¿Cómo hubiese sido si...? /Cr...

Od aleianwow

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Autora: Cristina González Ilustrador: Alexia Jorques Beatriz adora a su hija de tres años. Beatriz está solte... Více

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Epílogo
INFORMACIÓN IMPORTANTE
YA EN KINDLE Y EN PAPEL!!!

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Od aleianwow


Unos ojos verdosos y grandes se meten bajo mi piel de nuevo. Lleva una camiseta negra y unos vaqueros rotos. Parece contento. Su manera de curvar los labios para sonreír me vuelve loca y lo sabe.

—Te toca.

Miro mis cartas. No las entiendo. Una tiene una calavera dibujada a lápiz. Las otras dos forman en conjunto una especie de corazón roto. Y la cuarta tiene escrita la palabra adiós.

Lanzo ésa.

Raúl deja de sonreír y me pregunta por qué.

—¿Por qué me dices adiós? —repite una y otra vez.

Llora. Está llorando arroz. No tiene sentido. Yo también lloro. Entonces aparece Rocío corriendo sobre sus piernecitas. Tropieza y me pregunta por su padre. Raúl me mira muy serio.

—Sabes que no está bien lo que has hecho —me acusa él.

De pronto se escucha una música de fondo. No es nada armoniosa. Me estresa. Y abro los ojos, al fin.

Está sonando el busca debajo de la almohada. Respondo con voz de troglodita.

—Diga.

—¡Bea! Ya ha terminado tu turno, gordi. Te espero en los despachos de neuro.

Miro el techo de la habitación de guardia, tiene gotelé. Estoy durmiendo en la litera de arriba y me obligo a mí misma a recordar que tendré que descender por una miniescalerita si no quiero estrellarme contra el suelo. La falta de costumbre me costó un buen trompazo la primera vez que dormí en la litera de arriba en una guardia. Acabé en la urgencia, sentada en un sillón mientras un otorrino me metía tampones por la nariz para detener la hemorragia. Es un recuerdo muy valioso.

—Buenos días —dice el chico que duerme en la cama de abajo.

Ya se ha levantado y lo veo entrar al baño para lavarse la cara con agua fría. Después cierra la puerta y escucho el agua de la ducha durante unos minutos antes de que salga con el pelo mojado y algo de ropa limpia puesta. En mi estado actual no puedo valorar si es guapo, feo, alto o bajo. Me acabo de levantar después de dormir tres horas seguidas en toda la noche y no estoy en condiciones de sentirme atraída por ningún hombre en mi estado. A no ser que tenga los ojos verdosos y me miré como lo hizo él ayer.

Me las apaño para descender de la litera en mitad de mi trance mañanero. Me miro en el espejo y descubro que mi aspecto no es mucho mejor que el de hace unas cuatro horas, pero al menos he descansado lo suficiente como para llegar a mi casa viva. Me echo agua fría sobre los párpados con la intención de ayudarlos a desinflamarse. Sonrío. Tengo ganas de achuchar a mi pequeña y de prepararme un buen desayuno en compañía de mi madre. Repito la secuencia que ha hecho mi compañero. Cierro la puerta y me deshago del pijama verde. Me ducho, pero no me lavo el pelo. He traído una falda larga de color salmón y una blusa blanca.

Cuando salgo del baño, el adjunto de traumatología ya se ha marchado. Recojo mi bata y compruebo que llevo todos mis enseres en los bolsillos, después me la pongo encima de la ropa. A veces me pregunto por qué llevo un tarro enorme de bálsamo labial en el bolsillo izquierdo. No sé cómo consigo meter tantísimas cosas en la bata. Claro, que luego me duelen las cervicales y con razón.

Con mis Crocs en la mano me deslizo fuera de la habitación, los he cambiado por unas sandalias fresquitas de pedrería de colores.

En el pasillo ya hay celadores acarreando pacientes a rayos y enfermeras que corren de un lado a otro. Veo a una pareja de cardiólogas tomando café de camino a las consultas. Un retazo de la conversación llega a mis oídos y tengo que contener una carcajada. Resulta que el cirujano que estaba liado con tres doctoras a la vez ha sido descubierto por una de ellas y ayer le montó un pollo monumental delante de todos los pacientes en la sala de espera.

Creo que se lo tiene bien merecido.

