Lian's Story

By LillyDiaz18

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(Basada en la película de Disney, The Lion King) "Supongo que esta es la parte donde escribo un mon... More

Dedicatoria
Prólogo
Prefacio
Capítulo 1:Kopa
Capítulo 2: El cañón
Capítulo 3: Ser valiente
Capítulo 4: Familia
Capítulo 5: Despedida
Capítulo 6: Duo
Capítulo 7: El árbol y el rayo
Capítulo 8: Destierro
Capítulo 10: Forastera
Capítulo 11: Noche de estrellas
Capítulo 12: Club de solitarios
Capítulo 13: El león de melena negra
Capítulo 14: Recuerdos
Capítulo 15: Camino de vuelta
Capítulo 16: Recién llegado
Capítulo 17: Cementerio
Capítulo 18: Kiara y Kion
Capítulo 19: La vida en el reino
Capítulo 20: Algo nuevo
Capítulo 21: In-comodidad
Capítulo 22: Praderas
Capítulo 23: Un diente, un árbol y un cocodrilo
Capítulo 24: Caras viejas, caras nuevas
Capítulo 25: Niñera
Capítulo 26: Flores de baobab
Capítulo 27: La Guardia del León
Capítulo 28: Buscar y Encontrar
Capítulo 29: Ley del hielo
Capítulo 30: Visitas
Capítulo 31: La charla sobre la piedra
Capítulo 32. El viaje de Mheetu
Capítulo 33: Inquebrantable
Capítulo 34: Ojos marrones
Capítulo 35: La cacería de búfalos
Capítulo 36: Confusión
Capítulo 37: Puntos suspensivos
Capítulo 38: Dejar ir
Capítulo 39: Tocar fondo
Capítulo 40: La selva y la bala
Capítulo 41: El acantilado y el rio
Epílogo: Nunca dicen adiós
Curiosidades
Galería de "Fan Arts"
Preguntas y Respuestas
Agradecimientos
Nominada (No es un capítulo)
Tag del Fanfic (no es capítulo)
😁 Nominación 😁
Otra nominación (para más views)
ESTRENO: Lian's Story 2

Capítulo 9: La noche más larga

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By LillyDiaz18

    El sol se puso sobre el horizonte, que había permanecido nublado durante todo el día. Ni siquiera sus rayos lograban penetrar la espesura gris de aquellos cuerpos vaporosos. La brisa soplaba con fuerza, llevando consigo las hojas marchitas de la estación seca y el aroma fresco de la lluvia. El silbar del viento coreaba la melodía de los árboles al mecer majestuosamente sus copas. Pero nada era hermoso. El lugar estaba revestido para el luto.

Observaba el panorama, más por costumbre que por verdadero disfrute, mientras los animales del reino se congregaban en una larga fila que parecía tener el largo de nuestras tierras. La noticia de la muerte de Kopa corrió con el viento en todas direcciones por las Praderas. Rafiki había organizado todo. A mediodía, se había llevado a Kopa para prepararlo para su funeral, esa misma noche, mientras el rumor de la atrocidad de Zira se propagaba como una plaga incesante. Nala y Simba habían acompañado al simio, mientras el resto de la manada regresábamos a casa, abatidas por el dolor y la tristeza.

Inhalé hondo, llenando mis pulmones con el olor del luto. Un olor amargo y desabrido, acompañado por las flores que la manada había recolectado, e impregnado con el humo de la hoguera que Rafiki había preparado para el ritual. Este podía percibirse a kilómetros, y me atrevería incluso a afirmar que sobrepasaba los límites de nuestras tierras.

El lugar para la ceremonia sería el mismo donde yacían nuestros antepasados. El Árbol de los Grandes Reyes. Este era un viejo sicómoro con más de treinta metros de alto y el tronco de un ancho de casi siete metros. El árbol por sí solo era imponente en la distancia: a casi dos kilómetros de casa podía verse perfectamente su silueta, durante el atardecer, desde la Roca del Rey. De frente, era una maravilla de la naturaleza: la base, y la bifurcación principal del tronco, estaban completamente huecas. Según la leyenda, cuando el sicómoro era joven, un rayo había caído en sus raíces durante una tormenta, quemando su tronco y levantando la tierra a su alrededor. Pero esto no lo mató. Si bien, el accidente había dejado sus ramas fracturadas, obligándolo a crecer torcido y amorfo, dicho árbol creció tanto que se convirtió en el ficus sycomorosus más grande de Las Praderas.

No sabía desde cuando mi familia había decidido encomendarlo a tan lúgubre destino, pero había ya seis generaciones de reyes descansando entre los nichos internos que formaban sus raíces. Kopa tomaría el lugar de la séptima familia, desplazando a sus padres a la octava. La idea era escalofriantemente triste.

Rafiki se encargaría de limpiar el nicho correspondiente, así como de encender pequeñas fogatas alrededor del Árbol con la esperanza de mantener iluminado el lugar para que el alma de Kopa no se perdiese en su camino a la ascensión. A mi parecer, solo le confería un aire más pesaroso. Observé, tumbada al pie del árbol sobre una enorme roca, cómo las manadas recién llegadas empezaban a acomodarse poco a poco en torno al sicómoro para presenciar el funeral. Como era tradición, desde los enormes elefantes hasta las liebres más pequeñas habían decorado sus pieles de colores amarillos, tintos y marrones, tiñéndolas con pulpa de frutas y decorándolas con espirales y círculos.

La última vez que había visto tantos animales juntos fue durante la presentación de Kopa, como bienvenida del cachorro. Ahora nos reuníamos para despedir al único príncipe de la familia que jamás llegaría a convertirse en rey.

Sentí aquella picazón en los ojos y, sin fuerza para contenerlo, a pesar de haber estado así todo el día, rompí a llorar. Oculté mi rostro entre mis patas para que nadie pudiese verme durante mi duelo. Kopa.

¡Oh, si tan solo hubiese actuado mejor! Si hubiese corrido más rápido; si hubiese escuchado antes su llamado; si hubiese peleado contra Zira con mayor avidez; si me hubiese aferrado mejor al borde del cañón; si hubiese obligado a Kopa a volver a la cueva...

Ahora estaríamos preparándonos para dormir en lugar de estar ahí.

Todo había sido mi culpa. El niño estaba a mi cuidado.

Yo era su tía, y su niñera desde que el pequeño había aprendido a andar, con aquellas diminutas garritas que tropezaban en cada piedra que se interponía en su camino, y caía, y volvía a levantarse para seguir explorando.

Y ahora, todo había terminado. No habría más días de paseos por la sabana. No habría más regaños por parte de Zazú. Ni aventuras sorprendentes dentro de lo cotidiano. Ni sentiría nunca más el golpe de sus patas al saltar sobre mí sorpresivamente. Ni escucharía su risa matutina al jugar con Vitani. Ni vería de nuevo su sonrisa chispeante, ni sus ojos radiantes de alegría. Todo había desaparecido. Se había esfumado sin la oportunidad de decirle adiós. Así, tan repentino como todo en la vida.

Lloré hasta sentir que las lágrimas empezaban a escurrir por mi pelaje hasta llegar a la herida de mi brazo. Mamá se había encargada de curarme cuando llegamos a casa, pero la mordida había sido profunda y tardaría en cerrar. La sal de mis lágrimas la lastimaba, pero poco era el dolor físico comparado con el que sentía por dentro.

— Lian, ya es hora — escuché la voz de Simba susurrando en mi oído.

Levanté la cabeza con pesar para toparme con la mirada del león. Lucía terrible, no recordaba cuando había sido la última vez que lo había visto así. Sus ojos estaban rojos, señal del llanto derramado, y en sus mejillas se había quedado dibujada la línea del camino seguido por las lágrimas mientras se perlaban por su rostro. Ahora parecía serio, como todo rey, pero por dentro estaba destruido.

Asentí con desgano, e igualmente me enjugué las pequeñas gotitas que habían quedado en mi rostro. Torpemente me puse de pie. Llevaba ahí casi una hora, y mis músculos estaban entumecidos. Bajé de la piedra tambaleante, siguiendo a mi hermano, y en la distancia escuché el retumbante eco de un relámpago.

Como si la situación no fuese lo bastante mala ya, esta noche habría otra tormenta. Parecía que la vida me odiaba.

Simba me condujo al interior del Árbol, donde toda la manada estaba ya reunida alrededor de la hoguera. Rafiki arrojaba a las brasas una serie de polvos y especias que avivaron la flama y la hicieron alzarse varios metros dentro del sicómoro. Estas liberaron unas diminutas chispas que se elevaron por el aire, directo al cielo.

Seguí las pequeñas morutas con la mirada, y descubrí así que la copa del árbol estaba abierta. El tronco, ligeramente curveado, se separaba en cientos de ramas que dejaban despejada el área sobre nosotros. Si no fuese por aquellas horribles nubes grises, podría apreciarse perfectamente el cielo estrellado acompañado por la luna creciente.

