepidez.

Después de clases el castigo por «perturbar el orden» que me fue otorgado empezó. Felix, por su parte también tuvo que quedarse, sin excusas.

Para evitar preguntas, les dije a mis queridos padres que estaría ayudando a pintar, cosa que en parte sería cierto por lo que mi ataque de hipo no logró delatarme.

—Oye Felix...

Mientras esperábamos a que el conserje arreglara una llave del baño, reuní el valor de preguntarle a Felix sobre la declaración, pero en cuanto sus ojos dieron con los míos, me derretí como un helado de frutilla.

—¿Qué le dijiste a tus padres? —terminé preguntando.

La patada mental que le di a mis pobres nachas me llevó más allá de todo pensamiento humano.

Rezongó.

—Nada de tu incumbencia.

Siempre con la amabilidad por delante, ¿no?

¿Cómo podía sentir atracción por alguien que decía tener sentimientos por mí cuando parecía todo lo contrario? Entender a Felix me iba a ser un paso más allá de lo imposible.

—Y yo que pensaba agradecerle por golpear del musculoso ese por mí...

—¿Quién dijo que lo golpeé por ti? —inquirió—. Lo hice como una advertencia para que no me sucediera lo mismo que a ti.

Lo miré ceñuda y abrí mis labios.

—No tienes que ser tan tímido y negarlo.

Le dije mirándome las uñas adoptando una pose de diva arrogante.

El silencio reinó entre nosotros, de no ser por las maldiciones del conserje el colegio entero sería un cementerio. Volví a Felix, descubriéndolo rojo como una caldera. Mis ojos brillaron ante el descubrimiento tan similar al descubrimiento de un nuevo planeta. Plantándome frente a él para deleitarme del resultado que mis palabras lograron.

—¡No-puede-ser!

Giró su rostro permitiendo ver su perfil y gruñó:

—Córrete, molesta.

Su mano dio a parar en mi rostro cubriéndolo totalmente y dificultando mi vista privilegiada de su fisonomía.

La macabra y muy asquerosa idea de salivar su mano fue interrumpida por la aparición del conserje, quien se secaba las manos con un sucio paño de color marrón.

Felix bajó su mano volviendo a la postura de chico desinteresado con un leve rojo tiñendo sus mejillas.

Los cansados ojos del conserje recorrieron nuestros rostros.

—Entonces... ¿pintura?

Su voz rasposa pegaba de lleno con su rostro. El fastidio y la intolerancia diaria de los estudiantes y profesores hacia un simple trabajador relataban el desgaste de todas sus facciones.

—Sí, para la muralla al final de la cancha.

El hombre asintió.

—Ojalá castigaran niños más seguido, así tendría un poco más de ayuda.

Tragué con dificultad.

Con brocha en mano y luciendo nuestra peor vestimenta, el Poste con patas y yo empezamos nuestro castigo después de recibir un tarro gigante de pintura blanca que el conserje sacó de la bodega.

No tuve la oportunidad de contar de cuántos pies de anchura teníamos por pintar, pero sí los minutos que transcurrieron entre pintadas y pinceladas sumidos en nuestros propios pensamientos. Pintar mataba el tiempo, pero algo le faltaba a esa tarde que se marchaba.

Algo que pronto supe.

«Querida gente inexistente de la Zona Pensamientos, bienvenidos a una nueva entrega de las mejores canciones de todos los tiempos, con su locutor estelar, o sea yo»

Era el conserje hablando desde el micrófono del club de radio. Podría reconocer esa voz rasposa sin lugar a dudas.

El piano se oyó de fondo, la música comenzó.

No tenía idea del nombre, pero el ritmo lento se transformó a uno contagioso que invocó a mi cuerpo a menearse al son del ritmo mientras mi mano subía y bajaba con la brocha cubriendo el antiguo mural.

A unos pasos, Felix, siempre tan estático y ajeno al mundo, me observaba como si fuese el típico político hablando sandeces incoherentes que lo dejaban en un pedestal de la ridiculez. Le saqué la lengua acercándome paso a paso a su lado, entonces le di un caderazo que lo desequilibró. Su brocha se deslizó por mi brazo manchando parte de mi blusa.

—No empieces con tus locuras —advirtió continuando con el trabajo.

Sonreí con picardía amenazándolo con mi brocha.

—¿Qué? —Alcé mis cejas detonando una inocencia que no pegaba con mi yo en ese instante—. Solo vengo a pintar por aquí.

Otra canción comenzó.

Continué pintando al compás de la música hasta que me vi envuelta en la tentación de manchar la mano de Felix que estaba a unos centímetros de la mía, entonces vi sus nudillos con manchas verdosas alrededor de pequeñas heridas ya secas.

Pegué un grito ahogado, tan exagerado como mi siguiente gesto.

—¿Esto fue por...?

Intentó ocultar su mano, pero me adelanté a sus movimientos tomándola. Como de costumbre su frío hizo un intercambio con mi mano tibia. Sus dedos se resguardaron entre los míos, y ese contacto lo calló todo. Observé sus nudillos presentados frente a mis ojos, examinándolos con un dejo de lástima y culpabilidad.

Recordé aquellos días donde prácticamente vivíamos para jugar juntos y yo jamás pretendía acallar las constantes interrogantes que a él le hacían estallar la cabeza. Recordé cuando corríamos de lado a lado sin medir consecuencias. Recordé que si uno se caía el otro besaba la herida con la falsa idea de que así ya no dolería, sino que sanaría pronto.

Entonces lo hice, besé su mano, sobre sus nudillos en un inconsciente gesto que me transportó a esos tiempos en Los Ángeles.

Permanecí con la cabeza gacha, esperando que mi cuerpo hirviera al percatarme de que ya no éramos niños, sino unos adolescentes que siempre malinterpretaban todo.

El carraspeó que emitió causó que mi cuerpo asustando se sacudiera como el de un perro callejero al que han maltratado por años.

—Esto debería ser al revés...

Pronunció, deslizando sus dedos por mi ahora tímida mano y agarrándola como yo lo había hecho. Hizo una reverencia, como los hombres en de la edad media, tan ensayado como el de Baptiste en Derechos de Amar.

El momento en que sus labios tocaron mi temblorosa mano, la electricidad navegó por mi sangre —aunque bien sé que eso no es posible—, se repartió en mi pecho para luego adormecer mi cerebro. Acarició mis dedos con el sutil roce de de pulgar sobre ellos subiendo su cabeza para retar mis pocas agallas con una simple mirada. Lo vi dibujar una sonrisa ladina y esperé. Esperé a que me soltara, pero no lo hizo.

Quería bailar conmigo, lo supe en cuanto me vio.

Temerosa, le regresé la reverencia.

La canción continuó al tanto que Felix tomaba con su otra mano mi cintura, acortando la distancia, causando un ambiente más íntimo, más... extraño. Coloqué mi mano sobre su hombro, perdiéndome en sus oscuros ojos.

—¿Recuerdas que para un cumpleaños del niño sin dientes, ese que vivía al frente, nos hicieron bailar así? —pregunté esculpiendo una pequeña sonrisa—. Nuestros padres gastaron la memoria de sus cámaras sacándonos fotos.

La sonrisa diminuta le volvió y miró hacia otro lado cuando terminé de hablar.

—Sí —contestó—, también recuerdo que me pisaste un par de veces... y no fue de casualidad.

Me eché a reír rememorando su expresión.

—Era para romper el incómodo momento.

«Vaya excusa más mala», pensé y de pronto mi pie pisó el suyo.

—¿Cómo ahora?

Me sonrojé encogiendo los hombros.

—Eso no estaba planeado.

Negó con la cabeza.

Felix y su personificación de la tolerancia y paciencia en persona.

Elevó su barbilla al cielo, contemplando el repentino cielo nocturno que nos envolvía. Observé cada detalle de su rostro contra la precaria luz que la cancha del colegio nos regalaba.

Tragué saliva con la garganta quemándome ante las ansias de pronunciar y preguntar lo que me acongojó durante el transcurso de los días siguientes a mi declaración.

—Felix, tú...

—Mira —interrumpió dejando de mecerse. Bajó su mano de mi cintura, pero la otra permaneció entrelazada a la mía, ya más tibia.

Imité su postura creyendo que un meteorito por fin caería en la Tierra para evitar mis desasosiegos. Sin embargo, estaba equivocada por completo.

En el cielo no había meteorito alguno, sino estrellas que brillaban como si lo hicieran solo para nosotros. Una de ellas recorría el cielo dejando una estela de luz que se fue perdiendo poco a poco.

Era una estrella fugaz.

—Pide un deseo —me animó, bajando su cabeza.

Y lo hice, pero éste no se cumplió.



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