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Unos ojos verdosos y grandes se meten bajo mi piel de nuevo. Lleva una camiseta negra y unos vaqueros rotos. Parece contento. Su manera de curvar los labios para sonreír me vuelve loca y lo sabe.

—Te toca.

Miro mis cartas. No las entiendo. Una tiene una calavera dibujada a lápiz. Las otras dos forman en conjunto una especie de corazón roto. Y la cuarta tiene escrita la palabra adiós.

Lanzo ésa.

Raúl deja de sonreír y me pregunta por qué.

—¿Por qué me dices adiós? —repite una y otra vez.

Llora. Está llorando arroz. No tiene sentido. Yo también lloro. Entonces aparece Rocío corriendo sobre sus piernecitas. Tropieza y me pregunta por su padre. Raúl me mira muy serio.

—Sabes que no está bien lo que has hecho —me acusa él.

De pronto se escucha una música de fondo. No es nada armoniosa. Me estresa. Y abro los ojos, al fin.

Está sonando el busca debajo de la almohada. Respondo con voz de troglodita.

—Diga.

—¡Bea! Ya ha terminado tu turno, gordi. Te espero en los despachos de neuro.

Miro el techo de la habitación de guardia, tiene gotelé. Estoy durmiendo en la litera de arriba y me obligo a mí misma a recordar que tendré que descender por una miniescalerita si no quiero estrellarme contra el suelo. La falta de costumbre me costó un buen trompazo la primera vez que dormí en la litera de arriba en una guardia. Acabé en la urgencia, sentada en un sillón mientras un otorrino me metía tampones por la nariz para detener la hemorragia. Es un recuerdo muy valioso.

—Buenos días —dice el chico que duerme en la cama de abajo.

Ya se ha levantado y lo veo entrar al baño para lavarse la cara con agua fría. Después cierra la puerta y escucho el agua de la ducha durante unos minutos antes de que salga con el pelo mojado y algo de ropa limpia puesta. En mi estado actual no puedo valorar si es guapo, feo, alto o bajo. Me acabo de levantar después de dormir tres horas seguidas en toda la noche y no estoy en condiciones de sentirme atraída por ningún hombre en mi estado. A no ser que tenga los ojos verdosos y me miré como lo hizo él ayer.

Me las apaño para descender de la litera en mitad de mi trance mañanero. Me miro en el espejo y descubro que mi aspecto no es mucho mejor que el de hace unas cuatro horas, pero al menos he descansado lo suficiente como para llegar a mi casa viva. Me echo agua fría sobre los párpados con la intención de ayudarlos a desinflamarse. Sonrío. Tengo ganas de achuchar a mi pequeña y de prepararme un buen desayuno en compañía de mi madre. Repito la secuencia que ha hecho mi compañero. Cierro la puerta y me deshago del pijama verde. Me ducho, pero no me lavo el pelo. He traído una falda larga de color salmón y una blusa blanca.

Cuando salgo del baño, el adjunto de traumatología ya se ha marchado. Recojo mi bata y compruebo que llevo todos mis enseres en los bolsillos, después me la pongo encima de la ropa. A veces me pregunto por qué llevo un tarro enorme de bálsamo labial en el bolsillo izquierdo. No sé cómo consigo meter tantísimas cosas en la bata. Claro, que luego me duelen las cervicales y con razón.

Con mis Crocs en la mano me deslizo fuera de la habitación, los he cambiado por unas sandalias fresquitas de pedrería de colores.

En el pasillo ya hay celadores acarreando pacientes a rayos y enfermeras que corren de un lado a otro. Veo a una pareja de cardiólogas tomando café de camino a las consultas. Un retazo de la conversación llega a mis oídos y tengo que contener una carcajada. Resulta que el cirujano que estaba liado con tres doctoras a la vez ha sido descubierto por una de ellas y ayer le montó un pollo monumental delante de todos los pacientes en la sala de espera.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora