Lian's Story

By LillyDiaz18

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(Basada en la película de Disney, The Lion King) "Supongo que esta es la parte donde escribo un mon... More

Dedicatoria
Prólogo
Prefacio
Capítulo 1:Kopa
Capítulo 2: El cañón
Capítulo 3: Ser valiente
Capítulo 4: Familia
Capítulo 5: Despedida
Capítulo 6: Duo
Capítulo 7: El árbol y el rayo
Capítulo 8: Destierro
Capítulo 9: La noche más larga
Capítulo 10: Forastera
Capítulo 11: Noche de estrellas
Capítulo 12: Club de solitarios
Capítulo 13: El león de melena negra
Capítulo 14: Recuerdos
Capítulo 15: Camino de vuelta
Capítulo 16: Recién llegado
Capítulo 17: Cementerio
Capítulo 18: Kiara y Kion
Capítulo 19: La vida en el reino
Capítulo 20: Algo nuevo
Capítulo 21: In-comodidad
Capítulo 22: Praderas
Capítulo 24: Caras viejas, caras nuevas
Capítulo 25: Niñera
Capítulo 26: Flores de baobab
Capítulo 27: La Guardia del León
Capítulo 28: Buscar y Encontrar
Capítulo 29: Ley del hielo
Capítulo 30: Visitas
Capítulo 31: La charla sobre la piedra
Capítulo 32. El viaje de Mheetu
Capítulo 33: Inquebrantable
Capítulo 34: Ojos marrones
Capítulo 35: La cacería de búfalos
Capítulo 36: Confusión
Capítulo 37: Puntos suspensivos
Capítulo 38: Dejar ir
Capítulo 39: Tocar fondo
Capítulo 40: La selva y la bala
Capítulo 41: El acantilado y el rio
Epílogo: Nunca dicen adiós
Curiosidades
Galería de "Fan Arts"
Preguntas y Respuestas
Agradecimientos
Nominada (No es un capítulo)
Tag del Fanfic (no es capítulo)
😁 Nominación 😁
Otra nominación (para más views)
ESTRENO: Lian's Story 2

Capítulo 23: Un diente, un árbol y un cocodrilo

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By LillyDiaz18

    — No me siento muy seguro de esto aún, Lian — me dijo Robert mientras íbamos de camino al prado donde Louis y la partida que se había formado ese día nos esperaban.

    Nos encontrábamos en las praderas del norte del reino. Era más de medio día pero, para nuestra suerte, grandes y densas nubes surcaban el cielo y bloqueaban el paso del Sol. Estaba fresco, el viento soplaba a nuestro favor, y había una manada de búfalos de agua solo para nosotros. Me sentía optimista.

    — ¿Por qué no? — pregunté. — Llevamos casi un mes

entrenando y lo has hecho bien.

    — Sí, porque son presas pequeñas — bufó. Luego agregó en un tono más ligero, casi bromista. — Solo me llevas a cazar conejos y grullas.

    — Porque no he querido arriesgarte a más. Esta es tu oportunidad de demostrar que puedes hacerlo con presas más grandes.

    El león gimoteó.

    — Hazlo o te llevaré a cazar tortugas toda la semana — amenacé.

    Él sonrió y me empujó con la cadera de forma juguetona. Luego bajó la mirada y se puso serio.

    — ¿Y si pasa algo como la última vez? — preguntó.

    — No seas tan pesimista — reí. — Además, Oswald no vendrá hoy... yo voy a tomar su lugar.

    — ¿De verdad? — preguntó sorprendido.

    Asentí con la cabeza una vez.

    — La estampida del otro día casi me aplasta. Solo puedo interpretarlo como que es mejor estar contigo que lejos de tus problemas.

    Robert sonrió y puso los ojos en blanco. No me cansaba de ver esa expresión.

    — Tú solo quieres crear alborotos.

    — No tengo forma de contradecirte, chico.

    Cuando Louis nos vio llegar, nos indicó que nos acercáramos. Ralph, Sameer, Fremont, Mönche y Mahary estaban agazapados entre la hierba cercana a una acacia. Los saludé en general con un asentimiento de cabeza.

    — Este es el plan — nos explicó Louis a Robert y a mí. — Si conseguimos tres búfalos, bastará para toda la manada. Nos dividimos en dos grupos. Ustedes dos van con Fremont y Mönche. Nos ocultaremos detrás de aquel montículo — apuntó con una de sus garras algún punto lejano. Seguí la dirección indicada con la mirada hasta divisar un desperfecto en la planicie. Era apenas una pequeña cuesta apenas perceptible, por lo que la idea del león me extrañó. — La manada va en esa dirección, así que tenemos que llegar antes que ellos para no ser descubiertos. Los atacaremos cuando empiecen a bajar.

    — ¿No es algo... arriesgado? — arqueé una ceja. — Es decir, la cuesta es algo pequeña. Podrían vernos.

    — Confía en mi — dijo en un tono que me gustó para altanero. — Y si llegase a ocurrir, el resto de la manada está al otro lado del prado preparados en caso de que algo salga mal. Todo está bajo control.

    Lo miré con suspicacia, pero decidí creerle.

    — Rápido, están muy cerca — dijo, y luego se encaminó al lugar que nos había indicado, caminando agazapado y tan rápido como le era posible.

    Fremont se unió a Robert y a mí, y los tres marchamos juntos siguiendo a Mönche. Nos internamos entre las matas verdes, que habían crecido considerablemente en los últimos meses gracia a la lluvia. De cuando en cuando, levantaba la cabeza para vigilar la posición de nuestras presas. Los antílopes estaban a unos doscientos metros de distancia y caminaban a paso calmado por lo que, supuse, tendríamos tiempo suficiente para posicionarnos.

    La manada avanzaba rápido. En menos de un minuto ya estábamos en el punto donde Louis había planificado. El grupo del líder se ocultó en el flanco derecho del camino. Yo continué con los leones restantes hasta poder agazaparnos entre las pequeñas matas que bordeaban el flanco izquierdo.

    Con algunos gestos y miradas, le indiqué a Robert que permaneciera entre Fremont y yo. En parte para asegurarme que no escapara. En parte para poder intervenir cuando se metiera en problemas. Porque, aunque de verdad quería creer en él, en lo profundo de mi tenía la corazonada de que algo malo ocurriría. Intercambié una mirada con el moreno para darle confianza antes de empezar, y pedí al cielo que no hiciera nada estúpido.

    Los búfalos de agua entraron en escena, anunciados por el golpeteo de sus cascos y un mugido ocasional. Era un grupo pequeño para su especie, y era perfecto para nosotros. El animal que encabezaba al rebaño avanzó con aire confiado por el sendero. Nadie en el grupo movía un solo músculo. Frente a mí se creó un desfile de patas que parecía interminable, y era imposible reconocer a qué animal pertenecía cada una.

    Louis no se molestó en dar una señal. Supimos que era el momento de entrar en acción cuando los búfalos, repentinamente, se alebrestaron y rompieron filas para correr lejos de la zona. Los leones al otro lado habían iniciado la cacería aferrándose fuertemente a las patas traseras de uno de los herbívoros. Me levanté de mi sitio cuando noté a Louis corriendo tras otro búfalo.

    Robert me siguió el paso, y Mönche y Fremont no tardaron en imitarlo. Corrí siguiendo el sendero de tierra, obligando a los búfalos a permanecer dentro del él. Esperaba poder atravesarlos para llegar en ayuda de Louis, pero los aterrados animales no me lo permitieron. Justo entonces encontré otro individuo apto para dar caza: un búfalo de edad avanzada que era considerablemente menos ágil que el resto.

    Trepé a su espalda, aferrándome con garras y colmillos a su gruesa piel con la esperanza de poder derribarlo. Una esperanza muy utópica. Mi peso era nada contra su fuerza. Fremont se abalanzó sobre las patas traseras del búfalo, evitando así que pudiese seguir corriendo. Mientras este peleaba por deshacerse del macho, me deslicé sobre su lomo con la esperanza de llegar hasta la base de la nuca. El búfalo brincó en un intento por hacerme retroceder, con lo cual solo ganó otro mordisco de mi parte. Meneó la cabeza vigorosamente hacia los lados, decidido a encestarme uno de sus largos cuernos.

    Robert apareció entonces, agitado y bastante confundido. Se quedó parado frente al molesto búfalo, observando la escena con los ojos redondos de impresión.

¿Por qué no se mueve?

    — ¡La garganta! — le grité.

    El moreno asintió, e intentó aproximarse a la presa. Esta, como era de esperarse, amenazó meneando su cornamenta. Robert retrocedió para librarse del golpe, e inmediatamente después volvió a acercarse. El búfalo estuvo a punto de atravesarle la cara.

    Conseguí tomar entre mis colmillos la nuca del herbívoro para inmovilizarlo. Con una zarpa, di un manotazo contra uno de los costados de su cabeza. El animal mugió de una forma horrible, y yo me percaté de que mi garra había golpeado algo de una textura gelatinosa que pareció reventarse apenas la toqué.

    Tardé milésimas de segundo en entender lo que ocurría. Acababa de dejarlo tuerto.

    No supe en qué momento Robert aprovechó la confusión para llegar hasta el cuello del animal. El búfalo se inclinó al frente, y noté como el león tiraba de él hacia abajo con ferocidad. Parecía que iba a arrancarle la piel. Cerré con mayor fuerza la mandíbula en torno a la nuca del herbívoro. Este, en su lucha por sobrevivir, meneó la cabeza vigorosamente para deshacerse de Robert y de mí. Clavé mis garras en la espalda del animal para no caer, pero mi compañero no corrió con la misma suerte.

    Fui testigo del instante en el que resbaló, desgarrando la garganta de nuestra presa y salpicando de sangre. Esta bufó de dolor, pero aprovechó el momento para asestarle una lluvia de golpes con las pesuñas al desafortunado león, quien apenas podía protegerse. Liberé la nuca del búfalo en un intento por ayudar a Robert, pero el animal, al verse libre, se dio a la tarea de golpearme a mí también. Incluso saltó y pataleó contra Fremont. Sometí al herbívoro una vez más, y solo entonces Robert pudo volver a morder su cuello.

    El búfalo se balanceaba a ambos lados, dando pelea. Volvió a golpear al león con las patas delanteras, y todo cuanto podía saber de aquella riña era gracias a los mugidos y los quejidos de Robert. El león resbaló de nuevo, agrandando las heridas del animal. El olor salado de la sangre inundaba mis fosas nasales, e incitada por el aroma, mi instinto me llevó a terminar el trabajo de Robert. Expuse las garras de mi zarpa derecha y con ellas acabé desgarrando la yugular del búfalo.

    Sintiéndose débil, y sin poder inhalar más que su propia sangre, el herbívoro doblegó sus patas y se dejó caer torpemente en la hierba. Apenas un minuto después, dejó de moverse definitivamente. Solo entonces pude acercarme a ver qué había pasado con Robert.

    Intercambié una mirada con Fremont para darle a entender que debía ir a ayudar al resto. No muy lejos de ahí escuchaba a otro búfalo forcejeando. Seguro Mönche, el integrante faltante en el equipo, tendría algo que ver.

    Robert seguía tendido en el mismo sitio donde había caído por última vez. Se cubría el costado izquierdo de la cara con una de las patas, y tenía los ojos fuertemente cerrados. Su pelaje estaba cubierto con gotas escarlata y las marcas de las pesuñas del búfalo, y de sus labios escurrían hilos de la sangre de la presa. Antes de que pudiese aproximarme lo suficiente, giró sobre si y, arrastrándose sobre su estómago, se ocultó entre la hierba.

    Me detuve cuando escuché algo húmedo y viscoso caer a la tierra. La forma en la que el león se doblegó solo podía ser una arcada. Le di tiempo para recuperarse antes de interceder.

    — Hey, ¿estás bien? — me aproximé con lentitud.

    — Lian — me miró por encima del hombro con la vergüenza reflejada en los ojos. — No te acerques. No... no quiero que me veas así.

    Bufé con sarcasmo.

    — Lo dices como si fuese algo asqueroso.

    Bien, tal vez sí lo era.

    Pero decirlo sería grosero. En su lugar, volví más lento mi caminar. Robert tuvo tiempo de cubrir lo que fuese que escondía al otro lado de la hierba y de limpiarse la boca... o algo así. Cuando por fin se dio la vuelta para mirarme noté que había dejado un manchón desdibujado de sangre fresca sobre su mejilla.

    — ¿Te duele algo? — pregunté, manteniendo mi distancia para no incomodarlo. — Ese búfalo era hueso duro de roer. No creí que podría derribarte y luego...

    — Es mi muela — me interrumpió, y volvió a cubrirse la cara con la pata, como si quisiera indicarme el lugar exacto. — No ha dejado de doler estos últimos días. Y cuando ataqué al búfalo...

    Cerró los ojos en una mueca de dolor.

    — Ya veo... ¿por qué no dijiste nada antes?

    Robert entreabrió los ojos y me miró arqueando las cejas en un gesto que no pude descifrar. Bien podía ser dolor, bien podía ser pena... o quizá era súplica.

    — Sígueme — le dije, y me encaminé hacia el este de Las Praderas.

    — ¿A dónde vamos? — preguntó con la voz amortiguada por presionar la pata contra la cara.

    — Te llevaré con alguien que seguro podrá ayudarte.

    Escuché sus pasos detrás de mí. Frente a nosotros, el resto de la manada hizo su aparición. Encabezados por Oswald y Edward, los leones que no habían participado en la caza de ese día se acercaban en busca de su comida. Saludé con un ademán con la cabeza cuando estuvimos lo bastante cerca. Oswald respondió haciendo uno de esos gestos donde torcía los ojos y sacaba la lengua, como cuando intentaba molestar a Yudhenic.

    — Ahí atrás les dejamos un búfalo de agua. Vayan con Louis para asegurarse de que hayan atrapado los suficientes antes de empezar a comer — dije.

    — Gracias, Lian — asintió Edward, y el grupo continuó en su dirección.

    Me detuve un instante para asegurarme que Robert me siguiera. Estaba varios metros detrás de mí. Caminaba cojeando ligeramente con la pata izquierda y tenía el ceño fruncido. Cuando se topó con el grupo, movió la cabeza en la dirección contraria y siguió avanzando como si no los conociera. Ellos apenas lo voltearon a ver.

    ¿De verdad nunca iba a tener una buena relación con ellos?

    — Se dice hola — comenté.

    — Ellos tampoco dijeron nada — se defendió.

    — Bueno, alguien tiene que empezar — retrajo las orejas, juntó aún más sus cejas y puso los labios rectos. Suspiré. No era momento de regaños. — Estás cojeando, déjame ayudarte.

    — No es necesario.

    — ¡Claro que sí! — reí. — El lugar a donde vamos está algo lejos, y no pienso quedarme todo el día esperándote.

    Robert sonrió y, de mala gana, me dejó acercarme a él para ayudarlo a mantener el equilibrio. El viento soplaba de forma constante y las nubes aún cubrían el sol. Si no fuera por el malestar del chico, bien podría ser un paseo cualquiera.

    En todo el camino, no volvimos a cruzar palabra alguna. No había mucho que decir.

    Con cuidado, lo conduje cuesta abajo por los caminos menos escarpados para evitarle el esfuerza hasta llegar al valle principal del Reino. Era el área más baja de nuestro territorio: una pradera de unos pocos de kilómetros de extensión que se encontraba rodeada por colinas y montañas. La mayoría de las manadas de antílopes pastaban aquí, conviviendo con jirafas, cebras e hipopótamos. Los principales árboles frutales crecían ahí también, y las flores de Alba podían verse hasta en los lugares menos imaginados. Al centro de todo aquello se alzaba el baobab más alto y viejo de todo el Reino: el hogar de Rafiki.

    Robert miraba en todas direcciones, supuse que admirando el paisaje. De cuando en cuando volvía la mirada como para asegurarse que nadie nos siguiera. Quizá una costumbre adquirida al vivir toda la vida en praderas desconocidas y con posibles peligros rodeándote todo el tiempo.

    No imaginaba cómo debía ser eso.

   Los pocos días que había pasado fuera del Reino no habían sido suficientes para tener una verdadera prueba de la vida como forastero. Ningún otro predador nos había atacado... por suerte. Pero estaba segura que no siempre era así. Lo veía en la conducta de todos mis amigos: siempre alertas, siempre a la espera del desastre, durmiendo en los recovecos más recónditos y comiendo tan rápido como les era posible.

    ¿Era eso parte de lo que me esperaría de seguir el destino que quería?

    Robert trastabilló, regresándome a la realidad.

    Había perdido la noción del tiempo. Estábamos bajo la sombra protectora del baobab del simio. Mi compañero no despegaba la mirada de aquellas fuertes ramas y ese tronco tan grueso como dos elefantes parados uno detrás del otro. Su expresión embobada era lo mejor que había visto en el día.

    — Prometo que el árbol no se irá si le despegas los ojos — reí.

    — ¿Es aquí a donde querías llegar? — respondí con un asentimiento de cabeza. — No pensarás subir hasta allá, ¿verdad?

    — No seas llorón — le di un codazo en las costillas.

    Antes de que el león pudiese decir algo más, troté en dirección al baobab hasta poder tocar su madera con las patas. El peculiar olor seco de su corteza se coló hasta lo profundo de mi memoria, trayendo recuerdos de antaño cuando, en compañía de los otros cachorros del Reino, veníamos hasta aquí para escuchar las historias del simio... o molestarlo un rato. Dudaba que hubiese un solo animal en las Praderas que no se sintiera reconfortado al detectar ese olor que inmediatamente se vinculaba a Rafiki y todo lo que él significaba para el Reino: un amigo, un curandero, una guía...

    — ¿Qué tanto haces? — interrumpió la voz de Robert en tono de burla. — ¿Estás hablando con el árbol?

    — Le pido ayuda para subir a un cabezahueca — sonreí. — Cuando era pequeña, mis amigos y yo subíamos por un costado del tronco. Tenemos que rodear el árbol hasta que recuerde por donde...

    Volví a trotar, esta vez siguiendo las raíces del baobab, en busca del sitio que necesitaba. Robert me siguió con paso más lento. Tras unos cuantos metros recorridos, localicé el punto exacto. Era la curva convexa más marcada en el tronco. Hacía mucho tiempo atrás, alguien se había dado a la tarea de tallar ahí una serie de peldaños improvisados que llevaban hasta la base de las primeras ramas. El resto era pan comido.

    — ¿Por aquí? — Robert se acercó para analizar la madera. — Estas cosas... son algo estrechas, ¿no lo crees?

    — Deja de poner excusas — protesté. — No eres el ser más ancho que ha subido por aquí...

    — ¿Me estás diciendo gordo?

    —... y es esto o seguir retorciéndote de dolor. Tú decide.

    — Está bien, está bien... ya subo. ¿Estás segura que no hay otro modo de subir?

    — A menos que consigas hacer que te crezcan un par de alas, o que el árbol baje sus ramas para cargarte.... No.

    Alcancé a ver cómo rodaba las ojos con sarcasmo.

    El león trepó de un salto hasta los peldaños. No era necesario ver su expresión de miedo para darse cuenta que no estaba muy convencido de eso, pero, para mi satisfacción, empezó a subir. Caminaba con pasos indecisos, analizando para pequeño centímetro de la madera como si esta fuese a quebrantarse en cualquier momento. Cuando hubo recorrido la mitad del trayecto, me decidí por seguirlo. El tronco estaba inclinado en un ángulo poco favorable para subir, pero no tardé en darle alcance.

    — Está muy alto — se quejó.

    — Lo siento, niño, estoy justo detrás de ti. Y yo no pienso regresar.

    Giró ligeramente la cabeza, como intentado ver cuánto habíamos caminado.

    — Solo sigue — lo empujé con la cabeza.

    Y él, de mala gana, obedeció.

    A medida que llevábamos a la primera rama del árbol, los peldaños iban volviéndose cada vez menos pronunciados hasta llegar al punto de desaparecer. Para ese momento nos encontrábamos ya frente al primer brote. Robert llegó de un salto hasta él, y yo lo seguí. Debíamos subir aún un par más de ramas antes de llegar al lugar de descanso de Rafiki. En realidad no era tan complicado, considerando que un grupo de cachorros revoltosos podía subirlo, pero salirse del sendero podía resultar fatal dada la altura y la textura lisa de la madera.

    Mientras el moreno debatía con su miedo sobre la mejor forma de llegar al siguiente nivel, me di la oportunidad de observar el paisaje.

    La mayor parte del Reino podía verse desde ahí arriba, y ni siquiera estábamos en la copa del árbol. El viento mecía suavemente las hojas doradas de las acacias y los pastos amarillentos de la pradera, casi veinte metros debajo de nosotros, y traía consigo el aroma dulce de las pocas frutas de temporada que aún quedaban de las lluvias. Sobre la línea del horizonte, se alzaba mi hogar, y más allá las montañas selváticas que delimitaban el Reino y que recurrentemente figuraban entre mi lista de lugares por visitar.

    — ¿Lian? — llamó la voz del león.

    Cuando giré la cabeza para buscarlo, descubrí que ya no estaba detrás de mí. Por un segundo, temí que hubiese resbalado durante mi momento de distracción, pero a los pocos segundos escuché sus risitas provenientes de algún punto arriba de mi cabeza. Ahora se encontraba varios metros sobre mí, observándome en una de las ramas más altas. ¿En qué momento había escalado tanto?

    — ¿Cómo subiste tan rápido? — arqueé una ceja. — No te muevas demasiado, no quiero que caigas.

    — Aww, te preocupas por mí — rio.

    Esa frase me incomodó un poco... y es que tenía razón. Pero no me agradaba la idea de que lo supiera.

    — Me preocupa tener que volver a bajar para despegar tu cara de la tierra.

    Trepé las ramas que me separaban del león intentando no moverme demasiado. Aquella donde Robert me esperaba era la que tenía acceso directo al hogar del mandril. Caminé, con el chico detrás de mí, a la base de la rama. En el punto donde esta terminaba por fusionarse con el tronco, había una cortina formada por enredaderas que colgaban desde una rama más alta del baobab. Estas resguardaban la entrada de ojos curiosos y daba algo de privacidad al simio.

    Me detuve antes de entrar.

    — Rafiki es un viejo amigo de la familia — expliqué al intrigado león. — Responde lo que te pregunte y sé amable. Y quítate eso, das miedo — con la mano limpié el manchon difuso de sangre seca sobre su mejilla. 

    — Me cuidas como si fueras mi madre — rio.

    Me acerqué a la entrada. Empujé las enredaderas con el hocico y deslicé mi cuerpo al interior.

    El hogar de Rafiki era amplio y con buena iluminación. El color claro de la madera del baobab le daba un aire acogedor al lugar, y el verde del follaje le confería cierta frescura. Las gruesas ramas más bajas estaban tapizadas, en su mayoría, por dibujos, hechos por el mismo Rafiki, para representar pasajes de la historia de Pridelands que él mismo se había empeñado en investigar con el pasar de los años. Las ramas altas que estaban al centro tenían colgados varios tipos de frutos que permanecían atados con lianas y que, cuando el viento soplaba y los hacía golpearse unos con otros, provocaban un sonido hueco.

    — ¡Lian! — llamó una voz familiar desde lo alto. Antes de que pudiese advertir desde qué rama había llagado, el mandril apareció frente a mí, cortándome el paso. — ¡Qué sorpresa! No venías de visita desde que eras una cachorra.

    — Hola, Rafiki — saludé, poniendo algo de distancia entre ambos. — Siento no haberlo hecho antes. Tu hogar es justo como lo recordaba.

    — He agregado algunas pinturas — señaló. — Y supongo que ustedes vienen a pedir ayuda.

    Le sonreí con timidez.

    Él tenía razón: después de nuestro regreso a Las Praderas, no había vuelto a visitarlo. Y me parecía grosero hacerlo ahora que necesitaba un favor de su parte.

    — Pero tú no tienes cara de necesitar mi ayuda — puntualizó, antes de reparar en el león que permanecía detrás de mí.

    Giré la cabeza para verlo también.

    Robert observaba el lugar con un aire entre curiosidad y temor. No me extrañaría que fuera la primera vez que viera tantos tipos de hierbas y elementos medicinales. Tras un breve escrutinio en rededor, el chico devolvió la mirada al simio.

    — Dice que le duele un diente — expliqué al ver que el león no iba a hacerlo. — Y un búfalo de agua acaba de barrer la sabana entera con él.

    Robert bufó ante eso último, y yo le dediqué una sonrisa burlesca por encima del hombro. Rafiki se acercó a él de un salto, y con ambas manos abrió el hocico del león. El moreno, extrañado, emitía ruidos desde la garganta mientras el mandril lo examinaba. Después de unos segundos, este lo liberó.

    — Es fácil — aseguró. — Sigue al viejo Rafiki.

    El simio se dio la vuelta y, caminando con ayuda de su bastón, se dirigió al otro extremo del baobab. Robert me miró un instante con la duda en su mirada, y lo incité a seguirlo con un ademán de la mano.

    — Esperaré aquí — le dije, y me senté sobre mis cuartos traseros para reforzar mi afirmación.

    Y él, aún con duda, decidió seguir a Rafiki con pasos cortos y tambalenates. Ambos desaparecieron de mi vista al dar vuelta tras una gruesa rama. Y yo aproveché para investigar el lugar. A pesar de lo que le había dicho al viejo hechicero, lo cierto es que recordaba muy poco de aquel lugar.

    Tenía en mente una noche en la que, el revoltoso tropel que formábamos los pocos cachorros que había en el reino en esa época, subimos hasta el baobab y pedimos a Rafiki que nos contara una historia. Tal vez intentaba probar algo nuevo, o quizá solo quería deshacerse de nosotros, pero nos narró la leyenda del Zimwi: un ser alargado de catorce metros de alto, con hocico alargado repleto de dientes y cuatro pares de patas (los dos primeros de lagarto, y los dos posteriores de elefante) que lo convertían en un espectro sumamente veloz y fuerte. Si no te devoraba en el momento en que te lo topabas, el Zimwi tenía el poder de robarle la voz a todo aquel que lo mirara directamente a los ojos, de modo que los pocos que sobrevivían eran incapaces de narrar su experiencia y nadie sabía a ciencia cierta su apariencia, qué era o de dónde venía.

    Recordaba haber pasado el resto de la noche en vela, con curiosidad y miedo por encontrarlo. Esto, obviamente y para desilusión mía, nunca ocurrió.

    Pero fuera de eso, mi memoria había olvidado el hogar del mandril.

    Así que me di a la tarea de recordarlo. El árbol, al crecer en formas orgánicas, daba al lugar un patrón irregular. Podría decirse que el área desde la que llegamos era la zona principal, pero las caprichosas formas que el tronco tomaba creaban varias "cámaras" menores. Rafiki parecía tener una cierta preferencia por organizar sus materiales de medicina en la cámara que estaba más al norte, mientras que las frutas que recolectaba (ya fueran para aliviar males o como alimento) las depositaba en los recovecos de las ramas al noreste. Él y Robert estaban en el área al sur del árbol, donde debía tener más instrumentos.

    Y aunque las pinturas eran algo recurrente en todo el lugar, parecían concentrarse mayormente en la zona centro y en la cámara Este. Siguiendo el camino de líneas y manchas, me interné en la cámara. Los dibujos eran tan coloridos como variados: unos parecían referirse a diferentes tipos de plantas y flores, mientras otros imitaban el patrón de las pieles de ciertos animales del reino. Y mezclado con estos, estaban las representaciones de los hechos más importantes de nuestra historia.

    ¡Ojalá recordara los nombres de todos ellos!

    Reconocía los dibujos de Knosi, el primer rey, y el de su manada. Junto a ellos estaba la siguiente línea de reyes, y los integrantes de alguna especie de élite que acompañaba al rey (no estaba segura de quienes eran exactamente o qué hacían ahí). La Roca del Rey. La sabana. El manantial. Había dibujos alegres y dibujos tristes; había dibujos de paz y otros de guerra.

    Pero de entre todos ellos, hubo uno en particular que capturó mi atención.

    Representaba a un león de piel y melena blancas protegiendo a los animales del reino de un grupo de... de... seres que no pude identificar. Rafiki los había pintado con colores oscuros. Parecían caminar solo sobre sus patas posteriores, y con las anteriores sostenía un objeto largo representado con una línea cuya punta terminaba en pico.

    La palabra que llegó a mi cabeza me provocó un escalofrío. Humanos.

    Pero... ¿qué significaba esa pintura?

    Las pinturas que estaban antes y después de ella no parecían tener continuidad. No formaban un relato como el resto. Parecía como si el simio hubiese cometido un error y hubiera pintado algo fuera de lugar. Caminé el torno a las ramas, buscando respuestas. El león blanco, protagonista de la pintura, solo aparecía una vez más como un cachorro en lo que, supuse, sería el día de su presentación.

    No había más.

    Volví a la pintura inicial. Me alcé sobre mis patas traseras para poder apreciarla más a detalle. Los humanos que Rafiki había pintado diferían mucho del humano de mis pesadillas de hacía unos meses. ¿Realmente eran la misma especie? Y ¿qué hacían ellos en Las Praderas? No había visto uno nunca, y todo cuanto sabía era, precisamente, por leyendas de Rafiki.

    Tal vez solo estaba confundida.

    — Es el rey Kibo — escuché la voz de Rafiki a mis espaldas.

    Sobresaltada, me giré para verlo. Estaba apoyado, como de costumbre, sobre su bastón y me observaba con una pequeña sonrisa en sus labios arrugados. ¿Ya había terminado? ¿Cuánto tiempo estuve dándome un tour por su casa? Consiente de mi osadía, bajé las manos al suelo y me aparté de la pintura. Pero al anciano no pareció importarle.

    — ¿El rey Kibo? — pregunté. Parecía un nombre ridículo para un rey. Y se oía aún más ridículo al decirlo en voz alta.

    Rafiki asintió una vez, y se acercó a mí con paso tranquilo.

    — Fue hijo de los reyes Tauhret y Zarina, pareja de Tahira, padre de Alamgir y Bastirat — explicó, aunque ninguno de esos nombres me resultaba remotamente familiar. — Un león valiente y fuerte.

    Volví la mirada a la pintura. Realmente lucía muy feroz.

    — ¿Qué son esos? — señalé a lo que yo creía eran humanos.

    — Una tribu cazadora — explicó al anciano. — Durante el reinado de Kibo, el hombre apareció en Las Praderas y quiso poseerlas. Cazaban a los animales, y quemaban las praderas para ahuyentar a los que no podían. Pero Kibo los detuvo.

    — ¿Cómo?

    — La leyenda dice que peleó con ellos hasta derrotarlos a todos. Pero otros cuentan que se detuvo a hablar con los hombres, y ellos le entendieron y obedecieron, dejando las Praderas en pez. Nadie sabe qué pasó realmente.

    Lo segundo me parecía muy fantasioso. ¿Es que había algún animal que pudiese socializar con humanos? Ellos no escuchaban nunca más que sus propios pensamientos.

    — ¿Y qué pasó con los hombres? — tragué saliva.

    — Volvieron por donde llegaron, supongo — Rafiki dio la vuelta y se alejó de mi lado. — Nunca más se les volvió a ver. Pero no te confíes, princesa. El hombre es tan listo como testarudo. Ya estuvo una vez aquí, y seguro volverá.

    Sus palabras no me traían alivio después de haber pasado tantas noches soñando con uno de ellos. Toparme con uno real no estaba entre mi lista de cosas por hacer.

    — Rafiki, ¿tú crees que ellos....

     Cuando me di cuenta, ya se había ido. En su lugar encontré a Robert asomando la cabeza, seguramente, para buscarme. Me acerqué a él, alegre al notarlo menos incómodo.

     — ¿Qué tal todo? — pregunté.

    El chico se encogió de hombros y chasqueó la lengua.

    — Rafiki dijo que era una infección. No sé qué hizo, pero ya no duele tanto. Solo al hablar. Y me ayudó con los golpes.

    — Genial, un día sin escuchar tu molesta voz — sonreí.

    El moreno me dedicó una expresión de pocos amigos, pero pronto sonrió también. Lo golpeé con la cola a modo de juego para luego seguirlo de camino a la salida. Rafiki resultó estar ahí, sosteniendo la cortina para darnos paso. El león salió tras decir un casi inaudible "gracias". Yo por mi parte me detuve un momento para despedirme del simio con un abrazo.

    Estaba a punto de agradecerle cuando este susurró en mi oído:

    — Si el fruto está muy alto, tal vez sea porque no es para ti.

    No entendí a qué se refería. Pero no quería parecer una boba.

    — Gracias, Rafiki — respondí para luego deshacer el abrazo.

    Le sonreí una última vez y salí del lugar. Robert ya había bajado un par de ramas. Guardé las palabras del simio para intentar darles un significado más tarde y me concentré en darle alcance al león. Me llevó un par de minutos llegar hasta el extremo donde terminaban los peldaños, donde estaba Robert. Con un ademán de cabeza, me dio a entender que quería dejarme bajar primero, y aunque me agradaba el gesto, me negué.

    — Prefiero asegurarme que no vas a quedarte arriba por miedo — expliqué.

    El chico me miró extrañado, pero obedeció. Bajamos los escalones con mayor rapidez de la que esperaba. Una vez en tierra, fuimos a buscar un lugar con sombra para recostarnos. Encontramos una acacia lo bastante grande a algunos metros del baobab de Rafiki. Robert se recostó boca abajo junto al tronco, y yo me tumbé junto a él. Podía notar que no se sentía del todo bien.

    Solté un suspiro y me estiré con pereza.

    — ¿Qué hiciste mientras esperabas? — preguntó el león.

    — Curiosear — me encogí de hombros.

    Con el dedo tracé un par de figuras en la tierra seca.

    — Qué chismosa — sonrió a medias, quizá para no lastimarse más. — ¿Viste algo interesante?

    Dudé en responder. Conociendo su mala experiencia, prefería ahorrarle el cuento de mis pesadillas y la historia del rey Kibo.

    — No mucho. Solo medicina y viejas pinturas — dije sin apartar la mirada de mis manos.

    La mano morena del león se acercó a mis garabatos y barrió una parte de la tierra. Levanté la mirada para verlo a través de mis pestañas. Empujé su pata para poder seguir dibujando... pero no tardó en regresar y eliminar mis trazos. Apoyé el codo sobre su brazo para inmovilizarlo y poder volver a lo mío. Y justo cuando creía haberlo detenido apareció su otra mano y siguió su cometido.

    Chasqué la lengua con falsa molestia.

    Robert rio entre dientes, pero retiró su mano.

    Confiando en que no volvería a molestar, tracé lo que, según yo, era la silueta del baobab de Rafiki. Dibujé torpemente las montañas que alcanzaba a ver desde mi posición, la pradera, algunas acacias. Y estaba por agregar la Roca del Rey al conjunto cuando vi la mano de Robert acercarse lentamente. Con los dedos índice y medio sobre la tierra, imitaba el caminar de algún animal que avanzaba con sigilo hasta mi posición. No moví la cabeza de su posición, pero dejé de hacer figuras en la tierra para verlo. La mano del león caminaba dando pequeños pasos. Se detuvo cuando se encontró con el trazo más cercano a ella. Levantó el dedo índice, y dudó un segundo sobre si bajarlo y "pisar" mi línea o quedarse en su sitio, cosa que (después de algunos segundos) terminó por hacer. La mano se quedó quieta otro instante, antes de que el dedo medio de Robert "pateara" un poco de tierra y desapareciera parte de mi dibujo.

    — ¡Eres un tonto! — reí.

    Imité la posición de su mano con mis dedos y la coloqué frente a la suya para empujarlo lejos del lugar propinándole una serie de "patadas". Él me imitó, y en un descuido liberó la mano que yo mantenía presa bajo mi codo. Ahora eran dos contra uno. Tuve que usar la otra garra para poder atacarlo con precisión. En algún momento me vi obligada a usar los demás dedos de la mano puesto que dos no me bastaban para "patearlo". Y aunque el dibujo, razón de la pelea, ya se había borrado por completo, ninguno daba la impresión de querer detener aquel juego absurdo.

    Ni siquiera supe en qué momento empezamos a reír.

    No tardé demasiado en volver a apresar su mano derecha al entrelazar de forma extraña e incómoda sus dedos con los míos. Y estaba a punto de hacer lo mismo con la izquierda cuando una sombra nos interrumpió.

    — ¿Qué carajo?

    Me detuve para ver a nuestro nuevo acompañante. Era Palmira, quien nos observaba como si estuviésemos haciendo lo más estúpido que hubiese imaginado jamás.

    — ¿Qué? — pregunté.

    — Ustedes son raros — sentenció, antes de recostarse a mi lado.

    — Borró mi dibujo — expliqué, coreada por la risa del macho.

    — Wow, es lo más malo que pudiera imaginar — exclamó la leona con sarcasmo.

    — Solo fue una excusa para hacerla enojar — se burló Robert.

    Entonces reparé en que ninguno de los dos se había movido de posición. Sus manos y las mías seguían entrelazadas igual a como estaban antes de la interrupción de Palmira. El contacto me agradaba casi tanto como me extrañaba. ¿Por qué no las retiraba? Yo no sabía si era peor hacerlo o no. Es decir, por algo él mismo las había dejado ahí... aunque desconocía esa razón.

    ¿Estaría él preguntándose lo mismo?

    — ¿Dónde estuvieron todo este tiempo? — preguntó la leona. — Desaparecieron por completo, ni siquiera comieron con nosotros.

    — Lian y yo fuimos de visita con un amigo suyo para que me ayudara con...

    — ¡Alteza! — irrumpió la voz de Zazú. Este apareció de forma estrepitosa y aterrizó a mis pies con descuido. — Qué bueno encontrarla.

    El pobre mayordomo lucía agitado y nervioso. Se levantó con torpeza y se sacudió el polvo de las plumas.

    Solo entonces Robert apartó sus manos y pude atender al ave.

    — ¿Qué ocurre, Zazú? — pregunté.

    — Kion y Bunga — exclamó. — Me distraje un momento y los perdí de vista. No tengo idea de dónde puedan estar.

    Eso me tensó por completo. El último descuido de ese tipo... prefería ni recordarlo.

    — Lo siento, chicos. Tengo que irme — expliqué mientras saltaba lejos de ellos. Ni siquiera volteé a verlos. — Los veré más tarde, ¿de acuerdo?

    — ¿No quieres que vaya contigo? — me detuvo Robert. — Puedo ayudarte a buscarlos.

    — Es mejor que descanses — le dije por encima del hombro. — Zazú y yo los encontraremos.

    El aludido emprendió vuelo entonces y tomó ventaja. Sin agregar otra palabra, corrí tras él para permitir que me guiara. Prefería invertir el tiempo que podría tomarnos dar explicaciones en buscar a los cachorros. Nos alejamos varios metros del baobab de Rafiki hasta la parte baja de la llanura central mientras yo analizaba todos los sitios donde podrían haberse metido. Zazú descendió entonces y se detuvo entre un par de acacias con arbustos a sus pies.

    — Estaban justo aquí la última vez que los vi — declaró el asustado cálao.

    — Bien, vuela tan alto como puedas y rastréalos desde el aire. Yo intentaré olfatearlos aquí abajo — ordené.

    — Sí, majestad — y regresó al cielo.

    Bajé la cabeza a la hierba antes de ver cómo se alejaba. Inhalé hondo en busca de pistas, pero lo cierto es que no conseguí reconocer ningún olor. Ni siquiera el penetrante aroma del tejón. Caminé en torno a las acacias, pero no había ni rastro de ellos.

Zazú no podría haberse equivocado de sitio, ¿o sí?, me pregunté.

    Una punzada de miedo apareció en mi pecho ante la posibilidad. Kion podría estar en cualquier parte, y yo aquí perdiendo el tiempo en caso de que nuestro despistado mayordomo hubiese cometido un error.

    ¡Dios! ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

    ¿Cómo era posible que Zazú no supiera dónde estaban? ¿Por qué se había distraído? No, no... ¿quién los dejó a su cuidado? Ahí estaba el problema.

    O mejor dicho, ¿quién demonios dejaba ir solos a un par de cachorros por la sabana?

    Reprimí tanto como pude la respuesta inconsciente que me di a esa pregunta. Pero al final, ¿quién puede escapar de su propia mente? Y la culpa apareció con la forma del rostro de Kopa.

    Las patas me temblaban y un nudo se me formó en la garganta.

    No, no. No ocurriría lo mismo. Estaba llegando a conclusiones que aún no podía clasificar siquiera como posibles, y debía concentrarme más en la realidad que en mis propias conjeturas. Con el poco valor que aún me quedaba, conseguí poner mis recuerdos de lado. Mis instintos se aguzaron y, de alguna forma, conseguí escuchar la inconfundible voz de Bunga. Y donde quiera que fuese que él estaba, estaría Kion.

    Olfateé la tierra, aún sin éxito, antes de decidirme por obedecer a mis oídos. Donde fuese que estuvieran, parecía que Zazú ya había dado con ellos. El sonido de sus voces me guio hacia uno de los pantanos que habitaban los cocodrilos.

    — Así que se pueden ir los tres — escuché la voz de alguno de esos lagartijos. — Kion, tú y tu amigo no deben regresar aquí sin ser invitados.

    — Sí, señor — respondió la voz del cachorro.

    Cuando al fin llegué al lugar, Zazú ya llevaba lejos de ahí al par de revoltosos. Solté un suspiro de alivio al ver que estaban bien.

    — Zazú — lo llamé.

    Los tres se acercaron al verme.

    — ¡Lian! — corearon las crías.

    — Todo está bien, majestad — respondió el aludido. — Un pequeño incidente con Pua y Makuu.

    — ¿Qué tan pequeño? — arqueé una ceja y bajé la mirada hasta los cachorros.

    Kion retrajo las orejas en un gesto de vergüenza. A Bunga parecía no importarle demasiado, pero no me sorprendía. Zazú, por su parte, se posó sobre mi hombro.

    — Estos dos se acercaron demasiado a la charca de los cocodrilos, y Bunga accedió a retarlos.

    — ¡Hey! No sabía a qué se refería — alegó el tejón.

    — Y no me dirás que lo tomaron en serio, ¿o sí? — pregunté mientras iniciaba el camino de regreso a casa.

    — Ya conoces a eso — bufó el cálao.

    — ¡Pero si solo son cachorros!

    — Hubiera podido con ellos — afirmó Bunga.

    — ¡Pero Zazú llegó a salvarnos! — agregó mi sobrino.

    — Y justo a tiempo — puntualicé. — Las Praderas no son lugar para que dos cachorros vayan solos. Imaginen si.... Mejor no lo hagan. En todo caso, ¿quién los dejó salir?

    — Nadie — Kion volvió a retraer las orejas. — Nosotros escapamos. Queríamos buscar aventuras.

    — No los culpo.

    Y en verdad no lo hacía. Yo misma me había escapado en varias ocasiones de la tutela de mamá cuando mis niveles de aburrición me resultaban obscenos.

    — Aun así, deberían tener cuidado — insistí. — Hay una línea muy delgada entre ser valiente y ser estúpido. Procuren nunca pasarla. Especialmente tú, Bunga.

    — Yo nunca lo hago — se defendió el pequeño ingenuo.

    Luego corrió hacia Kion para empujarlo por detrás antes de salir corriendo. El cachorro entendió el juego y salió disparado tras su amigo. Mantuve mi paso; mientras estuviesen dentro de mi radar, todo estaría bien.

    — Así que los salvaste — pregunté a Zazú.

    Este rio entre dientes.

    — Fue más un lapsus de valentía, majestad — corrigió. — No quiero imaginar lo que haría su hermano si algo le pasara a Kion.

