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Ser madre y ser médico es una mala combinación cuando tus hijos se ponen enfermos. Pierdes la objetividad. Dejas de ser fría. Dejas de pensar. Colapsas.

Y eso ocurre porque sabes lo que está pasando y lo que puede llegar a pasar. Sabes cosas que han ocurrido cuando tú estabas de guardia y que te aterraría que le ocurriesen a uno de tus seres queridos.

Sabes demasiado y a la vez sabes muy poco, porque no eres capaz de razonar. Por eso estoy bloqueada, rígida y pálida mirando como atienden a mi hija en el box vital de pediatría. Un ejército de enfermeras ponen vías por aquí y por allá. Una sonda. Antibióticos. Analíticas. Hemocultivos. Oigo pero no escucho. Miro pero no veo. Sobre todo, evito pensar. Sé lo que es una meningitis por meningococo. Sé en qué puede acabar. Sé las secuelas que puede dejar. Sé demasiado, me repito.

Raúl y me coge de la mano y me hace volver momentáneamente. Entonces parece que respiro un poquito mejor. Sólo un poquito.

De pronto todo parece más relajado. Las enfermeras charlan y los médicos vuelven a los ordenadores. Salvo una doctora. Juraría que la he visto en la cafetería alguna vez. El hospital es tan grande que es muy difícil que nos conozcamos entre todos.

—Vamos a hacerle una punción lumbar —me dice.

Asiento, conforme. Sé que es desagradable y que aún es muy pequeña para que alguien le clave una aguja entre las vértebras... Pero es necesario.

—Bea —dice Raúl—. Bea, mírame.

Me giro hacia él y dejo escapar un par de lágrimas. Sólo un par. Debo contenerme.

—Es tan pequeña... Es tan injusto. Ojalá pudiese ahorrarle este mal rato. Me cambiaría por ella —susurro con la voz quebrada.

Entonces él me abraza y me besa la cabeza.

—Tranquila, ya está mejor. La tienen controlada —me dice.

Nos separamos y nos miramos a los ojos.

—Gracias —le digo—. Gracias por estar aquí.

Me sonríe y me acaricia.

Álvaro nos mira. Está sentado en una de las sillas metálicas que hay en la entrada de las urgencias pediátricas a modo de salita de espera improvisada. No parece interesarle mucho lo que está ocurriendo con Rocío. O al menos, su cara parece una máscara pétrea que no deja traspasar ninguna clase de emoción.

Al rato la doctora vestida con un pijama verde que conozco muy bien, regresa y pregunta por los padres.

—Yo —dice Álvaro muy serio.

Raúl nos mira a ambos y decide apartarse de la escena. Con impotencia, miro como desaparece tras una puerta. La doctora mira a mi ex con cara de estar alucinando. Supongo que a él sí le conoce. Un hombre joven, guapísimo, uno de los cirujanos plásticos del hospital... Obviamente habrá levantado revuelo entre algunas mujeres.

—Y tú...

—Yo soy su madre, soy resi de neuro, aquí —aclaro—. Bueno, en el otro edificio.

El materno–infantil está apartado del resto del hospital. Construyeron hace unos años un gran edificio nuevo para ginecología y pediatría.

—¡Ah! Cierto ya decía yo que me sonaba tu cara —dice ella con una sonrisa que ahora mismo no puedo devolver—. Bueno, a Rocío ya le hemos puesto los antibióticos. Le hemos sacado cultivos y estamos esperando el resultado de la punción lumbar... Pero con la púrpura que tiene ya nos imaginamos que es muy probable que tenga un meningococo.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora