Lian's Story

By LillyDiaz18

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(Basada en la película de Disney, The Lion King) "Supongo que esta es la parte donde escribo un mon... More

Dedicatoria
Prólogo
Prefacio
Capítulo 1:Kopa
Capítulo 2: El cañón
Capítulo 3: Ser valiente
Capítulo 4: Familia
Capítulo 5: Despedida
Capítulo 7: El árbol y el rayo
Capítulo 8: Destierro
Capítulo 9: La noche más larga
Capítulo 10: Forastera
Capítulo 11: Noche de estrellas
Capítulo 12: Club de solitarios
Capítulo 13: El león de melena negra
Capítulo 14: Recuerdos
Capítulo 15: Camino de vuelta
Capítulo 16: Recién llegado
Capítulo 17: Cementerio
Capítulo 18: Kiara y Kion
Capítulo 19: La vida en el reino
Capítulo 20: Algo nuevo
Capítulo 21: In-comodidad
Capítulo 22: Praderas
Capítulo 23: Un diente, un árbol y un cocodrilo
Capítulo 24: Caras viejas, caras nuevas
Capítulo 25: Niñera
Capítulo 26: Flores de baobab
Capítulo 27: La Guardia del León
Capítulo 28: Buscar y Encontrar
Capítulo 29: Ley del hielo
Capítulo 30: Visitas
Capítulo 31: La charla sobre la piedra
Capítulo 32. El viaje de Mheetu
Capítulo 33: Inquebrantable
Capítulo 34: Ojos marrones
Capítulo 35: La cacería de búfalos
Capítulo 36: Confusión
Capítulo 37: Puntos suspensivos
Capítulo 38: Dejar ir
Capítulo 39: Tocar fondo
Capítulo 40: La selva y la bala
Capítulo 41: El acantilado y el rio
Epílogo: Nunca dicen adiós
Curiosidades
Galería de "Fan Arts"
Preguntas y Respuestas
Agradecimientos
Nominada (No es un capítulo)
Tag del Fanfic (no es capítulo)
😁 Nominación 😁
Otra nominación (para más views)
ESTRENO: Lian's Story 2

Capítulo 6: Duo

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By LillyDiaz18

    Los músculos de mis piernas ardían como si estuviesen rodeados de un fuego infernal debido al agotamiento. Mis pulmones se rendían ante el dolor palpitante dentro de mi pecho, ocasionado por la falta de oxígeno. Pero no podía detenerme.

Escuchaba claramente sus pasos detrás de mí, pisándome los talones y amenazando con atraparme. Sentía su cálida respiración recorriendo mi cuello. La presión de sus ojos, clavados en mi nuca.

Estaba oscuro. Hacía frío. Había mucha vegetación. Estaba perdida en la selva a mitad de la noche. Mis ojos apenas podían distinguir el camino corriendo a esa velocidad, y las ramas y hojas a mi alrededor no dejaban de golpéame continuamente. Era peligroso, pero era peor detenerse.

Un rayo atravesó el cielo, iluminando brevemente mi sendero. La luz blanquecina duró apenas unas pocas milésimas de segundo, pero fueron suficientes para ayudarme a encontrar una salida de aquel laberinto. Y para mostrarme la proximidad de mi perseguidor. Su sombra se vio proyectada frente a mí, delgada, alta, oscura y densa, como un espectro maligno del bosque. Llevaba al frente un arma alargada que rugía y escupía pequeñas esferas de fuego que quemaban cuando te alcanzaban.

Yo era la presa, y él el cazador. Una posición poco agradable para un león.

Al internarme más en la selva, la situación empeoró. Debía encontrar un buen escondite, pues era obvio que no podría deshacerme de él corriendo. Se movía tan rápido como yo, y temía que pudiese hacerlo incluso más. Su cuerpo estrecho y su grácil caminar en dos patas le facilitaban el acceso entre los árboles, cosa que para mí era imposible.

Empezaba a cansarme, el agotamiento era evidente. Él ya debía saberlo, era lo que estaba esperando para poder atacar. Pero yo era una leona, no estaba acostumbrada a rendirme y no iba a sucumbir ante el cansancio físico. No sin antes pelear.

Aceleré el paso tanto como el terreno me lo permitió. El suelo era irregular, lleno de piedras, raíces de los árboles, agujeros... y cuestas traicioneras. Mi pata trasera se atascó entre un par de ramas extrañamente torcidas y perdí el equilibrio. Al otro lado había, para mi desgracia, una marcada depresión donde no había nada que pudiese detener mi caída.

Aterricé de bruces sobre la tierra, y continué descendiendo por la cuesta a base de resbalones y piruetas poco cómodas. Sentía cada golpe, cada pequeño guijarro enterrándose en mi piel. Y, tras un doloroso golpe sordo, caí por fin al desnivel donde terminaba la pendiente.

Un segundo relámpago arrojó una chispa de luz a la selva. En la cima de la cuesta por donde acababa de resbalar, esta él. Su figura era tan alta como los árboles, y sus ojos rojizos inyectados en sangre parecían arrojar fuego sobre mí. Tomó aquella arma brillante, y apuntó su boca hacia abajo, hacia mí.

Me levanté tan rápido como pude, haciendo caso omiso del dolor de la caída y las heridas que esta me había ocasionado. Salté hacia atrás para salir de su campo de visión, y me descubrí atrapada entré el monstruo y una colosal pared de piedra. Esta vez no había salida.