Continúo caminando hasta llegar a unos ascensores que me llevarán a la tercera planta. Hay cola. Tengo la mano en el bolsillo y agito un boli dentro de él con nerviosismo. Ya noto esa pesadez mental que se apodera de mí después de cada guardia. Pero estoy relativamente contenta. Los apuros se pudieron solucionar y dejamos a los pacientes estabilizados y encarrilados a sus respectivos diagnósticos –todo lo que se puede encarrilar a un paciente de neurología, claro. A veces no es fácil–.

Una tromba de pijamas y batas entra en tropel en el ascensor, que no pita por el exceso de peso de milagro. Nos detenemos en la primera planta, después en la segunda y para cuando llegamos a la tercera sólo quedamos una ginecóloga, dos internistas y yo, la residente de neurología saliente de guardia.

Es un hospital pequeño, así que nos conocemos todos (al menos de vista). Camino rápido y en veinte segundos ya estoy entrando en los despachos. Son dos salitas conectadas por una puerta, en cada una hay tres mesas de madera clara situadas una a continuación de la otra sobre las cuales reposan un par de ordenadores para cada salita. El suelo es el mismo que el del hospital: goma verde oscura. Atravieso la puerta que comunica ambas habitaciones y veo a mi compañera reconcentrada en la pantalla del ordenador. El resto del equipo aún no se ha personado allí, así que estamos solas.

Alma me sonríe. Es la más mayor del servicio y la que mejor humor tiene habitualmente. Le cuento rápidamente los dos nuevos pacientes que tenemos ingresados. Ramiro es el señor que vino con medio cuerpo paralizado y Antonio es un hombre que está en la UCI por una sospecha de síndrome de Guillain Barré.

Me dejo caer en la silla y suspiro. Caigo en la cuenta de que no le pregunté a Raúl por qué estaba en el hospital. ¿Estaría alguno de sus padres enfermos? ¿Su novia? Hago una mueca. No le pregunté si tenía novia... Aunque tampoco hubiese sido buena idea sacar el tema. ¿No? Entonces recuerdo el sueño. Sus ojos verdosos con motitas marrones... Su manera de mirarme no ha cambiado nada. De pronto revivo sus caricias en mi muñeca y sus palabras: Podríamos quedar...

Ahora entiendo por qué en mi sueño le eché la carta en la que decía adiós.

—Que callada te has quedado —me dice Alma, interrumpiendo mi caótico discurso interno.

La miro y sonrío con tristeza. Lo cierto es que le tengo envidia. Mucha. Se trata de una mujer muy particular. Debe de tener unos cincuenta años. Y adoro que me cuente sus problemas. Tiene dos gemelas de diez años que no paran de hacerle perrerías a su anciano gato, que tiene también diez años y está hasta las narices de que le pongan coronas de Barbie de plástico y vestidos de gasa rosa del Toy's are us. Me troncho cuando veo las fotos. El caso es que Alma es una mujer rematadamente inteligente, absolutamente encantadora y fuma como un camionero. Vive enchufada al café y la pobre tiene migrañas un par de veces al mes.

¿Por qué le tengo envidia, entonces? Precisamente por el tipo de problemas que tiene. Me encanta el carácter de las gemelas... Incluso me conmueve cuando se queja de que su marido juegue a la Play Station a la hora de cenar y no colabore a calentar el repollo mientras ella se encarga del baño de las niñas. A pesar de todo Alma es feliz. Quiere a su marido, se desvive por sus hijas y aunque esté estresada a más no poder siempre guarda un pedacito de su buen humor para sus compañeros del hospital y sobre todo, para sus pacientes. Para mí es un modelo a seguir (salvo por el tabaco y el exceso de café, claro).

—Anoche tuve una crisis... Pequeña... Y tiré el café al suelo por una mioclonía —confieso, revelando la verdad a medias.

Alma abre los ojos más de lo normal. Tanto que creo que sus párpados van a engullir la pasta de sus gafas.

—Tienes que subirte la dosis. El martes que viene te hago un hueco en la consulta y te pasas cinco minutos, lo hablamos y solucionamos el problema. De todas manera... —me dice—. Hoy te voy a dejar pedido un electro.

Asiento con un movimiento de cabeza. Habla muy rápido y yo tengo las neuronas lentas, así que me cuesta asimilar todo lo que me dice a una velocidad razonable. Ella lo sabe y me da unos minutos de silencio para que procese lo que me acaba de decir.

—Entonces el martes que viene... Yo tengo consulta de migrañas... Pero tengo un descanso a las once de un cuarto de hora... ¿Te vendría bien? —pregunto.

Ella asiente y me sonríe.

—Ahora suéltalo, lo estás deseando.

Nos reímos mientras meto mi mano en el bolsillo de la bata y saco el busca que es un Nokia del año de la polca que suele llevar el que pasa la planta o el que atiende las interconsultas de otras especialidades.

Alma es la responsable de este mes de los pacientes ingresados, así que todo suyo.

Lo coge y lo mira con algo de suspicacia. Sabe que en breves empezará a sonar cada dos por tres. "Me siento como un ministro cuando llevo este trasto encima" suele comentar medio en broma medio en serio.

—Vete a dormir, anda —se despide mientras teclea algo en el ordenador.

Me incorporo de la silla y me quito la bata. La cuelgo en el perchero y dejo mis Crocs debajo de ella, en el suelo. Después me acerco al final de la salita y cojo una mochila de hebillas doradas y rebordes de cuero marrón claro en la que guardo en una bolsita la ropa del día anterior y mi ordenador portátil, el cual llevo a todas partes como si fuera un amuleto.

—Que te sea leve —le digo antes de salir por la puerta.

Escucho su risa mientras me alejo.

Salgo del hospital y pongo rumbo al metro. Tardo en unos cinco minutos en llegar a paso ligero y me subo en las escaleras mecánicas. No tardo en internarme en los pasillos subterráneos que me llevan a las taquillas. Cruzo los tornos y mis pies saben cómo llegar al andén sin que yo tenga que decirles nada. Bajo un par de tramos de escaleras y giro a la derecha. El tren está entrando en la estación.

No conduzco desde que nació Rocío. Decidí darle lactancia materna y por tanto tuve que estar muchos meses durmiendo poco y mal, lo cual desbarató mis electros y me hizo empezar a tener crisis por primera vez en muchos años. Así que aunque Alma me hubiese subido la dosis de mi antiepiléptico, tuve miedo de coger el coche hasta que la situación se hubiese estabilizado. Y como aún tengo algún que otro susto de vez en cuando no me he animado a coger el coche todavía.

Tardo unos cuarenta minutos en llegar a Moratalaz. Allí tengo que andar otros diez hasta llegar a un edificio de ladrillo gris. Me detengo en el número treinta. Saco las llaves y abro la pesada puerta del portal. Entro en el primer rellano, subo un par de escalones y llamo al ascensor. Una vez dentro de las claustrofóbicas cuatro paredes de la pequeña caja metálica, pulso el cinco y espero pacientemente a que se cierren las puertas. Respiro hondo. Sólo me quedé una vez atrapada en un ascensor, en el hospital en el que hice las prácticas para la carrera y estaba con mis amigas y con un pobre médico que estaba más asustado que todas nosotras juntas. Yo me hice la fuerte durante los primeros tres minutos y después... En fin. Aquello me costó una visita a neurología y un par de electroencefalogramas de propina.

Se abren las puertas y respiro aliviada. Entro en casa y al no escuchar a la peque por allí merodeando me siento extraña. Está en la guarde, recuerdo al darme cuenta de que son las nueve y media de la mañana.

—¡Hola cariño! —grita mi madre desde la cocina.

—¡Estoy viva! —respondo feliz al sentir el olor a café recién hecho que flota en el ambiente.

Dejo mis trastos de cualquier manera sobre el sofá y me quito la cazadora. Mi olfato me guía hasta unas magníficas tostadas de tomate con aceite. Mi madre está sentada y tiene una taza de café en la mano, con la otra pasa las páginas de una revista de decoración y se detiene en una foto que muestra a un bebé gateando sobre una alfombra de colores. Me sonríe y señala con su mirada mi apetitoso desayuno.

—Te lo tienes bien merecido —me dice guiñándome un ojo.

Me siento a su lado. Miro la mesa. Es nueva. La cambiamos cuando hicimos una reforma completa de toda la casa. Hasta contraté a una decoradora para que le diera un toque especial al piso. Nos decidimos a ello hace poco más de un par de años, cuando yo aún estaba embarazada.