Según las historias, ese era el camino que las almas de los difuntos debían seguir para subir al cielo y reunirse con Ahieu y los Reyes del Pasado. El ritual de Rafiki las ayudaría a encontrar el camino. Bajé la mirada hasta la base de la hoguera. Esta había sido formada con ramas secas de diversos árboles de la sabana, cuya forma aún podía distinguirse entre los trozos de carbón. Me aparté un poco de esta para observar el lugar. Detrás de mi estaba el primer nicho, un agujero cavado entre las raíces principales del Árbol y, cuyas orillas, estaban decoradas con diversos patrones en tinta de colores vivos. Al centro, alguien había dibujado un león representando al propietario de la tumba. Esta estaba sellada definitivamente con una pesada roca grisácea que, gracias al tiempo, se había encarnado en el tronco y revestido con pequeños musgos.

Los nichos eran muy similares entre sí. Los recorrí con la mirada hasta centrarme en uno en espacial, con tintas ligeramente más recientes y la figura de un león moreno en el sitio principal al que reconocí como Mohatu. Sobre el siguiente, pude distinguir una pequeña representación de Ahadi, y a su lado, ligeramente más pequeño, estaba el dibujo de la abuela Uru. Fue entonces que mis ojos se apartaron de los nichos y se enfocaron en algo nuevo.

Justo al otro lado de la entrada, frente a la hoguera, había una amplia plataforma rocosa cubierta con una cama de paja y, sobre la cual, descansaba un pequeño bulto envuelto en hojas de palma, como un fino vendaje. Mi corazón dio un vuelco al descubrir que se trataba de Kopa. Su cuerpo estaba rodeado con flores silvestres provenientes de diversos arbustos y acacias del Reino, todas de colores amarillentos y anaranjados.

Las lágrimas empezaron a inundar discretamente mis ojos, y solo me percaté de su presencia cuando nublaron mi vista al grado de ver solo manchones de colores. Agaché la cabeza y rápidamente pasé mis manos sobre mi rostro para eliminar todo rastro de aquellas diminutas gotillas antes de que alguien me viese.

Rafiki, cuyas facciones estaban decoradas con patrones similares a los de los animales de afuera, cerró los ojos y agitó su bastón frente al fuego. Los monos que habían tomado lugar en las ramas del Árbol para ver la ceremonia, corearon el movimiento del mandril con sus propias frutas, creando un sonido uniforme que todos los presentes pudiesen escuchar.

Nangirira Omulangira yesu azalidwa Abengalo mwekubile — pronunció el chamán, voz en pecho.

Las manadas, congregadas alrededor del Árbol, repitieron la oración al unísono, acompasando sus voces con el ritmo creado por los monos. Rafiki, por su parte, mecía las manos suavemente en torno al fuego, meciéndolas grácilmente para semejarlas a un par de faisanes en pleno vuelo, como el Fénix moribundo a punto de desplomase envuelto en llamas.

Mwekubile aba endere mwe kubile wolaba bayimba — continuó, y los animales no tardaron en seguir sus palabras.

El cuerpo se Rafiki se unió a la danza, con movimientos firmes y perfectamente medidos, como si hubiese realizado aquel ritual cientos de veces antes. Alzó los brazos hacia el cielo, y el fuego se levantó junto con él, rozando apenas la madera del sicómoro.

Nga yesuyaliwo Wolaba bakyakala abana ba muno — cantó, y esta vez, mi familia unió sus voces al coro.

Los animales empezaron a mover sus patas para crear un nuevo sonido, un tamborileo grave y profundo como la voz del viento, un tamborileo que proyectó la fuerza de la sabana en dirección al Árbol para avivar el fuego, para acompañar a Kopa en su travesía.

Nangirira Omulangira yesu azalidwa Abengalo mwekubile — repitió Rafiki, casi gritándolo. El estruendo producido por las manadas pareció opacar, por un instante, el retumbante eco de los relámpagos que se avecinaban. Era como si un aura empezara a envolver aquel sitio, cargando la atmósfera con fuerza, con alivio, con solidaridad.

¡Pero que importaba todo aquello! Cuando uno está tan roto, no basta con sentirte apoyado para pegar las piezas de nuevo. Y, por desgracia, lo único que podía hacerme mejorar en ese momento yacía envuelto en una gruesa capa de hojas de palma, inmóvil, frío, sin vida. Me dolió descubrir que ese cuerpo que contemplaba al otro lado del fuego no era más que solo eso: un cuerpo. Kopa se había ido. Aquel pequeño cachorro al que había cuidado y amado tanto durante su corta vida se había esfumado. Ahora solo quedaba eso, el exterior, una compleja maquinaria de hueso, carne y piel. Estaban vacíos.

Mwekubile aba endere mwe kubile wolaba bayimba — cantaron los presentes, y las lágrimas inundaron una vez más mis pupilas.

Contraje el rostro. Me encogí contra el tronco del árbol. Oculté mi rostro para llorar amarguras. Estas ahí, presenciando ese ritual, me quemaban el alma. Me destruían por dentro. Y pensar que apenas la noche anterior estaba corriendo tras el pequeño para hacerlo dormir. ¿Cómo es posible que, en solo veinticuatro horas, tu vida cambie tan drásticamente?

Nangirira Omulangira yesu azalidwa Abengalo mwekubile — jamás podría unirme a aquellas palabras.

Mi garganta estaba seca, con un atisbo al sabor ferroso de la sangre de Zira. Pasar saliva era como tragar cuchillas. El llanto debilitaba mi voz, y temía que al cantar esta me fallara por la tristeza. No, no podía permanecer más tiempo ahí. Era demasiado para mí. Podía soportar cientos de cosas, menos que me obligasen a quedarme a ver como sepultaban a Kopa y lo desaparecían para siempre de mi vista. Pedían demasiado para mi corazón herido.

Debía salir de ahí antes de que aquel doloroso sentimiento de impotencia se apoderase por completo de mí. Por suerte, la enorme grieta del Árbol estaba justo a mi lado. Solo tenía que estirarme un poco, escapar sin llamar la atención de nadie.

— Lian — me detuvo la voz de Simba.

Alcé la mirada. Ahí estaba. Ese león imponente, ese rey valiente, ese hermano protector. ¿Qué clase de versión de él era esta? Una versión consumida por la pena de la pérdida, ojerosa, cansada, abatida, de ojos llorosos y aspecto descuidado.

— Simba — dije, con una voz rasposa y seca.

El aludido se acercó lentamente hasta mí, y se detuvo conservando una distancia considerable. Se veía tan débil y pequeño como cuando era un cachorro, perdido, asustado. Me recordó a todas aquellas noches cuando, tras ser rescatados por Timón y Pumba, tenía alguna pesadilla relacionada a la muerte de papá, y despertaba agitado, llorando, temeroso de los recuerdos con los que su mente lo torturaba.

— ¿Pensabas irte?

Sentí un nudo en la garganta. Me mordí el labio y apreté los dientes con fuerza sobre este, conteniendo un chillido. Sin embargo, las lágrimas corrieron por cuenta propia, ignorando mis deseos de contenerlas.

— No puedo, Simba — musité. — No puedo quedarme aquí sabiendo que fue mi culpa...

— No digas eso — le falló la voz. — Peleaste con Zira, hiciste todo lo que pudiste por detenerla — bajó la mirada hasta mi herida.

Cubrí mi brazo con la pata, sintiendo una punzada en las marcas que habían dejado sobre mi piel los colmillos de la leona.

— Pero no sirvió de nada — chillé. — Debí hacer algo más. Yo soy la responsable de esto.

— No, Lian.

— De verdad, no puedo permanecer aquí un minuto más — retrocedí, viéndolo de frente, con la pena tatuada en las facciones.

— No te vallas, Lian — suplicó, sin esforzarse por ocultar su llanto. — Por favor, te necesito aquí. Te necesito conmigo.

El león dio un paso en mi dirección para detenerme, pero logré sortear su brazo.

— Lo siento, Simba — negué con la cabeza, sintiendo una nueva oleada de lágrimas en mis ojos.

 — No puedo.

— Lian...

— No puedo.

Y salté fuera del árbol. Trepé como pude por entre las piedras que lo rodeaban, y aterricé sobre la sabana despejada. La mayoría de las manadas estaban frente a la grieta del sicómoro, así que nadie me vería en mi huida. Sin prestar atención a mis heridas, empecé a trotar sin rumbo, con los relámpagos en la distancia como única guía.

Solo quería correr lejos, hasta darme cuenta que este era solo otro sueño, igual que con el cazador. Correr hasta despertar en la guarida, ver que todos estaban aún dormidos y que Kopa seguía acostado entre sus padres, en alguna de las extrañas posiciones que solía adoptar cuando dormía. Correr hasta el fin del mundo para poder desaparecer.

No había avanzado mucho cuando me percaté de las delgadas gotas de agua que empezaban a caer desde arriba. Un rayo iluminó el cielo en todo lo basto y ancho del mismo, recorriendo en milésimas de segundo la superficie oscura de las nubes. Y la lluvia cobró fuerza, pasando de unas pocas gotas a un poderoso torrente impulsado por el salvajismo de las corrientes de aire.

La noche anterior había sido igual a esa. La primera lluvia de Kopa había sido también la última, como presagiando la desgracia que ocurriría esa mañana. Las lágrimas volvieron a humedecer mis ojos, dificultando mi sentido de la vista.

El sol se había ocultado por completo hacía ya varios minutos, y la sabana estaba sumergida en una profunda oscuridad que, de cuando en cuando, se veía interrumpida por la luz desencadenada por algún rayo. La lluvia se había convertido en una cortina de agua que me impedía apreciar el horizonte. Las lágrimas en mis ojos evitaban que pudiese orientarme. Pero mis patas no se detenían; no querían hacerlo porque, si cedían, darían paso nuevamente al dolor y la pena por la muerte del cachorro.

A pesar del feroz viento, de la oscuridad, y del frío que empezaba a provocarme el correr con el pelaje mojado, no me detuve. Crucé pastizales, prados, sorteé montos de piedras, rodeé el manantial, divisé a lo lejos el baobab donde Rafiki vivía. Un segundo rayo retumbó en el Reino entero, y su luz, como una estrella fugaz, pintó por un segundo el paisaje que recorría.

Entre la capa de lágrimas en mis párpados, reconocí frente a mí el borde del río que corría de forma paralela al cañón. De inmediato, detuve mi carrera e intenté detenerme en seco. Pero la lluvia había convertido la tierra en una espesa masa oscura, un lodazal resbaladizo al que no pareció gustarle la idea de ayudarme a desacelerar. La velocidad a la que andaba era tal, y el terreno tan poco favorable, que terminé tropezando y resbalando por el lodo. Llegué al borde del río, donde intenté detenerme con las garras. Para mi desgracia, este estaba bardeado con piedras lisas que, al mojarse, eran lo mismo que el lodo y de poco sirvió mi esfuerzo.

Supe que había caído al agua cuando sentí el golpe húmedo contra mi vientre, y luego en el resto del cuerpo. De alguna forma, conseguí reunir las fuerzas suficientes para subir a la superficie e inhalar una bocanada de aire. Una ola volvió a sumergirme por completo.

En la temporada de sequías, ese rio era a duras penas un hilo de agua estancada al que solo las ranas e insectos acudían. Pero, con la llegada de las lluvias, sus aguas crecían varios metros y se transformaba en un poderoso caudal que descendía hacia el este. Luchar contra su fuerza era caso perdido; muchos habían muerto ahogados en sus aguas.

Sentí un escalofrío recorrerme al intentar adivinar mi suerte.

Aproveché una corriente para salir a la superficie de nuevo para tomar más aire. Era imposible ver nada en aquella oscuridad perpetua.

— ¡Ayuda! — grité, aun a sabiendas de que nadie me escucharía.

El agua me atrajo nuevamente al fondo del lago, donde el agua se arremolinaba salvajemente. Moví las patas en un intento de luchar contra su fuerza, pero continuó arrastrándome sin dar crédito a mis esfuerzos. Di una pirueta bajo la superficie, y sentí como las corrientes llevaban mi cuerpo de un lado a otro como si se tratase de un juego. El agua empezaba a entrar por mis fosas nasales.

De alguna forma, logré salir por otra bocanada de aire. Tosí, antes de regresar adentro.

Arriba y abajo se veían tan similares. De cualquier forma no conseguía ver nada en medio de la tormenta, que no daba señales de detenerse pronto. Empecé a temer por mi vida, y la desesperación me invadió. Aunque la oferta sonaba tentadora, pues vería de nuevo a Kopa y a papá, no quería terminar así. Me parecía muy pronto.

¡No podía morir ahora!

Conseguí saltar fuera del río, pero mis patas resbalaron de nuevo con las piedras lisas. Caí al agua con una nueva bocanada de aire en los pulmones que, esperaba, pudiera evitar que tragara más agua. Me impulsé de nuevo hacia arriba y, para mi suerte, logré aferrarme a un trozo de madera que pasó flotando junto a mí. Era lo suficientemente grande como para mantenerme a flote. Por un segundo, me sentí aliviada.

Un rayo cayó cerca de ahí, permitiéndome entre ver el curso.

Distinguí un cuerpo, bastante voluptuoso, a pocos metros de mí. ¿Era acaso otro pobre desafortunado como yo? No tardé en saber que, en realidad, se trataba de una enorme piedra contra la que el río arrojó mi cuerpo. Y no supe más.

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