El ser avanzó hacia mí, y de un salto bajó hasta mi posición. Su arma estaba preparada para atacarme, y mi cuerpo se paralizó al descubrir que era el fin. El monstruo se acercó cautelosamente, sin bajar la guardia, sin descuidar a su presa.

Otro relámpago resplandeció sobre el firmamento, dándome a conocer la identidad de mi captor. Era un ser alto, sin pelo que cubriese la piel de su cuerpo, pues este se albergaba únicamente en la cabeza; de facciones blancas, ligeramente rosadas, y un par de ojos oscuros que me observaba con odio bajo aquellas tupidas cejas negras. Se balanceaba sobre sus patas traseras, mientras las delanteras sostenían el arma que me daría muerte. Toda su anatomía estaba cubierta por un extraño material, diferente a cualquiera que hubiese visto antes. Entonces recordé su nombre.

Un humano.

El monstruo esbozó una sonrisa. Y el arma escupió.

Abrí los ojos de golpe. Tenía la respiración agitada, la garganta reseca y la nariz cubierta de tierra. Mis pupilas no tardaron en reconocer el lugar. Estaba en casa, dentro de nuestra cueva en la Roca del Rey. Todo había sido un sueño.

Solo un sueño, me dije, intentando tranquilizarme.

La cabeza me daba vueltas y la frente me dolía como si en verdad el cazador de mi sueño me hubiese disparado. Me estiré con cuidado. El cuerpo me dolía incluso más que esa mañana, cuando Mheetu fue a buscarme para dar su anuncio a la manada. Busqué con la mirada la entrada a la guarida. Afuera el Sol caía como plomo.

¿Qué hora es?, me pregunté.

Intenté ponerme de pie, pero las piernas me fallaron y regresé al suelo de golpe. El impacto sacudió mi cabeza e intensificó el dolor en mi frente. Por acto reflejo, me sobé suavemente la zona con la pata. No recordaba mucho, y no estaba segura del por qué me dolía, pero era horrible.

— Lian, al fin despiertas — reconocí la voz de Nala.

Me volví para buscarla. La leona se encontraba a mis espaldas, tumbada de costado sobre el montículo donde ella y Simba solían dormir. Su abultado vientre de embarazada no le permitía acostarse en otra posición, ero se veía bastante cómoda. Tal vez porque sabía que su limitada movilidad pronto valdría la pena, teniendo como hermosa recompensa su segundo cachorro que, por lo visto, no tardaría demasiado en querer salir a conocernos.

Giré con cuidado para verla de frente.

— ¿Qué... qué pasó? — mi voz se escuchaba seca y rasposa.

— Las leonas te trajeron a casa inconsciente — explicó con voz cálida y esa mirada maternal que había aparecido en sus ojos tras el nacimiento de Kopa. — Dicen que una cebra te golpeó en la frente y te desmayaste. Simba las ayudó a cargarte hasta aquí.

— ¿Simba? — repetí, volviéndome hacia la entrada de la cueva.

Afuera todo parecía bastante tranquilo. ¿Dónde estaba todo el mundo?

— Las leonas salieron de caza y tu hermano está patrullando el reino — agregó Nala, como si hubiese leído mis pensamientos.

Eso lo explicaba.

— ¿Qué hora es? — pregunté, antes de lanzar un profundo bostezo.

— Poco más de medio día.

— Creí que sería más tarde. Tengo sed. Y mucha hambre, ¿aún queda algo de las cebras?

Apoyé mis patas con cuidado para intentar, una vez más, ponerme de pie. Esta vez fue mucho más fácil, como si mi sentido del equilibrio estuviese recuperándose. Nala me observaba atenta.

— Lian... has dormido durante dos días.

Eso me erizó el pelo del cuello.

— ¡¿Dos días?! — jadeé.

— Parecía que habías muerto — bromeó, pero sus facciones volvieron a serenarse al notar que mi expresión de sorpresa solo aumentó tras su comentario. — Seguro quieres comer algo. Te guardamos un poco del desayuno, por si acaso. Está afuera.

Me limité a asentir en respuesta.

Caminé sin prisas hacia el exterior. Mis piernas y brazos aún flaqueaban a ratos y amenazaban con hacerme regresar al suelo. Un paso a la vez, como de cachorra aprendiendo a andar.

Aún a ese paso, no tardé mucho en llegar al exterior. Como había pensado, el sol golpeaba con mano dura la sabana, pero nada fuera de lo común. Después de pasar dos días confinada a la oscuridad de la cueva, el calor se sentía bien sobre mi piel adormecida y sucia.

Como Nala había indicado, encontré los restos, aún con la sangre fresca, de una gacela a la sombra de una de las acacias que crecían sobre la Roca. Siempre me había parecido curioso el hecho de que un árbol tan grande como las acacias pudiese crecer en un terreno tan duro y muerto como las piedras. El instinto de supervivencia es uno de los más fuertes.

El animal había quedado recostado sobre su flanco derecho antes de que mi familia decidiera empezar a almorzar, por lo que podía ver ante mí sus delgadas patas, casi intactas, terminadas en una pesuña doble que lucía bastante desgastada. Seguro había sido un ejemplar de edad avanzada, sus largas astas lo confirmaban. La cabeza no tenía un solo rasguño, pero el cuerpo, a partir de la yugular, se encontraba completamente destazado. Las costillas de la gacela estaban descubiertas casi en su totalidad, carentes del músculo que solía rodearlas y protegerlas. La cavidad torácica estaba abierta y desgarrada, y desde fuera podía apreciarse la falta de algunos órganos internos. Algunas moscas empezaban a husmear entre los pliegues de piel teñidos en bermellón. ¡Valla festín que se habían dado sin mí!

El olor de la sangre me motivó a recorrer los últimos metros que me separaban de la gacela. Un par de segundos bastaron para cumplir mi cometido, e incrusté mis dientes con enjundia en la carne suave del muslo de la presa. Apenas ese sabor salado hizo contacto con mi lengua, me entregué por completo a mis instintos. No me había percatado de cuan hambrienta estaba en verdad hasta ese momento. Era como si mi estómago cantara de alegría después de dos días sin combustible.

La carne pareció terminarse demasiado pronto para saciar mi hambre, y no dudé en continuar por roer los huesos y las costillas que aún conservaban algo de aquel preciado alimento. Incluso, una vez terminada la tarea, mi estómago me obligó a hundir la cabeza en los restos del tórax y buscar algo comestible dentro del animal.

Cuando terminé, la gacela había perdido su forma definitivamente. Aún quedaban algunos restos de piel y órganos, pero eso iría a parar al estómago de algún animal carroñero. Los buitres y los chacales abundaban a esa hora del día. Me aparté del cadáver y procedí a limpiar los restos de sangre de mi cara. Estaba echa un completo desastre; no recordaba cuando había sido la última vez que había comido con esos modales. Limpiarlo no sería tarea fácil.

Pensé que lo mejor sería limpiar mi pelaje con agua. Ir al manantial resultaría perturbador para los animales que pudiesen estar cerca, así que decidí asistir al pequeño abrevadero que se encontraba sobre el costado derecho de la Roca del Rey, cerca de la cueva donde dormían Zira y sus cachorros, misma que alguna vez perteneció a Scar.

Pasé trotando frente a la cueva para evitar llamar la atención de Nala, y continué hasta llegar al otro extremo de la Roca del Rey, justo donde estaban los peldaños. Escruté rápidamente el panorama, asegurándome que estuviese despejado para poder moverme sin ser vista en aquellas condiciones. Todo lucía bastante tranquilo, y si había algún animal en las cercanías debía estar lo bastante lejos como para no percatarse de la sangre.

Descendí la escalinata con agilidad. Apenas mis patas tocaron la tierra seca de la sabana, reinicié mi trote hacia el abrevadero. Corrí hacia mi flanco izquierdo atreves del área despejada que formaba un medio circulo entre la Roca y la cueva de Zira. Si tenía suerte, esta estaría tan ocupada cuidando del pequeño Kovu que no notaría mi presencia. Di vuelta al finalizar la zona rocosa, y continué avanzando a espaldas de los aposentos de la leona. Ahí, justo donde la piedra empezaba a tomar volumen para formar nuestra cueva, estaba mi objetivo.

Era apenas un charquillo, reducido por la aridez de la temporada, de forma ovoide que se encontraba cómodamente ubicado a la sombra de dos acacias. Me acerqué a él, y contemplé mi reflejo en sus aguas, tan cristalinas y frescas como siempre. Mis ojos verdes resaltaban enormemente en contraste con el bermellón de la sangre. Mi nariz, cuyo color rosado no había cambiado desde la infancia, estaba ahora cubierta por una capa rojiza que empezaba a tornarse marrón.

Fruncí el ceño. La sangre empezaba a oxidarse, y solo complicaría más la labor. Sin pensarlo demasiado, inhalé una profunda bocanada de aire y sumergí la cabeza completa en el estanque. El agua fría refrescó mi herida en la frente y limpió mi pelaje.

El fondo del mismo, revestido de una delgada capa de lama y plantas acuáticas, era habitado por diminutos pececillos de colores amarillos y naranjas. Incluso logré ver un par de jóvenes renacuajos moviéndose nerviosamente a mí alrededor. El agua surtió efecto, y una serie de hilos carmín empezaron a desprenderse de mi pelaje para subir hacia la superficie del abrevadero, en una danza ondulatoria que atrajo la atención de los pequeños seres que habitaban en el agua.

Sentí como mis pulmones empezaban a exigir aire nuevo, y me vi obligada a salir en su búsqueda. El agua chorreante terminó por mojar el pelaje de mi cuello y hombros también. Sacudí la cabeza de un lado a otro para deshacerme de aquellas gotitas impertinentes y procedí a secar el resto a lengüetazos. De todos modos iba a tener que hacerlo después de dos días sin saber nada de mí.

Y como era una tarea que no requería más que de mis patas y mi lengua, mi mente automáticamente voló hasta Mheetu. ¿Cómo estaría pasando su tercer día lejos de casa? ¿Habrían encontrado ya algún amigo? ¿Cómo había logrado alimentarse en todo este tiempo?

Imaginarlo solo y perdido me dejaba un mal sabor de boca. Sobre todo porque, de ser ese el caso, ni yo ni la manada tenía forma de ir en su búsqueda y ayudarlo. El mundo fuera del reino era muy grande y peligroso. Podría toparse con otras manadas de leones que lo atacarían al invadir sus territorios; o verse en medio de una estampida como la que habíamos ocasionado hace unos días; o, incluso, y tal vez la peor de las opciones, toparse con algún humano.

Un escalofrío bajó por mi columna al recordar mi sueño. Nunca había visto uno de frente, tan solo escuchado historias y visto dibujos del viejo Rafiki. Hacía años que los cazadores no aparecían por las Tierras del Reino, y probablemente el mandril fuese el único animal en toda la sabana en recordar a aquellos invasores. Sus relatos y figuras impresas en pulpa de fruta sobre los árboles eran todo lo que conocía de esos monstruos.

¿Qué podría hacer Mheetu, estando solo y cansado, si llegaba a encontrarse a uno de ellos en su camino?

— ¡Lian! — escuché un revoloteo sobre mi cabeza.

Al alzar la mirada, me topé con los oscuros ojos de Zazú, quien lucía bastante agitado aun descansando sobre las ramas de las acacias.

— ¡Zazú! — exclamé, girando mi cuerpo para quedar de espaldas al ave. Giré la cabeza hacia atrás y lo miré por encima del hombro. — ¿Qué no ves que estoy a mitad de mi baño?

El aludido puso los ojos redondos y al instante se cubrió el rostro con el ala derecha, avergonzado.

— ¡Lo siento, alteza! — se disculpó. — Venía a avisarle que su hermano está esperándola en la Roca del Rey. Es urgente.

— ¿Simba? — arqueé una ceja. — ¿Y a mí para que me quiere?

— Se trata de Nala. El nuevo cachorro está en camino.

Sentí que mi corazón se detuvo por un instante. Mi segundo sobrino estaba a punto de nacer y yo perdiendo el tiempo en un baño. Tardé apenas fracciones de segundo en ponerme de pie y, al instante siguiente, me encontraba corriendo de vuelta a la cueva con Zazú volando por encima de mí.

En la distancia reconocí a Kopa, seguido de Vitani y Nuka, dirigiéndose hacia las escalinatas de piedra. Los cuatro llegamos a estas de forma simultánea y trepamos sobre ellas sin perder tiempo. Zazú llegó, por mucho, antes que nosotros y se detuvo al pie de la guarida, observando hacia el interior.

Kopa y yo fuimos los primeros en acercarnos a curiosear y asomamos nuestras cabezas por uno de los costados de la guarida. Al igual que en el nacimiento de su primogénito, Nala estaba tumbada de costado en el suelo, sosteniendo cariñosa y delicadamente un pequeño bulto pardo entre sus brazos. Rafiki y Simba observaban la escena, posados junto a ella. El cachorro y yo intercambiamos una mirada antes de decidirnos a entrar en escena.

    Mi sorpresa aumentó cuando, al acercarme más, descubrí que no se trataba de una sola bola de pelos. Nala acariciaba y besaba a dos cachorros diferentes.

Por el tamaño que había tomado su barriga en las últimas semanas, no me sorprendía. Hacía bastante que la pobre había perdido gran parte de su movilidad, y los culpables eran esos dos que observaba con tanto cariño.

Simba nos dedicó una sonrisa orgullosa mientras nos acercábamos. Su hijo tomó la delantera y avanzó, curioso, hasta su madre. Los pequeños bultos peludos que acurrucaban en su pecho se removieron, y dos diminutas cabecillas aparecieron para observarnos con unos brillantes ojos rojizos.

— Wow — susurró el pequeño.

Sus padres rieron.

Me acerqué hasta quedar junto a mi sobrino y poder observar mejor a los nuevos cachorros. Sus pelajes estaban húmedos aún. El primero era ligeramente más anaranjado que el de su hermano, pero tenían los mismos ojos de Simba, los ojos de papá. El segundo era casi idéntico a Kopa cuando nació; lo único que lo diferenciaba de este eran esas diminutas manchas oscuras en las patas.

— Ahora eres su hermano mayor, Kopa — explicó Simba.

— Sus nombres son Kiara y Kion — dijo Nala, acariciando respectivamente al cachorro de pelaje anaranjado y al de pelaje dorado.

Los pequeños Kiara y Kion.

Ambos tenían una mirada tan parecida a la de Kopa. No eran idénticos, pero me recordaron mucho a la primera vez que vi al primogénito de mi hermano.

Me pregunté si así nos habría visto la manada a Simba y a mí de pequeños, buscando similitudes entre ambos y destacando los rasgos que cada uno empezaba a tomar de nuestros padres. Alcé la mirada un momento para observar a mi hermano. Lo recordé durante sus años de adolescente, con esa melenilla en desarrollo que le daba un horrible aspecto desgarbado y descubrí que había conservado parte de ese peinado, ahora con más pelo. Hice una mueca al pensar que alguien, tal vez, había llegado a compararme con él. Esperaba que no hubiesen encontrado parentesco entre nosotros... al menos no en esa época.

— ¿Estas feliz, Kopa? — preguntó la leona.

Bajé la vista hasta el aludido.

— Sí, ¡es genial! — sonrió.

— ¿Por qué no me dijiste que estabas en trabajo de parto antes de que me fuera? — subí la mirada hasta Nala.

Ella se encogió de hombros.

— Acababas de despertar de un sueño de dos días. Estabas desorientada. No quería abrumarte tan pronto. Además, Simba ya había ido a buscar a Rafiki.

¿Abrumarme? ¡Pero si son mis sobrinos!

Escuché pasos cerca de nosotros. Al dirigir mi atención a la entrada de la guarida, me topé con los curiosos ojos del resto de la manada. Mamá fue la primera en entrar, seguida de mis tías y, por último, las demás. Ella se acercó hasta nosotros con ese caminar tan suyo, tan digno de una reina, y miró a sus nietos con los ojos llenos de ternura, la misma mirada que me dedicaba cuando, de pequeña, decía o hacía algo que le pareciera lindo.

— Son tan tiernos — dijo, sentándose al lado de su hijo.

Una avalancha de cuerpos llenó la estancia en segundos, y me vi obligada a apartarme del lado de Nala para dar oportunidad a las demás de conocer a los cachorros. Como pude, en medio de un mar de patas y cabeza, atravesé el lugar hasta llegar al lado de Simba, quien no apartaba la mirada de sus pequeños. Me senté junto a él y a mi madre.

— ¡Oh, Simba! — exclamó mamá, observándolo como si estuviese mirando el cielo. Le dio un abrazo. — Luces tan orgulloso como tu padre.

Eso me provocó una ligera sacudida de recuerdos que seguro mi hermano había sufrido también. Nunca nadie sabría exactamente lo que había ocurrido aquel fatídico día. Nadie sabría lo que se sentía haber sido testigos algo de ese calibre. Ni habría presenciado su muerte. Ni lo habría visto siendo traicionado por su hermano; mucho menos cayendo al vacío, hacia los devastadores cascos de los ñus, hacia su muerte. Solo nosotros, y por ello éramos los que más sufrían al escuchar alguna mención de él.

— Gracias, madre — fue la única respuesta del león, demasiado agobiado con la nube de recuerdos como para decir más.

*                *                 *               *                *

    El sol bañaba con sus últimos rayos la superficie de la sabana y las gruesas nubes que empezaban a acumularse en el cielo. Estas eran tan densas que, en combinación de la luz solar, en lugar de ese típico color melocotón que solían adquirir, se tiñeron de una tonalidad grisácea que opacaba parte de su resplandor sin llegar a perder la belleza del ambiente.

África se preparaba para, una noche más, ir a dormir. A lo lejos se podía apreciar a las manadas corriendo y reuniéndose unas con otras para poder descansar seguras, y las parvadas de aves volando de regreso a los árboles donde solían pasar la noche. El viento soplaba fuertemente, cargado de una energía y humedad que hacía meses no se veía en el reino. Definitivamente esas nubes significaban lo que todos esperábamos: lluvia.

Bostecé de aburrimiento. Nuka había desaparecido desde la mañana. Kopa y Vitani habían decidido apreciar el atardecer desde el punto más alto de la Roca del Rey, ahí donde papá nos había llevado, hacía tantos años, a contemplar nuestros vastos territorios. Y yo, tumbada sobre mi vientre, observaba todo eso desde la punta de la plataforma donde Rafiki había presentado a Kopa hacía ya tantos meses.

Había sido un día largo y lo último que quería era dormir otra vez. Tras pasar dos días completos casi muerta, no quería regresar a la cueva a hacer eso un segundo más. Pero tampoco había mucho que hacer ahí afuera sin Mheetu, Timón y Pumba.

Apoyé la cabeza entre mis patas y solté un suspiro. A mis espaldas se escuchaban los chillidos de Kiara y Kion, desde algún punto de la cueva. Esperaba, al igual que todos, que no fuesen unos cachorros tan ruidosos como lo había sido su hermano. Nadie quería pasarse las noches escuchando el lloriqueo de un par de bebés.

Me percaté del sonido de unos pasos detrás de mí. Me giré para descubrir la identidad de mi nuevo acompañante. Simba caminaba tranquilamente en mi dirección, con esa sonrisa que se había tatuado en los labios desde el nacimiento de los cachorros. Al llegar a mi lado, se tumbó sobre su estómago para observar el reino junto a mí.

— ¿Qué haces aquí tan sola?

— Solo estoy sentada, sopesando la idea de regresar a la cueva después de pasar dos días inconsciente.

— No eres la única — sonrió. — Todos pasamos esos dos días encerrados en la cueva gracias a la lluvia. Las primeras de la temporada. No fue demasiado, pero aun así nadie quería salir a mojarse.

Viéndolo así, tal vez haber dormido todo ese tiempo no era algo tan malo.

— ¿Y tú qué tal? ¿Demasiada paternidad por hoy? — pregunté, esbozando una media sonrisa.

El león rio entre dientes.

— No. Es un trabajo agotador, pero tiene sus recompensas — explicó, sin dejar de sonreír. — Algún día lo entenderás.

— Eso lo dudo.

— Jamás niegues algo a futuro, Lian — fijó sus ojos sobre el horizonte anaranjado. — Nunca sabes lo que puede pasar.

— Esto es algo que no tiene un puede pasar — pronuncié esas últimas dos palabras imitando su voz. — No hay otras opciones que elegir, solo esa.

— ¿A qué te refieres? — su atención regresó a mí.

— Ambos sabemos mi plan — esta vez, fui yo quien se volvió hacia la sabana. — En una vida así no hay tiempo para tener familia. Ni siquiera para tener una pareja. Solo yo y el mundo. ¿Qué puede ser mejor que eso?

Simba se encogió de hombros.

— No morir sola.

Ese comentario lo hizo ganador de un codazo en las costillas de mi parte. Simba rio con ganas de su mal chiste, y no pude evitar corearlo durante algunos segundos.

— Algún día conocerás a un chico que te hará cambiar de parecer, y recordarás esta conversación pensando en mi diciendo te lo dije — sentenció.

Solté un bufido.

— Serías como la tercera o cuarta imagen que aparecería en mi cabeza, hermanito — agaché la mirada, frunciendo el ceño. — Últimamente pareciera que todos se esfuerzan en hacerme cambiar de parecer, como si estuviesen convencidos que lo que planeo terminará siendo un desastre.

— Seguro es porque todos ya sospechan que morirás sola — solo pude responder con otro codazo. — ¡Es demasiada coincidencia!

— ¡Ya! — chillé entre risas.

Alcé el brazo para asestarle un tercer golpe, pero su pata desvió mi ataque y contuvo mi mano contra el suelo. Giré sobre mi sitio, quedando boca arriba, para liberar mi brazo izquierdo y poder golpearlo, pero él volvió a detenerme en el acto. Aquella sonrisa de antaño, la misma que se dibujaba en su rostro cuando jugábamos de niños, reapareció misteriosamente en sus facciones. Le devolví la sonrisa mientras intentaba liberarme de sus manos.

— Aún puedo ganarte si quiero — exclamó como ese brabucón que solía ser con nuestros amigos.

Fruncí ligeramente el ceño. Moví las patas traseras hasta tocar su estómago y lo empujé con la fuerza suficiente para quitármelo de encima. Una vez libre, tomé posición de ataque. Simba retrocedió un par de pasos, parado sobre sus patas traseras, para recobrar el equilibrio.

— Olvidas que era yo quien ganaba — me agazapé.

— ¿Usando trucos baratos para salir de los problemas?

— Una buena parte de mi vida podría resumirse en esa frase.

El león no tardó en saltar en mi dirección. El hecho de haber quedado al borde de la plataforma complicaba mi movilidad y, al no tener escapatoria, solo pude limitarme a observar como mi hermano caía sobre mí. Ambos aterrizamos al filo de la piedra y, sin perder tiempo, nos dedicamos a intentar mordisquear o golpear al otro, igual que de cachorros.

Claro que, ponerse a jugar en tal sitio para tentar a la muerte era otro nivel que nunca habíamos probado.

Busqué sus costillas para provocarle cosquillas, pero fue en vano. Lo único que conseguí fue un mordisco en el brazo, mismo que vengué golpeando su nuca con mi mano libre. Simba me liberó, solo para proyectar sus colmillos hacia un punto más delicado: mi oreja. Claro que, siendo un juego, la acción no me lastimó en lo más mínimo. Habíamos tenido peores peleas de pequeños. Pero era una oportunidad.

Solté un chillido tan agudo que mi hermano no tuvo otra opción que retirarse. Su mirada angustiada se dirigió a mi oreja, misma que no tardé en cubrir con mi mano. Hice una mueca de dolor que solo agudizó la preocupación de Simba. Me puse de pie sin apartar los dedos de mi cabeza.

— ¿Estas bien? — preguntó.

Sobé la zona con cuidado durante algunos segundos.

— Yo... creo que sí — y dicho esto, me lancé sobre su cuello.

Su melena espesa impidió que mis dientes rozaran siquiera su piel y mi boca quedó cubierta de un grueso mechón de pelo rojizo. El impulso de mi salto ocasionó que ambos perdiéramos el equilibrio, y terminamos rodando por la plataforma, cuesta abajo, en dirección a la cueva. Justo cuando estábamos por llegar al pie de la guarida, me detuve en seco para dejarlo recostado sobre el piso y fuera de combate. Simba me observaba con los ojos llenos de perplejidad.

— ¿Lo ves? — sonreí, victoriosa.

— Fue trampa — frunció el ceño, y me empujó con el brazo para que me alejara de él. — Fingir estar herida... esa es la idea más vieja que hay. ¿Cómo no lo sospeché?

Mi sonrisa se ensanchó mientras él recobraba su postura.

— He ahí la magia, hermanito — canturreé. — Lo importante no es el truco en sí, sino parecer inocente y que nadie sospeche.

— ¡Pero si era muy obvio! — me espetó. — Siempre hacías eso de cachorra.

— Es parte de mi encanto natural — crecí mi sonrisa hasta mostrarle todos los dientes.

Simba me dedicó una falsa mirada asesina.

— Tienes que aceptar que sin mi tu vida sería muy aburrida.

— Oh, claro — dijo con una sonrisa sarcástica. — No puedo imaginar un solo día sin tu fastidiosa presencia.

Abrí la boca para responder a su comentario cuando el estruendo de un relámpago me interrumpió. Ambos observamos hacia el horizonte, donde no tardamos en apreciar un par de rayos eléctricos bajando desde el cielo a una velocidad increíble, antes de tocar la tierra y desaparecer en el aire. Los relámpagos que los siguieron fueron aún más fuertes que el primero.

— ¡Papá! ¡Lian! — esa era la voz de Kopa.

Este apareció bajando rápidamente las piedras al costado de la cueva. Seguro los rayos la habían alarmado. Trotó en nuestra dirección apenas aterrizó en la plataforma de roca.

— ¡Kopa! ¿Dónde estabas? — inquirió su padre, extrañado.