    — Sí, nadie quiere volver a verlo — suspiré. Y antes de que el silencio se volviera incómodo, agregué: — ¿Y qué fue ese lapsus? ¿Golpeaste a Makuu en la cara?

    — Con entrar a su boca fue suficiente — rio.

    — ¡Qué asco! — me burlé. — Valiente, pero asqueroso igual. Viejo, deberías pensar en retirarte.

    — ¿Y qué haría después? Esto es todo lo que tengo.

    — ¿No tenías una familia?

    — Así es, princesa. Pero no estoy seguro de que alguno de mis hijos pueda sustituirme aún.

    — ¡Bah! Déjalos intentarlo... tú ya has tenido suficiente con un rey tirano y tantos cachorros malcriados. Yo incluida. Y a todo esto, ¿por qué nadie estaba cuidando a los niños?

    — ¿No lo sabe? Bueno... — Zazú dudó un momento. — Supongo que su hermano no quería preocuparla. Ha estado teniendo problemas con un grupo de hienas desde que usted desapareció esa noche.

    — ¿Hienas? Creí que todas habrían desaparecido después de lo de Scar.

    — Pues si lo hicieron, alguien más ya tomó su lugar.

     — Eso no me gusta nada. Con mayor razón los cachorros no deberían salir de la Roca del Rey.

    — Ese es el problema — explicó el ave. — El reino es muy grande. Simba no puede cubrir tanto espacio solo. La partida de caza se ha dividido en dos: la mitad van con Uzuri y la otra mitad con su hermano. Nadie tiene tiempo para los cachorros.

    En ese momento nos vimos interrumpidos por la aparición de dos pequeñas cabezas extras que reconocí como Kiara y Zuri. Tama y Tojo habían optado por pasar la estación seca en el Reino, de modo que mi sobrina y su hija se volvieron buenas amigas. Casi tanto como Kion y Bunga. Los tres cachorros y el tejón se reunieron a mitad de la pradera, y trotaron torpemente de camino a la Roca del Rey.

    Dejé escapar un suspiro. ¿Cómo era que no me había enterado de nada de eso? ¿Por qué no se me había notificado de la presencia de hienas? Sentía que había vuelto a perderme lejos de casa.

    — ¿Y dejaron que fueras tú quien los cuidara?

    — Timón y Pumba también estaban a cargo pero...

    Zazú se encogió de hombros.

    No necesitaba saber más. Yo misma había crecido bajo la tutela de esos dos.

    Ninguno comentó nada más, y en total silencio llegamos a los peldaños de la Roca del Rey. Tomé a Kion por el lomo y lo ayudé a subir a la primera piedra. Hice lo mismo con Kiara y Zuri. Me debatí un momento entre si debía o no ayudar al maloliente tejón cuando, en la distancia, reconocí la silueta de mi familia. Encabezados por Simba, la manada marchaba sin prisas en dirección a nuestro hogar.

    Mis tías, Nala, Naki, Maisha y Jicho caminaban detrás de su rey. Supuse que el resto de la manada debía estar con Uzuri. Esperé a que llegaran con la intensión de bombardear a Simba con preguntas, hacerle saber mi disgusto al no ser enterada y hablarle sobre lo que había ocurrido con los cocodrilos.

    Pero cuando se acercaron lo suficiente me percaté de algo diferente. Las leonas caminaban casi arrastrando las patas, cabizbajas y hablando apenas en susurros. Simba lucía tan agotado que sus ojos había perdido parte de su típico brillo, y una mueca de disgusto hacía lucir su rostro largo y decaído.

    Pintó una sonrisa que reconocí como falsa cuando nos notó a mi y a los cachorros. No había notado la presencia de Tojo hasta que uno de sus pajarillos azules revoloteó hasta posarse sobre el hombro de Zuri.

    — Hola, Navy — saludó la cachorra, y el ave respondió con un gorgoreo.

    Saludé a las leonas con un asentimiento de cabeza, una por una, conforme iban subiendo. Tojo, quien se veía tan agotado como ellas, trotó con alegría hasta su hija. La cachorra la sonrió, y él a ella.

    — ¡Papá! — se acercó a él hasta donde la piedra le permitió.

    El macho la acarició con el hocico.

    — Hola, Tojo — saludé.

    — Hola, Lian. Gracias por traer a Zuri hasta acá.

    — ¿Podemos quedarnos otro rato? — preguntó su cría.

    Tojo rio entre dientes.

    — Hoy no, Zuri. Papá está cansado — la aludida hizo un puchero, retrajo las orejas y entrecerró los ojos. — ¿Qué te parece si mejor vamos a ver qué cazó mamá hoy?

    — Bien — murmuró, aunque todos notaban que no estaba de acuerdo. Tojo la tomó por el lomo, y mientras se alejaban, Zuri recitaba: — Adiós, Kiara. Adiós, Kion. Adiós, Bunga. Adiós, Lian. Adiós, Zazú.

    — Adiós, Zuri — respondieron los cachorros al unísono.

    Simba pasó frente a mi entonces. Nala se adelantó y tomó a Kiara con el hocico. Antes de que pudiese al menos saludarlo, mi hermano hizo lo mismo con Kion y empezó su lento ascenso por los escalones.

    Pensándolo bien, era mejor no decir nada.

    Subí tras él en silencio, no sin antes sentir como Bunga subía con sus patas pegajosas por mi pierna hasta llegar a mi espalda al tiempo que decía "Arre". Un escalofrío de repelús me sacudió todo el cuerpo, y tuve que reprimir mi deseo de sacármelo de encima. Me distraje pensando en qué habría pasado con Robert y Palmira después de mi partida.

    Por el propio bien de ese tejón, recé al cielo por paciencia. Mucha paciencia.

____________________________

Para aquellos que no me sigan en DA, no he estado del todo inactiva. En mi cuenta encontrarán dibujos relacionados a los personajes del fic. Hace unas semanas empecé a subir las hojas de referencia de algunos de ellos con los que pretendo crear una especie de "guía" (por si tenían el pendiente xD). Estaré subiendo una por semana para que vean mis versiones de los personajes (además, en la descripción incluí algunos datos de ellos, como los parentescos por si alguien se pierde). 

Pueden verlos visitando mi cuenta:
https://lillydiaz18.deviantart.com/

O siguiendome enTwitter:
https://twitter.com/Lilly_Diaz18

¡Hasta el próximo capítulo!

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