Los muebles ya estaban demasiado viejos y sobre ellos pesaban tanto los recuerdos que amenazaban con resquebrajar la madera de las estanterías más antiguas. Ahora la casa parece un catálogo del Ikea en tres dimensiones. Eso sí, la hemos amoldado a la presencia de una criatura que gatea, chupa y muerde todo lo que se interpone en su camino: enchufes tapados, esquinas plastificadas, verjas para el pasillo... Ya no queda nada de ese salón en el que mi padre dormía la siesta desparramado sobre su sillón de lectura. Y las dos lo agradecemos.

Me llevo el pan a la boca y sin darme cuenta devoro ambas tostadas en menos de dos minutos. Miro la taza de café con desconfianza y mi madre sonríe.

—Es descafeinado, para que puedas dormir un rato antes de comer —me informa al ver mi cara.

—Gracias mamá —respondo con una sonrisa de alivio—. No hacía falta, de verdad... Sé que tienes cosas que hacer.

—Como todo el mundo, hija —responde encogiéndose de hombros—. Tú bebe y ve a descansar, es lo que tienes que hacer.

Obedezco, acabando con el contenido de la taza en un par de tragos. De pronto siento que se me viene el alma encima y casi cierro los ojos en un ataque de sueño.

—Vete a la cama, hija. No sé qué ha pasado esta noche pero vienes con una cara horrible —me confiesa con un tono de franca preocupación.

La miro. Y me pregunto por qué sigue pareciendo tan joven a pesar de que los setenta empiezan a rondarle de cerca cada cumpleaños.

—He tenido una crisis —digo mientras pienso si debo contarle que mi primer novio y yo hemos coincidido después de quince años en la máquina del café de urgencias a la una de la madrugada.

Ella contrae el gesto en una mueca de preocupación. Pero no dice nada porque su sexto sentido de madre sabe que hay algo más que contar. Así que espera pacientemente a que me decida de una vez.

Nunca ha habido secretos entre nosotras. Por lo tanto conoce a Raúl. De hecho cuando le dije que tenía novio me insistió en traerlo a casa a comer para conocerlo mejor. Y lo hice. Y después de la primera vez vino la segunda. Juraría que mi madre se puso tan triste como yo cuando él se tuvo que ir de Madrid con sus padres. "Es un buen chico, ojalá vuelva pronto y podáis seguir juntos", me decía ella.

No opinó igual del padre de Rocío. "Es un prepotente y un soberbio, deberías alejarte de él", me recomendó en varias ocasiones.

Ay, si la hubiese escuchado.

Me encojo de hombros. Si lo hubiera hecho ahora no tendría una preciosa hija por la que babeo como una tonta.

—¿Te acuerdas de Raúl? —pregunto en voz alta—. Lo vi anoche. Bueno, él me vio a mí.

Raras veces he visto a mi madre atragantarse con el café. Empieza a toser y se levanta para servirse un vaso de agua que le aclare la garganta.

—¿Ha vuelto a Madrid? —pregunta extrañada—. ¿Y qué hacía él en el hospital? ¿Y por qué no te avisó de que había vuelto?

Está metiendo el dedo en la yaga. Pero procuro que no se me note.

—No tengo ni idea —respondo lentamente—. La verdad es que no le pregunté ninguna de las dos cosas... Estaba tan impactada y además... Me acababa de dar el siroco... El caso es que es veterinario —añado, como si aquella información solucionase todas las dudas por arte de magia.

Me mira con reproche. Hace un gesto de negación con la cabeza y por un momento siento que acabo de contarle que he suspendido un examen de lengua.

—Mira que eres elemental... —me regaña—. Podrías llamarle... ¿Sabes si aún tiene el mismo número de teléfono?

—No... Tampoco se lo pregunté.

Esto es peor que haber suspendido lengua. Estoy segura.

—¿Y sabes algo de él a parte de que anoche estaba en el hospital?

—Que es veterinario y volvió a Madrid hace ocho años... —digo rápidamente—. Y que su consultorio está por aquí cerca... Eso me dijo. Pero no voy a ir a buscarlo, olvídate mamá —me anticipo.

Ella echa las manos hacia delante, como desentendiéndose.

—Haz lo que quieras. Pero era un buen chico. Tú verás —suena a amenaza de madre, pero me está hablando cariñosamente—. De todas maneras, Bea... Estaría bien que os vierais y os pusieseis al día... Estuvisteis muy unidos y podríais ser buenos amigos —sugiere mientras vuelve a sentarse con su café—. No todos los hombres son como el señor pongo-tetas-quito-tetas —dice refiriéndose al padre de la criatura—. Y un buen hombre puede alegrarte la vida tanto como te la puede fastidiar uno malo, recuérdalo.

—Y ningún hombre no puede hacer ninguna de las dos cosas. Supongo que es como abstenerse de jugar al póker. No ganas, ni pierdes. Te quedas con lo tienes... Y mamá, no estoy en condiciones de perder mucho más... —argumento con firmeza.

—Sí, pero él era un buen chico —insiste ella.

Me levanto de la silla con la intención de irme a dormir. Sé que tiene razón. Que Raúl era un buen chico. Pero ella misma lo ha dicho: era. Ahora quién sabe. ¿Y si está casado? ¿Y si tiene hijos? ¿Y si se ha vuelto un latin lover? ¿Y si ya no es un buen chico? ¿Y si ahora es el más malo del patio del colegio? Han pasado tantos años que puede no quedar nada del adolescente responsable y tierno del que me enamoré. Y la verdad, mi estabilidad emocional no creo que me permita investigar al respecto.

—Que sí mamá —digo hastiada—. Si quieres ve tú a buscarlo y pregúntale todo lo que quieras saber. Así te quedas tranquila —le propongo en broma.

—Puedes estar segura —afirma convencida.

Contengo un gesto de horror y rezo para mis adentros por que mi madre no localice una clínica veterinaria en la que figure el doctor Mascaró como parte su plantilla.

De hecho iba a contarle que Raúl quiso quedar a tomar café y que yo lo rechacé, pero visto lo visto, decido callarme y salir pitando de la cocina.

—Me voy a echar un rato —anuncio sin dar lugar a réplicas.

He dejado las sandalias en la entrada al llegar, así que camino descalza por la tarima disfrutando del calorcito que emite. Llego a mi habitación y me quedo en ropa interior. No tengo fuerzas para ponerme el pijama, así que me introduzco tal cual debajo de mi nórdico de flores negras estampadas sobre un fondo blanco. La persiana está medio echada, pero no me molesta la luz: al contrario, me recuerda que es de día y que no voy a poder dormir diez horas del tirón. Mi habitación ha cambiado bastante desde que regresé a casa embarazada. Como se trata de una estancia bastante amplia, me pude permitir el lujo de poner una cama de matrimonio y un pequeño, pero práctico, escritorio de madera rústica en el que preparo mis sesiones y estudio los casos que veo en el hospital. Los libros los tengo cuidadosamente colocados en orden alfabético sobre una estantería gigantesca que compramos específicamente para ellos y que situamos al lado de la televisión, en el salón.

Me muerdo el labio al recordar que hubo un chico que sí conoció mi habitación en su versión más adolescente. Creía que Raúl se reiría de todos mis peluches cuando le enseñé mi refugio, pero al contrario, se lanzó encima de ellos y me dijo que aquel era el lugar más cómodo en el que se había tumbado en su vida.

Sonrío mientras visualizo en mi mente unas palabras de lo más peligrosas: "¿Cómo sería si...?" Entonces los caprichos de mi imaginación me llevan a soñar con un Raúl que lleva a mi hija sobre sus hombros en la cabalgata de reyes, con otro que me abraza por las noches, y con uno que se queja amargamente del trabajo a la hora de la cena pero luego me da un beso y sonríe. Qué peligrosas son esas palabras. Como sería si él de repente entrara a formar parte de mi día a día... ¿Cómo?

—Necesitas descansar para que se te iluminen las ideas, querida —grita mi madre desde la cocina.

Escucho su voz en la lejanía y sonrío antes de cerrar los ojos. Sé que quiere lo mejor para mí, pero existen unos límites que no creo que se atreva a sobrepasar.

Empieza a invadirme el sopor y mientras me duermo trato de recordar que tengo que recoger a Rocío de la guarde a las tres y que mañana me toca atender las interconsultas y pasar la mitad de la consulta monográfica de deterioros cognitivos, supervisada por alguno de los adjuntos del servicio. Repaso mentalmente los artículos que tengo pendientes de leer y justo después empiezo a ver nuestro juego de cartas, sus ojos verdosos y la palabra adiós


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