El cachorro se detuvo frente a nosotros y agachó las orejas. Su mirada lo delataba: no tenía pensada alguna excusa para su padre. Simba le había prohibido subir solo a la cúspide de la Roca del Rey por miedo a que su heredero pudiese accidentarse.

— Yo... eh...

— Jugando con Vitani — interrumpí, para salvarle el pellejo.

Simba me miró de reojo, sospechando ante mis palabras. Un guiño de ojo y una sonrisa boba fueron suficientes para desaparecer sus pensamientos. Luego me giré hacia el pequeño, a quien le dediqué una sonrisa de complicidad. Kopa me la devolvió con una mirada llena de agradecimiento.

— M-E D-E-B-E-S U-N-A — articulé con los labios, cuidando no ser vista por mi hermano.

Para nuestra suerte, este se encontraba ensimismado observando el horizonte. Los rayos del sol habían desaparecido casi por completo, y lo único que producía algo de luz eran aquellos poderos rayos eléctricos que anunciaban con revuelo la llegada de la temporada de lluvias.

— La tormenta se aproxima — dejo el león, antes de volver la cabeza hacia nosotros. — Será mejor que vayamos adentro.

Un disparo eléctrico aterrizó varios kilómetros más cerca de la Roca del Rey, de modo que el cielo se iluminó como si fuese medio día. La superficie esponjosa de las nubes se vio cubierta, por una milésima de segundo, con un impresionante diseño de líneas y ramificaciones blancas que desaparecieron en un parpadeo. Y luego, la lluvia apareció.

— De hecho, la tormenta ya está aquí — agregué, como si no fuese algo obvio.

Los tres entramos a la guarida para resguardarnos. Sin embargo, permanecimos al pie de esta, observando el panorama. La sabana se veía tan diferente así. Era una faceta casi desconocida de África. La lluvia tomó fuerza con velocidad, y el aire que la acompañaba, mismo que sacudía con violencia las copas de los árboles, hacía que las gotas descendieran cargadas ligeramente hacia la izquierda. A lo lejos, con cada rayo que aparecía en medio de la penumbra, lograba distinguirse la silueta del baobab de Rafiki. ¿Cómo estaría pasando aquel viejo simio el cambio de clima?

— Wow — exclamó el cachorro, asombrado ante la pinta que daba su primera lluvia. — Esta sí que será una tormenta pesada.

— Sí, pero no te preocupes — le sonrió mi hermano. — Nosotros estaremos a salvo aquí.

— ¿Dónde creen que Mheetu se resguarde de la lluvia? — la pregunta se formuló de entre mis labios casi al instante.

Al igual que Rafiki, el chico estaba ahí afuera, solo. Pero, a diferencia del babuino, Mheetu ahora vagaba por las praderas y no tenía un lugar específico donde caerse muerto. Su espacio en la guarida, el que siempre elegía para dormir, estaba solo y frío desde su partida.

— Estando solo puede hacerlo en cualquier parte — aseguró Simba. Giré la cabeza en su dirección para verlo. — Aunque no le caería nada mal un poco de agua.

Él y su hijo soltar un par de risas antes de que un rayo los interrumpiera. Su luz fue significativamente más intensa que la de sus hermanos anteriores, y el rugido que lo precedió laceró mis oídos. Para cuando aquel tintazo blanco se apagó, el cachorro había desaparecido de mi lado.

— Kopa, viniste corriendo adentro — escuché la voz risueña de mamá.

Antes de que pudiese saber dónde estaba el pequeño, Simba pasó a un lado mío y salió de la cueva. Caminó bajo la lluvia algunos metros, hasta la base de la plataforma de piedra en donde habíamos estado jugando hacía unos minutos. Me pareció extraño que decidiera salir a mojarse, pero supuse que debía tener sus propias razones.

Di media vuelta y caminé hacia el resto de la manada. Las leonas, tumbadas alrededor de Nala y los recién nacidos, observaban divertidas el comportamiento de mi sobrino. Kopa había corrido a esconderse detrás de su madre, dándole la espalda a la tormenta que se había desatado afuera.

— Pero miren quien está asustado — dije, con falsa sorpresa.

El cachorro se volvió para verme.

— ¿De qué hablas? — inquirió indignado, intentando lucir seguro y valiente. — Yo no veo a nadie asustado.

— ¿Quieres apostar? — sonreí, tumbándome sobre el sitio donde solía dormir: entre Simba y mamá, frente al espacio de Mheetu.

Antes de que alguno de los dos pudiese decir algo más, mi hermano regresó a la cueva. Con vigor, sacudió de su cuerpo las gotas de agua que escurrían por su pelaje, y luego avanzó hacia nosotros con una sonrisa en sus facciones.

— La lluvia se siente bien — exclamó en mi dirección. — Deberías salir a mojarte.

— Gracias — hice un ademán con la mano en señal de negación. — Prefiero un poco de tierra antes que apestar a perro mojado.

— Lo harás de todos modos.

Para cuando me di cuenta, tenía la cara hundida entre los cabellos chorreantes de su melena. El agua helada se coló fácilmente por mi pelaje hasta llegar a mi piel, y el contacto me hizo saltar de forma involuntaria. Con las patas delanteras empujé a Simba lejos de mí, y aterricé de pie en medio del lugar. Para mi desgracia, el gesto había sido tan eficaz que me había dejado con el rostro totalmente empapado. Sentía las mejillas tan frías como el corazón de Zira (si es que tenía).

— ¡Oye! — gruñí, observando cómo se burlaba del resultado de su travesura. — Esto es venganza por lo de hace rato, ¿cierto?

— ¡Buenas noches a todos! — se despidió sin más, avanzando en dirección a su familia.

Le clavé una mirada asesina.

— No me dejes hablando sola...

— ¡Buenas noches, Lian! — agregó por encima del hombro.

El sentimiento de impotencia se mezcló con la sorpresa, y lo único que conseguí hacer fue buscar la mirada de mamá. Ella observó mi aspecto y sonrió tiernamente antes de encogerse de hombros. No iba a hacerse cargo de las acciones de su hijo.

Puse los ojos en blanco. Regresé a mi espacio y me recosté de nuevo, buscando un buen punto para secar mi pelaje de último momento sin mojar a nadie más. Lamí el dorso de mi mano para luego restregarlo sobre mi mejilla. Era el único método que podía utilizar ahora para retirar el agua.

— ¿Te asustó la tormenta, papá? — escuché la voz de Kopa.

Alcé la cabeza un poco para poder apreciar la escena mientras terminaba de asearme.

— ¡Bah! Claro que no — respondió mi hermano, ahora descansando al lado de Nala. — Es solo un poco de agua.

Kopa pareció extrañado con la respuesta de su padre. Era un cachorro, seguro le parecería extraño ver que los adultos no le temían a las cosas que a él le causaban pavor. Yo también recordaba aquel tiempo en el que veía a papá como el león más valiente de toda África, como un auténtico héroe que no se inmutaba ante nada.

El pequeño saltó por encima de su madre. Se acercó hasta el vientre de Nala, donde Kiara y Kion bebían su leche con avidez, y observó a sus hermanos. Eran considerablemente más pequeños que él. Simba tenía la mitad de su edad cuando yo nací.

— Cuando yo sea rey, ¿Kion y Kiara que serán? — preguntó el pequeño, tocando inocente y accidentalmente una fibra memorial que no debía ser tocada.

Una repentina imagen de Scar llegó a mi mente. Pude notar que mi hermano también pensaba en algo similar. Volteó a verme de reojo, como esperando a que la respuesta se dibujara mágicamente en mi rostro.

Pasé un trago amargo de saliva. Desde que supimos sobre el embarazo de Nala, tras la recuperación de las Tierras del Reino, la manada entera había llegado al acuerdo de no hablar al cachorro sobre lo ocurrido con Scar. Al menos, hasta que fuese lo suficientemente mayor para saber de ello y entenderlo. Y Kopa era aún tan joven...

Alguien debía tomar cartas en el asunto. Inhalé hondo y aparté el recuerdo de Scar antes de que resultara extraña la reacción de Simba y él tuviese que contarle a Kopa sobre nuestro tío.

— Algo como yo — dije al fin, rompiendo un poco con la tensión en el ambiente.

Claro que Simba y yo no éramos los únicos que habían recordado al león.

— ¿Y qué eres tú? — el cachorro arqueó una ceja.

— La tía de un niño muy curioso — sonreí. — ¡Ven acá!

Estiré mi cuerpo tanto como me fue posible, cuidando no herir a Kiara ni a Kion en el proceso, hasta atrapar al pequeño con las manos. Lo arrastré lejos de su madre y de cualquier otra leona de la manada, antes de recostarlo sobre la piedra y buscar a tientas sus costillas.

— ¡No, no, Lian! — rio Kopa, estremeciéndose de un lado a otro como si uno de los rayos de la tormenta la hubiese alcanzado — ¡Me haces cosquillas!

De alguna forma logró impulsarse con las patas traseras y escapar de entre mis manos. El pequeño fugitivo corrió de regreso con su padre. Kopa saltó sobre él, apoyando sus patas sobre la nariz del león.

— ¿Qué crees que estén haciendo Timón y Pumba? — preguntó el infante.

— Pasando el rato juntos.

— Organizando alguna fiesta, disfrutando de la exótica vida en la selva — puntualicé, regresando a mi sitio en la cueva. — Los días allá son muy tranquilos.

Kopa clavó sus ojos curiosos sobre los míos.

— ¿Lo extrañas?

— Solo a veces... cuando el pequeño príncipe no se duerme — sonreí, y alcé la mano hacia él para sacudir el mechón rojizo de su frente. — Anda ya, mañana será un nuevo día y necesitas descansar.

— Sí, hasta mañana, tía Lian — se despidió, acurrucándose entre sus padres como solía hacerlo desde bebé.

— Hasta mañana, Kopa.

Crucé los brazos por delante de mi cuerpo y apoyé mi mentón sobre ellos. Fijé la mirada hacia el horizonte, en el exterior de la guarida. Un par de rayos más dieron color al cielo grisáceo de la noche, dibujando las siluetas de la pradera como objetos negruzcos y bidimensionales.

Los relámpagos de la tormenta eran más fuertes que el barritar de los elefantes, pero aun así, el sonido de la lluvia logró tranquilizarme y reducir la tensión que se había acumulado en mi cuerpo tras salvar a Kopa de la plática sobre Scar. ¿Cómo es que unas cuantas gotas de lluvia podían lograr ese efecto? Es algo que siempre me había parecido tan sorprendente como carente de sentido. Pero tan reconfortante como la mejor canción de cuna que pueda existir.

Y con ella no tardé en entregarme a la voluntad de Morfeo.

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