Nasty (A la venta en Amazon)

Da lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... Altro

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 30

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Da lizquo_





M: Imagine Dragons - Hear me.







Siloh entornó los ojos cuando vio que me levanté de la cama y caminé hasta el umbral de la puerta. Mientras pensaba en cómo reaccionar delante de aquella bruja, me pregunté si acaso podía ser más cínica. Llegué a la conclusión de que sus capacidades empáticas eran muy limitadas.

En mi caso, quedaron reducidas al desprecio.

—No quiero oírte —le dije, y sujeté la puerta con la mano izquierda. Siloh se retiró a un lado al tiempo que se abrazaba a sí misma—. Ya te puedes ir al infierno...

—Esto te interesa —replicó la muchacha, que ya era una mujer entrada en los veinticinco años también.

Permanecí examinándola por lo que fueron largos minutos. Los pasos de Siloh y su posterior ruido al acostarse en su cama, acompañaron al ronroneo de mi respiración y me ayudaron a espabilar.

—Nada que puedas...

—¿Te acuerdas de esto? —me interrumpió.

De la pequeña bolsa interior de su chaqueta café, sacó un papel mate arrugado. Al darle vuelta para ponérmelo frente a la cara, la sangre se me acumuló en las mejillas y la frente. Admiré la foto en sus manos y cerré los ojos. No iba a dejar que aquel pedazo de escarnio me cayera encima como si tuviera parte o suerte en mi vida actual. Así que pestañeé, respiré profundo y le dije—: Cómo olvidarla. ¿La tienes para recuerdo?

—La tengo porque me quedé con ella después de subirla a internet —sonrió Cristin.

Ese día no quise hablar con nadie. Las dos primeras horas me acurruqué en el cuerpo de Sam y dejé que me contara sus mentiras; dejé que me dijera las cosas que quería escuchar. Luego, en mi habitación, pasé una de las peores noches de mi vida.

Entre pesadillas y recuerdos, decidí que no estaba lista para enfrentar a la sociedad. Tal vez esa fue la primera elección que tomé para alejarme de mis problemas. Quizás no fue lo más sano, valiente o correcto, pero ¿quién me podría asegurar que incluso Cristo, antes de ser llevado al pretorio, no tuvo miedo?

—¿Y? —insistí.

Cristin chasqueó la lengua contra los dientes.

—Que no fue Nash quien la subió —repuso, las cejas hundidas hacia el tabique de la nariz—. ¿No escuchaste?

—Te escuché, pero no me importa —mentí.

—Mentirosa —refunfuñó la chica, apoyando el hombro en el marco de la puerta—. Mira, Penélope, yo solo vine a dejarte en claro que...

Como se había dado la vuelta, aproveché para empujar la puerta lo más fuerte que mis manos me lo permitieron. Observé, muda, la madera libre de marcas.

Regresé a la cama, el corazón palpitándome en el pecho.

—Aquí hay gato encerrado —dijo Siloh. Se había levantado de su cama y ahora estaba sentada en la mía, frente a mí—. Dijiste que Nash y Clarisa hablaban de una supuesta amenaza de Cristin. ¿Qué clase de...?

—Están locos los dos —susurré tras suspirar—. No quiero que me incluyan en todo esto.

—¿Entonces? —se interesó mi compañera.

Después de meditar las extrañas circunstancias, me eché de espaldas sobre la cama y pasé varios minutos con la vista clavada en el techo. La luz del día comenzó a apagarse paulatinamente mientras yo deambulaba por los oscuros y retorcidos pasillos de mi imaginación. Aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no pude alejar de mi pensamiento el raciocinio de que aquella visita estaba ligada al asunto de la biblioteca. Pero no se lo dije a Siloh. No quería que se preocupara por mí.

Me hice a la idea —traté— de que Nash no se molestaría en tomar aprecio de mí si estaba en problemas con su expareja, o lo que fuera que fuese Cristin de él. Fingiendo indiferencia delante de mi mejor amiga, me vi envuelta hasta el cuello en remordimientos.

—Tal vez es mejor que le cuente a mi madre —dije. Miré a Siloh por fin y negué con la cabeza antes de agregar—: O hablar con Clarisa primero...

—Ni lo pienses —comentó Siloh—. Esto... ¿qué relación tiene con Nash, de cualquier modo?

Yo no tenía idea. Suspiré varias veces mientras cavilaba cómo decirle a mi madre que una persona de mi pasado quería revolver brasas en mi estómago. También me plateé la idea de decirle al decano sobre la visita de Cristin. Pero, por desgracia, mi currículo frente a él no era muy conciliador ni creíble.

La única probabilidad certera que poseía, era que los cuchicheos de Nash habían sido ciertos: Cristin se traía algo entre manos. Y, aquella tarde, me había dejado en ascuas: me fue imposible no preguntarme por qué motivo Nash seguía atribuyéndose la culpa sobre la fotografía. Acabé suponiendo que, de alguna manera, había sido su forma de mantenerme a raya en su vida.

El timbre de mi celular me sacó un respingo. La mirada de Siloh se clavó sobre mí, airada. Pasados unos minutos, luego de acabar de acomodar mis útiles lo bastante lejos de mí —en la mesa de estudio que se encontraba junto a la cama de Siloh—, por fin me atreví a leer el texto que me había llegado.

Era de un número desconocido, con la imagen de mi foto. Cuando entendí que era Cristin, me limité a observar la que antes había sido la manera más contundente de atraparme. En esta ocasión, cerré el mensaje, abandoné el teléfono en la mesa de noche y continué con mis tareas.

*

Encontré el ejemplar de Los Miserables escondido en uno de mis cajones de la cómoda, hundido debajo de tomos pesados de psicología. Shon se aproximó a mí, agachándose lo suficiente como para examinar el lomo del libro. Yo me encontraba sentada en el suelo tratando de encontrar un antiguo ensayo que le había valido a Clarisa como pretexto para clavarme con más trabajo innecesario.

Según ella, mi personalidad era demasiado desprendida, pero ahora entendía que sus intenciones habían estado lejos de lo profesional.

—¿Estás segura de que no sabes qué relación hay entre Nash y Clarisa? —le pregunté a Shon, que parpadeó varias veces.

Negó con la cabeza mucho tiempo después, como si quisiera ignorar su propia consciencia.

—Nash no es la persona más comunicativa del mundo, en realidad —se excusó—, pero, ¿por qué quieres encontrar algo tan viejo?, ¿eh?

—Sé que en ese ensayo Clarisa me pidió que narrara mis recuerdos más remotos sobre mi familia. Cuando mi padre vivía aún —dije, al volver a meter un par de engargolados en el interior del cajón.

Repasé las tapas de la historia de Víctor Hugo con las yemas de los dedos para estudiar su textura. Era una muestra fortuita, el libro, de que una parte de mi raciocinio se negaba a dejar tranquila esa etapa de mi vida en la que yacían culpas más tangibles y turbias.

Me levanté, convencida de que mi ahora o nunca había llegado.

—¿Lo quieres? —inquirí.

Shon arqueó una de sus cejas y acabó sujetándolo entre sus manos —después lo metió en su bolsa—. Fue fácil desprenderme de él; no porque no tuviera ningún valor, sino porque ya no lo quería.

Los meses anteriores ni siquiera había pensado en su existencia.

—Será mejor que nos vayamos —Shon le echó un vistazo a su reloj de pulsera.

Era viernes por la tarde, después de terminar mi jornada escolar y tenía que acudir al consultorio de mi terapeuta. Acababa de contarle a Shon la plática subrepticia que había oído entre Nash y Clarisa, y de la misma manera que Siloh, ella me preguntó si iba a hacer algo.

Quería indagar en el fondo, pero le hice caso a mi sentido común. Si es de Nash, no vale la pena perder tu tiempo, me dijo.

Cuando salimos del edificio de mi dormitorio, Shona parecía demasiado nerviosa. Yo estaba segura de que no quería encontrarse con Siloh. Apenas y hablaban desde el evento de Malibú. De hecho, el humor de mi compañera de cuarto y mejor amiga iba en declive.

Shon siempre había sido una persona madura, con la vista de frente. Incapaz de no sincerarse si lo necesitas, incapaz de cansarse o capaz de fingir si estaba demasiado cansada. Sus ojos eran los de una mujer hecha y derecha, con cargas en la espalda y quizás traumas del pasado.

¿Lo importante sobre ella?

Es todo lo que una persona quiere ser un día. Feliz consigo misma sin poner atención en los defectos.

La vibra que emanaba te hacía tenerle confianza de inmediato, como si antes de conocerla tu destino hubiese estado ligado al de ella.

Mientras caminábamos por el campus, con dirección a la salida del complejo, le conté que mi madre quería estar conmigo ese fin de semana así que no iba a estar con Siloh, y también le comenté que tal vez sería un buen momento para que charlaran sobre su asunto —su relación.

Como siempre, Shon fue una tumba respecto a sus emociones, pero yo sabía lo triste que se hallaba luego de la reacción de Kathy.

—Es muy normal que la gente, cuando no conoce algo, se deje llevar por los prejuicios —le dije.

Nos subimos a un taxi al tiempo que platicábamos sobre el trabajo de Shon, como la asistente de un editor en la ciudad. En un par de semanas tendría que ir a la feria del libro de otro estado a cubrir las vacaciones de su jefe. Se veía que no le hacía ninguna gracia irse justo en un momento como este, pero aquello, le aseguré, era parte de ser adulto.

Y yo la entendía.

Mi madre me esperaba afuera del consultorio cuando llegamos. Shon y ella se saludaron en un amable abrazo y después, Suzanne, se mostró muy preocupada.

—¿Qué sucede? —inquirí, quitándome la liga del pelo para dejarlo suelto; con otoño, había comenzado a hacer frío, y mis orejas eran las primeras víctimas de la intemperie.

Mamá se lo pensó por un largo momento antes de poder confesarme—: Me robaron el auto de alquiler.

Shon me miró, atónita. Yo, en cambio, analicé la careta de susto que llevaba encima mi madre. No se la veía como si estuviera mintiendo. No lo haría con algo tan peculiar como un robo en pleno día.

—Espera —musité, poniéndome a su lado, cerca de los escalones antes de la casa de mi terapeuta, que se hallaba ubicada en el fraccionamiento en el que vivía mi tía Maggs—. ¿Cómo?

—Sí, lo estacioné a una calle, en el parque —dijo ella, avergonzada—. Se me olvidó la bolsa así que regresé, y ya no estaba.

—El aeropuerto tiene GPS en sus unidades —canturreó Shon. Vi que sacaba el móvil de su bolsillo—. Ya les llamo.

Observé el semblante de mi madre y bajé la mirada, buscando convencerme de que eso no tenía nada que ver con mis asuntos.

De que era extraño, nadie podía sacarme de esa idea, porque la zona aquella era tan exclusiva que tenía sus propios guardias. Solo alguien que conocía bien el sitio y que se había dejado ver antes hubiera podido tomar el coche sin ningún problema.

—¿Cómo lograron encenderlo? —musité.

—Es lo de menos ahora, Pen —respondió mi madre.

Para cuando Shon nos dijo que teníamos que ir al aeropuerto, habían pasado tal vez diez minutos de mi sesión. Estuve a punto de decirles que todo iría bien si ese día no me quedaba, pero mi madre se adelantó.

—Voy a hablar con Daryel para que las recoja. Después realizo todo este trámite —me dijo.

Su tono no daba lugar a objeciones, de modo que asentí y acepté el abrazo tembloroso que me ofreció antes de marcharse. 

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