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Los meses van pasando, lentos y tortuosos. Yo intento disfrutar de mi hija cada día como si el mundo se fuese a terminar al día siguiente.

Raúl viene a casa todas las noches. Juega un rato con Rocío e incluso trae a Tony para que la nena lo salude (adora a ese perro). Charla un rato con mi madre mientras yo me voy a mi habitación. Todavía sigo convencida de que Raúl debería alejarse de mí.

Sin embargo, él siempre entra en mi cuarto y me besa apasionadamente antes de irse a su piso. Realmente no sé qué estamos haciendo. Estoy muy desorientada.

Algún día me he visto obligada a desayunar con Álvaro en una cafetería que hay a un par de manzanas del hospital para aclarar que estoy dispuesta a pelearme por la custodia de la niña. Él continúa insistiendo en que seríamos una familia feliz y que podría darme todo lo que yo quisiera. No sé de donde saca esas ideas tan absurdas. El caso es que parece que se cree sus propias mentiras y empiezo a sospechar que está algo desequilibrado: y eso me da miedo. Ya se ha confirmado que Rocío es su hija mediante la prueba de ADN. Poco a poco el asunto avanza y yo procuro mantener la calma y apartar el miedo de mi mente, como me dijo Ada, quien por cierto, está muy pendiente de mí (tanto ella como su chico).

Alma, mi adjunta, me pregunta de vez en cuando por Álvaro y la niña. Sin embargo, procura no meter el dedo en la yaga y no me martiriza demasiado. A veces me manda antes a casa cuando ve que mi estado de nervios me supera o me tranquiliza dándome ánimos.

Hoy es uno de esos días en los que aún domino mi ansiedad. Afortunadamente, poco a poco esos días empiezan a ser más abundantes. Estoy explorando a un paciente que tiene ochenta años y un comienzo de enfermedad de Alzheimer –o eso nos sugiere el cuadro–. Ya lo han encontrado solo y desorientado en la calle varias veces.

—Ahora repita estas tres palabras: bicicleta, cuchara y manzana. Hasta que las memorice —le digo despacio.

—Bicicleta... Manzana... Y...

Espero unos segundos.

—Cuchara —dice él al fin.

Lo apunto. De pronto la puerta de la habitación se abre y entra Alma algo apurada.

—Bea, ven conmigo. Ahora te cuento. Buenos días Casimiro —saluda ella al paciente—. Me llevo un momento a la doctora y luego se la devuelvo.

Casimiro sonríe.

Salgo al galope detrás de mi adjunta que camina muy rápido en dirección a los despachos. Se detiene en la puerta de la sala de reuniones y abre. Entramos y allí hay un hombre vestido de traje con una sonrisa. Su rostro tiene rasgos asiáticos, me recuerda al fenotipo japonés. Parece algo mayor, tendrá unos cincuenta y muchos años.

—Te presento a Kazuhiro Takayasu —dice ella con una gran sonrisa.

El nombre confirma mis sospechas. Le devuelvo la sonrisa y le estrecho la mano.

—Ella es Beatriz, una de mis residentes de neurología —me presenta.

Entonces se gira hacia mí y me explica:

–Kazuhiro y yo nos hicimos amigos cuando coincidimos en Nueva York durante una beca Erasmus —explica Alma—. Nos hemos visto algunas veces estos años y ha venido a España a dar una conferencia.

—Y quería saludar a mi amiga —responde él con un español algo adulterado por una mezcla de acentos propia de una persona que habla demasiados idiomas.

Asiento, sin saber muy bien el por qué de todo esto.

—Verás, Kazuhiro es el presidente de la ISAPS. La Asociación Internacional de Cirugía Estética y Plástica.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora